Read Un día en la vida de Iván Denísovich Online
Authors: Alexandr Solzchenitsyn
Cortaron el cable en trozos para la cuchara, y los escondieron en un rincón. Sujov clavó dos tablas formando una escala y encargó a Gopsik de colgar el tubo. Ligero como una ardilla, Gopsik trepó por las traviesas, clavó un clavo, le ató un cable y colgó el tubo. Mientras tanto Sujov no se estuvo mano sobre mano, sino que proyectó al tubo de un recodo hacia arriba. Hoy no hace viento, pero aunque haga mañana, el humo no entrará. Hay que entenderlo: la estufa está para uno mismo.
Senka Klevschin había terminado los listones, y el rápido Gopsik tuvo que clavarlos. El pequeño diablo trepó y aullaba desde arriba.
El sol estaba más alto, habiendo dispersado la niebla; los postes habían desaparecido... y el disco parecía más rojo. Y mientras tanto, aquí calentábamos la estufa con la madera robada. Así era mucho más divertido.
—En enero el sol calienta las costillas de las vacas —explicó Sujov.
Kilgas terminó de clavar la artesa, golpeó unas cuantas veces con la pequeña hacha y exclamó:
—¡Oye, Pavlo, por este trabajo el brigadier tendrá que pagarme cien rublos; con menos no me conformo! Pavlo rió.
—Cien gramos más te darán.
—¡El fiscal te pondrá algo de propina! —bramó Gopsik desde arriba.
—¡Quieto! ¡Deja eso! —exclamó Sujov. Habían empezado a cortar mal el cartón alquitranado.
Les enseñó cómo debía hacerse.
Se habían reunido mucha gente alrededor de la estufita de hojalata. Pavlo los separó. A Kilgas le asignaron un ayudante con la orden de hacer cubetas para mortero, con el fin de poder subirlo. Dos hombres más se destinaron a acarrear arena. Pavlo los mandó arriba para que limpiaran de nieve el puesto de trabajo y el muro. Luego destinó a otro para que quitase la arena caliente de la estufa y la vertiese en la artesa. Fuera se oyó el rugido de un motor; traían las tochanas.
Pavlo salió corriendo y movió los brazos para indicar dónde tenían que descargar el material.
Entretanto quedó clavada una, luego otra tira de cartón. Pero ¿qué protección puede dar el cartón? El papel no puede ser más que papel. Con todo, se formaba una especie de pared continua. En la nave, ahora a oscuras, la estufa al rojo brillaba más.
Alioska trajo carbón. Los unos le gritaban: «¡Carga!»; los otros: «¡No cargues! ¡Nos calentaremos con la madera!» El se detuvo, y no sabía qué partido tomar.
Fetiukov se había sentado junto al fuego. El muy idiota se acercaba mucho al fuego con las botas de fieltro. El capitán lo cogió por el cogote y lo empujó hacia las cubetas:
—¡A llevar arena, cabrito!
El capitán consideraba el trabajo del campo igual que el servicio de la Marina. ¡Si se ha recibido una orden, hay que ejecutarla! Ha adelgazado mucho en el último mes, pero aún puede con el paquete.
En fin, las tres ventanas han quedado tapadas. Sólo por la puerta entra aún la luz, pero también el frío. Pavlo ordena cubrir la parte superior de la puerta y no dejar más espacio que el necesario para pasar con la cabeza baja.
Mientras, tres volquetes han subido las tochanas y han descargado. El siguiente problema será el de subirlas. ¿Cómo podrá hacerse sin montacargas?
—¡Los albañiles, vamos, iremos arriba! —les estimula Pavlo.
Cuestión de honor. Sujov y Kilgas suben con Pavlo. Si la escalera ya era estrecha antes, ahora, después que Senka ha arrancado la baranda, hay que arrimarse al muro para no caer. Además, la nieve se ha helado en los escalones, redondeándolos, de modo que el pie no encuentra apoyo. ¿Cómo podrá subirse el mortero?
Se vuelven hacia donde se ha de levantar el muro. Otros están quitando la nieve de encima con palas. ¡Ah!, bien. Romperemos el hielo que cubre el muro viejo con el hacha y lo quitaremos con la escoba de ramaje.
Calculan desde dónde habrá que pasarse las tochanas, y miran hacia abajo. Luego deciden lo siguiente: En vez de acarrear las piedras por la escalera, cuatro hombres las lanzarán al puesto de trabajo, hacia arriba, donde dos más las seguirán pasando. Al primer piso irán también dos hombres para pasarlas, y así adelantará más de prisa el trabajo.
Arriba, el viento no es fuerte, pero hay corriente de aire. Los traspasará durante el trabajo; pero tú te colocas detrás de la parte terminada, te ocultas detrás del muro, y así será un poco más soportable, menos frío. Sujov miró al cielo: ¡Ah, qué despejado, y el sol casi en el cénit! ¡Cómo pasa el tiempo trabajando! Como muchas otras veces, Sujov se dio cuenta: los días en el campo pasan volando. Pero la condena misma no parece cambiar; no toca nunca a su fin.
Volvieron abajo. Todos estaban junto a la estufa; sólo el capitán y Fetiukov seguían transportando arena. Pavlo se enfureció y mandó a ocho hombres de una vez para que se ocuparan de las tochanas. Otros dos hubieron de echar cemento en la artesa y mezclarlo en estado seco con la arena. Uno fue enviado a buscar agua, otro a por carbón. Y Kilgas se dirigió a su comando:
—Bien, hijos míos, hay que acabar de una vez las cubetas.
—¿Puedo echarles una mano? —Sujov pide así a Pavlo que le dé trabajo.
—Bien —asiente éste.
En aquel momento traen un recipiente con que derretir nieve para hacer el mortero. Alguien dice que ya son las doce.
—Deben ser las doce —explica Sujov—, porque el sol está en su cénit.
—Cuando está en el cénit —anuncia el capitán— no son las doce, sino la una.
—¿Cómo? —se asombra Sujov—. Pero si ya los antiguos sabían que a mediodía el sol está en lo más alto.
—¡Sería en la Antigüedad! —replicó secamente el capitán—. Pero ahora se ha publicado una orden, por la cual el sol ha de estar en lo más alto a la una.
—¿Quién ha publicado esa orden?
—¡El Gobierno soviético!
El capitán sale cargado con sus cubos, y Sujov no quiere peleas. ¿Será cierto que hasta el sol obedece las órdenes de ellos?
Siguieron martillando y golpeando, y al fin terminaron cuatro cubetas de albañil pequeñas.
—Está bien; sentémonos y calentémonos un poco —dijo Pavlo a los dos albañiles—. Y usted, Senka, ayudará a levantar el muro después de comer. ¡Siéntese!
Se acurrucaron debidamente junto a la estufa. Antes del mediodía, de todos modos, no comenzarían a levantar pared, y no valía la pena de empezar a mezclar el mortero, pues entre tanto se helaría. Los carbones esparcían un calor bastante regular. Claro que no se notaba sino cerca de la estufa; en el resto del recinto hacía un frío de perros, igual que antes.
No conviene acercar demasiado los pies calzados al fuego, ¡conviene recordarlo! El cuero se vuelve quebradizo y se raja. Las botas de fieltro se humedecen, empiezan a desprender vapor, pero de calentarse los pies, ni asomos. Si los acercamos más al fuego, se chamuscan. Luego vas con un agujero hasta la primavera, y no te hagas ilusiones de conseguir otro par.
—¿Qué hace Sujov ahí? —inicia Kilgas una conversación—. El Sujov, muchachos, casi está con un pie en casa.
—Sí, con el desnudo —interviene uno. Todos ríen: Sujov se ha quitado la bota izquierda, la que está chamuscada, y seca los trapos al fuego.
—Sujov ya termina de cumplir su condena.
Al propio Kilgas le clavaron veinticinco años. Los demás tuvieron más suerte en el juicio; los tomaron en bloque y los encerraron por diez años. Mas, desde 1949, todas las condenas eran mayores, a veinticinco años sin discriminaciones. Diez años aún pueden pasar de algún modo, pero sobrevivir durante veinticinco...
Sujov se sentía satisfecho cuando todos los dedos le señalaban: «A ése le falta poco para salir.» Pero en su fuero interno no estaba muy seguro. Los que cumplían la condena durante la guerra fueron retenidos «en reserva» hasta 1946. El que estaba condenado a tres años por ejemplo, se quedaba encerrado cinco años más. Es una ley muy elástica. Pasan los diez años, y pueden caerte otros diez, o el destierro.
Cuando uno lo piensa, se vuelve loco. Alguna vez tiene que acabar la condena, como un film... ¡Dios mío! ¿Ser dueño de sí mismo? ¿Estar en libertad?
Naturalmente, como perro viejo en los campos, esto no podía decirse en alta voz, no hubiera estado bien. Sujov se dirigió a Kilgas:
—¡No cuentes tus veinticinco años! Querer cumplir veinticinco años de condena sería como sacar agua con un tenedor, ¿no? Llevo ya ocho años encima, justos.
Somos en este mundo como una brizna de paja.
Según la acusación, Sujov estaba condenado por alta traición. El había confesado y declaró que hizo que le cogieran prisionero con intención de traicionar a su país, y que fue puesto en libertad para cumplir una misión del servicio secreto alemán. Cuál fuese esta misión, no pudo precisarlo Sujov ni el juez de instrucción. Una misión, pues, quedó en los papeles.
El cálculo de Sujov fue bien sencillo: si no firmas, será tu muerte; si firmas, aún vivirás unos añitos. De manera que firmó.
En realidad, las cosas ocurrieron así: en febrero de 1942 encerraron a todo el ejército en una bolsa del frente, y de los aviones ya no tiraban comida, pues no debían de quedar aviones. Llegaron incluso a raspar los cascos de los caballos que reventaron, mezclando luego esa materia córnea con agua, para comérsela. Tampoco había con qué disparar. Así, los alemanes los cazaron en grupos a través de los bosques, haciéndolos prisioneros. Con uno de estos grupos, Sujov estuvo unos días en cautiverio, aún dentro de los bosques, y luego se escapó con otros cuatro. Ocultándose en los bosques y los pantanos, encontraron al fin, como por milagro, las propias tropas. Un tirador de ametralladoras segó a dos de ellos allí mismo, el tercero murió a consecuencia de su herida; los dos restantes consiguieron pasarse. Habría sido mejor decir que se perdieron en los bosques, y no hubiera ocurrido nada. Pero ellos confesaron abiertamente: ¡prisioneros de los alemanes, sí! ¿Conque prisioneros? ¡Hijitos de puta! ¡Si hubieran sido cinco, se habrían comparado sus declaraciones, y les habrían creído; pero siendo dos, ¡imposible! ¡Los muy canallas se han puesto perfectamente de acuerdo en esa historia de la fuga!
Senka Klevschin ha oído, como de lejos, que la conversación versa sobre fugas y prisiones, y dice en voz alta:
—Yo me largué tres veces, y las tres volvieron a cogerme.
Senka, el paciente, se vuelve cada día más silencioso. No puede oír a las personas, y no se mezcla en ninguna conversación. Por esto se sabe poco de él, salvo que estuvo en Buchenwald y perteneció a una organización de resistencia que introducía armas en la zona del campo de concentración, para organizar una revuelta. Y que los alemanes lo colgaban con las manos atadas a la espalda y le daban de bastonazos.
—Tú, Vania, llevas ocho años preso. ¿En qué campos? —interviene Kilgas.
—En los normales, pues. Viviríais con mujeres. No llevabais números. ¡Pásate ocho años en el campo de castigo, en cambio! ¡Eso no lo resiste nadie!...
—¿Con mujeres?... ¡Con viruela de ballena, y no con mujeres...!
Con los vigilantes, pues.
Sujov tiene los ojos fijos en la lumbre y se acuerda de los siete años pasados en el Norte. Cómo transportó durante tres años, con el remolcador, madera escuadrada y traviesas. Allí también había hoguera durante las pausas entre la corta de madera; no de día, naturalmente, sino por la noche. El comandante del campo lo había convertido en ley: si una brigada no cumple la norma del día, se queda por la noche en el bosque.
Y luego volver al campo a medianoche, y por la mañana otra vez al bosque.
—No, hermanos, aquí hay más tranquilidad... —murmuró para sí—. Aquí el final del trabajo es ley. Terminado o no... ¡al campo! Y la norma garantizada es de cien gramos más. Aquí se puede vivir. Un campo de castigo. Bien, pero ¿te molestan los números? No pesan nada esos números.
—¡Silencio! —siseó Fetiukov. Se acerca la pausa de mediodía, y todos se apretujan junto a la estufa—. ¡Matan personas en la cama! ¡Silencio!
—No personas, sino soplones —Pavlo alza el dedo, amenazando a Fetiukov.
En efecto, algo nuevo pasaba en el campo. Una mañana, dos conocidos soplones fueron encontrados en sus yacijas, degollados. Luego le ocurrió a un inocente, cuyo lugar confundieron. Otro denunciante escapó a la dirección, a las celdas del campo, donde le escondieron. .. en el «bunker» de hormigón. Cosa rara... ¡Aquello no pasaba en los campos normales! Ni allí pasó nunca hasta entonces.
De súbito sonó la sirena; al principio no a plena potencia, sino de manera algo ronca, con un gorgoteo.
¡Mediodía! ¡Descanso!
¡Perdido, lástima! Había pasado el momento de ir al comedor a hacer cola. En la obra trabajaban once brigadas, pero en el comedor cabían sólo dos. El brigadier aún no ha vuelto. Pavlo recorre el terreno con rápida mirada y decide:
—Sujov y Gopsik, conmigo. ¡Kilgas! ¡Cuando le envíe a Gopsik, traiga en seguida a la brigada!
Otros ocupan en seguida sus puestos junto a la estufa, que rodean como a una mujer a quien quisieran abrazar.
—¡Basta de charla! —gritaron los muchachos—. ¿Quién fuma uno?
Todos se miran entre sí, a ver cuál fuma. Pero nadie tiene; o bien no hay tabaco, o lo retiene y no quiere mostrarlo. Salen afuera con Pavlo; Gopsik trota tras ellos.
—Hace más calor —comprueba inmediatamente Sujov—. Dieciocho grados, no más. Irá bien para trabajar.
Se vuelven hacia las tochanas. Los muchachos han subido muchas al puesto de trabajo, algunas incluso al piso anterior.
Sujov mira también hacia el sol, con los ojos entrecerrados, por lo de la orden de que habló el capitán. En terreno abierto, que pasa libremente el viento, el frío aprieta aún. No olvides que estamos en enero.
La cocina de la obra es una choza de tablas, muy pequeña y miserable, montada alrededor del hogar, y claveteada con chapa oxidada para tapar las rendijas. Por dentro, esa mísera choza está dividida en cocina y comedor por medio de una pared. Ni en la cocina ni en el comedor hay entablado. Tal como apisonaron el suelo con los pies, así ha quedado, con pequeñas jorobas y hoyos. La cocina no es más que un hogar cuadrado con caldera encastrada.
En esta cocina mandan dos hombres, el cocinero y un sanitario. Cuando salen al campo por la mañana, el cocinero recoge en la gran cocina del campo la cebada. Para cada uno alrededor de cincuenta gramos, un kilo por brigada; y la columna de trabajo recibe algo menos de un «pud». El cocinero no llevaría ese saco de cebada tres kilómetros; para eso tiene a su peón. Antes que tullirse los lomos con la carga, prefiere dar al peón una ración especial a costa de los «trabajadores». Ir a por agua, llevar madera, encender la cocina, todo eso no lo hace el cocinero por sí mismo, sino los «trabajadores» y muertos de hambre, que reciben su ración especial; regalar bienes ajenos no duele. Luego se ordenó que sólo se debía comer en el comedor; hay que traer las escudillas del campo (no puedes dejarlas en la obra; por la noche las roban los civiles), cincuenta unidades y no más, las lavan aquí y vuelven a usarlas, para ir más de prisa (el portador de las escudillas también recibe su ración especial). Para que no desaparezcan las escudillas del comedor, se aposta otro ayudante a la puerta; ninguna escudilla ha de salir de allí. Pero, por mucho que vigile, siempre desaparece una, sea convenciendo o distrayendo al vigilante. Por esto hay que enviar por toda la obra a un hombre que va recogiendo las escudillas sucias y las devuelve a la cocina. A éste una ración, al otro otra ración.