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Authors: Alexandr Solzchenitsyn

Un día en la vida de Iván Denísovich (7 page)

La tormenta de nieve, si se piensa bien, no trae ninguna ventaja. Los presos quedan encerrados, el carbón no llega a tiempo y el calor se disipa del barracón. No traen harina al campo, y no hay pan. Ni en la cocina les llega. Pero, por tiempo que dure una de estas tormentas —tres días, una semana quizá—, esos días cuentan como tiempo libre y luego le echan a uno a trabajar el mismo número de domingos.

A pesar de todo, los presos aman la tormenta de nieve y rezan para que se presente. Apenas se hace un poco insistente el viento, todas las miradas se dirigen al cielo. ¡Si hubiera candela! ¡Candela! O sea, nieve.

Con un viento rasante sobre el suelo, no puede resultar una tormenta de nieve como es debido.

Ya se acercaba uno para calentarse a la estufa de la brigada 38, siendo ahuyentado ruidosamente.

En el mismo momento, Tiurin entró en la nave. Estaba sombrío. Los compañeros de la brigada comprendieron: había que hacer algo, y en seguida.

—Bieeen —miró Tiurin a su alrededor—. ¿Todo listo, la ciento cuatro?

Sin controlar ni hacer recuento —a Tiurin jamás se le escapará nadie—, comenzó a repartir rápidamente. Los dos estonianos, junto con Klevschin y Gopsik, fueron enviados a llevar la gran artesa para el mortero a la central de energía. Con esto resultaba evidente que la brigada se cambiaba a la central, que no estaba terminada y había sido abandonada a finales de otoño. Dos hombres fueron enviados a la entrega de herramientas, donde Pavlo recibía utensilios. Cuatro hombres fueron encargados de quitar la nieve de los alrededores de la central, de la entrada a la sala de máquinas, de la misma sala de máquinas y de las escaleras. Dos más recibieron la orden de cargar la estufa de la nave con carbón, y de procurarse y partir madera y tablas. Otro transportaba cemento allí con el trineo. Dos llevaban agua, dos acarreaban arena y uno debía quitar la nieve de esta arena y reducirla a trocítos con el formón.

Con ello, sólo quedaron Sujov y Kilgas, los capataces de la brigada. El brigadier los llamó así:

—Bien, muchachos —no tenía más edad que ellos, pero tenía la costumbre de llamarlos «muchachos»—, a partir del mediodía empezaréis a levantar una pared con tochanas en el primer piso, donde terminó la sexta brigada en otoño. Ahora hay que calentar la sala de máquinas. Tiene tres grandes ventanas, que habrá que tapar de alguna manera. Os daré gente para que os ayuden, pero antes hay que pensar con qué taparlas. La sala de máquinas servirá para mezcla de mortero y calefacción a la vez. Si no conseguimos calentarla, pasaremos un frío de perros, ¿entendido?

Quizás habría seguido hablando, pero entonces se acercó Gopsik, un muchacho de unos dieciséis años, rosado como un cerdito, para quejársele de que la otra brigada no quería entregar la artesa y había disputas. Tiurin se puso en camino hacia allí.

Aunque era difícil comenzar la jornada de trabajo con aquel frío, sólo era cuestión de aquel comienzo. Lo único que importaba era superarlo.

Sujov y Kilgas se miraron. No era la primera vez que trabajaban juntos, y apreciaban cada uno en el otro al carpintero y al albañil. No sería fácil encontrar en ese desierto de nieve algo que sirviera para tapar las ventanas. Pero Kilgas dijo:

—¡Vania! Sé un sitio, al lado de las casas prefabricadas. Hay un grueso rollo de cartón alquitranado. Yo mismo lo guardé. ¿Vamos allá?

Aunque Kilgas es letón, habla ruso como su lengua materna. En la vecindad había un poblado de baptistas, y allí lo aprendió de niño. Hace sólo dos años que Kilgas conoce los campos, pero sabe de todo: lo que no sacas a mordiscos, tampoco lo sacas pidiendo.

Decidieron agenciarse el cartón de cubiertas. Sujov se dirigió antes, acompañado por Kilgas, al edificio del taller de reparación de automóviles, dentro del recinto de la obra, para buscar su paleta. La paleta es algo extraordinario para el albañil, pues se adapta bien a la mano y es ligera. Pero en todas las obras la regla era que por las mañanas se recibían las herramientas y por la noche se devolvían. Era cuestión de suerte la herramienta que se cogía a la mañana siguiente. Un día, Sujov engañó al encargado y no devolvió la mejor de las paletas. Ahora la escondía todas las noches en un sitio distinto y cada mañana, si había que levantar una pared, volvía a sacarla. Seguro que si la 104 hubiera tenido que ir a la «Sozkolonie», Sujov se habría quedado sin paleta. Mas ahora apartó una piedra, metió el dedo en la hendidura y la sacó. Sujov y Kilgas abandonaron el taller de reparación de coches y se dirigieron a las casas prefabricadas. Su respiración formaba densas nubes de vapor. El sol había salido ya, sin rayos, como entre la niebla. A un lado se erguían unos postes.

—¿No son postes eso? —señaló hacia delante Sujov.

—¡No nos han de molestar los postes! —Kilgas hizo un gesto negativo y comenzó a reír:— A menos que hayan tendido alambres de púas entre ellos. ¡Eso es lo que importa!

Kilgas no dice una frase sin bromear. Por eso le aprecian en toda la brigada. ¡Y cómo charlan con él los letones del campo! Bien, Kilgas se alimenta normalmente, dos paquetes al mes, está sonrosado y como si no estuviera en un campo de concentración. Así ya se puede bromear.

El terreno de la obra es gigantesco. Se tarda algún tiempo en cruzarlo. Por el camino se encuentra a los compañeros de la brigada 82. Están haciendo fosas de 50 X 50 en cuadrado y sólo 50 de hondo, pero el suelo es aquí como piedra, incluso en verano, y ahora está helado además: ¡Intenta penetrarlo! Si golpeas con el pico, rebota, y saltan chispas. De tierra, ni asomos. Cada uno de los muchachos está sobre su agujero, mirando a su alrededor. No hay donde calentarse, y no les dejan marcharse. De manera que vuelven a coger su pico; al menos, calienta.

Entre ellos, Sujov reconoce a uno de la región de Viatka y le da un consejo:

—Oye, haced una hoguera sobre cada agujero y se deshelará la tierra.

—No lo permiten —suspira el paisano—, ni dan madera.

—Hay que encontrarla. Kilgas escupe al suelo.

—Bueno, Vania, tú mismo: si la dirección de la obra tuviera entendimiento, ¿pondría gente a cavar el suelo con picos, con frío?

Kilgas rezonga cosas incomprensibles durante un rato aún, y luego se calla, pues el frío quita las ganas de hablar. Siguen y siguen adelante, llegando al lugar donde están cubiertas por la nieve las planchas para casas prefabricadas.

A Sujov le gusta trabajar con Kilgas. Sólo tiene una falta; no fuma, y en sus paquetes no le envían tabaco.

Realmente, Kilgas es un fino observador. Levantan una tabla, luego otra, y debajo aparece el rollo de cubierta alquitranada.

Lo sacan. Ahora ¿qué? ¿Cómo llevarlo? Pueden ser vistos desde la torre de vigilancia, pero eso no importa. Los zoquetes sólo se ocupan de que no se les escapen los presos, pero dentro de la obra podrían hacer palillos de la madera de construcción; aunque les viera el inspector del campo, no sería grave. El también procura por su interés. A los «trabajadores» les importan un pito las casas prefabricadas, igual que a los brigadieres. Sólo el aparejador civil, el jefe de década de entre los presos y el altísimo Schkuropatenko, un preso cualquiera. Por esto le han encargado provisionalmente de vigilar las casas prefabricadas para que los presos no se lleven nada. Ese Schkuropatenko es precisamente quien podría pescarlos en campo abierto.

—No debemos llevarlo horizontal, Vania —reflexiona Sujov—. Cojamos el rollo verticalmente; así podremos transportarlo con facilidad y cubrirlo con nuestros cuerpos. Desde lejos no lo verá.

La idea de Sujov es buena. Sería incómodo llevar el rollo bajo el brazo. Abandonan el intento y en su lugar lo llevan apretado entre los cuerpos, de manera que parece un tercer hombre. Visto de perfil, se diría que dos hombres caminan uno al lado del otro.

—Pero más tarde el aparejador verá el cartón en las ventanas y así lo descubrirá —dice Sujov.

—Y a nosotros ¿qué nos importa? —pregunta Kilgas, admirado—. Nosotros lo encontramos todo puesto en la central, ¿íbamos a arrancarlo?

También era verdad.

Los dedos se han quedado rígidos dentro de los delgados guantes; están insensibles. La bota de fieltro izquierda aguanta. Eso es lo principal. Las manos ya se deshelarán durante el trabajo. Ambos cruzan por la nieve virgen y llegan a las huellas del trineo, que llevan del cobertizo de las herramientas a la central. Sin duda acarrean ahí el cemento.

La central eléctrica está en una colina; detrás termina la zona exterior. Hace mucho que nadie pasaba por aquí, todos los caminos de entrada a la central están uniformemente cubiertos de nieve. Por eso se marcan con más claridad las huellas del trineo y el rastro reciente, las profundas huellas que ha dejado nuestra gente. Ya están despejando con palas de madera el espacio alrededor de la central, y abren el camino para el camión.

Si al menos hubiera funcionado el pequeño montacargas. Pero el motor está quemado, y evidentemente no ha sido reparado. Eso quiere decir que una vez más uno tiene que subirlo todo al primer piso por sí mismo. El mortero. Las tochanas.

Durante dos meses la central ha quedado abandonada en la nieve como un esqueleto gris. Ahora llega la 104. ¿Qué ha de hacer la gente? Las tripas vacías están rodeadas con una faja de lona; hace un frío atroz, y en ninguna parte una oportunidad de calentarse, ni una chispita de fuego.

Mas, a pesar de todo, llega la 104, y la vida empieza de nuevo. Nada más entrar a la sala de máquinas, la artesa se parte en dos. Ya estaba vieja, y Sujov no hubiera creído posible traerla sana hasta allí. El brigadier suelta algunas maldiciones para cubrir el expediente, pero dándose cuenta de que nadie tiene la culpa. Ahí llegan Kilgas y Sujov trayendo entre los dos el cartón alquitranado. El brigadier se alegra y en seguida organiza una nueva distribución: Sujov arreglará el tubo de la chimenea; Kilgas está encargado de reparar la artesa del mortero, en lo cual le ayudarán dos estonianos, y a Senka Klevschin le dan el hacha para que haga listones largos en que clavar el cartón, pues éste sólo es la mitad de ancho que la ventana. ¿De dónde sacar listones? El aparejador no proporciona madera para una nave de calefacción. El brigadier mira a su alrededor, y los demás también. No hay más que una solución: arrancar algunas de las tablas que en la escalera del primer piso sirven de baranda. No hay que adormilarse al subir, y así no se caerá nadie. ¿Qué podía hacerse, si no?

¿Por qué habría de partirse los lomos trabajando durante diez años un preso en un campo de concentración? No quiero, y basta. Hay que estirar el trabajo durante el día, hasta que anochezca, y así al menos le pertenece a uno la noche.

Mas este cálculo no sale. Para eso se inventaron las brigadas. Naturalmente, no se trata de brigadas como las de fuera del campo, en las que Iván Ivanitch recibe más paga que Piotr Petrovitch. La brigada en los campos no está para que la comandancia vigile a los presos, sino para que unos presos se vigilen a otros. Entonces sólo hay una solución, todos trabajan más, o todos revientan. ¿No trabajas, marrano? ¿Habré de pasar hambre por tu culpa? ¡A pensar, sucio!

Y cuando llega encima un momento como el de ahora, sí que no debes quedarte sentado. Quieras o no, has de saltar, correr y moverte. Si en dos horas no organizamos una nave de calefacción, habrá sonado la última hora para nosotros.

Pavlo ha traído ya las herramientas; no tiene más que escoger. También hay algunos tubos. No son herramientas de fontanero, desde luego, pero hay un martillo de mecánico, de tamaño menor, y una pequeña hacha. Ya nos arreglaremos.

Sujov se golpea los guantes, acopla los tubos y une las junturas. Alternativamente, se golpea las manos y une tubos (acaba de esconder su paleta aquí cerca. Hasta los compañeros de la brigada podrían cambiársela. Hasta Kilgas).

Todos los pensamientos quedan como apagados de repente. Sujov no piensa más que en cómo hará para componer y montar los codos y que no se escape el humo. Envía a Gopsik a buscar alambre, para que el tubo de la chimenea pueda colgarse de la ventana.

En el rincón todavía hay una estufa baja con un tiro de obra. Tiene arriba una plancha de hierro, que puede caldearse. Sobre ella se deshiela y seca la arena. La estufa ya está encendida. El capitán y Fetiukov traen la arena en artesas de mano. Para ese trabajo no se necesita mucho entendimiento. Por eso el brigadier emplea en él a los que fueron mandos. Fetiukov parece haber sido un director importante de alguna oficina; iba en coche.

Durante los primeros días, Fetiukov se insolentaba con el capitán y le gritaba a veces. Pero en una ocasión el capitán le atizó un gancho en la barbilla, y hubo paz.

Los muchachos se arraciman junto a la estufa con la arena, para calentarse, pero el brigadier les advierte:

—¡Ya os haré yo entrar en calor! ¡Terminad antes la instalación!

A perro escarmentado, no hay más que enseñarle el palo. El frío es duro, pero el brigadier aún lo es más. Los chicos ponen otra vez manos a la obra. Sujov oye cómo el brigadier le dice en voz baja a Pavlo:

—Quédate aquí y vigila. Voy a fijar los tantos por ciento.

Depende más de los tantos por ciento que de todo el trabajo. Si el brigadier es listo, se empeña en esto, y así vamos pasando. Cuando no se hizo cosa alguna, demuestra que se hizo. Si algo se paga poco, dale de vueltas para que te den más. Para eso el brigadier ha de tener algo de mollera y estar a la altura de los de la norma. También éstos tienen que ser vivos.

Si se piensa bien, ¿para quién son esos tantos por ciento? Para los del campo. Se saca de la obra unos cuantos miles de más y se da prima a los tenientes; como a ese Volkovoi para su látigo. Y a ti te dan doscientos gramos más de pan para cenar, doscientos gramos que deciden de tu vida.

Traen ahora dos cubos de agua, que se heló durante el camino. Pavlo se dio cuenta que así no valía la pena. Sería más rápido fundir agua de la nieve. De manera que colocaron los cubos sobre la estufa.

Gopski trajo hilo de aluminio, como el que usan los electricistas para tender conducciones.

—¡Iván Denisovich! Este cable es bueno para cucharas. ¿Me enseñará usted cómo se funden las cucharas?

Iván Denisovich ama a ese Gopsik, ese pillo (su propio hijo murió, de pequeño, y sólo le quedan en casa dos hijas mayores). A Gopsik le encerraron por llevar leche a los partisanos del bosque. Le condenaron igual que a los mayores. Es un animalillo amable, siempre de buen humor con todos. ¡Y es listo! Siempre se come sólo lo de sus paquetes, y a veces mastica por la noche. No se puede dar de comer a todos.

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