Read Un barco cargado de arroz Online
Authors: Alicia Giménez Bartlett
La miró seriamente, su rostro perdió cualquier rasgo de juego o ironía. Encendió un cigarrillo.
—¿Lo han matado?
—Sí, al parecer a golpes.
—¿Saben quién ha sido?
—Para averiguarlo estoy aquí. ¿Puede responder, por favor?
—No lo había visto nunca, pero no visito sólo yo a los mendigos de toda la ciudad. Hay un par de psiquiatras más que están en mi organización. Si me da la foto, podemos escanearla y pasársela ahora mismo por correo electrónico.
—Sería lo mejor.
Se levantó y salió. Volvió al instante sin la foto.
—En seguida estará.
—¿Puede contarme algo de este tipo de personas?
—No representan un serio problema para nadie, si quiere que le diga la verdad. Se creó este servicio más de modo nominal que de modo efectivo. Así podemos decir que tenemos unos políticos preocupados por los
homeless
, como en Nueva York. Pero nadie reivindica nada especial para ellos, no forman un colectivo, no protestan...
—Cuénteme algo más.
—Muchos de ellos, no todos, tienen patologías mentales severas o problemas serios con el alcohol. Pero como ya puede imaginarse, resulta muy difícil tratarlos. Los traen y no quieren volver, no toman la medicación... sólo servimos para ordenar alguna hospitalización urgente.
—¿No tienen familia?
—Si la tienen, ya no guardan contacto con ella. A veces no saben su nombre ni su edad. Cada vez hay más, y cada vez va descendiendo la media de edad.
—Marginados del sistema.
—Si quiere estar en paz con su conciencia, puede pensar que se automarginan.
—¿Qué piensa usted?
—Los psiquiatras no pensamos, inspectora, somos una pared en blanco sobre la que rebotan los males ajenos.
—No sé si lo entiendo bien.
—Da igual, usted debe de ser algo parecido, ¿no? Un policía no analiza la raíz del delito, se limita a trabajar con él.
—Yo tengo mis ideas.
—No sirven para gran cosa, créame. Usted puede esclarecer cien homicidios, pero volverán a producirse otros cien. Yo puedo tratar a cien marginados, pero continuarán en su marginación. Tenemos una labor estéril.
—No resulta muy esperanzador.
—No lo es. Claro que yo siempre puedo paliar el sufrimiento, mientras que usted...
—Bien, no pretendo ser una samaritana universal, pero cuando averiguamos la autoría de un asesinato a veces los familiares de las víctimas se sienten reconfortados.
—Pues en este caso lo dudo mucho. Es casi seguro que ese hombre no cuenta con nadie que le llore ni a quien la justicia pueda consolar. Incluso puede que alguien se alegre de su muerte, al menos el Estado, un parásito social menos a quien esconder cuando llega una autoridad. No tiene a nadie, convénzase.
—Me tiene a mí.
Dio unas palmadas a modo de aplauso sarcástico:
—¡Bien, inspectora, bien!, un diez por usted. La vengadora solitaria de los pobres
homeless
. Dios probablemente se lo premiará, puede que incluso le reserve una plaza en el cielo.
Me puse en pie. No debía contestar a sus provocaciones, por aquel día ya había tenido suficientes broncas. Sonreí con suficiencia:
—Tengo que marcharme, doctor Crespo, asegúrese de que todos los médicos de su servicio ven esa foto, las enfermeras también, cuanta más gente la vea, mucho mejor. Y si no le parece que es una gestión baldía y estúpida, llámeme con cualquier resultado, aquí tiene mi teléfono.
—¿Puedo usarlo también para invitarla a tomar una copa?
Volví la cabeza con la puerta ya abierta y dije escuetamente:
—No.
¿Cómo podía concebirse que la salud mental de nadie, por más marginado que fuera, se hallara en manos de un tipo así? Un cínico, un prepotente, descreído, impertinente, medio loco además, con el despacho en un desorden asombroso, la ropa arrugada, el pelo revuelto... frívolo... Resoplé, al borde de la total indignación. Y ésos eran los ciudadanos respetables, los que forman la sociedad. No entré a tomar otra copa en un bar porque temí no controlarme y volver al Clínico para decirle a aquel fantasma lo que opinaba de él. ¡Así es la vida!, había demostrado mi mal humor con una encantadora guardia urbana y no había abierto el pico frente a un tipo que se merecía lo peor. No me sentía mínimamente orgullosa de mí misma, quizá aún estuviera a tiempo de intentar una rectificación, pensaría en ello cuando estuviera un poco más tranquila.
Dos días después del asesinato de nuestro
homeless
particular, nos encontrábamos como al principio. Garzón seguía sin poder completar una lista fiable de pandilleros y nadie había identificado la fotografía del muerto. Sólo contábamos con un análisis de huellas completamente negativo y con otro del rastreo del lugar, infructuoso también. No había aún resultados de autopsia. Sin embargo, era demasiado pronto todavía para que el comisario Coronas nos llamara a capítulo. Por eso nos sorprendió su deseo de «vernos inmediatamente» en su despacho. Garzón, avezado politólogo comisarial, en seguida dio una explicación plausible: los periódicos. Una vez más, los periodistas se habían lanzado a cultivar la llamada «alarma social» sobre las incontroladas bandas de skins que operaban en la ciudad. Yo también había leído las reseñas, pero no les di demasiada importancia. Sin embargo, Garzón, al parecer también avezado comunicólogo, esbozó una compleja explicación. La importancia de los temas concretos dependía mucho de la actualidad global. Si había noticias más enjundiosas que tratar, y por enjundiosas debíamos entender polémicas y alarmistas, entonces la crónica de sucesos pasaba a un segundo lugar.
Garzón era un sabio, un teórico emanado de la práctica diaria, porque como pude comprobar, todo lo que dijo estaba en la línea de lo cierto. Coronas había recibido un toque de atención del mismísimo jefe superior de Cataluña. Los skins eran asunto peliagudo que podía convertirse en una píldora política de envergadura. Si pasábamos mucho tiempo más sin encontrar culpables, llovería sobre nosotros la sospecha de ser tibios con aquellas pandas paramilitares que sembraban el terror entre los más desfavorecidos. Y de ahí a la acusación de connivencia policial sólo distaba un paso.
El comisario estaba cabreado, ¡cómo no!, pero el origen de su cabreo lo compartíamos varios sujetos. El jefe superior, por ceder ante la presión de los medios; los propios medios en sí, siempre metiendo las narices y magnificando los delitos, y, por supuesto, Garzón y yo, que llevábamos tres días con las manos en la masa sin conseguir siquiera la identidad de la víctima.
Algo subido de tono, pero sin llegar a la actuación operística de sus enfados oficiales, nos interrogó con su potente voz:
—¿Qué han estado haciendo en este tiempo?
—Lista de sospechosos y averiguaciones en el entorno de los «sin techo». Pero ninguna de las dos cosas está cerrada aún.
—¿Y la autopsia?
—Aún no se ha realizado.
—Mire, Petra, hasta ahora podían pensar que la cosa era un caso rutinario, pero ya ven que no es así, de modo que dejen cualquier otro asunto que lleven entre manos, los relevo. Eso significa que quiero resultados, los que sean, no más tarde de cuarenta y ocho horas.
—No sé si es tan fácil, comisario, estos vagabundos son gente de difícil seguimiento. Además, sin la autopsia...
—Hablaré con el juez para que le meta prisas al forense, y si no, vayan ustedes directamente al Anatómico y rajen al muerto. Me da igual.
—Comprendo que se haya creado alarma por la muerte de ese pobre hombre, jefe, pero lo cierto es que...
—¿Lo comprende?, ¿qué coño es lo que comprende? ¿Cree de verdad que a alguien le importa esa puta escoria?, ¿le importa a usted?
—A mí, sí, es un hombre.
—¡Vamos, no se me marque faroles humanitarios que no es lo que procede! A nadie le importa que revienten a ese tipo, ni al jefe superior, ni a los periodistas, ni por supuesto a la sociedad, a la sociedad menos que a nadie. Ni a ustedes tampoco, supongo, pero hemos de actuar como si fuéramos una ONG de las más reputadas. Trabajo y tacto, eso es lo que necesitamos.
Quedamos callados, y él se pasó la mano por la cara como hacía cuando algo le resultaba agobiante, cuando cumplía un deber en el que no creía demasiado.
—Y usted, Garzón, que no dice ni bestia. ¿Qué espera para entregar esa lista? Se trata de localizar a unos cuantos gilipollas, no de hacer una clasificación de los delincuentes más buscados por la Interpol. Quiero que me trinquen a cuatro pelados que podamos entregar a la prensa ¡ya! ¿Estamos? Para algo han de servirle los años que lleva en el tajo, ¿no?
—Estamos, señor. Sólo quería centrar bien el tiro, porque de lo contrario las sesiones de interrogatorios se hacen interminables e inútiles.
Se acarició de nuevo la cara. Estaba cansado, un auténtico cansancio existencial. Nuestro jefe comprendía perfectamente que el caso no era fácil, sabía que seguirle los pasos a un muerto sin nombre, familia ni relaciones sociales no podía resolverse en dos días, pero era su obligación apremiarnos en términos hoscos, y eso estaba haciendo. Supuse que ejercer la autoridad sin convencimiento era el gran mal de nuestro tiempo, que incluso los políticos sufren. Tiempos de desengaño asumido e institucionalizado.
Mientras deambulábamos por los pasillos de comisaría observé que Garzón estaba taciturno.
—¿Qué le pasa? —inquirí—. No me dirá que a estas alturas le preocupa una bronca del jefe.
—¿Se ha fijado en lo que ha dicho sobre mis años?
—Era una alusión positiva a su experiencia.
—¡Y una leche!, era una indirecta a mi edad. ¿No se ha fijado?, en comisaría la gente es cada vez más joven. Cualquier día querrán prejubilarme; en otras palabras, me echarán a la puta calle.
—Está usted fóbico con eso de la edad. Nadie ha insinuado que sea usted viejo, Fermín, al contrario, sus años...
—¡Déjelo ya, inspectora, queda muy bien pero no es verdad! Me hago viejo, ¡qué coño!, como todo el mundo, pero me jode, ¿qué le vamos a hacer? Y lo que más me jode es pensar que cualquier día uno de esos pipiolos descerebrados que navegan por internet ocupará mi lugar.
—Ese día no está cerca, relájese.
—¿De verdad cree en lo que dice? Es usted tan... ¡correcta!, como cuando le ha dicho al comisario que a usted sí le importa la muerte de ese tipo.
—¡Pero es que me importa, Garzón! Ya le comenté que...
—Sí, que los mendigos son como reyes, que es algo místico. ¡Menos mal que no le ha dicho eso al comisario, hubiera hecho alpinismo por las paredes!
Lo miré de través y enarqué las cejas en un gesto cínico-filosófico que sabía lo mal que le sentaba.
—¿Hay algo más de lo que quiera renegar o podemos ponernos al trabajo?
Cabeceó como una víctima de la injusticia del mundo y se largó pasillo abajo como un viejo perro enojado. Yo entré en mi despacho y me senté. Encendí el ordenador y leí las pocas líneas que había escrito sobre el caso. Cualquier reconvención que hubiéramos sufrido estaba justificada. En realidad, todas nuestras actuaciones habían sido erráticas y lentas. Parte de la culpa del fracaso la tenía el hecho de que desconociéramos aún la identidad del muerto, eso crea siempre confusión. Igual que constatar hasta qué punto se encontraba solo. No hay familia que exija responsabilidades, nadie reclama el cadáver... los rastros de existencia de aquel hombre eran mínimos, y si no hay existencia no hay muerte, ni por tanto asesinato. Comprendí que la única valedora real con la que aquel cadáver podía contar era yo. ¿Por qué no? En realidad, sí me importaba que lo hubieran matado, desde luego que sí. Mi fe en el ser humano era cada vez menor, pero justamente aquel tipo había sido expulsado o se había autoexcluido del mediocre círculo en el que todos nos protegemos, por tanto, merecía un respeto, un pequeño homenaje tutelar. Además, todos los quijotes son siempre varones, mientras que del lado práctico y realista se ocupa normalmente la mujer. Bien, esta vez iba a ser diferente. Por muy piltrafa humana que fuera aquel pobre sujeto, yo iba a dedicarle todo mi ímpetu guerrero, la mejor actuación policial de mi carrera.
Observé bien los datos con los que contábamos. Los lugares que nos había proporcionado la guardia urbana no me decían nada, ni siquiera podría haberlos identificado en un plano de Barcelona. Y lo dicho por el psiquiatra tampoco iba a ninguna parte, puede que más adelante nos sirviera de orientación, pero de momento eran cuatro estadísticas sin alma. Pensé en el psiquiatra, ¡vaya tipo estrafalario! Supongo que todos nos contagiamos del aire profesional en el que nos toca respirar. Sin duda, yo misma debía de tener, a aquellas alturas, un halo de bofia a mi alrededor. Nada que pudiera advertirse con facilidad, pero sin duda existente. Sí, un gesto duro, un rictus de suficiencia e impenetrabilidad.
Me puse en pie. Cuando se deja fluir el pensamiento sin ningún objetivo concreto suelen surgir pocas ideas interesantes. Es mejor actuar.
El Anatómico Forense no es un lugar al que me guste acudir, pero tenía la sensación de que aceleraría el proceso si conseguía dar con el médico al que hubieran encargado nuestra autopsia. Si no lo conseguía, mis órdenes eran rajar al muerto personalmente. Bien, ¿por qué no?, rajar muertos no era más ridículo que otras actividades, como, por ejemplo, tomar el té.
El forense de mis sueños era una mujer, la doctora Caminal. No puso ningún inconveniente en recibirme, y cuando me presenté me miró con curiosidad. No sé qué le llamó la atención en mí, ella sí era un ejemplar peculiar de forense. No debía de tener más de treinta años, era rubia, atractiva, peinada con estilo y naturalidad. Me pregunté qué demonio se le había perdido a aquella mujer en aquella siniestra profesión.
—Ya sé que no me ha llamado usted, desde luego doctora, pero mi comisario se ha puesto tan insistente que he pensado en la posibilidad de venir a pedirle que agilice usted el trámite.
Tenía los ojos clavados en mí con clara sorpresa. Sonrió, movió la cabeza como si no acabara de creerse lo que veía.
—¡Caray, inspectora!, me habían dicho que ese tipo de cosas las hacen los policías de la antigua escuela, y lo cierto es que usted no me parece para nada de la antigua escuela.
Solté un par de carcajadas falsas para demostrar que en efecto no era de la antigua escuela.
—Bueno, lleva razón, venir aquí para pedirle que me pase delante en la lista es ni más ni menos que una cutrez; pero la alternativa era rajar yo misma al muerto. Eso fue exactamente lo que me dijo mi comisario.