Read Un barco cargado de arroz Online
Authors: Alicia Giménez Bartlett
Tomás
—¿Viva Argentona?
—Sí, su abuelo era originario de allí. Ya ve, ¡cosas de Tomás!, no estaba en sus cabales, el pobre.
—¿Él tenía su dirección?
—Yo creía que no, pero debió de pedírsela a su hermana, o le quitó la agenda del bolso, no sé.
—¿Le había escrito otras veces?
—No, nunca, jamás. Por eso me impresionó esta carta, por eso la guardé. Nunca hubiera pensado que, para él, era una despedida de la vida.
—¿Qué pensó usted al leerla?
—Pues nada, ¡qué iba a pensar, que el pobre Tomás estaba como un cencerro! Sólo ahora he sospechado que podía tener alguna relación con su asesinato. ¿No lo cree usted, inspectora?
—Probablemente, sí. Le agradezco que finalmente haya venido.
—Me dije: «¡Dios mío, ¿tan poco te importa ya ese hombre que no vas a contribuir a que castiguen a quien le mató?» Peor que un perro ha muerto. Y créame, inspectora, antes de enloquecer era un hombre brillante, inteligente.
—No me sorprende. ¿Sabe cómo le llamaban sus compañeros
homeless
? Tomás
el Sabio
, así era conocido.
Debería haberme guardado el dato, porque en ese momento la emoción hizo mella en aquella dama tan contenida y se echó a llorar. Me maldije mil veces. ¡Para una vez que tenía un testigo sin tendencia a dramatizar y lo estropeaba yo misma! En fin, le alargué uno de los pañuelos de papel que guardaba para estos casos y le propiné los minúsculos golpecitos en el hombro que eran de rigor.
—Tranquilícese, señora Latour, tranquilícese.
—¡Ah, mi querida inspectora,
la vie en rose
! Cuando venimos al mundo nadie nos cuenta cómo es de verdad la vida, y luego... ¡qué decepción!
—Y, sin embargo, todos queremos seguir vivos, ¿no le parece?
Me miró con sus ojos azules cristalizados en lágrimas y dijo quedamente:
—
Oui.
Logré que se marchara sin mucho más que informarla sobre su obligación de declarar ante el juez y su disponibilidad de volver a España para otro eventual interrogatorio.
Y bien, la carta era importante. No abría caminos nuevos en principio, pero ratificaba aquellos por los que nos movíamos ya. Y dibujaba un claro móvil: a Tomás se lo habían cargado porque iba a cantar. Mencionaba a gente importante. ¿Era fiable todo aquello en un hombre loco y adicto al alcohol? Excepto el extemporáneo «¡Viva Argentona!», todo lo demás parecía obra de un momento de lucidez. ¿Quién dice que los locos están locos todo el tiempo? ¿Quién dice que los cuerdos no tenemos momentos de enajenación total?
Corrí de nuevo en busca de Garzón. Estaba derrumbado junto a Genoveva, que seguía hipnotizada por la pantalla de ordenador y ni siquiera me oyó llegar. Evidentemente, ya fuera su tarea realizar una identificación o cocinar una paella, el caso es que se entregaba a la misma en cuerpo y alma. Me senté al lado del subinspector y le cuchicheé las novedades. Sólo así conseguí hacerlo despertar.
Tras una larga hora y media, cuando yo ya estaba a punto de darme por vencida y pedirle a la ilustre cocinera que siguiéramos al día siguiente, ésta soltó por fin:
—¡Aquí lo tienen!
Garzón y yo nos agolpamos a sus flancos con impaciente avidez. Sólo vimos un rostro, nada más, pero quizá estábamos contemplando a quien nos conduciría hasta el final del caso. El tipo de la fotografía tenía unos cuarenta años, ojos claros, cabello ralo y aspecto corriente.
—Éste es el hombre. Mírenlo, con la misma cara de sabelotodo que ponía en mi bar.
Llevaba razón, aun siendo una foto oficial, aquel individuo tenía una ligera sonrisa de suficiencia pintada en el rostro.
—El típico tío que anda sobrado, que perdona la vida a los demás. No sé en qué estaba metido, pero para mí que este desgraciado no ha sido capaz de matar a nadie. Y no lo digo por defenderlo porque sea cliente, ¿eh?, pero estoy convencida de que los asesinos no son así.
Advertí que nos acechaba un pequeño peligro de intromisión, por lo que le di las gracias a Genoveva al tiempo que movía sutilmente su asiento. Pero era batalladora.
—No pensarán largarme sin decirme siquiera cómo se llama. Tampoco me importa demasiado, pero que me usen y luego me quiten de en medio sin una pequeña explicación... soy humana, tengo curiosidad.
Garzón y yo nos miramos estupefactos ante aquella reacción imprevista. ¿Había algún inconveniente en que supiera el nombre? Probablemente, no. El subinspector se sentó frente al ordenador y abrió la ficha. Luego nos miró muy serio y dijo:
—Arcadio Flores Aragón. Así es como se llama.
Pensé que Genoveva era capaz de atreverse a pedir más pormenores, pero no fue así. Hizo un gesto rotundo de asentimiento, como si el nombre de aquel sujeto lo expresara todo con claridad y se dispuso a marcharse de modo razonable.
—Bueno, eso ya es otra cosa. Es que me fastidia que me utilicen como si fuera un objeto, la verdad, como cuando te mandan cortar la cebolla, pero no te dicen el resto de la receta. Me fastidia, yo quiero saber qué papel hará la cebolla en el conjunto. Soy una cocinera, no una pinche, por eso debe de ser.
La despedimos con todos los honores. Cuando hubo salido miré a Garzón.
—¿Qué le parece la señora? Todo un carácter, ¿no?
—Sí, más que cortar la cebolla es de las que cortan el bacalao. Hay que fiarse de lo que dice. Vamos a ver qué tenemos aquí.
Abrió por completo la ficha de Arcadio y se puso a leer con interés.
—Está fichado por un timo muy usual: vendió un mismo piso a dos personas a la vez. Naturalmente, el piso ni siquiera era suyo, sino de una hermana, que también lo denunció junto con los dos timados. Fue acusado de estafa y falsificación de documento mercantil. No llegó a estar en la cárcel más que un par de meses.
—¿De qué fechas estamos hablando?
—De 1999.
—¿No tiene nada más?
—Nada más. Nunca fue detenido ni antes ni después.
—¡Joder!
—Ésa es una buena exclamación. ¿Vamos a casa del tal Arcadio?
—Sí, y llame al juez que instruyó el caso para que vaya buscando el expediente.
—A la orden, inspectora.
—¿A qué viene tanta marcialidad?
—Estoy contento, inspectora, creo que estamos en la recta final, y cuando estoy contento me pongo marcial.
—Sí, yo también estoy contenta, pero recuerde que hay rectas muy largas.
—Usted cuando está contenta se pone en plan cenizo, ¿verdad? ¿Qué hace cuando está deprimida?, ¿predice el apocalipsis?
—Yo soy prudente, Fermín, y la prudencia no conoce estados de ánimo.
—¡Joder!
—Ésa es otra buena exclamación. ¿Nos vamos?
La dirección que estaba en nuestra ficha nos llevaba a la calle Padilla, un barrio de clase media baja completamente impersonal. El número 39 era un inmueble sin ninguna característica propia y, naturalmente, Arcadio Flores ya no vivía allí. Tuvimos que desplazarnos hasta la agencia inmobiliaria que en su día le alquiló el piso para encontrarnos con un resultado muy poco esclarecedor: había sido un inquilino formal que pagó siempre con toda puntualidad, y cuando desocupó la vivienda no dejó ninguna dirección. Paradero desconocido, ésa era la circunstancia de la que debíamos partir, algo tan esperable como desesperanzador.
Al día siguiente, una de las ayudantes del juzgado número 11 nos comentó el expediente de Flores con toda amabilidad.
—Este señor robó la escritura de un piso de su hermana, María Flores Aragón, y falsificó el nombre poniendo el suyo propio. Luego cobró una paga y señal de setecientas mil pesetas a dos compradores distintos. Lo denunciaron ambos, y su hermana también. Le cayó una sentencia de seis meses de prisión, pero como era su primer delito y la pena no llegaba a un año, el juez dictaminó que podía salir en libertad tras dos meses de reclusión siempre que restituyera el dinero a los perjudicados y pagara a su hermana una indemnización de quinientas mil pesetas por los daños sufridos, todo en el plazo de treinta días.
—¿Pagó?
—Sí, pagó en fecha... fíjese, sólo una semana después de la sentencia, debía de tener el dinero del timo guardado.
—¿Figura en el expediente la dirección de su hermana?
—Sí, y la de los otros dos perjudicados también. ¿Se las apunto?
—Por favor.
En la calle, Garzón me miró serio como la muerte.
—¿Usted se cree eso de que tenía el dinero del timo guardado?
—No es una reacción muy en el perfil de un estafador.
—¿Y la indemnización?, ¿de dónde sacó el otro medio millón?
—No lo sé, Garzón, lo tendría en el banco.
—¡Bah!, un tipo que está tan desesperado como para intentar sacar dinero por medio de una falsificación y resulta que no sólo tiene cuenta en el banco sino que encima no se gasta lo que estafa... no me cuadra.
—Tampoco me cuadra a mí. Hay que interrogar a todos estos perjudicados como dice la ayudante del juez. Creo que nuestros destinos deben bifurcarse aquí: usted se entrevista con los dos timados y yo con la hermana del timador. Ya sabe lo que hay que preguntar: dónde lo conocieron, en qué circunstancias, si actuaba solo o había alguien con él y, por supuesto, si tienen alguna idea de dónde está.
—No soy un novato, Petra. Pero... ya casi es la hora de comer.
—Mucho mejor, así la gente no estará trabajando.
—Casi todo el mundo come fuera de casa hoy en día, ¿no sería mejor tomar algo y después...?
—Subinspector, le prometo una merienda de lujo en La Jarra de Oro, pero...
—Está bien, está bien, no me haga quedar como un tragaldabas sólo porque intento ser un poco organizado.
—¿Tragaldabas? ¡Nunca hubiera pensado eso de usted!
No esperaba un recibimiento con fuegos artificiales, pero tampoco ver estallar sobre mí el resplandor de las bombas, y eso fue prácticamente lo que encontré. La hermana de Arcadio y su esposo comían en el salón cuando llamé a la puerta. Ella fue quien abrió. Me presenté como policía y comprobé cómo la mujer se quedaba muda y con expresión de miedo. Inmediatamente apareció el marido.
—¿Qué demonio pasa?
—La señora es inspectora de policía.
—Quisiera hablar un momento con ustedes sobre Arcadio Flores Aragón. Es su hermano, ¿verdad?
Al tipo le faltó tiempo para decir:
—¿No puede venir a una hora en que no estemos comiendo? Soy taxista y me paso el día en la calle, de manera que...
Le interrumpí con firmeza:
—No vengo para una visita de cortesía ni soy una encuestadora. Es un asunto oficial.
Me dejaron pasar de mala gana. En su comedor estaba la mesa puesta y la televisión encendida. Dos platos de sopa dejarían de humear sin remisión. Me dirigí a María.
—Señora, su hermano...
Interrumpió mis palabras con angustia:
—¿Le ha pasado algo?
El mal humor del marido no había amainado.
—¿Qué coño le va a pasar? Se habrá metido en otra, ¿o es que creías que de repente se había vuelto un angelito? ¿Qué es lo que ha hecho esta vez? —preguntó volviéndose hacia mí.
—He venido para preguntarles si saben dónde está.
—¿Nosotros?, nosotros qué vamos a saber. ¿Le parece poco lo que nos hizo? Le robó a mi mujer las escrituras de un piso que tiene y las falsificó para poder venderlo. ¡El muy cabrón!, después de aquello no hemos querido saber nada más de él. Así que, si se ha metido en algo feo, aquí no va a encontrar ninguna información.
Le dirigí una gélida mirada y le pregunté de nuevo a su mujer:
—¿Y usted, María, sabe algo de él?
Estaba aterrorizada, casi a punto de llorar.
—No sabemos dónde está.
—¿Pues no se lo estoy diciendo? A ver si se cree que después de la jugada que nos gastó vamos a estar pendientes del hermanito. ¡No, hombre, por Dios!, y no hay derecho a que, si se ha metido en otro lío, venga la policía a molestarnos a nosotros.
—¿Ha hecho algo malo? —inquirió la hermana con un hilo de voz.
—Puede, pero no lo sabemos con seguridad, por eso necesitamos hablar con él.
—¡Seguro que ha falsificado otra cosa, o ha timado a alguien... estaba seguro de que volvería a las andadas! Por eso le dije a ésta: «No vuelvas a dirigirle la palabra nunca más, ¿me oyes?, nunca más, y si se presenta un día por aquí lo echas escaleras abajo.»
—¿No les dejó su dirección o su teléfono la última vez que le vieron?
—¿De verdad se cree que se le hubiera ocurrido aparecer por esta casa? ¡No, hombre, no!, pero si es un cobarde, ya sabe él adónde no tiene que volver.
—Está bien, los dejo que acaben de comer tranquilos, pero si saben algo...
La hermana se levantó para acompañarme, mientras el cónyuge me despidió con un gruñido. En la puerta giré sobre los talones y la miré con fijeza:
—Señora, si llega a saber algo, si...
Una llamada imperiosa llegó desde el comedor:
—¡María!, ¿vienes a comer o qué?
—Adiós —me dijo precipitadamente y cerró en seguida la puerta tras de mí.
Al otro lado de la calle había un pequeño bar resplandeciente en su cutrez. Pedí una cerveza y me senté junto a la ventana. Media hora después vi salir al taxista hurgándose los dientes con un palillo. Desapareció calle abajo. Esperé un momento más y me dirigí de nuevo a la casa. Llamé al timbre. En cuanto María Flores me vio, se echó a llorar amargamente.
—Entre.
—María, no quiero crearle problemas, pero me ha dado la impresión de que no podía hablarme con libertad.
Se enjugó los ojos con tristeza. Me hizo pasar al salón, donde ya no quedaban restos de la comida. Nos sentamos en un tresillo con tapizado de flores chillonas.
—Mi marido no es un mal hombre, un poco bruto nada más. Lo que pasa es que cuando se trata de mi hermano... yo lo comprendo, de verdad, fue muy fuerte lo que nos hizo. Claro que mi hermano tampoco es malo, ha tenido mala suerte, eso es todo. Mis padres nos dejaron en herencia dos pisos pequeños, uno para cada uno. Él en seguida vendió el suyo. Ha frecuentado malas compañías, amigos que vivían por encima de sus posibilidades, y por querer seguirlos... pero no es malo. Yo no quería denunciarlo a las autoridades para que todo quedara en familia, pero mi marido se empeñó y...
—¿Ha tenido más noticias de él?
Miró a su alrededor como si temiera que los ojos del marido la contemplaran desde algún lugar.
—Yo...
—Nadie tiene por qué saber que ha hablado conmigo.