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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Un barco cargado de arroz (2 page)

Se animó extraordinariamente al oírme; debió de pensar que conmigo sí era posible entenderse. Continuó con un visible alivio.

—Ni siquiera llamar por teléfono, tampoco estaba en condiciones. No me había metido nada como ha dicho su colega, pero estaba cansado. Una mala noche la tiene cualquiera, ¿o no? Pero claro, lo que he visto es tan fuerte, y esos hijos de puta son tan hijos de puta...

—¿Qué ha visto?

—Yo estaba en el porche, a lo mío, preparado para descansar un rato porque además estaba lloviendo un poco. En eso veo que llega un coche a la altura del semáforo y se para. Bajan dos tíos, dos skins, para ser más exacto, con las cadenas y la facha de cuero y todo lo demás. Y van y sacan a otro tío, ése que han encontrado muerto, y lo arrastran entre los dos hasta ese banco. Lo sueltan y el tío cae tumbado y allí se queda. Entonces, con un palo le pegan cuatro hostias en la cabeza y tiran el palo por encima de la verja del parque. Se vuelven al coche y salen cagando hostias. Y ya está. El pobre tío ni se defendió ni se quejó, yo creo que lo traían drogado o borracho, porque cuando lo arrastraban le colgaban las piernas. Es muy fuerte hacer eso, inspectora, muy fuerte. Así que yo me dije: «Si la poli me encuentra, se lo cuento, y si no, pues da igual, el tío ya está jodido...»

Garzón y yo intercambiamos una mirada de inquietud.

—¿Crees que el tipo estaba inconsciente cuando lo dejaron sobre el banco?

—Yo diría que sí.

—¿Viste la cara de los skins?

—¡Qué va, estaba lejos!

—¿Y el coche, recuerdas de qué marca era?

—No, yo de coches no entiendo nada. Era un coche pequeño y de color oscuro. No sé más.

Garzón le insistió un momento, lo presionó como pudo diciéndole que si sabía algo más de los agresores debía decirlo por su propio bien, pero no dio resultado. Yo hubiera jurado que aquel pobre tipo había contado estrictamente lo que vio. Nos acompañó, de nuevo bien metido en su capucha, hasta el lugar donde el palo citado había sido lanzado hacia el interior del parque. Los jardineros del ayuntamiento ya habían abierto la puerta de acceso a la Ciudadela. Con ayuda de nuestros hombres, no fue muy difícil encontrarlo. Era un bate de béisbol, de aspecto nuevo, con varias manchas de sangre.

Más difícil fue conseguir que nuestro testigo se aviniera a ser conducido frente al juez para declarar. Lo dejamos en un coche celular contándoles a los agentes la historia de que quería ser testigo protegido y que le dieran un hotel donde esconderse.

—El pobre diablo sueña con comer caliente —le dije a Garzón. Pero mi compañero estaba ensimismado en sus pensamientos. Rascándose compulsivamente la barbilla acertó a murmurar:

—Inconsciente y trasladado hasta aquí. Lo golpean y dejan el bate tirado. Es raro, ¿verdad?

—Todo es raro en la vida, Garzón.

—Ni que lo jure.

—Lo primero es averiguar quién es el muerto.

—No, inspectora, lo primero es informar al comisario Coronas. Me ha pedido que lo hagamos inmediatamente.

—¿Ve?, eso es raro también.

Homeless
, «sin techo», vagabundo,
clochard
. Muchas denominaciones para una sola realidad. Nuestro cadáver encajaba de lleno en ella. No portaba carnet de identidad ni cualquier otro papel identificativo. Su torpe aliño indumentario era torpe de verdad: varios jerséis ajados superpuestos, un abrigacho negro tres tallas más grande que su cuerpo, un pasamontañas doblado en un bolsillo y un detalle que contrastaba poderosamente con todo lo demás: un par de botas nuevas de calidad excelente que sí calzaban a la perfección en sus pies. Bueno, si a eso le añadíamos un bolígrafo barato descargado y varios imperdibles que habían sido hallados en su ropa, bien podría afirmarse que murió ligero de equipaje. Todas sus pertenencias apestaban. Garzón se había puesto guantes de exploración para tocarlas. Formaban un montón sobre la mesa.

—Bueno, no parece que sus descendientes vayan a pelearse por la herencia —dijo mi compañero.

—Si es cierto que lo llevaron hasta el parque, sus cosas estarán en otro lado. Ya sabe cuál es la historia, todos los vagabundos arrastran consigo sus tesoros: un carrito, una mochila...

—¿Le parece que este hombre tenía algo en el mundo?

—Bueno, tenía unas buenas botas, quizá gastó todos sus ahorros en ellas, o quizá alguien se las regaló.

—¡Pobre tío! Mire, están casi nuevas, poco pudo aprovecharlas. Lo raro es que nadie se las robara mientras estaba tumbado allí.

En mi mano tenía un papel con la primera descripción que envió la forense: «Individuo de unos sesenta años. Raza blanca, complexión fuerte, uno ochenta de estatura. Sin marcas ni cicatrices. Piezas dentarias completas y sanas.» Con su historial médico no podíamos contar. Habría que encaminar nuestros pasos a los servicios sociales de la ciudad, lo cual no era moco de pavo.

—¿Quién se ocupa de los «sin techo» en Barcelona, Fermín?

—Bueno, ya sabe, los servicios sociales de la Generalitat y algunos del ayuntamiento. Lo malo es que también debe de haber centros de iniciativa privada. Lo cual quiere decir...

—Que en teoría todo el mundo se ocupa de ellos, pero se mueren en la puta calle.

—No, yo iba por otro lado, me mosquea la enorme pateada que vamos a tener que pegarnos sólo para saber quién era el pobre tipo. Y total, ¿para qué?, ¿qué puede aportarnos saber la identidad de alguien que no es nadie?

—Quizá tenga familia, amigos... de todos modos también podemos ir a los lugares donde suelen alojarse grupos de mendigos, preguntar...

—Es jodido. A lo peor es de los que iba solo por el mundo y se metía en la boca del metro para dormir.

Miré las botas, que resaltaban absurdamente entre todos aquellos andrajos. Eran mullidas, de aspecto cómodo y piel fina.

—También podemos visitar todas las zapaterías de Barcelona. No debe de ser un cliente fácil de olvidar.

—¡Sobre todo para el dependiente que tuvo que probárselas!

Le eché una mirada reprobatoria a mi compañero, que había acompañado su broma de mal gusto con una pequeña carcajada.

—¿No le da ni un poco de pena ese hombre, Garzón?

—En fin, inspectora, me daría más pena si fuera un honrado padre de familia con tres hijos. ¿A usted no?

—No, a mí, no. A mí, los honrados padres de familia me importan un carajo. Es más, opino que si se cargaran a unos cuantos de ellos todos los años la sociedad mejoraría.

El mal humor y la vehemencia de mi tono le sirvieron de aviso. Era mejor no contestar. Y en mi caso era preferible no seguir por semejante camino. La piedad que sentía hacia aquel desconocido en ningún momento debía convertir el caso en algo especial. Un cadáver es un cadáver, y todo lo que le interesa a un policía de él es exclusivamente saber quién lo ha matado y por qué.

—¿Ha pedido ya los archivos de skins?

—Ésa es otra papeleta, inspectora. ¿Por dónde empezamos? Con un archivo en la mano poco se puede hacer.

—De la información que tengamos, seleccione las pandillas que actúan en la zona.

Asintió sin ningún entusiasmo. Era evidente que no estaba animado, el planteamiento del caso debía de parecerle demasiado vulgar como para provocarle auténtica curiosidad profesional. Todo tenía realmente una pátina de obviedad: una pandilla de skins borrachos o pasados de coca se divierten con un pobre mendigo que acaban de encontrar. Lo muelen a palos y se lo llevan en coche. Después, dos de ellos lo sueltan al lado de un parque, lo rematan y se van. La brutalidad no necesita razones. Casos como aquél no era la primera vez que ocurrían. Y, sin embargo, había una mínima organización en el hecho que me parecía sospechosa. Desplazar a un hombre al que se ha golpeado en un coche demuestra un método, una especie de plan. También el hecho de dejar el bate al alcance probable de la policía era un tanto absurdo. Bien, de cualquier modo, habíamos recibido claras instrucciones del comisario: todo lo relacionado con la violencia de tribus callejeras genera alarma social. Eso significaba que debíamos ocuparnos exclusivamente de aquel caso y esclarecerlo cuanto antes. De no ser así, pronto tendríamos a un montón de periodistas dispuestos a vengar con la pluma al hombre asesinado. Garzón no tenía motivo para inquietarse, contábamos con el plácet oficial para patearnos las calles, para estudiar uno por uno los expedientes de skin heads fichados, para enseñar la foto del cadáver a todos y cada uno de los marginados de esta ciudad. Aunque no hubiera curiosidad, había al menos claras indicaciones de que debíamos seguir.

La cooperación entre los diversos cuerpos del orden no suele ser modélica en ninguna circunscripción, y en Barcelona pasa lo mismo. Me daba mucha pereza acercarme a los mandos de la Guardia Urbana para que me pasaran informaciones. Sabía que, en principio, iba a encontrarme con una cierta tendencia a la dilación y el desconcierto. Sin embargo, en esta oportunidad me recibió una joven guardia que constituyó toda una excepción. Lo primero que me dijo al verme fue:

—¡Vaya, la famosa inspectora Petra Delicado!

Me quedé de una pieza, la observé con reticencia, intentando averiguar si había utilizado la ironía en aquella exclamación.

—¿Famosa, por qué?

—Bueno, ya sabe cómo son esas cosas, se corre la voz.

—¿Y qué dice esa voz de mí?

—No sé, dicen que es usted muy original, que a veces no se comporta como sus compañeros ni habla igual que ellos.

Aquello era lo peor que podría haberme dicho. Aspiraba a no tener ningún tipo de reputación entre mis compañeros, ni buena ni mala, pero si encima me catalogaban de original, la cosa se complicaba. Uno exclama «¡qué original!» frente a un cuadro que considera en realidad espantoso, o en presencia de algo que no entiende del todo. Bien, lo único que cabía hacer era procurar no volver a oír nada de lo que se comentara sobre mí. Observé con detenimiento a la joven. Llevaba el cabello recogido con coquetería, los ojos levemente maquillados. Probablemente tendría un novio trabajador y serio con el que proyectaba casarse.

—Necesito unos datos sobre mendigos, agente.

—Me llamo Yolanda.

—Muy bien, Yolanda, quiero saber cómo funciona el mundo de los «sin techo». Si los tienen archivados o controlados de alguna manera. Si saben dónde se reúnen, qué hacen, en qué instituciones los acogen. Lo que podríamos llamar un poco de información general.

Levantó los ojos al cielo y dio un suspiro de resignación mientras se acercaba a su ordenador.

—¡Jo, inspectora, creía que se trataba de algo más interesante!

—Estoy investigando un asesinato, ¿le parece poco interesante un asesinato?

—No, un asesinato está muy bien, pero creí que me pediría cosas más comprometidas.

—Todo llegará. De momento, he de reconocer que no tenemos ni la menor idea de cómo es el mundo en el que vive esa gente.

—Ya, nadie lo sabe muy bien. De todas maneras, no cometen delitos normalmente, o sea que lo que figura en los archivos son datos muy generales.

Tecleó en el ordenador con desilusión evidente. Miró el reloj. Me pregunté qué demonio había esperado de aquella colaboración. De repente levantó la vista y me lanzó una pregunta a bocajarro:

—Oiga, inspectora, ¿es cierto que se ha divorciado dos veces?

Una luz roja parpadeó violentamente dentro de mí.

—Yolanda, encanto, voy a ser muy sincera. Comprendo que esté aburrida; la vida de un policía de cualquier cuerpo no es tan apasionante como la gente suele creer. En mi caso, tampoco, de verdad. De todos modos, si lo que le apetece es un poco de aventura, le recomiendo que la busque en su vida privada. Por ejemplo, follar mucho da excelentes resultados, ¿comprende?

El terso cutis de su cara se tiñó de rojo intenso. Abrió los ojos como si no pudiera creer lo que estaba oyendo y después se parapetó detrás de la pantalla del ordenador sin decir una palabra. La espera se volvió tensa, y respiré con alivio cuando la oí decir:

—¿Le imprimo la página?

—Por favor.

Leí el papel que me daba procurando no traslucir la incomodidad que sentía.

Los individuos denominados «sin techo» tienen a su alcance dos tipos de servicios: ambulatorios y residenciales. Se ocupan de ellos tanto las entidades públicas como las privadas, casi siempre vinculadas a la Iglesia. Existen albergues y centros de día. La estancia en los albergues no puede exceder de quince días. No suelen tener documentos de identidad y suele resultar imposible localizar a sus familiares. Presentan escasa conflictividad. Las detenciones que se realizan están generalmente relacionadas con el estado etílico en que algunos se encuentran y que puede generar situaciones incómodas, como increpación de ciudadanos, ocupación peligrosa de la calzada o molestias en vecindarios o comercios. No suelen presentarse cargos en su contra. Se recomienda su traslado inmediato a dependencias de Servicios Sociales.

Bien, aquello me servía para empezar, pero como los policías siempre andamos buscando una localización espacial en la que colocar los hechos, necesitaba saber dónde podía encontrarse a estos ciudadanos de tercera categoría. Yolanda atendió mi requerimiento con auténtica cara de susto.

—Bueno, inspectora Delicado, usted sabe que estos sujetos tienden a la dispersión y a vivir en solitario. Nuestra experiencia dice que a veces están en grupos que, aunque no tengan grandes contactos, se reúnen para dormir en algún descampado o propiedad ocupada, pernoctaciones que suelen coincidir con las de otros marginados de todo tipo.

—¿Tienen algunos de esos puntos localizados?

—Creo que sí. Voy a buscar el dato y en seguida se lo traigo. Con su permiso.

Salió escapada del despacho, probablemente deseando perderme de vista definitivamente. Había variado por completo su actitud y su manera de hablar. Ahora se expresaba como una instancia oficial. Eso era lo único que había ganado con mi mal humor y mi intolerancia. Y todo porque la chica quería saber un poco más sobre Petra Delicado. ¿Qué tenía de malo una pequeña mitificación de mi persona? Con un poco de inteligencia incluso podría haberla utilizado y disfrutar de ella: Petra Delicado, la policía original y diferente con un tormentoso pasado sentimental. Pero ya me lo decía a menudo Garzón: «Se le está haciendo a usted un carácter de general retirado, inspectora.» Y llevaba razón. Ahí estaba yo intentando preservar la intimidad de mis antiguas batallas como si de verdad le importaran a alguien. Me fijé en las cosas que tenía Yolanda sobre su mesa, todo ordenado y pulcro, dispuesto para una jornada de trabajo que yo acababa de estropear. Y bien, ya no tenía remedio, ¿qué podía hacer ahora?, ¿disculparme, asegurarle que la había casi enviado al infierno sin ninguna mala intención?

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