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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Un barco cargado de arroz (3 page)

Volvió con un folio en la mano y me lo alargó respetuosamente.

—Me dicen que en el antiguo cuartel de Sant Andreu hay una colonia casi permanente de marginados que un día u otro tendremos que desmantelar. También se reúnen en un descampado que es terreno de Renfe, a la salida de la ciudad. Hay un par de vagones de tren abandonados y tres viejas casetas de obra que les sirven de abrigo. En este papel tiene usted direcciones y planos.

—Será suficiente por el momento. Quédese con la foto de este hombre por si alguien lo ha detenido o le ha prestado ayuda alguna vez. ¿De acuerdo?

—Sí, inspectora, descuide.

Le di las gracias casi de modo vergonzante, como si me asustara exhibir el más pequeño indicio de cordialidad o educación. Debía ser coherente al menos con la fatídica imagen que proyectaba sobre los otros, profundizar en mi antipatía.

Salí a la calle presa de un profundo malestar conmigo misma. Miré maquinalmente la hora y entré en un bar. Hacía tiempo que no tomaba una copa para librarme de mis fantasmas interiores, pero aquélla no era una mala ocasión para recuperar perdidas buenas costumbres. Pedí una ginebra con hielo y me la bebí a sorbos concienzudos, como se tragan los solitarios el dolor. No podía negar que la mía había sido una reacción curiosa. Una muchacha joven había intentado hacerme una pregunta en tono de complicidad y yo le había soltado una impertinencia: dedíquese a follar si quiere aventuras. Cierto, muy apropiado, quizá estaba recomendando la misma medicina que yo necesitaba. O quizá, más simplemente, estaba envejeciendo. De un modo reactivo y poco racional, me molestaba comprobar que la juventud y aquello que comporta seguía existiendo en los demás, mientras yo quedaba en la cuneta. La curiosidad y la diversión frente a todo mi escepticismo, cada vez más contumaz, más furioso, más nihilista. Me estremecí como si una araña de aspecto amenazante hubiera trepado hasta el dorso de mi mano; pero no cabía movimiento de rechazo, la araña era yo.

Sólo el sonido del teléfono me libró de los estragos de una segunda ginebra a aquella hora. El inoportuno salvador era Garzón.

—Inspectora, que estoy en ello, pero no tendré nada hasta bastante después.

Sin saber por qué, la voz me salió furibunda y despectiva:

—¿Qué pasa, subinspector, habla usted en clave, se trata de una abstracción filosófica? ¿Qué es «ello», qué es «nada», qué es «después»?

—¡Joder! —exclamó Garzón en voz muy baja, y luego volvió al tono normal para decir sin la más mínima sorpresa—: Lo que quiero decir es que estoy sobre la pista de las pandillas de skins operativas en la zona, pero que no tendré información hasta última hora de la tarde. ¿Me ha entendido ahora?

—Bastante mejor que la primera vez.

—¿Pasa algo, Petra, se ha cabreado con Coronas, van las cosas mal?

—¿Mal, por qué? ¿Acaso he necesitado nunca alguna buena razón para ser desagradable?

—¡Jamás!, en eso lleva mucha razón. Bueno, pues nada, ya la llamaré después y que no decaiga el desagrado, ¿eh?

¿Qué era preciso a aquellas alturas para escandalizar o inquietar a mi subalterno, que lo retara a un duelo, que me despelotara en medio de la plaza Cataluña? ¡Bah, daba igual! Al final, todo el mundo soportaría mis impertinencias de maniática madura como quien oye llover. No iba a ser aquel un buen día, podía jurarlo.

En el bolsillo llevaba una nota con el nombre del responsable de Servicios Sociales que debía visitar: el doctor Ricard Crespo. Un nombre más. No tenía ninguna prisa, caminaría hasta su oficina dando un paseo, acopiando un poco de aire para cuando el ambiente claustrofóbico de todas las oficinas del mundo me impidiera respirar. Me abroché la gabardina y apreté el paso como suele hacerse en las ciudades cuando se quiere pasar desapercibido.

A la altura de la calle Pelayo, una transeúnte me llamó la atención; supongo que en otras circunstancias ni siquiera la habría advertido. Era una mendiga que arrastraba un carrito. De modo instintivo la seguí. Era bastante vieja y andaba despacio. Una manta le cubría la espalda, y una boina raída, la cabeza. En seguida me di cuenta de que no iba a ninguna parte. Se detenía, miraba los escaparates de las grandes tiendas desde lejos, reemprendía la marcha cansinamente y paraba de nuevo. Me acerqué, y en uno de los gestos más injustificables que he hecho a lo largo de toda mi vida, la abordé enseñándole la foto del cadáver. En cuanto la tuvo frente a sus ojos vacíos, supe que lo que pretendía era rematadamente absurdo.

—¿Conoce a este hombre? —pregunté, ya en plena situación surrealista.

La mujer no miró la fotografía, sino que me miró a mí, y no me vio. Empezó a farfullar algo incomprensible y señalaba a los edificios altos que había junto a nosotras. Sin que pudiera percatarme, un hombre se había puesto a mi lado.

—No se esfuerce, esta pobre mujer está mal de la cabeza. Yo soy portero de ese inmueble y siempre la veo ahí, no razona, ya sabe. ¿Quería algo de ella?

Negué con fuerza, como cogida en falta, era peligroso satisfacer la curiosidad de aquel hombre diciéndole que llevaba a cabo una investigación policial.

Me alejé ante la mirada de desconfianza del portero. La mendiga no se había enterado de gran cosa, había dado media vuelta y sus pasos sin destino la encaminaban al punto de donde venía. No había sido tan inútil abordarla, ahora sabía algo que desconocía momentos antes: me había asomado al interior de sus ojos y el vacío de un precipicio sin fondo me aterrorizaba aún. Se trataba de una nada nebulosa, fría como la muerte, una tercera dimensión que no podía advertirse en el decurso de la vida normal. La calle Pelayo, llena a aquellas horas de compradores, paseantes y gente que hacía recados moviéndose a toda velocidad, se había convertido por unos instantes en un lugar apartado, fantasmal. Allí, en medio de tanta animación y realidad, se abrió para mí un desierto de hielo, de ausencia, de espectros silenciosos y dolientes sin rostro ni vida. Tuve miedo, un miedo espantoso, porque aquella mirada me permitió asomarme a un páramo terrible que también estaba dentro de mí. ¿No era ése el territorio que nos acompañaba siempre, agazapado tras las cosas cotidianas? ¿No estábamos en realidad todos a un paso de la llanura desolada? ¿Qué hacía falta para instalarse en ella, una enfermedad mental, un desengaño amoroso, la falta de fuerza para seguir adelante? ¿Cómo había llegado aquella mujer a convertirse en lo que era, qué había en su pasado, de qué modo saltó de una vida normal a la desolación que se veía en sus ojos? Alguna vez habría sido una mujer joven, habría amado, se habría comprado un vestido nuevo para estar hermosa. ¿Qué diablo cruel la había arrastrado a vivir en la escarcha?, ¿cuándo la arrastró y por qué? El corazón me batía hondamente. Lo que me espantaba de verdad es que había reconocido aquel paisaje de trasgos, ya que, de alguna manera, estaba también en mí.

Si me hubiera dejado llevar por el pánico, un montón de imágenes me hubieran golpeado la mente: yo sola y andrajosa, perdida en una ciudad incomprensible, sin familia, sin amigos... Afortunadamente me contuve, claro que sólo hasta cierto punto, porque tomé el teléfono móvil y llamé a Garzón.

—Subinspector, usted es amigo mío, ¿verdad?

Sin duda pensó que me preparaba para lanzarle una invectiva irónica y se puso en guardia.

—Inspectora Delicado, le aseguro que no resulta tan fácil como parece realizar una lista de skins. Hay muchos que nunca han sido detenidos, otros que...

Le interrumpí procurando no parecer impaciente:

—Le estoy hablando de amistad, no de trabajo.

Siguió sin creerme ni un ápice.

—Oiga, Petra, ¿por qué no dispara de una vez y así sé por dónde van a venir los tiros?

Y bien, aquél era el resultado de mi modo vitriólico de tratar a la gente. Ni siquiera con insistencia, mi más directo colaborador podía imaginar que no iba a lloverle una andanada. Daba igual, telefonearle había sido un impulso ridículo. Hice un último intento a la desesperada.

—Dígame una cosa, Garzón, cuando sea vieja y esté en una residencia de ancianos ¿vendrá usted a verme alguna vez?

Resopló escenificando paciencia infinita.

—Sí, inspectora, de acuerdo, iré, pero no creo que cuando le lleve la lista sea usted tan vieja. Total llevo unas horas en el tajo, no es como para ponerse en ese plan.

—¿Vendrá o no vendrá?

—Iré, iré, y además de la lista de skins le llevaré un pastelito de chocolate, ¿de acuerdo?

Su tono había sido cansado. Estaba hasta las narices de mí y de mi cinismo. No iría jamás a verme a ninguna residencia cuando fuera vieja, ni siquiera me visitaría en el hospital si al día siguiente me rompía una pierna. Yo lo había querido así. Mi independencia, mi deseo de soledad, los sarcasmos que solía gastarme, la aversión que a veces me provocaba la presencia de los demás me pasarían algún día factura. Y pagaría, ya lo creo que pagaría, quizá vestida con harapos y deambulando medio loca por la ciudad.

Volví a entrar en un bar y me aticé otra copa. Esta vez como absoluta terapia de choque. Luego salí a la calle y me dispuse a continuar trabajando, sin ninguna esperanza de hacerlo con un buen nivel de concentración.

La dirección que llevaba en el bolsillo me condujo hasta el hospital Clínico. El tal doctor Crespo trabajaba en el Departamento de Psiquiatría y era el responsable de los «sin techo» en los Servicios Sociales. Sin embargo, sólo un par de días a la semana aparecía por allí, y el resto de su tiempo laboral lo dedicaba a las tareas hospitalarias como psiquiatra. Debo decir que el ambiente y el aspecto del Clínico no contribuyeron en absoluto a mejorar mi estado de ánimo. Es una construcción vetusta y cascada, lúgubre como un centro de caridad decimonónico. Estudiantes, enfermos de clase humilde y tipos con bata blanca se entrecruzaban en largos pasillos necesitados de una mano de pintura. No fue fácil encontrar el Departamento de Psiquiatría y, una vez allí, tampoco lo fue localizar a Crespo. Una enfermera me informó en términos elásticos:

—Bueno, el doctor Crespo debe de estar por ahí. Si quiere puede esperarlo. No tengo ni idea de cuánto tardará.

—¿No tiene un horario fijo?

—Verá, el doctor es un hombre un poco... especial, pero vendrá, seguro que vendrá.

Me sonrió enigmáticamente. Bueno, no tenía prisa aún, de modo que me senté en un rincón de la animada recepción y esperé.

Fue un tiempo de espera entretenido, lleno de visiones a cuál más inquietante. Viejos acompañados de enfermeras, con aspecto de enajenación casi total, mujeres que esperaban como yo, con la vista perdida en el suelo. Un joven alelado emitía de vez en cuando un sonido lastimero, como el hipido de un cachorro, mientras su madre, sentada al lado, parecía demasiado acostumbrada al lamento como para hacerle caso. «¡Joder!», pensé, cualquier ambiente rufianesco era más llevadero que aquello. Empezaba a temer que los aledaños de aquel caso pudieran sumirme en la más negra depresión.

Tras una hora sentada allí, el tal Crespo no había dado señales de vida. Me levanté y reclamé su presencia a la chica que me había atendido.

—Pues sí que tarda el doctor hoy, es verdad.

—¿No puede avisarle por el busca o algo así?

Sonrió con extraña suficiencia.

—El doctor Crespo se niega a llevar busca. Ya le dije que era un poco especial.

Volví a mi sitio. Cerré los ojos, quizá para evitarme el espectáculo grotesco de la locura que me rodeaba. Entonces, el efecto del alcohol que había tomado, junto al olor narcótico que siempre flota en todo hospital, me adormeció. La primera vez que entreabrí los ojos vi que la enfermera y un hombre con bata blanca estaban mirándome. Me levanté de un golpe y llegué hasta ellos.

—Mire, acaba de llegar el doctor.

Me fijé por primera vez en él. Era alto y extremadamente delgado. Tenía las sienes plateadas y una mirada punzante. Llevaba la bata abierta y arrugada, la ropa que se veía debajo era informal: un jersey negro y pantalones de pana, ambos arrugados también.

—¿Cómo está, doctor?, soy Petra Delicado, quería...

Me interrumpió sin hablar, abriendo la puerta de su despacho. Con un gesto de la cabeza me invitó a pasar. El despacho presentaba un aspecto caótico. Los papeles se amontonaban por todas partes, en las estanterías, sobre la mesa, en el suelo. Dos ceniceros rebosaban de colillas malolientes. Se sentó y yo también lo hice, después de desembarazar la silla de carpetas.

—La enfermera me ha dicho que es usted comisaria de policía.

—Inspectora, sólo inspectora.

—Da igual, me impresiona lo mismo. ¿Puede enseñarme su pistola?

Me quedé estupefacta. ¿A quién me enfrentaba, a un psiquiatra loco, a un espíritu burlón? Titubeé.

—Bueno, verá, no es lo usual.

—Lo usual siempre es lo más aburrido, pero no crea que le pido algo raro. Nunca he hablado con alguien que lleve pistola. Tengo curiosidad.

No llevaba ningún guión preparado para aquella situación, me cogió desprevenida, y como una imbécil hice lo que me pedía, saqué la Glock del bolso y se la mostré en la palma de la mano. Crespo alargó el cuello y la observó como si fuera un animal vivo que de un momento a otro pudiera saltarle al cuello. Arqueó las nerviosas cejas y sonrió:

—¡Vaya!, ¿qué le parece? Guarda la muerte en el bolso junto con la polvera. Una vida peligrosa, ¿verdad?

Me sentí haciendo el tonto de una manera lamentable y le lancé una primera andanada llena de mal humor.

—Verá, doctor Crespo, no llevo polvera en el bolso y, aunque no se lo crea, nunca he matado a nadie de un disparo ni por cualquier otro método. Si ha saciado ya todas sus curiosidades, me gustaría explicarle por qué estoy aquí.

Ni se inmutó. Se limitó a mirarme de modo divertido, como si aquella estúpida conversación le satisficiera plenamente. O detestaba a la policía o estaba como una cabra.

—No, aún le preguntaría otras muchas cosas sobre la vida de una mujer policía, pero, claro, supongo que no le apetece contestar.

—Prefiero que conteste usted.

—¡Adelante!, lleva más de diez minutos en mi despacho y no me ha formulado ni una sola pregunta aún. Le advierto que yo también soy un hombre ocupado, aunque no tenga pistola.

Abrí la boca con incredulidad, hice un gesto de incomprensión y resignación al mismo tiempo y saqué la foto del cadáver. La plantifiqué delante de su cara con bastante violencia.

—¿Ha visto a este hombre, doctor, alguna vez en su consulta, en el servicio de psiquiatría?

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