Read Un barco cargado de arroz Online
Authors: Alicia Giménez Bartlett
Cogí el teléfono para llamarle. Una pena, porque, al fin y al cabo, que te califiquen de «mujer maravillosa» no es algo que suceda todos los días. Sólo con que hubiera enviado aquellas rosas a mi casa en vez de a comisaría... Pero ¿qué estaba diciendo?, ¿desde cuándo homenajes tan decadentes como las rosas rojas conseguían emocionarme? Considero los envíos galantes una práctica anticuada, y si son rosas rojas, ya es el colmo. Prefiero que me manden doscientos gramos de jamón.
—Hospital Clínico, dígame.
—¿Puede ponerme con el doctor Ricard Crespo, por favor? Soy la inspectora Petra Delicado.
Esperé mirando la puerta con nerviosismo. Ya sólo me faltaba que Garzón me pillara in fraganti en medio de una ruptura amorosa. La voz de Ricard sonó vibrante al otro lado del hilo.
—¡Petra, qué alegría!, ¿cómo estás?
—Un poco sorprendida por tu envío.
—¡Bah, no tiene importancia!
—Tiene más de la que piensas, Ricard.
—En ese caso te mandaré un ramo todos los días.
—¿Puedes dejar que termine?
—Adelante, querida, te escucho.
—Pero ¿no te das cuenta? ¡No puedes enviarme flores a comisaría como si se tratara de un lugar normal y corriente.
—¿Por qué?
—Porque no lo es. Soy policía, por si no lo recuerdas, y éste es un trabajo muy serio, y muy especial.
—Una consulta de psiquiatría lo es también. No veo la relación.
—¡Justamente!, ¿qué te parecería si yo te enviara... no sé, unos calzoncillos a tu trabajo?
—Bien, me parecería bien; incluso podría parecerme un detalle muy íntimo y muy delicado. ¿Lo has hecho?
—¿Cómo? Oye, Ricard, aprecio tu sentido del humor, pero te aseguro que no estoy de broma. Que alguien intente banalizar mi faceta profesional mezclándola con la personal me suena a falta de respeto.
—Eso es una interpretación tuya.
—Lo es.
—Se supone que quien debe interpretar lo que hay detrás de las acciones normales soy yo, y ¿sabes qué interpreto?, pues que te dejas guiar por lugares comunes y etiquetas absurdas sin dar opción a pensar en lo más sencillo, que es: no lo había pensado, no se me ocurrió que una comisaría fuera un sitio tan... oficial.
—No hay nada más oficial que una comisaría.
—Está bien, está bien, ha sido un fallo, eso es todo. ¿Sabes qué haré para que me perdones? Invitarte a cenar esta noche.
—¡Ah, no, imposible!
—¿Por qué es imposible?
—Estaré de servicio hasta muy tarde, con mi compañero, el subinspector Garzón.
—Bueno, pues mañana.
El propio Garzón asomó la cabeza por la puerta. Me puse en guardia inmediata.
—Oye, tengo que colgar.
—Te llamaré después.
—No, no me llames, ya te llamaré yo.
No tuvo tiempo de decir nada más. La cara de mi subordinado estaba avinagrada como una ensalada de verano.
—Inspectora, si no nos vamos inmediatamente, no me hago responsable de mis actos.
—¿Qué pasa?
—La tal Yolanda está en mi despacho, y en vez de guardia urbana parece guardia forestal.
—¿Por qué?
—Por lo mucho que se va por las ramas.
—Si tiene usted humor para hacer chistecitos, nada es tan grave.
—Vámonos ya, Petra, por Dios, que esta chica me va a volver loco. Yo tengo más años que ella, ¿no?, y por tanto más experiencia acumulada. Pues bueno, es ella quien lleva dos horas contándome los casos que han resuelto en su departamento. ¡Hasta una vez que rescataron un perro en una riada me ha contado!
—Bueno, eso está bien, puede usted tomar ejemplo si se halla en la misma situación.
—Muy graciosa. ¿Nos vamos?
—Vámonos.
Me puse la gabardina y salí sin mirar atrás. Deseaba trabajar con el suficiente ahínco como para no recordar nada de lo que acababa de suceder.
Era cierto que a Yolanda le gustaba hablar, pero a mí no me importaba, incluso debo decir que era tranquilizador oír su voz joven y alegre. Probablemente los silencios que se originaron mientras visitábamos los centros sociales hubieran sido difíciles de soportar para mí. La visión de aquellos comedores llenos de gente sin futuro, de los destartalados dormitorios donde se alojaban mendigos e inmigrantes, tenía para nosotros una dimensión más trágica que para la voluntariosa guardia. Creo que, desde nuestra edad, veíamos algo de nosotros mismos en aquellas sobrecogedoras salas. Nadie cumple los cuarenta años indemne, en todo hombre o mujer que lleva media vida a la espalda surge la duda angustiosa: «Podría haberme sucedido a mí»; había algo propio en el fracaso de aquellos marginados, algo que compartíamos: los sueños que se han volatilizado, las frustraciones acumuladas, la indiferencia que va segregando nuestra mente para poder seguir viviendo sin un excesivo dolor.
Las casas de acogida del ayuntamiento contaban con un personal entusiasta y amable que nos recibió bien, pero la labor era muy complicada. Enseñar la fotografía del hombre muerto al personal empleado no resultaba suficiente, había que mostrarla también a todos los que paraban en el albergue, e interrogar a aquellos tipos era de verdad desalentador. Los que yo entrevisté me miraban con gesto ausente, como si no comprendieran mis preguntas, como si contestar o no hacerlo fuera lo mismo en realidad. Nadie solía preguntarles nada, su opinión o sus vivencias no tenían habitualmente ningún interés. No estaban acostumbrados a que sus conversaciones contaran para alguien. Vivían en otro planeta, hablaban otro lenguaje, no estábamos en el mismo plano de la realidad.
Yo sentía vergüenza al acercarme a ellos, la misma culpabilidad que puede experimentar un turista sensible de visita en el Tercer Mundo. No había sábanas en las camas, sólo mantas que parecían pertenecer al ejército. Junto a cada persona acogida, yacían sus pertenencias. Una de las encargadas nos contó que ninguno de aquellos hombres quería separarse de lo suyo.
—En esos bultos llevan todo lo que tienen en el mundo. Es inútil pretender que lo dejen en armarios o en un rincón. Quieren controlarlo todo el tiempo. Y no les faltan razones. Se roban entre ellos, naturalmente, porque ya me dirán ustedes quién más se va a interesar por esos pingos.
Me vino a la mente la imagen de todos los indigentes callejeros que había visto y, en efecto, a su lado siempre había una profusión de carritos, cajas o bolsas. «Por muy pobre que uno sea —pensé—, siempre hay algo que atesorar.»
En aquellas visitas comprobamos que, de entre los más desfavorecidos, los
homeless
eran el último estadio de la clasificación. En los jóvenes inmigrantes sin papeles palpitaba una esperanza de trabajo, de aceptación social, pero los viejos mendigos alcoholizados no parecían aspirar a nada, eran el final de la saga ciudadana e incluso daba la impresión, por lo que contaban las trabajadoras sociales, de que despreciaban la caridad.
—Si los echas a la calle, les da igual, encontrarán otro sitio. Y si les ofreces hacerles algún papeleo para que sean acogidos en un centro permanente te dicen que no. No quieren saber nada de compromisos.
—Son como príncipes orgullosos —solté.
La chica me miró con indiferencia.
—Algo así.
Ese comentario me valió, por supuesto, las ironías de mi compañero.
—¿Ya empezamos con sus historias místicas, inspectora?
—Las historias de hombres sin piedad las dejo para usted.
La pobre Yolanda no entendía muy bien aquel cruce de sables entre Garzón y yo, pero como era prudente, se quedó callada. Mejor, hubiera sido difícil explicarle que aquélla era una manera como otra de entenderse.
Tras seis horas de trabajo, el fantasma continuaba siéndolo, y cada vez con más niebla alrededor. En nuestra lista había nombres tachados, pero quedaban muchos más.
—Y eso que sólo hemos ido a los lugares oficiales, luego vienen los privados, ya verán.
—Oiga, Yolanda, ¿usted está aquí para animarnos?
—No se preocupe, subinspector, acabaremos con todos, y además, tengo la intuición de que esta vez daremos en el blanco, ya verán. ¿Ustedes nunca trabajan siguiendo una intuición?
—Sí, yo he intuido que...
Mi conocimiento intuitivo de Garzón me hizo interrumpirlo inmediatamente.
—Bien, en cualquier caso, es muy tarde ya, será mejor que continuemos mañana.
—Perfecto, he quedado con mi novio cerca de aquí. Me imaginé que éste sería el último sitio que visitaríamos. ¿Ve, inspectora, cómo ya me estoy acostumbrando a trabajar con usted?
—Sí, Yolanda, lo hace muy bien.
—¿Le he contado a qué se dedica mi novio, subinspector? Mañana se lo cuento, le gustará.
—Sí, seguro que me encanta —rezongó Garzón por lo bajo.
La vimos alejarse ligera como un soplo de aire. Me volví hacia mi compañero sabiendo lo que venía a continuación. No me equivoqué.
—¿Ha visto?, ¡me pone la cabeza como un bombo!, y se guarda las palizas para soltármelas a mí solo, a usted la respeta. ¿Por qué demonio quiere contarme a qué se dedica su novio?, dígame.
—Debe de recordarle usted a su padre.
—¡A su abuela debo de recordarle, lo que me faltaba por oír! Sáquela de la investigación, inspectora, no hace ninguna falta.
—Nos lleva a los centros sin dudar, domina la información municipal y también la ciudad como no lo hacemos ni usted ni yo.
—¡Sí, es como una niña exploradora!
—Piense que es una
sherpa
del Himalaya, si le gusta más, pero mientras tengamos que patearnos Barcelona, se quedará con nosotros.
Saqué mi teléfono móvil, que había mantenido desconectado todo el tiempo, y comprobé si había algún mensaje. En efecto, la desconexión no había sido una precaución excesiva. Tenía siete mensajes y todos provenían del número de Ricard. El tema de todos ellos no era variado: insistía en que saliéramos a cenar aquella misma noche. Volví a desactivarlo y, siguiendo un plan de rigurosa prudencia, le dije a Garzón:
—Para que deje de protestar todo el tiempo, le invito a cenar.
Se quedó descolocado, miró su reloj, me miró a mí, titubeó levemente al hablar:
—¿Ahora?
—Pues claro, no dejes para mañana lo que puedas cenar hoy. ¿Tiene algún compromiso?
—¿Compromiso?, no, no, pensaba que pasan por televisión un partido de fútbol que...
—¡No me lo puedo creer! Antes, si alguna vez le proponía cenar, aceptaba usted encantado sin dejarme siquiera terminar, y ahora prefiere el maldito fútbol a...
—¡Es usted quien no me deja terminar nunca lo que voy a decir! Iba a decir que hacen un partido interesante, pero que me apetece mucho más cenar con usted.
—No, si por mí no se preocupe, me voy a cenar sola y en paz.
—Petra, no insista, que parecemos amantes.
—Parecemos un matrimonio, lo cual es mucho peor.
—Por eso, vamos a cenar de una vez por todas. Además, soy yo quien la invita.
Debería haberme sentido culpable, porque en realidad estaba utilizando a Garzón. No quería volver a casa y tener que enfrentarme a un alud de llamadas de Ricard, y no me apetecía cenar sola en un restaurante. Pero para eso está la amistad, para que el otro se sacrifique por ti sin que sepa siquiera cuál es la razón.
Fuimos a un sitio muy exclusivo de cocina francesa. El discreto complejo de culpa que flotaba sobre mí me obligó a elevar la categoría del lugar. Como era previsible, el subinspector olvidó su frustración futbolística en cuanto se encontró frente a una mesa pertrechada de buenas viandas. Su adaptabilidad gastronómica era envidiable, se convertía en un discreto rumiante frente a un plato de ensalada y pasaba a ser un fiero depredador cuando se encaraba a un buen asado de carne. En realidad, debería haberlo invitado constantemente a cenar, porque verlo comer resultaba un espectáculo gratificante. Cuando salió del primer paroxismo de placer que siempre le producían los alimentos, me miró con curiosidad, como si me descubriera en su mesa de pronto:
—¿Celebramos algo, inspectora?
—No necesariamente, pero si usted tiene alguna idea...
—En este momento le aseguro que no tengo el cuerpo para celebraciones.
—¿Puedo preguntar por qué?
Me echó miradas dignas de un agente secreto, rebañó el plato a conciencia y pegó varios suspiros antes de empezar a hablar.
—No se lo hubiera contado de no ser por esta comida, pero el caso es que viene mi hijo a pasar unos días desde Nueva York.
—¡Ah, estupendo, qué bien!
—Viene con su pareja, a quien yo no conozco.
—Tanto mejor, una buena ocasión para conocerla.
Fijó la vista en la servilleta y empezó a hacerle dobleces cuidadosos, luego la dejó bruscamente a un lado y exclamó:
—Petra, la pareja es un hombre. Mi hijo es gay.
Ahora me miraba a mí esperando una reacción que se equiparara a la magnitud de su confidencia.
—Supongo que eso es algo que usted ya sabía.
—¿Yo?, ¡qué voy a saber! Estudió Medicina aquí con toda normalidad, luego se doctoró en Estados Unidos y allí se quedó. Ninguna de las veces que nos hemos visto se planteó jamás el tema familiar. Cierto que no se casaba, pero yo tomé eso como lo más natural. Supuse que en nueva York la gente ya no hace esas cosas anticuadas. Bueno, pues me equivoqué. La gente en Nueva York sí se casa, todos menos los que son gays.
La conversación tomaba un giro imprevisto que me intranquilizó. ¿Qué esperaba el subinspector de mí, una de esas charlas reconfortantes sobre la normalidad de cualquier opción sexual? Aquel hombre tenía la virtud de implicarme en su vida, y siempre representando papeles absurdos que nada tenían que ver con mi personalidad. Pero estaba atrapada, así que me lancé, dispuesta a convertirme en la reina del terapéutico lugar común.
—¿Eso supone un problema para usted?, porque ha de saber que hoy en día ya no lo es para nadie.
—He llegado a la conclusión de que no se pueden escalar todas las cumbres, Petra.
—¿Qué quiere decir?
—Asumí en su día que la profesión de policía ya no es sagrada, que en esta época moderna debo cargar con un puto teléfono móvil y hacer mis informes en ordenador. He aceptado incluso, y usted me perdonará que ponga tanto énfasis, la igualdad absoluta de la mujer. Pero que mi hijo viva con un tío ya es demasiado para mí. Renuncio a comprender.
—Muy bien, acepte sin comprender, no es estrictamente necesario.
—De eso, nada. Mi hijo quiere que los aloje en mi casa mientras estén aquí.