Luego dijo a Haines:
—El impuro bardo pone empeño en bañarse una vez al mes.
—Toda Irlanda está bañada por la Corriente del Golfo —dijo Stephen, dejando gotear miel en una rebanada de la hogaza.
Haines habló desde el rincón donde se anudaba tranquilamente una bufanda sobre el ancho cuello de su camisa de tenis:
—Pienso hacer una colección de tus dichos si me lo permites.
Me habla a mí. Ellos se lavan y se embañeran y se restriegan.
Agenbite of inwit
, remordimiento. Conciencia. Todavía hay aquí una mancha.
—Eso de que el espejo partido de una criada sea el símbolo del arte irlandés, es endemoniadamente bueno.
Buck Mulligan dio una patada a Stephen en el pie por debajo de la mesa y dijo en tono cálido:
—Espera hasta que le oigas hablar de Hamlet, Haines.
—Bueno, lo digo en serio —dijo Haines, todavía dirigiéndose a Stephen—. Pensaba en ello precisamente cuando entró esa pobre vieja criatura.
—¿Ganaría dinero yo con eso? —preguntó Stephen.
Haines se rió, y tomando su blando sombrero gris del gancho de la hamaca, dijo:
—No sé, la verdad.
Se dirigió lentamente hacia la salida. Buck Mulligan se inclinó hacia Stephen y le dijo con áspera energía:
—Ya has metido la pata. ¿Para qué dijiste eso?
—¿Y qué? —dijo Stephen—. El problema es sacar dinero. ¿A quién? A la lechera o a él. Cara o cruz, me parece.
—Le hincho la cabeza hablando de ti —dijo Buck Mulligan— y luego sales con tus asquerosas muecas y tus bromas lúgubres de jesuita.
—Veo poca esperanza —dijo Stephen—, ni en ella ni en él.
Buck Mulligan suspiró trágicamente y le puso la mano en el brazo a Stephen.
—En mí, Kinch —dijo.
En tono bruscamente cambiado, añadió:
—Para decirte la verdad más sagrada, creo que tienes razón. Maldito para lo que sirven si no es para eso. ¿Por qué no los enredas como yo? Al diablo con todos ellos. Vámonos del burdel.
Se puso de pie y se desciñó y se desenvolvió gravemente de su bata, diciendo con resignación:
—Mulligan es despojado de sus vestiduras.
Vació los bolsillos en la mesa.
—Aquí tienes tu moquero —dijo.
Y, al ponerse el cuello duro y la rebelde corbata, les hablaba, les reprendía, así como a la balanceante cadena de su reloj. Sus manos se sumergieron y enredaron en el baúl mientras reclamaba un pañuelo limpio.
Agenbit of inwit
, remordimiento de conciencia. Dios mío, no habrá más remedio que caracterizarse según el papel. Necesito guantes color pulga y botas verdes. Contradicción. ¿Me contradigo? Pues muy bien, me contradigo. Mercurial Malachi. Un blando proyectil negro salió volando de sus manos habladoras.
—Y ahí tienes tu sombrero del Barrio Latino —dijo.
Stephen lo recogió y se lo puso. Haines les gritó desde la puerta:
—¿Vais a venir, muchachos?
—Estoy listo —contestó Buck Mulligan, yendo hacia la puerta—. Sal, Kinch. Ya te has comido todas nuestras sobras, supongo.
Resignado, salió fuera con graves palabras y andares, diciendo:
—Y al salir al campo se halló con Butterly.
Stephen, tomando su bastón de fresno de donde estaba apoyado, les siguió y, mientras ellos bajaban la escalera, tiró de la lenta puerta de hierro, la cerró y se metió la enorme llave en el bolsillo interior.
Al pie de la escalera, Buck Mulligan preguntó:
—¿Trajiste la llave?
—Ya la tengo —dijo Stephen, yendo por delante de ellos.
Siguió andando. Detrás de él, oyó a Buck Mulligan azotar con su pesada toalla de baño los brotes más altos de los helechos y las hierbas.
—¡Alto ahí, señor! ¿Cómo se atreve usted?
Haines preguntó:
—¿Pagáis alquiler por esta torre?
—Doce pavos —dijo Buck Mulligan.
—Al Secretario de Guerra del Estado —añadió Stephen, por encima del hombro.
Se detuvieron mientras Haines observaba bien la torre, y decía al fin:
—Más bien desolada en invierno, diría yo. ¿Martello la llaman?
—Las hizo construir Billy Pitt —dijo Buck Mulligan— cuando los franceses andaban por el mar. Pero la nuestra es el
ómphalos
.
—¿Cuál es tu idea sobre Hamlet? —preguntó Haines a Stephen.
—No, no —gritó Buck Mulligan, con dolor—. No estoy a la altura de Tomás de Aquino y las cincuenta y cinco razones que se ha buscado para apuntalarlo. Esperad a que tenga dentro de mí unas cuantas pintas.
Se volvió a Stephen y, tirando para abajo cuidadosamente de los picos de su chaleco color prímula, le dijo:
—¿No te arreglarías con menos de tres pintas, verdad, Kinch?
—Si eso ha esperado tanto —dijo Stephen con indolencia—, bien puede esperar más.
—Cosquilleáis mi curiosidad —dijo Haines, amigablemente—. ¿Es alguna paradoja?
—¡Bah! —dijo Buck Mulligan—. Se nos han quedado pequeños Wilde y las paradojas. Es muy sencillo. Éste demuestra por álgebra que el nieto de Hamlet es el abuelo de Shakespeare y que él mismo es el espectro de su padre.
—¿Cómo? —dijo Haines, empezando a señalar a Stephen—. ¿Este mismo?
Buck Mulligan se echó la toalla al cuello como una estola y, soltando la risa hasta doblarse, dijo a Stephen al oído:
—¡Ah, sombra de Kinch el Viejo! ¡Jafet en busca de padre!
—Siempre estamos cansados por las mañanas —dijo Stephen a Haines—. Y es más bien largo de contar.
Buck Mulligan, volviendo a avanzar, levantó las manos.
—Sólo el sagrado trago puede desatar la lengua de Dedalus —dijo.
—Quería decir —explicó Haines a Stephen mientras seguían— que esta torre y estas escolleras, no sé por qué, me recuerdan a Elsinore. «Que avanza desde su base mar adentro», ¿no es eso?
Buck Mulligan se volvió de pronto por un instante hacia Stephen pero no habló. En el claro instante de silencio, Stephen vio su propia imagen en barato luto polvoriento entre las alegres vestimentas de los otros.
—Es una historia prodigiosa —dijo Haines, haciéndoles detenerse otra vez.
Ojos, pálidos como ese mar que el viento había refrescado, más pálidos, firmes y prudentes. Señor de los mares, miraba al sur a través de la bahía, vacía salvo por el penacho de humo del barco correo, vago en el luminoso horizonte, y por una vela dando bordadas por los Muglins.
—He leído no sé dónde una interpretación teológica de eso —dijo, meditabundo—. La idea del Padre y el Hijo. El Hijo esforzándose por reconciliarse con el Padre.
Buck Mulligan, al momento, asumió una cara gozosa de ancha sonrisa. Les miró, con su bien formada boca abierta alegremente, y sus ojos, de los que había retirado de repente todo aire de astucia, pestañearon de loco regocijo. Movió de un lado para otro una cabeza de muñeco, haciendo temblar las alas de su jipijapa, y empezó a salmodiar con estúpida y tranquila voz feliz:
Soy el chico más raro de que se ha oído hablar. Mi madre era judía y mi padre era un pájaro. Con José el ebanista no puedo andar de acuerdo: Brindo por mis discípulos, brindo por el Calvario. |
Levantó un índice en admonición:
Si alguno es de opinión de que no soy divino, cuando haga el vino yo, no podrá beber gratis. Tendrá que beber agua, y la querría clara cuando ese vino en agua se convierta otra vez. |
Dio un vivo tirón al bastón de fresno de Stephen, como despedida, y adelantándose a la carrera hacia un borde del acantilado, agitó las manos junto al cuerpo como aletas o como alas de alguien que fuera a subir por el aire, y entonó:
¡Adiós ahora, adiós! Escribid lo que dije y contadles a todos que yo he resucitado. Lo que nació en mis huesos me dejará volar, y en el monte Olivete hay buena brisa… Adiós. |
Dio unas cabriolas ante ellos, inclinándose hacia el Agujero de los Cuarenta Pies, agitando sus aladas manos, con ágiles saltos, mientras su caduceo temblaba en el fresco viento que llevaba hasta ellos sus breves gritos de dulzura pajaril.
Haines, que había estado riendo con disimulo, echó a andar al lado de Stephen y dijo:
—No deberíamos reírnos, me parece. Este hombre es bastante blasfemo. Yo mismo no soy creyente, es la verdad. Con todo, su alegría le quita la malicia a esto, no sé por qué. ¿Cómo dijo que se llamaba? ¿José el Ebanista?
—
La balada del Jovial Jesús
—contestó Stephen.
—Ah —dijo Haines—, ¿ya la habías oído antes?
—Tres veces al día, después de las comidas —dijo Stephen con sequedad.
—Tú no eres creyente, ¿verdad? —preguntó Haines—. Quiero decir, creyente en el sentido estricto de la palabra. La creación desde la nada, los milagros y un Dios personal.
—No hay más que un sentido en esa palabra, me parece —dijo Stephen.
Haines se detuvo para sacar una lisa pitillera de plata en que chispeaba una piedra verde. Hizo saltar su resorte con el pulgar y la ofreció.
—Gracias —dijo Stephen, tomando un cigarrillo.
Haines se sirvió y cerró la pitillera con un chasquido. Se la volvió a meter en el bolsillo lateral y sacó del bolsillo del chaleco un encendedor de níquel, lo abrió haciendo saltar también el resorte y, una vez encendido su cigarrillo, tendió a Stephen la yesca llameante en la concha de las manos.
—Sí, claro —dijo, mientras seguía otra vez—. O se cree o no se cree, ¿no es verdad? Personalmente, yo no podría tragar esa idea de un Dios personal. Tú no lo aceptas, supongo.
—Observas en mí —dijo Stephen con sombrío disgusto— un horrible ejemplo de librepensamiento.
Siguió andando, en espera de que se le hablara, llevando a rastras a su lado el bastón. La contera le seguía con ligereza por la vereda, chirriando en sus talones. Mi demonio familiar, detrás de mí, llamando ¡Steeeeeeeeeephen! Una línea vacilante por el camino. Estos andarán por ella esta noche, viniendo acá en lo oscuro. Él quiere esa llave. Es mía, yo pagué el alquiler. Ahora yo como su pan salado. Darle la llave también. Todo. La pedirá. Se le veía en los ojos.
—Después de todo… —empezó Haines.
Stephen se volvió y vio que la fría mirada que le había tomado medida no era del todo malintencionada.
—Después de todo, yo diría que uno es capaz de liberarse. Uno es su propio amo, me parece.
—Yo soy siervo de dos amos —dijo Stephen—, uno inglés y una italiana.
—¿Italiana? —dijo Haines.
Una reina loca, vieja y celosa. Arrodillaos ante mí.
—Y hay un tercero —dijo Stephen— que me necesita para trabajos ocasionales.
—¿Italiana? —volvió a decir Haines—. ¿Qué quieres decir?
—El estado imperial británico —contestó Stephen, enrojeciendo—, y la santa Iglesia católica, apostólica y romana.
Haines desprendió de debajo del labio unas hebras de tabaco antes de hablar.
—Puedo entender eso muy bien —dijo tranquilamente—. Un irlandés tiene que pensar así, me atrevería a decir. En Inglaterra nos damos cuenta de que os hemos tratado de un modo bastante injusto. Parece que la culpa la tiene la historia.
Los altivos títulos poderosos hacían resonar en la memoria de Stephen el triunfo de sus campanas broncíneas:
et unam sanctam catholicam et apostolicam ecclesiam
: el lento crecimiento y cambio de rito y dogma como sus propios preciosos pensamientos, una química de estrellas. Símbolo de los Apóstoles en la misa del Papa Marcelo, las voces bien conjuntadas, cantando cada una bien alto en afirmación: y detrás de su cántico el ángel vigilante de la Iglesia militante desarmaba y amenazaba a sus heresiarcas. Una horda de herejías huyendo con mitras de medio lado: Focio y todo el linaje de burlones de los que Mulligan era uno más, y Arrio, guerreando toda su vida contra la consubstancialidad del Hijo con el Padre, y Valentín, despreciando el cuerpo terrenal de Cristo, y el sutil heresiarca africano Sabelio, que sostenía que el Padre era él mismo Su propio Hijo. Palabras que Mulligan había dicho hacía un momento burlándose del forastero. Vana burla. El vacío aguarda sin duda a todos esos que tejen el viento: una amenaza, un desarme y una derrota por parte de esos alineados ángeles de la Iglesia, la hueste de Miguel, que la defiende siempre en la hora de la discordia con sus lanzas y escudos.
Muy bien, muy bien. Aplausos prolongados.
Zut! Nom de Dieu!
—Claro, yo soy británico —dijo la voz de Haines— y también lo son mis sentimientos. No quiero tampoco ver caer a mi país en manos de judíos alemanes. Ese es nuestro problema nacional ahora mismo, me temo.
Dos hombres estaban erguidos en el borde de la escollera, observando: hombre de negocios, hombre de mar.
—Va rumbo al puerto de Bullock.
El hombre de mar inclinó la cabeza hacia el norte de la bahía con cierto desdén.
—Ahí hay cinco brazas —dijo—. Cuando entre la marea, hacia la una, se lo va a llevar. Hoy ya son nueve días.
El hombre que se ahogó. Una vela virando en la bahía vacía, en espera de que un bulto hinchado saliera a flote, y volviera hacia el sol una cara abotargada blanca de sal. Aquí estoy.
Siguieron el camino ondulante, bajando a la caleta. Buck Mulligan se irguió en una piedra, en mangas de camisa, con su corbata sin prender ondeando sobre el hombro. Un joven, agarrado a una roca, cerca de él, movía lentamente, como una rana, la piernas verdes en la honda jalea del agua.
—¿Está contigo tu hermano, Malachi?
—Allá en Westmeath. Con los Bannon.
—¿Todavía allá? Recibí una postal de Bannon. Dice que ha encontrado por allí una monada. Una chica de fotografía, la llama.
—Instantánea, ¿eh? Exposición breve.
Buck Mulligan se sentó a desatarse las botas. Un anciano asomó cerca de la punta de la roca una cara roja y resoplante. Gateó subiendo por las piedras, con agua reluciendo en la coronilla y en su guirnalda de pelo gris, agua en arroyos por el pecho y la barriga, y chorros saliendo por su negro taparrabos colgón.
Buck Mulligan se echó a un lado para dejarle pasar gateando, y con una ojeada a Haines y a Stephen, se santiguó piadosamente con el pulgar en la frente, labios y esternón.
—Ha vuelto Seymour a la ciudad —dijo el joven, volviendo a agarrarse a su punta de roca—. Ha colgado la medicina y se va al ejército.
—¡Ah, que se vaya con Dios! —dijo Buck Mulligan.
—La semana que viene se marcha a pringar. ¿Conoces a esa chica Carlisle, la pelirroja, Lily?