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Authors: James Joyce

Tags: #Narrativa, #Clásico

Ulises (16 page)

—¿Quiere esperarme un momento en mi despacho —dijo el señor Deasy— mientras restablezco el orden aquí?

Y avanzando otra vez atareadamente a través del campo, su voz de viejo gritaba severamente:

—¿Qué pasa? ¿Qué hay ahora?

Las voces agudas le gritaban por todas partes: las muchas figuras se apretaban a su alrededor, mientras el sol chillón blanqueaba la miel de su cabeza mal teñida.

Rancio aire de humo se cernía en el despacho, con el olor del descolorido y desgastado cuero de las sillas. Como en el primer día que regateó conmigo aquí. Como era en el principio, así es ahora. En el aparador, la bandeja de monedas Estuardo, vil tesoro de una turbera: y será siempre. Y bien acomodados en su caja de cucharas de terciopelo violeta, los doce apóstoles después de predicar a todos los gentiles: mundo sin fin.

Un paso apresurado en la galería de piedra y en el pasillo. Soplando hacia fuera su ralo bigote, el señor Deasy se detuvo junto a la mesa.

—Primero, nuestro pequeño arreglo financiero —dijo.

Sacó de la chaqueta una cartera sujeta con una correa de cuero. Se abrió de golpe y él sacó dos billetes, uno de mitades pegadas, y los puso cuidadosamente en la mesa.

—Dos —dijo poniendo la correa y volviendo a guardar la cartera.

Y ahora a su caja fuerte para el oro. La mano cohibida de Stephen se movió sobre las conchas amontonadas en el frío mortero de piedra: buccinos y conchas monedas, cauris y conchas leopardo: y aquélla, en remolino como el turbante de un emir, y ésa, la venera de Santiago. Una reserva de viejo peregrino, tesoro muerto, conchas vacías.

Cayó un soberano, brillante y nuevo, en el blando pelo del tapete.

—Tres —dijo el señor Deasy, dando vueltas en la mano a su cajita de ahorros—. Estas cosas son prácticas de tener. Vea. Esto es para los soberanos. Esto para los chelines, las monedas de seis peniques, las medias coronas. Y aquí las coronas. Vea.

Hizo saltar de la caja dos coronas y dos chelines.

—Tres con doce —dijo—. Me parece que lo encontrará exacto.

—Gracias, señor Deasy —dijo Stephen, reuniendo el dinero con tímida prisa y metiéndoselo todo en un bolsillo del pantalón.

—No hay de qué —dijo el señor Deasy—. Se lo ha ganado.

La mano de Stephen, otra vez libre, volvió a las conchas vacías. Símbolos también de belleza y de poder. Un bulto en mi bolsillo: símbolos manchados por la codicia y la desgracia.

—No lo lleve de esa manera —dijo el señor Deasy—. Lo sacará en algún sitio de un tirón y lo perderá. Cómprese simplemente uno de estos trastos. Lo encontrará muy práctico.

Contestar algo.

—El mío estaría vacío con frecuencia —dijo Stephen.

El mismo sitio y hora, la misma sabiduría: y yo el mismo. Tres veces ya. Tres lazos alrededor de mi cuello aquí. ¿Bueno? Los puedo romper en este momento si quiero.

—Porque no ahorra —dijo el señor Deasy, señalándole con el dedo—. Todavía no sabe lo que es el dinero El dinero es poder. Cuando haya vivido tanto como yo. Ya sé, ya sé.
Si la juventud supiera
. Pero ¿qué dice Shakespeare?
«Basta que metas dinero en tu bolsa».

—Iago —murmuró Stephen.

Levantó los ojos de las conchas abandonadas, hasta la mirada fija del viejo.

—Él sabía lo que era el dinero —dijo el señor Deasy—. Poeta, pero también inglés. ¿Sabe usted qué es el orgullo del inglés? ¿Sabe cuáles son las palabras más orgullosas que oirá usted salir de la boca de un inglés?

El dueño de los mares. Sus ojos fríos como el mar miraban la bahía vacía: la culpa la tiene la historia: sobre mí y sobre mis palabras, sin odiar.

—Que sobre su imperio —dijo Stephen— nunca se pone el sol.

—¡Bah! —gritó el señor Deasy—. Eso no es inglés. Un celta francés dijo eso.

Tamborileó con su cajita contra la uña del pulgar.

—Se lo diré yo —dijo solemnemente—, de qué presume con más orgullo:
«He pagado siempre»
.

Buen hombre, buen hombre.


«He pagado. Nunca he pedido prestado un chelín en mi vida»
… ¿Lo puede sentir usted?
«No debo nada»
. ¿Puede usted?

A Mulligan, nueve libras, tres pares de calcetines, un par de botas, corbatas. A Curran, diez guineas. A McCann, una guinea. A Fred Ryan, dos chelines. A Temple, dos almuerzos. A Russell, una guinea, a Cousins, diez chelines, a Bob Reynolds, media guinea, a Kohler, tres guineas, a la señora McKernan, cinco semanas de pensión. El bulto que tengo es inútil.

—Por el momento, no —contestó Stephen.

El señor Deasy se rió con rico placer, guardando su caja.

—Ya sabía que no podía —dijo, con regocijo—. Pero algún día tiene que sentirlo. Somos un pueblo generoso, pero también debemos ser justos.

—Me dan miedo esas grandes palabras —dijo Stephen— que nos hacen tan infelices.

El señor Deasy se quedó mirando fijamente unos momentos, sobre la repisa de la chimenea, la bien formada corpulencia de un hombre con falda escocesa: Alberto Eduardo, Príncipe de Gales.

—Usted me cree un viejo chocho y un viejo conservador —dijo su voz pensativa—. He visto tres generaciones desde los tiempos de O’Connell. Me acuerdo de la gran hambre. ¿Sabe usted que las logias Orange se agitaban por la revocación de la unión veinte años antes que O’Connell, y antes que los prelados de la religión de usted le denunciaran como demagogo? Ustedes los fenianos olvidan algunas cosas.

Gloriosa, piadosa e inmortal memoria. La logia de Diamond en Armagh la espléndida, empavesada de cadáveres papistas. Roncos, enmascarados y armados, la alianza de los terratenientes. El norte negro y la Biblia azul de los presbiterianos. Campesinos rebeldes, echaos por tierra.

Stephen esbozó un breve gesto.

—Yo también tengo sangre rebelde en mí —dijo el señor Deasy—. Por la parte de la rueca. Pero desciendo de Sir John Blackwood, que votó por la unión. Somos todos irlandeses, todos hijos de reyes.

—Ay —dijo Stephen.


Per vias rectas
—dijo con firmeza el señor Deasy— era su lema. Votó a favor, y para ello se puso las botas altas y cabalgó hasta Dublín, desde las Ards of Down.

La ra la ra la
el pedregoso camino a Dublín.

Un rudo hidalgo a caballo con relucientes botas altas. ¡Hermoso día, Sir John! ¡Hermoso día, Señoría…! Día… Día… Dos botas altas patean colgando hasta Dublín. La ra la ra la, tralaralá.

—Eso me recuerda algo —dijo el señor Deasy—. Usted puede hacerme un favor, señor Dedalus, con algunos de sus amigos literarios. Tengo aquí una carta para la prensa. Siéntese un momento. No me falta copiar más que el final.

Se acercó al escritorio junto a la ventana, dio dos tirones a la silla para acercarla y releyó unas palabras de la hoja en el rodillo de la máquina de escribir.

—Siéntese. Perdóneme —dijo, por encima del hombro—,
«los dictados del sentido común»
. Sólo un momento.

Escudriñó, bajo sus híspidas cejas, el manuscrito que tenía al lado y, mascullando, empezó a pinchar lentamente los rígidos botones del teclado, a veces soplando mientras daba vuelta al rodillo para borrar un error.

Stephen se sentó en silencio ante la presencia principesca. Alrededor, enmarcadas en las paredes, se erguían en homenaje imágenes de desaparecidos caballos, con sus mansas cabezas en vilo en el aire:
Repulse
, de Lord Hastings;
Shotover
, del Duque de Westminster;
Ceylon
, del Duque de Beaufort,
prix de Paris
, 1866. Fantasmales jockeys los cabalgaban, atentos a una señal. Vio su rapidez, defendiendo los colores reales, y gritó con los gritos de desvanecidas multitudes.

—Punto y aparte —ordenó el señor Deasy a sus teclas—.
Pero el ventilar rápidamente esta extraordinariamente importante cuestión…

Donde me llevó Cranly para enriquecerme deprisa, cazando sus ganadores entre los cochecillos embarrados, entre los aullidos de los corredores de apuestas en sus bancos, y el vaho de la cantina, sobre el abigarrado fango.
¡Fair Rebel! ¡Fair Rebel!
A la parel favorito: diez a uno los demás. Jugadores de dados y fulleros junto a los que pasamos deprisa, siguiendo los cascos de los caballos, las gorras y chaquetillas rivales, dejando atrás a aquella mujer de cara de carne, la mujer de un carnicero, que hozaba sedienta en su trozo de naranja.

Gritos estridentes resonaron desde el campo de los chicos, y un silbido vibrante.

Otra vez: un tanto. Estoy entre ellos, entre sus cuerpos trabados en lucha, el torneo de la vida. ¿Te refieres a ese patizambo mimado de su mamá, con cara de dolor de estómago? Torneos. El tiempo sacudido rebota, choque a choque. Torneos, fango y estrépito de batallas, el helado vómito de muerte de los que caen, un clamor de hierros de lanzas cebadas con tripas ensangrentadas de hombres.

—Ya está —dijo el señor Deasy, levantándose.

Se acercó a la mesa, sujetando las hojas con un alfiler. Stephen se levantó.

—He expuesto la cuestión en forma sucinta —dijo el señor Deasy—. Es sobre la glosopeda. Échele una ojeada solamente. No puede haber diferencias de opinión sobre ello.

¿Me permite invadir su valioso espacio? Esa doctrina del
laissez faire
que tantas veces en nuestra historia. Nuestro comercio ganadero. A la manera de todas nuestras antiguas industrias. La camarilla de Liverpool que saboteó el proyecto del puerto de Galway. La conflagración europea. Suministro de granos a través de las estrechas aguas del Canal. La pluscuamperfecta imperturbabilidad del Departamento de Agricultura. Excusada una alusión clásica. Casandra. Por una mujer que no era ningún modelo. Para venir al punto en discusión.

—No me muerdo la lengua, ¿eh? —preguntó el señor Deasy mientras Stephen seguía leyendo.

Glosopeda. Conocida como preparación de Koch. Suero y virus. Porcentaje de caballos inmunizados. Pestilencia entre el ganado. Los caballos del Emperador en Mürzsteg, Baja Austria. El señor Henry Blackwood Price. Cortés ofrecimiento de una experimentación sin prejuicio. Dictados del sentido común. Cuestión de importancia suprema. Tomar el toro por los cuernos, en todos los sentidos de la palabra. Agradeciendo la hospitalidad de sus columnas.

—Quiero que eso se imprima y se lea —dijo el señor Deasy—. Ya verá que en la próxima epidemia ponen un embargo al ganado irlandés. Y se puede curar. Se cura. Mi primo, Blackwood Price, me escribe que en Austria lo curan los veterinarios de allí con regularidad. Y se ofrecen a venir aquí. Yo estoy tratando de ejercer influencia sobre el Departamento. Ahora voy a probar la publicidad. Estoy rodeado de dificultades, de… intrigas, de… influencias de camarillas, de…

Levantó el índice y azotó el aire con gesto anciano antes de que su voz hablara.

—Fíjese en lo que le digo, señor Dedalus —dijo—. Inglaterra está en manos de los judíos. En todos los lugares más elevados: en sus finanzas, en su prensa. Y son la señal de la decadencia de una nación. Dondequiera que se reúnen, se comen la fuerza vital del país. Les estoy viendo venir desde hace unos años. Tan cierto como que estamos aquí, los mercachifles judíos ya están en su trabajo de destrucción. La vieja Inglaterra se muere.

Se alejó con pasos rápidos, y sus ojos adquirieron una vida azul al pasar por un ancho rayo de sol. Dio media vuelta y volvió otra vez.

—Se muere —dijo— si es que no se ha muerto ya.

De la ramera el grito, por las calles,
teje el sudario a la vieja Inglaterra.

Sus ojos, bien abiertos ante la visión, miraban fijamente con severidad el rayo de sol en que se detuvo.

—Un mercachifle —dijo Stephen— es uno que compra barato y vende caro, judío o gentil, ¿no es verdad?

—Han pecado contra la luz —dijo gravemente el señor Deasy—. Y se les ven las tinieblas en los ojos. Y por eso van errando por la tierra hasta el día de hoy.

En las escaleras de la Bolsa de París, los hombres de piel dorada cotizando precios con sus dedos enjoyados. Parloteo de gansos. En enjambre ruidoso, dando vueltas torpemente por el templo, las cabezas en espesas conspiraciones bajo desacertados sombreros de copa. No suyos: esos trajes, ese lenguaje, esos gestos. Sus lentos ojos rebosantes desmentían las palabras, los gestos ansiosos y sin ofensa, pero conocían los rencores acumulados en torno a ellos y sabían que su celo era en vano. Vana paciencia en amontonar y atesorar. El tiempo sin duda lo dispersaría todo. Un tesoro acumulado junto al camino: saqueado, y adelante. Sus ojos conocían los años de errar y, pacientes, conocían los deshonores de su carne.

—¿Quién no lo ha hecho? —dijo Stephen.

—¿Qué quiere usted decir? —preguntó el señor Deasy.

Se adelantó un paso y se quedó junto a la mesa. Su mandíbula cayó abriéndose hacia un lado, con incertidumbre. ¿Es eso antigua sabiduría? Espera oírlo de mí.

—La historia —dijo Stephen— es una pesadilla de la que trato de despertar.

Desde el campo de juego, los muchachos levantaron un griterío. Un silbato vibrante: gol. ¿Y si esa pesadilla te tirase una coz?

—Los caminos del Creador no son nuestros caminos —dijo el señor Deasy—. Toda la historia se mueve hacia una gran meta, la manifestación de Dios.

Stephen sacudió el pulgar hacia la ventana, diciendo:

—Eso es Dios.

¡Hurra! ¡Ay! ¡Jurrují!

—¿Qué? —preguntó el señor Deasy.

—Un grito en la calle —contestó Stephen encogiéndose de hombros.

El señor Deasy bajó los ojos y durante un rato mantuvo las aletas de la nariz sujetas entre los dedos. Al levantar la vista otra vez, las soltó.

—Yo soy más feliz que usted —dijo—. Hemos cometido muchos errores y muchos pecados. Una mujer trajo el pecado al mundo. Por una mujer que no era ningún modelo, Helena, la escapada esposa de Menelao, los griegos hicieron la guerra a Troya durante diez años. Una esposa infiel fue la primera que trajo a los extranjeros aquí a nuestra orilla, la mujer de MacMurrough y su concubino O’Rourke, príncipe de Breffni. Una mujer también hizo caer a Parnell. Muchos errores, muchos fallos, pero no el pecado único. Yo soy ahora un luchador hasta el fin de mis días. Pero lucharé por la justicia hasta el final.

Pues el Ulster luchará
y el Ulster justicia obtendrá.

Stephen levantó las hojas que tenía en la mano.

—Bueno, señor Deasy —empezó.

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