—Encontré a Henry, ¿no? —objetó Míster Bones.
—Un chollo, ese muchacho, y leal hasta los tuétanos. Pero no valía. Eso es lo que pasa con los jóvenes. Podrán tener buenas intenciones, pero son unos incompetentes. Tienes que apuntar a lo más alto, Míster Bones. Descubrir quién es el jefe. Averiguar quién es la persona que manda y luego arrimarte a ella. Es la única manera. Necesitas otra colocación, y no la encontrarás hasta que empieces a utilizar la cabeza.
—Estaba desesperado. ¿Cómo iba a saber que su padre era un canalla semejante?
—Porque yo te había advertido sobre esos sitios, ¿no? En cuanto viste dónde te estabas metiendo, tenías que haber liado los bártulos y echado a correr.
—Lo hice. Y cuando me despierte mañana por la mañana voy a seguir corriendo. Ésa es mi vida ahora, Willy. Corro, y voy a seguir corriendo hasta que me caiga redondo al suelo.
—No renuncies a los hombres, Bonesy. Has recibido algunos golpes duros, pero tienes que sobreponerte e intentarlo otra vez.
—No se puede confiar en los hombres. Ahora ya lo sé.
—Pero confías en mí, ¿verdad?
—Sólo en ti, Willy. Pero eres diferente de los demás, y ahora que has muerto no hay sitio en el mundo donde no esté en peligro. Ayer, sin ir más lejos, estuvieron a punto de matarme de un tiro. Cruzaba un campo por un atajo cuando un tío se puso a perseguirme en una camioneta roja. Iba riéndose, encima, y entonces sacó una escopeta y disparó. Tuve suerte de que no me diera. Pero quién sabe lo que pasará la próxima vez.
—Sólo era un individuo. Por cada persona como ésa hay otra como Henry.
—No te salen las cuentas, amo. Puede que haya algunos locos aislados que tengan debilidad por los perros, pero la mayor parte cargaría la escopeta sin pensarlo dos veces en cuanto un ser de cuatro patas pusiera los pies en su terreno. Estoy asustado, Willy. Me da miedo ir al Este, me aterra ir al Oeste. Tal como están las cosas, creo que preferiría morirme de hambre aquí, en el campo, antes de que me den un balazo. Te matan por el solo hecho de respirar, y cuando te enfrentas a esa clase de odio, ¿de qué sirve intentarlo?
—Vale, ríndete si quieres. A mí me trae sin cuidado. Puedo decirte tranquilamente que todo va a salir bien, pero ¿qué sentido tendría mentirte? Puede que salga bien y puede que no. No soy adivino, y lo cierto es que no todas las historias tienen un final feliz.
—Eso es lo que trataba de decirte.
—Lo sé. Y no digo que no tengas razón.
Hasta aquel momento, el tren circulaba por el túnel a toda pastilla, sin detenerse en las estaciones vacías. De pronto, Míster Bones oyó un chirrido de frenos y el metro aminoró la velocidad.
—¿Qué ocurre? —preguntó—. ¿Por qué hemos frenado?
—Tengo que bajarme —contestó Willy.
—¿Tan pronto?
Willy asintió con la cabeza y anunció:
—Me voy. Pero, antes de marcharme, quiero recordarte algo que quizá hayas olvidado. —Entonces ya estaba de pie, esperando a que se abrieran las puertas—. ¿Te acuerdas de
Mamá-san,
Míster Bones?
—Claro que me acuerdo de ella. ¿Por quién me tomas?
—Bueno, pues a ella también querían matarla. La persiguieron como a un perro, y tuvo que correr como alma que lleva el diablo. A las personas también las tratan así, amigo mío, y a veces tienen que dormir en graneros y campos porque no tienen otro sitio adonde ir. Antes de que empieces a compadecerte de ti mismo, recuerda que no eres el primer perro que se encuentra abandonado en el mundo.
Dieciséis horas más tarde, Míster Bones estaba a quince kilómetros al sur del prado donde había tenido aquel sueño, saliendo de una pequeña arboleda al borde de una nueva urbanización de casas de dos plantas. Ya no tenía miedo. Estaba hambriento, quizá, y bastante cansado, pero ya no sentía el terror acumulado de los últimos días. No tenía idea de cómo había ocurrido, pero el caso era que al despertarse se encontró mejor que nunca desde la muerte de su amo. Era consciente de que Willy no había ido con él en el metro, y de que tampoco sabía hablar, pero en el rescoldo de aquel sueño de cosas imposibles y hermosas, tenía la sensación de que su amo seguía a su lado, y aunque de hecho no estaba con él, era como si Willy no dejara de observarle, y aunque los ojos que le miraban estuviesen realmente en su interior, en el fondo daba lo mismo porque aquellos ojos marcaban precisamente la diferencia entre estar solo en el mundo y no encontrarse solo. Míster Bones no estaba preparado para analizar las sutilezas de sueños, visiones y otros fenómenos mentales, pero sabía con certeza que su amo estaba en Tombuctú, y como acababa de estar con Willy, a lo mejor era que en el sueño él también se había trasladado a Tombuctú. Eso explicaría, quizá, por qué se había puesto a hablar de pronto, después de tantos años de intentarlo inútilmente. Y como ya había estado una vez en Tombuctú, ¿sería un disparate imaginar que pudiera volver otra vez, cerrando simplemente los ojos y teniendo por casualidad un sueño parecido? Imposible saberlo. Pero era un consuelo pensarlo, igual que había sido un consuelo pasar un rato con su viejo amigo, aunque no hubiese ocurrido de verdad, aunque no volviese a suceder jamás.
Eran las tres de la tarde, y en el aire resonaba un estrépito de cortacéspedes, aspersores y pájaros. A lo lejos, en una invisible autopista hacia el Norte, el zumbido del tráfico era como un enjambre de abejas en el paisaje campestre. Había una radio encendida, y una voz de mujer se puso a cantar. Más cerca, oyó que alguien reía. Parecía la risa de un niño pequeño, y cuando Míster Bones llegó por fin al extremo del bosque por el que había merodeado durante la última media hora y asomó el hocico entre las ramas, vio que efectivamente así era. Un niño rubio de dos o tres años estaba sentado en el suelo a unos cuatro metros delante de él, arrancando manojos de césped y lanzándolos al aire. Cada vez que una lluvia de hierba le caía en la cabeza, estallaba en otra serie de risitas, aplaudiendo y dando saltos como si hubiera descubierto el truco más deslumbrante del mundo. A unos diez o doce metros detrás del niño, una niña con gafas paseaba de un lado para otro con una muñeca en los brazos, cantando bajito como si quisiera dormir a la criatura imaginaria. Era difícil calcularle la edad. Entre siete y nueve años, pensó Míster Bones. Pero podría ser una niña de seis años muy desarrollada o de diez poco desarrollada, aunque también de cinco aún más desarrollada o de once todavía menos. A la izquierda de la niña, una mujer con pantalones cortos blancos y una camiseta también blanca estaba en cuclillas delante de un macizo de flores rojas y amarillas, arrancando hierbas cuidadosamente con una azadilla. Se encontraba de espaldas, y como llevaba un sombrero de paja de alas sumamente anchas no se le veía la cara. Míster Bones sólo podía observar la curva de su espina dorsal, las pecas de los esbeltos brazos y un poco de la pálida rodilla, pero esos escasos elementos de juicio le bastaron para saber que no era mayor, apenas veintisiete o veintiocho años, lo que probablemente significaba que era la madre de los dos niños. Receloso de acercarse más, Míster Bones se quedó donde estaba, observando la escena desde su pequeño escondite en la linde del bosque. No había modo de averiguar si aquella familia estaba a favor o en contra de los perros, era imposible adivinar si iban a tratarle con amabilidad o a echarle de sus dominios. Una cosa era segura, sin embargo. Había ido a parar a un césped precioso. Mientras estaba allí, mirando la aterciopelada franja verde que se extendía ante sus ojos, pensó que no hacía falta mucha imaginación para adivinar el placer que sería revolcarse en aquella hierba y aspirar sus aromas.
Antes de resolver cuál sería su siguiente paso, los acontecimientos decidieron por él. El niño arrojó al aire otros dos puñados de césped, pero en aquel preciso momento se levantó una pequeña brisa y esta vez, en lugar de caer sobre su cabeza como antes, la hierba voló en dirección al bosque. El niño volvió la cabeza para seguir la trayectoria de las partículas verdes, y Míster Bones, que recorría con la mirada el espacio que los separaba, vio que su expresión pasaba de una impasibilidad neutra, científica, a la sorpresa más absoluta. El perro había sido descubierto. El niño se puso en pie de un salto y se precipitó hacia él, chillando de felicidad mientras avanzaba como un pato con sus hinchados pañales de plástico, e inmediatamente, con todo su futuro de pronto pendiente de un hilo, Míster Bones decidió que era el momento que había estado esperando. No sólo no volvió al bosque, ni tampoco puso pies en polvorosa, sino que en una actitud absolutamente tranquila y confiada, pisó delicadamente el césped y dejó que el niño le echara los brazos al cuello.
—¡Perrito! —gritó el niño, apretándole con todas sus fuerzas—. Perrito bueno. Perrito grande y bonito.
Entonces vino la niña, corriendo por la hierba con la muñeca en los brazos y volviendo la cabeza para llamar a su madre.
—Mira, mamá —dijo—. Mira lo que ha encontrado Tigre.
En ese mismo momento, mientras el niño seguía abrazándolo, Míster Bones sintió una oleada de alarma en todo el cuerpo. ¿Dónde estaba ese tigre..., y cómo podía merodear un tigre por donde vivía la gente? Willy le había llevado una vez al zoológico, y conocía aquellos grandes gatos rayados de la selva. Eran aún mayores que los leones, y si alguna vez te encontrabas con una de aquellas fieras de colmillos afilados, ya podías despedirte del mundo. Un tigre despedazaría a cualquiera en unos doce segundos, y los trocitos que no quisiera comerse servirían de golosina para buitres y gusanos.
Sin embargo, Míster Bones no salió corriendo. Permitió que su nuevo amigo siguiera aferrado a él, soportando pacientemente el castigo de la fenomenal fuerza del pilluelo, con la esperanza de que le estuvieran engañando los oídos, de que simplemente hubiera entendido mal las palabras de la niña. Los caídos pañales estaban empapados de orines, y junto con el acre olor a amoniaco detectó indicios de zanahorias, plátanos y leche. La niña se había agachado junto a ellos y escrutaba la cara de Míster Bones con sus dilatados ojos azules. El misterio se aclaró súbitamente.
—Suéltalo, Tigre —ordenó la niña a su hermano—. Le vas a asfixiar.
—Amiguito —dijo Tigre, apretando aún más su abrazo, y aunque a Míster Bones le alegró descubrir que no iba a ser devorado por una fiera salvaje, la fuerte presión sobre su garganta le obligó a sacudirse. El niño no sería un tigre de verdad, pero eso no significaba que no fuese peligroso. A su modo, era más animal que Míster Bones.
Afortunadamente, la mujer llegó justo entonces y agarró al niño por el brazo, apartándolo de Míster Bones antes de que alguien se hiciera daño.
—Cuidado, Tigre —dijo—. No sabemos si es manso o no.
—Oh, sí que es manso —respondió la niña, palmeando suavemente a Míster Bones en la coronilla—. No hay más que mirarle a los ojos. Es muy manso, mamá. Yo diría que es el perro más manso que he visto en mi vida.
Míster Bones se asombró de la extraordinaria afirmación de la niña, y para demostrar lo comprensivo que era, que realmente era un perro que no guardaba rencor por nada, se puso a lamer la cara de Tigre en un arrebato de cariño pegajoso. El pequeñín aulló de placer, y aun cuando la embestida de la lengua de Míster Bones acabó haciéndole perder el equilibrio, el Tigre juguetón consideró que era lo más divertido que le había pasado nunca y siguió riéndose bajo el aluvión de besos del perro incluso cuando aterrizó en el suelo con su húmedo trasero.
—Bueno, por lo menos es simpático —dijo la mujer, como dando la razón a su hija en una cuestión importante—. Pero está hecho un verdadero asco. Creo que nunca he visto un animal más sucio, mugriento y descuidado que éste.
—Eso se arregla con un poco de agua y jabón —respondió la niña—. Míralo, mamá. No sólo es manso, sino que también es listo.
La mujer se echó a reír.
—¿Cómo lo sabes, Alice? No ha hecho otra cosa que lamerle la cara a tu hermano.
Alice se puso en cuclillas delante de Míster Bones y le puso las manos en los carrillos.
—Enséñanos lo listo que eres, amigo —dijo—. Haz una gracia o algo así, ¿vale? Ya sabes, como revolearte o ponerte de pie sobre las patas traseras. Demuéstrale a mamá que tengo razón.
Aquéllas no eran tareas difíciles para un perro de su temple, y acto seguido Míster Bones se puso a hacer una demostración de sus capacidades. Primero se revolcó en el césped —no una, sino tres veces—, y luego arqueó la espalda, levantó las patas delanteras a la altura del morro y poco a poco se incorporó sobre las de atrás. Hacía años que no intentaba aquella proeza, pero aunque le dolían las articulaciones y se tambaleaba más de lo que hubiese deseado, logró mantener la postura durante tres o cuatro segundos.
—¿Ves, mamá? ¿Qué te había dicho? —dijo Alice—. Es el perro más listo del mundo.
La mujer se puso en cuclillas hasta ponerse por primera vez a su nivel y le miró a los ojos, y aunque llevaba gafas de sol y aún tenía el sombrero de paja, Míster Bones vio que era muy guapa, con bucles rubios en la nuca y labios llenos y expresivos. Algo se estremeció en su interior cuando le habló arrastrando las palabras con su acento sureño, y cuando se puso a darle palmaditas en la cabeza con la mano derecha, Míster Bones tuvo la sensación de que el corazón se le iba a romper en mil pedazos.
—Entiendes lo que te decimos, ¿verdad, perrito? —dijo—. No eres un perro corriente, ¿eh? Y estás cansado y rendido y te hace falta meter algo en la barriga. ¿No es así, amiguito? Estás solo y perdido, y hecho verdaderamente polvo.
¿Hubo alguna vez chucho más afortunado que Míster Bones aquella tarde? Sin más deliberaciones, y sin más necesidad de utilizar sus encantos ni de demostrarles lo buen perro que era, el cansado Míster Bones fue conducido desde el jardín a la intimidad del hogar familiar. Allí, en una luminosa cocina blanca, rodeado de armarios recién pintados, relucientes utensilios metálicos y un aire de opulencia que habría sido incapaz de imaginar, Míster Bones comió hasta saciarse, dándose un atracón de sobras: tajadas de rosbif, una fuente de macarrones con queso, dos latas de atún y tres salchichas crudas, por no mencionar dos tazones y medio de agua que bebió a lametazos entre plato y plato. Habría querido contenerse, demostrarles que era un perro de apetitos moderados, que cuidar de él no sería ningún problema, pero cuando le pusieron delante la comida, sencillamente le dominó el hambre y olvidó sus buenos propósitos.