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Authors: Paul Auster

Tags: #Relato

Tumbuctú (12 page)

—Me llamo Henry —anunció el niño—. Henry Chow. ¿Cómo te llamas tú?

Ja, pensó Míster Bones. Un graciosillo. ¿Y cómo cree que voy a contestarle?

Sin embargo, como del resultado de la conversación dependían tantas cosas, decidió emplearse a fondo. Enterrado entre ramas secas y hojas muertas, alzó la cabeza y emitió una serie de tres rápidos ladridos: gua gua guau. Fue un perfecto anapesto, en el que cada sílaba de su nombre contenía el adecuado énfasis, equilibrio y duración. Durante unos breves segundos fue como si las palabras
Míster Bones
se hubiesen reducido a su esencia sonora, a la pureza de una frase musical.

—Buen perro —comentó el joven Henry, ofreciéndole la mano derecha en signo de paz—. Entiendes rápido, ¿verdad?

Míster Bones ladró una vez más para comunicar su asentimiento y luego se puso a lamer la mano tendida ante él. Poco a poco, Henry le convenció de que abandonara la seguridad de su escondite, y en cuanto Míster Bones hubo salido del todo, el chico se sentó en el suelo junto a él y entre numerosas palmaditas en la cabeza y besos en la cara, le quitó con cuidado las hojas y espinas que se le habían metido en el pelaje.

Así empezó una ejemplar amistad entre el perro y el niño. En cuanto a la edad, sólo los separaban tres años y medio, pero el muchacho era joven y el perro viejo, y debido a esa diferencia cada uno acabó dando al otro algo que nunca había conocido antes. Para Míster Bones, Henry fue la prueba de que el amor no era una sustancia cuantificable. Siempre había más en alguna parte, e incluso cuando se perdía uno, no era en absoluto imposible encontrar otro. Para Henry, hijo único cuyos padres tenían un horario de trabajo muy largo y se negaban rotundamente a dejar que entrara un animal en su casa, Míster Bones era la respuesta a sus plegarias.

No obstante, aquella amistosa alianza no dejaba de tener sus escollos y sus peligros. Cuando Henry empezó a hablar de su padre, Míster Bones comprendió que la unión con aquel chico no era en modo alguno tan propicia como había parecido a primera vista. Se habían puesto despacio en camino hacia la calle donde vivía la familia Chow, y mientras Henry continuaba describiendo los diversos problemas que deberían afrontar conjuntamente, Míster Bones se encontró pasando de la ansiedad al miedo y al absoluto terror. Si ya era bastante preocupante que al padre de Henry no le gustaran los perros y que a Míster Bones se le negara la entrada en la casa, más aún lo era el hecho de que incluso después de que le hubieran encontrado acomodo, su presencia debiera permanecer en secreto para el señor Chow. Si el padre de Henry llegaba a tener el menor indicio de que había un perro en la vecindad, el chico recibiría un castigo tan severo que desearía no haber nacido. Habida cuenta de que el señor Chow vivía y trabajaba en el mismo edificio, casi era una ridiculez pensar que no iban a descubrirlos. El apartamento de la familia estaba en el primer piso, el negocio familiar se atendía en la planta baja, y el padre de Henry andaba siempre por allí, durmiendo o trabajando, mañana, tarde y noche.

—Sé que no hay buenas perspectivas —dijo Henry—. Pero yo estoy dispuesto a intentarlo si tú lo estás.

Bueno, por lo menos el chico tenía temple. Y lo acompañaba con una voz agradable, añadió para sí Míster Bones, haciendo todo lo posible por ver el lado positivo de la situación y dar gracias por lo que tenía. Lo que no sabía en aquel momento, sin embargo, era que lo peor aún estaba por venir. Había oído lo malo, había oído lo peor, pero hasta que Henry se puso a hablar de escondites no comprendió el absoluto horror en que se estaba metiendo.

Estaba el callejón, dijo Henry. Ésa era una posibilidad, y si Míster Bones estaba dispuesto a dormir en una caja de cartón y prometía no hacer ningún ruido, podrían salirse con la suya. Otra opción era el jardín, en la parte de atrás. No era muy grande —sólo un montón de hierbas, en realidad, con unos frigoríficos oxidados y estanterías metálicas corroídas alineadas a lo largo de la cerca, pero a veces los camareros salían a fumar, y muchas noches, sobre todo cuando hacía buen tiempo, a su padre le gustaba dar un paseo por allí después de cerrar el restaurante. Lo llamaba «beber las estrellas», y según Henry siempre dormía mejor si se tomaba su dosis de cielo antes de subir al piso de arriba y meterse en la cama.

Henry siguió hablando durante un rato sobre las costumbres de su padre a la hora de dormir, pero Míster Bones ya no escuchaba. El chico había pronunciado la palabra fatal, y cuando Míster Bones se dio cuenta de que el
restaurante
en cuestión no era simplemente un puesto de salchichas de tres al cuarto sino un
restaurante chino,
a punto estuvo de darse la vuelta y salir corriendo. ¿Cuántas veces le había prevenido Willy contra aquellos sitios? El día anterior por la mañana, sin ir más lejos, le había soltado un sermón de quince minutos sobre el tema, ¿y ahora no iba a seguir sus consejos traicionando así la memoria de su querido amo? Aquel Henry era un tío bastante legal, pero si las palabras de Willy contenían siquiera una mínima partícula de verdad, quedarse con el chico equivaldría a firmar su propia sentencia de muerte.

Sin embargo, no se atrevía a marcharse. Sólo había estado cuarenta minutos con Henry, y el apego que sentía hacia él ya era demasiado fuerte para largarse sin decir adiós. Dividido entre el miedo y el cariño, optó por una decisión intermedia, que era el único camino que podía tomar dadas las circunstancias. Simplemente se detuvo, se paró en seco en la acera, se echó al suelo y se puso a gimotear. Henry, que no sabía mucho de perros, no tenía idea de cómo interpretar aquella reacción súbita e inesperada. Se agachó junto a Míster Bones y empezó a pasarle la mano por la cabeza, y el perro, presa de la angustia de la indecisión, no dejó de percibir la ternura con que le acariciaba el muchacho.

—Estás hecho polvo —dijo Henry—. Yo no hago más que hablar mientras tú estás agotado y hambriento, y ni siquiera me he molestado en darte de comer.

A eso siguió una hamburguesa grande, rematada con una bolsa de patatas fritas, y cuando Míster Bones hubo devorado aquellas deliciosas ofrendas sintió que el chico podía hacer con él lo que quisiera. Si huyes de esto, morirás en la calle. Vete con él, y morirás en su casa. Pero al menos estarás con Henry, y si la muerte está en todas partes, ¿qué más da adonde vayas?

Y así fue como Míster Bones desoyó las enseñanzas de su amo y acabó viviendo a las puertas del infierno.

Su nuevo hogar era una caja de cartón que en sus tiempos contuvo un enorme aparato de aire acondicionado. Para mayor precaución, Henry la encajó entre la cerca y uno de los frigoríficos viejos del jardín. Allí era donde Míster Bones dormía por la noche, acurrucado en su oscura celda hasta que el muchacho llegaba a buscarlo por la mañana, y como Henry era un chico listo y había excavado un hoyo bajo la cerca, Míster Bones pasaba a rastras al jardín de al lado —evitando así tanto la puerta trasera del restaurante como la lateral— y se reunía con su joven amo en la otra esquina de la manzana para iniciar su excursión diaria.

No crean que el perro no tenía miedo, y tampoco piensen que no se daba cuenta de los peligros que le acechaban, pero al mismo tiempo sepan que jamás lamentaría ni por un momento la decisión de quedarse con Henry. El restaurante le proporcionaba un surtido inacabable de manjares exquisitos, y por primera vez desde la muerte de
Mamá-san
cuatro años atrás, Míster Bones tenía más que suficiente para comer. Costillas y albóndigas de pasta, fideos de sésamo y arroz frito, queso de soja en salsa marrón, pato estofado y albondiguillas de cerdo más ligeras que el aire: una variedad interminable, y cuando se inició en las maravillas de la cocina china apenas podía contenerse ante la idea de lo que Henry le traería la próxima vez. Su estómago nunca había sido tan feliz, y aunque en ocasiones su digestión se resentía a consecuencia de especias o condimentos demasiado fuertes, aquellas intermitentes erupciones del vientre parecían un pequeño precio que pagar por el placer de las comidas mismas. Si aquel régimen embriagador tenía algún inconveniente, era la punzada de lo desconocido que se le clavaba en la conciencia siempre que su lengua se encontraba con un sabor imposible de identificar. Los prejuicios de Willy incrementaban sus miedos, y mientras hincaba el diente en la nueva y extraña pitanza, inevitablemente pensaba si se estaría comiendo a un congénere. Dejaba entonces de masticar, súbitamente paralizado de remordimiento, pero ya era demasiado tarde. Sus glándulas salivales ya estaban activadas, y con las papilas gustativas ansiosas por seguir saboreando el nuevo hallazgo, su apetito siempre ganaba la partida. Tras la breve pausa, su lengua acometía de nuevo la comida, y antes de darse cuenta de que estaba cometiendo un pecado, lamía la fuente hasta dejarla limpia. De manera inevitable, seguía un momento de tristeza. Luego, en un intento de aliviar su conciencia culpable, se decía que si a él también le aguardaba el mismo destino, sólo esperaba saber tan bien como lo que acababa de comer.

Henry compró unos paquetes de semillas de rábanos y las plantó alrededor de la caja de Míster Bones. La huerta le servía de tapadera, y cuando sus padres le preguntaban por qué pasaba tanto tiempo en el jardín, sólo tenía que mencionar los rábanos para que asintieran con la cabeza y le dejaran en paz. Era raro empezar a trabajar la huerta con la estación tan avanzada, comentó su padre, pero Henry ya tenía preparada la contestación. Los rábanos germinan en dieciocho días, argumentó, y brotarían mucho antes de que empezara a hacer frío. Si le dejaban hablar siempre sabía salir de las situaciones apuradas, y con su habilidad para mangar calderilla y algún que otro billete del bolso de su madre junto con sus incursiones nocturnas a la cocina en busca de restos, se lo montó bastante bien para que él y su nuevo amigo pudieran vivir tranquilos. No fue culpa suya que su padre diera algún que otro susto a Míster Bones cuando salía al jardín en plena noche para inspeccionar los progresos de los rábanos. Cada vez que el haz de la linterna pasaba frente a la caja de Míster Bones, el perro temblaba en la oscuridad de su cubículo, seguro de que el fin era inminente. Algunas veces, el olor a miedo que desprendía su cuerpo era tan fuerte que el señor Chow llegaba a detenerse para husmear el aire, como sospechando que pasaba algo. Pero como no sabía lo que buscaba, al cabo de unos momentos de perpleja reflexión soltaba una incomprensible retahila de frases en chino y volvía a casa.

Por horripilantes que fuesen aquellas noches, Míster Bones siempre las olvidaba en cuanto ponía los ojos en Henry por la mañana. Su jornada empezaba en la esquina secreta, justo enfrente del cubo de basura y del expendedor de periódicos, y durante las ocho o diez horas siguientes parecía que el restaurante y la caja de cartón no fuesen sino imágenes de una pesadilla. Deambulaban juntos por la ciudad, dando vueltas sin ton ni son, y aquellas jornadas de paseos sin rumbo se parecían tanto a la despreocupada época pasada junto a Willy, que Míster Bones no tenía dificultad para comprender lo que se esperaba de él. Henry era un niño solitario, un muchacho acostumbrado a estar solo y a vivir encerrado en sus cavilaciones, y ahora que tenía un compañero con el que pasar el día, hablaba sin parar, formulando hasta el más nimio y efímero pensamiento que a sus once años le pasaba por la cabeza. A Míster Bones le encantaba escucharle, le gustaba el flujo de palabras que acompañaba sus pasos, y como aquellos monólogos inconexos también le recordaban a su amo muerto, se preguntaba si Henry Chow no era su auténtico
y
legítimo heredero, el mismísimo espíritu reencarnado del incomparable Willy G. Christmas.

Eso no significaba, sin embargo, que Míster Bones entendiera siempre lo que su nuevo amo decía. Las preocupaciones de Henry eran completamente distintas de las de Willy, y muchas veces el perro no sabía cómo reaccionar cuando el muchacho se ponía a hablar de sus temas preferidos. ¿Cómo podía esperarse que Míster Bones supiese lo que era un promedio de carreras o cuántos puestos habían perdido los Orioles en la liga? En todos los años que había pasado con Willy, el poeta no había tocado una sola vez el tema del béisbol. Ahora, de la noche a la mañana, parecía haberse convertido en un asunto de vida o muerte. Lo primero que Henry hacía por la mañana nada más encontrarse con Míster Bones en la esquina era introducir unas monedas en el expendedor de periódicos y sacar un ejemplar del
Baltimore Sun.
Luego, tras cruzar apresuradamente la calle, se sentaba en un banco, abría la sección de deportes y le leía a Míster Bones una crónica del partido de la víspera. Si los Orioles habían perdido, su voz era triste y melancólica, a veces hasta tenía un dejo de rabia. Míster Bones aprendió a desear la victoria y a temer la perspectiva de una derrota, pero nunca llegó a entender del todo lo que Henry quería decir cuando hablaba del «equipo». Un
oriole
{10}
era un pájaro, no un grupo de hombres, y si la figura de color naranja que Henry llevaba en su gorra negra era efectivamente una oropéndola, ¿cómo podía participar en algo tan extenuante y complejo como el béisbol? Tales eran los misterios del mundo nuevo en el que había entrado. Oropéndolas que se enfrentaban con tigres, urracas que peleaban con ángeles, oseznos que combatían con gigantes..., eso no tenía sentido alguno. Un jugador de béisbol era un hombre, pero en cuanto se unía a un equipo se convertía en un animal, en un mutante o en un espíritu que vivía en el cielo cerca de Dios.

Según Henry, había una oropéndola en la bandada de Baltimore que destacaba entre todos las demás. Se llamaba Cal, y aunque no era más que un pájaro que jugaba al béisbol, también parecía encarnar los atributos de otros animales diversos: la resistencia de una bestia de carga, el coraje de un león y la fuerza de un toro. Todo eso ya era bastante desconcertante, pero cuando Henry tomó la decisión de ponerle otro nombre y llamarle Cal —abreviatura de Cal Ripken Junior Segundo—, Míster Bones cayó en un estado de auténtica confusión. No es que se opusiera en principio, sino que, al fin y al cabo, no se encontraba en condiciones de decir a Henry su verdadero nombre, y como el muchacho tenía que llamarle de alguna manera, Cal parecía un nombre tan bueno como cualquier otro. El único problema era que rimaba con Al, y las primeras veces que Henry lo pronunció, pensó automáticamente en el viejo amigo de Willy, el atildado Al Saperstein, propietario de la tienda de artículos de broma que solían visitar en la Avenida Surf de Coney Island. En su imaginación volvía a ver a tío Al, vestido de punta en blanco con su pajarita amarilla y su chaqueta de pata de gallo, y entonces estaba otra vez en la tienda, viendo cómo Willy deambulaba por los pasillos y examinaba los timbres que sonaban cuando la gente se estrechaba la mano, los cojines pedorros y los puros explosivos. Le parecía penoso encontrarse así con Willy, la forma en que su antiguo amo surgía de entre las sombras y se paseaba ufanamente por ahí como si aún estuviera vivo, y cuando tales recuerdos inesperados se juntaban con la incesante charla de Henry sobre la oropéndola Cal, y a eso se añadía el hecho de que la mitad de las veces que el muchacho pronunciaba ese nombre se refería en realidad a Míster Bones, no era de extrañar que el perro no siempre estuviese seguro de quién era ni de a qué tenía que responder.

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