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Authors: Paul Auster

Tags: #Relato

Tumbuctú (17 page)

—Tiene razón —observó Burnside—. Simplifica las cosas, y a la larga Sparky se encontrará mucho más a gusto.

Dick volvió a casa el jueves por la noche, lo que significó que la mañana del viernes fuese más aburrida que las anteriores. Nada de pasar furtivamente horas espléndidas en la casa. Nada de sentarse en el cuarto de baño contemplando a Polly en la bañera. Nada de huevos revueltos. Nada de leche con azúcar en los tazones de cereales de los niños. Normalmente, habría sentido mucho la pérdida de aquellos privilegios, pero aquel viernes por la mañana no le produjo más que una punzada de nostálgico pesar. Míster Bones estaba ahora lleno de esperanza, y era consciente de que en cuanto Dick se marchara el domingo por la tarde, volverían a franquearle la puerta. Era un consuelo pensarlo, y aunque aquel día lloviznaba y el aire había refrescado con los primeros indicios de otoño, se acomodó en su caseta con el hueso de goma que Polly le había comprado en la peluquería y se dedicó a mordisquearlo mientras la familia desayunaba en la casa. Oyó llegar y marcharse el autobús, oyó alejarse la furgoneta, y luego, en el intervalo que medió hasta la vuelta de Polly, Dick salió al jardín y lo saludó con aire despreocupado. Ni siquiera eso alteró su serenidad. El piloto parecía estar de buen humor aquella mañana, y cuando le felicitó por su elegante corte de pelo y le preguntó qué tal se las arreglaba, la generosidad del perro triunfó sobre el recelo y Míster Bones respondió dándole un caballeroso lengüetazo en la mano. No es que estuviera en contra de Dick, pensó. Sólo que le tenía lástima por no saber cómo disfrutar de la vida. El mundo estaba lleno de maravillas, y era lamentable que un hombre se pasara el tiempo preocupándose por cosas sin importancia.

Míster Bones presentía que el tiempo se le iba a hacer muy largo, y se había preparado para pasar el rato hasta la vuelta de los niños haciendo lo menos posible: dormitar, mascar el hueso, pasear por el jardín si dejaba de llover. La indolencia era la única ocupación prevista, pero Dick no dejaba de repetir que era un gran día, insistiendo en que «por fin ha llegado el momento de la verdad»,
y
al cabo de un tiempo Míster Bones empezó a preguntarse si no se le habría escapado algo. No tenía ni idea de lo que Dick quería decir, pero después de sus enigmáticas declaraciones no le sorprendió que, cuando Polly volvió de dejar a Tigre, le dijeran que subiera a la furgoneta para dar un paseo. Ahora era distinto, claro, con Dick allí, pero ¿quién era él para protestar por una ligera alteración del protocolo? Dick iba en el asiento del conductor, Polly se sentó a su lado y a Míster Bones le tocó ir en la parte de atrás, tumbado sobre una toalla que Dick había colocado para proteger el coche de pelos errabundos. Atrás no se podía bajar la ventanilla, lo que redujo considerablemente el placer del viaje, pero aun así disfrutó del simple movimiento, y en conjunto prefería con mucho estar donde estaba ahora que donde estaba antes.

Sin embargo, notó que no todo era bonanza entre los Jones. A medida que proseguía el viaje, estaba claro que Polly iba más callada que de costumbre, mirando por la ventanilla, a su derecha, en vez de mirar a su marido, y al cabo del rato su silencio también pareció apagar el buen humor de Dick.

—Oye, Polly —dijo—, lo siento. Pero no es más que por su bien.

—No quiero hablar del tema —replicó ella—. Lo has decidido y se acabó. Ya sabes lo que pienso, así que no tiene sentido discutir.

—Pero no soy el primero al que se le ocurre eso —objetó Dick—. Es una práctica corriente.

—¿Ah?, ¿sí? ¿A que no te gustaría que te lo hicieran a ti?

Dick emitió un ruido a medio camino entre el gruñido y la carcajada.

—Vamos, cariño, déjalo ya. Es un perro. Ni siquiera va a enterarse de nada.

—Por favor, Dick. No quiero hablar de ello.

—¿Por qué no? Si te preocupa tanto...

—No. Delante de él, no. No es justo.

Dick volvió a reírse, pero esta vez fue como una especie de clamorosa estupefacción, una gran carcajada de incredulidad.

—¡No lo dirás en serio! —exclamó—. ¡Si no es más que un perro, Polly, por Dios!

—Piensa lo que quieras. Pero en el coche no voy a decir una palabra más sobre eso.

Y no lo hizo. Aunque ya habían dicho bastante como para que Míster Bones empezara a inquietarse, y cuando el coche se detuvo finalmente y vio que habían parado delante del edificio en el que Polly y él habían estado el martes por la mañana, el mismo donde pasaba consulta un tal Walter A. Burnside, médico veterinario, supo que algo horrible estaba a punto de sucederle.

Y así fue. Pero resultó que Dick tenía razón. Míster Bones no se enteró de nada. Lo anestesiaron con una inyección en la cadera, y cuando efectuaron la extirpación y lo llevaron de vuelta a la furgoneta, aún estaba demasiado temblequeante para saber dónde se encontraba, y mucho menos para estar seguro de quién era o de si seguía vivo. Sólo después, cuando se le pasó la anestesia, empezó a sentir el dolor que le habían infligido, pero incluso entonces siguió a oscuras sobre su causa. Conocía su procedencia, pero eso no era lo mismo que saber por qué lo tenía, y pese a su firme propósito de examinar el sitio en cuestión, lo dejó para más tarde, dándose cuenta de que le faltaban fuerzas para hacer contorsiones y ponerse en la postura necesaria. Entonces ya estaba en su caseta, estirado y medio dormido sobre el flanco izquierdo, y Polly, de rodillas delante de la puerta abierta, le acariciaba la cabeza y le daba de comer con la mano: un filete poco hecho y cortado en pedacitos. La carne tenía un sabor extraordinario, pero lo cierto era que no tenía mucho apetito en aquel momento, y si aceptó el ofrecimiento sólo fue por complacerla. Ya había dejado de llover. Dick se había ido con Tigre a algún sitio y Alice aún no había vuelto del colegio, pero estar con Polly era suficiente consuelo y, mientras ella seguía acariciándole la cabeza y asegurándole que todo iba a salir bien, se preguntó qué demonios le había pasado y por qué le dolía tanto.

A su debido tiempo, exploró los daños y descubrió lo que faltaba, pero como era perro y no biólogo ni profesor de anatomía, siguió sin tener ni idea de lo que le había sucedido. Sí, era cierto que la bolsa estaba vacía ahora y que sus viejos conocidos habían desaparecido, pero ¿qué significaba eso exactamente? Siempre le había gustado lamerse esa parte del cuerpo, en realidad había tenido la costumbre de hacerlo desde tiempo inmemorial, pero aparte de los delicados globos todo lo de alrededor parecía intacto. ¿Cómo iba a saber que aquellas partes que le faltaban le habían hecho padre muchas veces? Salvo por sus diez días de relaciones con Greta, la malamute de Iowa City, sus aventuras siempre habían sido breves —apareamientos impetuosos, cópulas espontáneas, revolcones frenéticos— y jamás había visto a ninguno de los cachorros que había engendrado. Y aunque los hubiera visto, ¿cómo habría sido capaz de establecer la relación? Dick Jones le había convertido en un eunuco, pero a sus propios ojos continuaba siendo el príncipe del amor, el señor de los donjuanes caninos, y seguiría cortejando a las damas hasta su último aliento. Por una vez, se le escapó la dimensión trágica de su vida. Lo único que importaba era el dolor físico, y en cuanto se le pasó, no volvió a pensar más en la operación.

Pasaron unos días. Se acomodó al ritmo de la casa, se acostumbró a las diversas idas y venidas que se producían a su alrededor, llegó a entender la diferencia entre los días de trabajo y los fines de semana, el ruido del autobús del colegio en contraposición con el de la furgoneta de correos, los olores de los animales que vivían en el bosque limítrofe, más allá del jardín: ardillas rojas, mapaches, ardillas listadas, conejos, todo tipo de aves. Ya sabía que no valía la pena molestarse con los pájaros, pero siempre que un bicho sin alas ponía los pies en el césped, se encargaba de echarlo de la propiedad, precipitándose hacia él en un frenético arranque de ladridos y gruñidos. Tarde o temprano se darían cuenta de que estaba enganchado a aquel puñetero alambre, pero de momento a la mayoría de ellos les intimidaba su presencia lo suficiente como para que la persecución resultara un éxito. Salvo por el gato, desde luego, pero con los gatos siempre era lo mismo, y aquel negro del vecino ya había calculado la longitud exacta de la correa que le sujetaba al alambre, lo que significaba que conocía los límites de la movilidad de Míster Bones en cada punto del jardín. El intruso felino siempre se apostaba en un sitio calculado para producir la mayor frustración posible: unos centímetros fuera del alcance del perro. Míster Bones era incapaz de remediarlo. Podía quedarse allí ladrando hasta desgañitarse mientras el gato le bufaba y le lanzaba las garras a la cara, o podía retirarse a su caseta y hacer como si el gato no estuviera, aunque el hijoputa saltaba entonces al tejado y empezaba a clavar las uñas en las espesas tejas de madera de cedro justo encima de su cabeza. Ésas eran las opciones que tenía: que le arañaran o que se burlaran de él, y con cualquiera de las dos salía perdiendo. Por otro lado, desde aquella misma caseta se contemplaban a veces pequeños milagros, sobre todo de noche. Un zorro plateado, por ejemplo, que atravesó corriendo el césped a las tres de la mañana y desapareció antes de que Míster Bones pudiera mover un músculo, dejando grabada en su mente una imagen tan nítida, de tan cristalina perfección, que siguió viéndola durante días: una aparición de ingravidez y velocidad, la gracia de lo puramente salvaje. Y luego, una noche a fines de septiembre, un ciervo que salió del bosque, anduvo con la punta de las patas por la hierba durante veinte o treinta segundos, y entonces, asustado por el rumor de un coche lejano, volvió de un salto a la oscuridad, dejando grandes calvas en el césped que aún seguían a la semana siguiente.

Míster Bones tomó mucho cariño al césped —su tacto como de fieltro, almohadillado, los saltamontes brincando de un lado a otro entre sus menudos tallos, el olor a tierra que siempre desprendía por donde uno pasara—, y con el tiempo comprendió que si Dick y él tenían algo en común era aquel amor intenso e irracional por el césped. Era su vínculo afectivo, pero también la fuente de sus mayores diferencias filosóficas. Para Míster Bones, la belleza del césped era un don de Dios, y consideraba que se le debía tratar como lugar sagrado. Dick también creía en aquella belleza, pero sabía que era obra del esfuerzo humano, y para que perdurase había que ser diligente y dedicarle interminables cuidados. La expresión era
mantenimiento del césped, y
hasta mediados de noviembre no pasó una semana sin que Dick empleara al menos un día entero a segar y recortar su verde pradera de mil metros cuadrados. Tenía una máquina —un vehículo anaranjado y blanco que parecía una mezcla entre un cochecito de golf y un tractor enano—, y cada vez que arrancaba el motor Míster Bones creía que se iba a morir. Odiaba el ruido de aquel artefacto, le horrorizaba la estridente furia de sus acelerones y traqueteos, aborrecía el olor a gasolina que depositaba en cada rincón del aire. Siempre que Dick irrumpía en el jardín montado en aquella cosa, se refugiaba en la caseta, metiendo la cabeza bajo las mantas en un infructuoso intento de taparse los oídos. Pero no había solución ni escapatoria alguna, a menos que le dejaran salir del recinto. Sólo que Dick tenía sus normas, y como Míster Bones debía estar siempre en el jardín, el piloto aparentaba que no se daba cuenta del sufrimiento del perro. Pasaron las semanas, y como no cesaba aquella agresión a sus oídos, Míster Bones no pudo evitar cierto resentimiento contra Dick por no tenerle en cuenta.

No cabía duda de que todo iba mejor cuando Dick estaba fuera. Ésa era la triste realidad, y no tuvo más remedio que aceptarla del mismo modo que antiguamente se había resignado a las bruscas maneras con que le trataba la señora Gurevitch. Al principio la madre de Willy se mostró de lo más hostil hacia él, y su primer año en Brooklyn estuvo marcado por las malhumoradas broncas de la vieja amargada y el escozor de los cachetes que le propinaba en el hocico: una acumulación de mala sangre por ambas partes. Pero luego todo cambió, ¿no? Al final acabó conquistándola, ¿y quién sabía si no iba a ocurrir lo mismo con Dick? Entretanto, intentaba no pensar mucho en eso. Ahora tenía tres personas a quienes amar, y después de pasarse la vida siendo el perro de una sola, era más que suficiente. Incluso Tigre empezaba a dar señales prometedoras, y una vez que uno aprendía a no caer en la pinza de sus deditos podía resultar divertido estar con él..., a pequeñas dosis. Con Alice, en cambio, no había dosis suficientemente generosa. Míster Bones deseaba que pasara más tiempo con él, pero estaba todo el día fuera en aquel dichoso colegio, y con las clases a que asistía después, de ballet el martes y de piano el jueves, aparte de los deberes que tenía que hacer en casa todas las noches, sus visitas entre semana se reducían a una breve conversación antes de marcharse —mientras le estiraba las mantas y le llenaba las escudillas de comida y agua—, y luego, cuando volvía a casa, a un ratito antes de cenar durante el cual le contaba lo que había hecho desde por la mañana y le preguntaba qué tal había pasado el día. Ésa era una de las cosas que más le gustaban de ella: la forma en que le hablaba, pasando de una cuestión a otra sin omitir nada, como si no hubiese duda de que era capaz de entender todo lo que le decía. Alice se pasaba la mayor parte del tiempo viviendo en un mundo de seres imaginarios, y Míster Bones se vio arrastrado a ese mundo convertido en su compañero, en coprotagonista, en principal personaje masculino. Los sábados y los domingos se dedicaban a aquellas disparatadas improvisaciones. Hubo el té al que asistieron en el castillo de la baronesa de Dunwitty, una conspiración magnífica, pero peligrosa y maquiavélica, para apoderarse del reino de Floriania. Hubo el terremoto de México. Hubo el huracán del Peñón de Gibraltar, y hubo el naufragio que los dejó perdidos en la isla de Nemo, donde la única comida eran bellotas y cogollos de plantas, pero si hallaban la lombriz mágica que vivía casi a flor de tierra y se la comían de un bocado, se les concedería el don de volar. (Míster Bones se tragó la lombriz que ella le dio, y luego, con Alice agarrada a su lomo, salieron los dos volando y escaparon de la isla.)

Con Tigre todo eran carreras y saltos. Con Alice, palabras y encuentro de mentalidades. Ella era el alma madura en el cuerpo joven que había convencido a sus padres para que se quedaran con él, pero ahora que ya había pasado un tiempo con ellos, sabía que Polly era quien más le necesitaba. Tras docenas de mañanas de seguirla a todas partes, de escuchar lo que le decía y observar lo que hacía, Míster Bones comprendió que era una víctima de las circunstancias, exactamente igual que él. Cuando conoció a Dick sólo tenía dieciocho años. Fue nada más acabar el instituto, y para ganar algo de dinero antes de empezar la universidad de Charlotte en el otoño, aquel verano se puso a trabajar de camarera en una marisquería de Alexandria, en Virginia. La primera vez que Dick fue al restaurante, la invitó a salir. Tenía nueve años más que ella, y le pareció tan guapo y tan seguro de sí mismo que se dejó llevar más lejos de lo que hubiese querido. El idilio prosiguió durante tres o cuatro semanas y luego ella volvió a Carolina del Norte para empezar la universidad. Pensaba licenciarse en pedagogía y dedicarse al magisterio, pero al mes de iniciarse el primer trimestre descubrió que estaba embarazada. Cuando les dio la noticia, sus padres se escandalizaron. Le dijeron que era una fulana, que los había deshonrado con su promiscuidad, y se negaron a prestarle ayuda de ningún tipo, lo que produjo una grieta en la familia que nunca llegó a cerrarse del todo, ni siquiera después de nueve años de disculpas y arrepentimientos por ambas partes. No era que deseara casarse con Dick, pero una vez que su propio padre le volvió la espalda, ¿qué otro recurso le quedaba? Dick dijo que la quería. Le repetía que era la chica más guapa y extraordinaria que había sobre la faz de la tierra, y al cabo de unos meses de titubear entre una y otra solución, de considerar las más desesperadas hipótesis (un aborto, dar al niño en adopción, quedarse con él y tratar de salir adelante por sí sola), cedió a la presión y dejó la universidad para casarse con Dick. Imaginaba que podría volver a la universidad cuando el niño fuese lo bastante mayor, pero Alice nació con toda clase de problemas de salud, y durante los cuatro años siguientes Polly se pasó la vida entre médicos, clínicas, cirugías experimentales y una serie interminable de consultas y tratamientos para que no se muriese su hijita. Ése era el logro del que estaba más orgullosa como ser humano, confesó a Míster Bones una mañana —la forma en que se había ocupado de Alice para sacarla adelante—, pero aunque por entonces sólo era una joven, se preguntaba si aquello no había consumido para siempre todas sus energías. Cuando Alice estuvo lo bastante bien para ir al colegio, Polly empezó a pensar en volver a la universidad, pero entonces se quedó embarazada de Tigre y tuvo que dejarlo otra vez. Ahora quizá fuese demasiado tarde. Dick ya ganaba un buen sueldo, y junto con alguna de las inversiones que había hecho, se encontraban en una posición bastante acomodada. Dick no quería que Polly trabajase, y cuando ella argumentaba que de todos modos no le disgustaría trabajar, él siempre le contestaba lo mismo. Ya tenía una profesión, aseguraba. Ser esposa y madre era un trabajo más que suficiente para cualquier mujer, y mientras él estuviese en condiciones de mantenerla, ¿por qué cambiar las cosas sólo porque sí? Y entonces, para demostrar lo mucho que la quería, le compró aquella enorme y preciosa casa.

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