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Authors: Paul Auster

Tags: #Relato

Tumbuctú (18 page)

Polly estaba encantada con la casa, pero no quería a Dick. Eso ya lo tenía claro Míster Bones, y aunque la propia Polly aún no lo sabía, no tardaría mucho en estrellarse contra la verdad. Por eso necesitaba a Míster Bones, y como él la quería más que a nadie en el mundo, se alegraba de servirle de confidente y caja de resonancia. Polly no tenía a nadie más que desempeñara ese papel, y aunque él no era sino un perro que no podía ni darle consejo ni contestar a sus preguntas, su sola presencia de aliado bastaba para infundirle el valor de dar determinados pasos que de otro modo quizá no hubiera dado. Imponer sus propias normas para dejar que entrara en casa no tenía gran importancia, pero a su modo no dejaba de ser un acto de desafío contra Dick, un minúsculo precedente de traición que, con el tiempo, podía conducir a deslealtades mayores y de más trascendencia. Tanto Míster Bones como Polly sabían que Dick no le quería dentro de casa, y esa orden constituía otro aliciente para sus visitas, otorgándoles un carácter peligroso y clandestino, como si Polly y él fuesen cómplices de una revuelta palaciega contra el rey. Míster Bones se había visto arrastrado a una guerra de nervios y antagonismos apasionados, y cuanto más tiempo pasaba entre ellos, más crucial se hacía su papel. En vez de hablar de sus asuntos personales, Dick y Polly discutían ahora sobre él, utilizando al perro como excusa para promover sus respectivas causas, y aunque Míster Bones rara vez tenía conocimiento directo de esas conversaciones, oía muchas cosas cuando Polly hablaba por teléfono con su hermana y se enteraba de que se estaban librando fieras batallas por su culpa. La escaramuza del pelo en la alfombra sólo fue un ejemplo. Cuando Dick estaba a punto de volver, Polly procuraba eliminar los rastros de la presencia de Míster Bones en la casa pasando asiduamente la aspiradora por todos los sitios por donde había andado el perro, incluso poniéndose de rodillas en caso necesario y utilizando tiras de papel celo para quitar los pelos caídos que la máquina no había limpiado. Pero una vez que no se empleó tan a fondo, Dick descubrió algunas hebras de pelo de Míster Bones en la alfombra del cuarto de estar. Según informó Polly a su hermana Peg, que vivía en Durham, aquella pelusilla dio lugar a un duro y prolongado enfrentamiento. «Dick me pregunta qué hacen ahí esos pelos», le contó, sentada en un taburete de la cocina y fumando uno de sus infrecuentes cigarrillos matinales, «y le digo que no sé, a lo mejor se les han caído a los niños. Entonces sube al piso de arriba, va a la habitación y encuentra otro en el suelo, junto a la mesilla de noche. Baja enseñando el pelo entre los dedos y dice: supongo que tampoco sabes nada de éste, y yo le digo: no, ¿por qué tendría que saberlo? Quizá sea del cepillo de Sparky. ¿Del cepillo?, repite Dick, ¿y qué hacías con el cepillo del perro en la habitación? Limpiándolo, le digo con la mayor tranquilidad del mundo, ¿qué más da? Pero Dick no deja que la cosa acabe ahí. Quiere llegar al fondo del misterio, así que no deja de insistir. ¿Por qué no lo limpiaste en el jardín, me dice, que es donde tienes que hacerlo? Porque estaba lloviendo, le digo yo, metiéndole la duodécima bola de la conversación. Entonces, ¿por qué no lo hiciste en el garaje? Porque no he querido, le contesto. Está muy oscuro. Así que, me dice, empezando a cabrearse de verdad, cogiste el cepillo y lo limpiaste encima de la cama. Eso es, contesto, lo limpié encima de la cama porque me dio la gana limpiarlo allí, y él me dice: ¿y no te parece una asquerosidad, Polly? ¿Acaso no sabes que eso no me gusta nada? Como te lo cuento, Peg, así siguió durante otros diez minutos. Hay veces que esas despreciables chorradas me sacan de quicio. No soporto mentirle, pero ¿qué otra cosa puedo hacer cuando empezamos a discutir por estupideces? Es tan detallista, este hombre. No le falta corazón, pero a veces se olvida de dónde lo tiene. Joder. Si le dijera que dejo entrar al perro en casa, seguramente se divorciaría de mí. Ha hecho la maleta y acaba de marcharse.»

Así era el lío matrimonial en el que se había metido Míster Bones. Tarde o temprano algo tenía que estallar, pero mientras Polly no se despertara y pusiera a aquel mezquino de patitas en la calle, el ambiente seguiría cargado de intrigas y secreta animosidad: los enredos y maniobras del amor agonizante. Míster Bones hizo lo que pudo por acomodarse a todo eso. Pero había tantas cosas nuevas para él, tanto que estudiar y entender, que los altibajos del matrimonio de Polly sólo absorbían una pequeña parte de su atención. Los Jones le habían introducido en un mundo diferente del que había conocido con Willy, y no pasaba un día sin que experimentase una súbita revelación o sintiese una punzada sobre lo que se había perdido en su vida anterior. No eran sólo los paseos diarios en la furgoneta, ni tampoco las comidas a su hora o la ausencia de pulgas y garrapatas en el lomo. Eran las barbacoas del patio, los huesos de las chuletas que le daban para roer, las excursiones de fin de semana a la laguna de Wanacheebee y los baños con Alice en el agua fresca, la general sensación de refinamiento y bienestar que le envolvía. Había aterrizado en la Norteamérica de los dos garajes, de los préstamos para la renovación de la casa y de las galerías comerciales neorrenacentistas, y el caso era que no tenía ninguna objeción que hacer. Willy siempre había clamado contra todo eso, atacándolo con aquel toque cómico y tendencioso tan suyo, pero Willy era un simple espectador, y se había negado absolutamente a probarlo. Ahora que Míster Bones lo conocía por dentro, se preguntaba si su antiguo amo no habría estado equivocado y por qué se había esforzado tanto en rechazar las comodidades de la buena vida. Quizá todo no fuera perfecto en aquel sitio, pero tenía mucho a su favor, y cuando uno se acostumbraba a los aspectos prácticos del sistema, ya no resultaba tan importante que lo tuvieran todo el día encadenado a un alambre. Después de pasar allí dos meses y medio, ya no le importaba que le llamasen Sparky.

5

El concepto de vacaciones familiares le resultaba enteramente desconocido. En Brooklyn, cuando era cachorro, a veces había oído que la señora Gurevitch utilizaba el término
vacaciones,
pero nunca de modo que se lo pudiera relacionar con la palabra familia. Interrumpiendo súbitamente las tareas domésticas,
Mamá-san
se dejaba caer en el sofá, ponía los pies sobre la mesita y dejaba escapar un largo y apasionado suspiro. «Ya está», decía. «Estoy de vacaciones.» De acuerdo con ese uso, la palabra parecía un sinónimo de
sofá,
o quizá se trataba sencillamente de una manera más elegante de describir la acción de sentarse. En cualquier caso, no tenía nada que ver con la familia, ni tampoco con la idea de salir de viaje. Viajar era lo que él hacía con Willy, y en todos los años que habían pasado vagando de una parte a otra, no podía recordar una sola ocasión en que la palabra
vacaciones
saliera de labios de su amo. Otra cosa habría sido si Willy hubiese tenido un empleo retribuido en algún sitio, pero salvo por algunos trabajos esporádicos que encontraba por el camino (fregar suelos en un bar de Chicago, aprendiz de recadero para una empresa de Filadelfia), siempre había sido su propio jefe. Para ellos el tiempo discurría sin interrupciones, y sin necesidad de dividir el calendario entre períodos de trabajo y de descanso, ni obligación de observar festividades nacionales, aniversarios o fiestas religiosas, vivían en un mundo aparte, sin ese estar pendientes del reloj ni de contar las horas que tanto tiempo quitaba al resto de la gente. El único día del año que destacaba entre todos los demás era Navidad, pero no era fiesta sino día laborable. Cuando llegaba el veinticinco de diciembre, por muy agotado o resacoso que Willy estuviese, siempre se ponía su traje de Santa Claus y se pasaba el día caminando por la calle, repartiendo esperanza y alegría. Era su forma de honrar a su padre espiritual, decía, de recordar los votos de pureza y sacrificio que había contraído. Míster Bones siempre había encontrado un poco ñoño el discurso de su amo sobre la paz y la fraternidad, pero por doloroso que a veces resultara ver cómo el dinero que tenían para comer acababa en manos de una persona con mejor posición económica que ellos, era consciente de que Willy no estaba tan loco como parecía. El bien engendra el bien; el mal engendra el mal; y aunque te paguen mal por bien, no tienes otro remedio que seguir dando más de lo que recibes. Si no —y ésas eran las palabras textuales de Willy—, ¿para qué molestarse en seguir viviendo?

Alice fue la primera que pronunció las palabras
vacaciones familiares.
Era el sábado después del día de Acción de Gracias y acababa de salir al jardín con una bolsa de plástico transparente llena de restos de pavo relleno: más milagros de la blanca cocina de Polly. Antes de que le echara la comida en la escudilla, Alice se puso en cuclillas a su lado y le anunció:

—Todo está preparado, Sparky. Tenemos vacaciones familiares. El mes que viene, cuando acabe el trimestre en el colegio, papá nos va a llevar a Disneylandia.

Estaba tan contenta y entusiasmada que Míster Bones supuso que eran buenas noticias, y como no se le ocurrió pensar que no estaba incluido en el
nos
de Alice, prestó más atención a la comida que iba a engullir que a las posibles consecuencias de aquella nueva expresión. Tardó treinta segundos en zamparse el pavo, y luego, tras beberse a lametazos media escudilla de agua, se estiró en la hierba a escuchar a Alice, que le estaba contando los detalles. A Tigre le encantaría ver al Ratón Mickey y al Pato Donald, le dijo, y aunque ella ya había dejado atrás esas niñerías, no dejaba de recordar lo mucho que le habían gustado de pequeña. Míster Bones conocía al personaje que llamaban Ratón Mickey, y a tenor de lo que le habían dicho no le causaba mucha impresión. ¿Habíase visto alguna vez un ratón que tuviese un perro? Era ridículo, de verdad, un insulto al buen gusto y al sentido común, una perversión del orden natural de las cosas. Cualquier imbécil sabía que tenía que ser al revés. Los animales grandes dominaban a los pequeños, y no cabía duda de que en este mundo los perros eran más grandes que los ratones. Qué confuso se sintió, entonces, tumbado en la hierba aquel sábado por la tarde de fines de noviembre, al ver el entusiasmo con que Alice le hablaba de su inminente viaje. Sencillamente no llegaba a entender por qué la gente quería viajar centenares de kilómetros sólo para ver a un ratón de mentira. Vivir con Willy quizá no hubiese tenido muchas ventajas, pero nadie podía acusar a Míster Bones de no haber viajado. Había estado en todas partes, y en su época lo había visto casi todo. Él no era nadie para decirlo, desde luego, pero si los Jones estaban buscando un sitio interesante para visitar, lo único que debían hacer era preguntar, y él los conduciría encantado a una buena docena de lugares bonitos.

Nada más se dijo sobre el asunto durante aquel fin de semana. El lunes por la mañana, en cambio, cuando el perro escuchó a Polly hablar por teléfono con su hermana, empezó a ver lo mal que había interpretado lo que le había dicho Alice. No se trataba sólo de coger el coche, ver al ratón y volverse para casa, sino de dos semanas de agitación y desconcierto. De aviones y hoteles, coches de alquiler y equipo de buceo, reservas en restaurantes y tarifas especiales para familias. No sólo era Florida, sino también Carolina del Norte, y mientras escuchaba a Polly discutir los planes para pasar las navidades con Peg en Durham, finalmente cayó en la cuenta de que adondequiera que fuesen en aquellas vacaciones familiares, no iban a llevarlo con ellos. «Nos hace falta un respiro», estaba diciendo Polly, «y puede que esto nos venga bien. Quién demonios sabe, Peg, pero estoy dispuesta a intentarlo. Llevo diez días de retraso con el período, y si eso significa lo que yo creo, tendré que pensármelo bien.» Luego, tras un breve silencio: «No. Todavía no se lo he dicho. Pero el viaje es idea suya, y me parece buena señal.» Siguió otra pausa y entonces, por fin, oyó las palabras que le mostraron el verdadero sentido de
vacaciones familiares:
«Lo dejaremos en una residencia para perros. Me han dicho que hay una bastante buena a quince kilómetros de aquí. Gracias por recordármelo, Peg. Será mejor que empiece a ocuparme de eso ahora mismo. En navidades esos sitios suelen llenarse hasta los topes.»

Se quedó allí esperando a que acabara, observándola con esa mirada estoica y sombría que los perros llevan dirigiendo a las personas desde hace cuarenta mil años.

—No te preocupes, Spark Plug —le dijo, colgando el teléfono—. Sólo son dos semanas. Cuando empieces a echarnos de menos, ya estaremos de vuelta. —Y, agachándose para darle un abrazo, añadió—: De todas formas yo te voy a echar en falta mucho más que tú a mí. Te quiero mucho, perrito mío, y no puedo vivir sin ti.

De acuerdo, iban a volver. Estaba plenamente convencido, pero eso no quería decir que no hubiese preferido ir con ellos. No es que tuviera grandes deseos de que lo dejaran encerrado en la habitación de un hotel de Florida ni de que lo metieran en el compartimiento de equipajes de algún avión, pero lo que más le molestaba era el principio mismo de la cuestión. Willy nunca le había abandonado. Ni una sola vez, bajo ninguna circunstancia, y no estaba acostumbrado a que lo trataran así. A lo mejor lo habían mimado mucho pero, a su modo de ver, la felicidad canina era más que sentirse querido. También consistía en sentirse necesario.

Era un golpe, pero al mismo tiempo sabía que no iba a acabarse el mundo. Eso ya lo había aprendido, y si no hubiesen intervenido otros factores, seguramente se habría recobrado de su desengaño y cumplido su pena de prisión dócilmente y de buena gana. Al fin y al cabo, peores reveses había sufrido, pero tres días después de recibir las malas noticias empezó a sentir los primeros retortijones fuertes de tripa, y en las dos semanas y media siguientes el dolor se le extendió a las caderas, las patas e incluso la garganta. Malos espíritus acechaban en su interior, y estaba seguro de que Burnside era el culpable de que se hubieran metido allí. El matasanos había estado muy ocupado mirándole las piernas a Polly para reconocerle como era debido, y se le debió de escapar algo, se le debió de olvidar hacerle algún análisis o examinarle la sangre con el microscopio adecuado. Los síntomas eran aún muy vagos para producir alguna manifestación externa (ni vómitos, ni diarrea, ni ataques todavía), pero a medida que pasaban los días Míster Bones se encontraba cada vez peor, y en vez de tomarse con calma el asunto de las vacaciones familiares empezó a enfurruñarse y amargarse, a darle vueltas y más vueltas en mil aspectos diferentes, y lo que al principio no había parecido más que un pequeño topetazo en el camino se convirtió en una absoluta catástrofe.

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