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Authors: Paul Auster

Tags: #Relato

Tumbuctú (5 page)

Había tanto que absorber, tantos datos que asimilar, descifrar y comprender que Willy no sabía por dónde empezar. El mover el rabo en contraposición con el rabo entre las patas. Las orejas tiesas en comparación con las orejas caídas. Los revolcones sobre el lomo, las carreras en círculos, los olfateos anales y los gruñidos, los saltos en dos patas y las cabriolas en el aire, la postura acechante, los dientes al descubierto, la cabeza erguida y toda una serie de pequeños detalles que expresaban, cada uno de ellos, una idea, un sentimiento, un designio, una necesidad. Era como aprender a hablar otro idioma, pensaba Willy, como encontrar una tribu perdida de hombres primitivos y tener que interpretar sus costumbres y tradiciones. Una vez superadas las barreras iniciales, lo que más le intrigó fue el enigma que denominaba Paradoja de la Nariz y el Ojo o Censo Sensorial. Willy era una persona, y por tanto recurría principalmente a la vista para configurar su comprensión del mundo. Míster Bones era un perro, y en consecuencia estaba prácticamente ciego. Los ojos le servían únicamente para ayudarle a distinguir formas, para definir el contorno general de las cosas, para saber si el objeto o el ser que se erguía frente a él era un peligro que debía evitarse o un aliado que besuquear. Para el verdadero discernimiento, para la auténtica comprensión de la realidad en sus múltiples configuraciones, sólo la nariz tenía cierta utilidad. Todo lo que Míster Bones conocía del mundo, todo lo que había descubierto mediante intuiciones, pasiones o ideas, se derivaba de su sentido del olfato. Al principio, Willy apenas daba crédito a sus ojos. La avidez del perro por los olores parecía ilimitada, y cuando encontraba uno interesante, clavaba el hocico en él con tal determinación, con tan ansioso entusiasmo, que el resto del mundo dejaba de existir. Las aletas de su nariz se convertían en tubos de succión que sorbían los olores igual que una aspiradora inhala fragmentos de vidrio, y en ocasiones —muchas veces, en realidad— Willy se maravillaba de que la acera no se resquebrajara por la fuerza y ferocidad con que Míster Bones agitaba el morro. Si en circunstancias normales era la más atenta de las criaturas, con los olores se volvía terco, distraído, parecía olvidar completamente a su amo, y cuando a Willy se le ocurría tirar de la correa antes de que Míster Bones estuviera en condiciones de proseguir la marcha, antes de haber ingerido todo el sabor del zurullo o del charco de orines que estuviera examinando, el perro plantificaba las patas en el suelo para contrarrestar el tirón, y resultaba tan difícil moverlo, tan firmemente se anclaba en el sitio, que Willy a veces se preguntaba si no tenía entre las garras alguna glándula que segregara pegamento a voluntad.

¿Cómo no quedar fascinado por todo aquello? El perro contaba con unos doscientos veinte millones de receptores olfativos, mientras que el hombre apenas tenía cinco millones; y con una diferencia tan grande era lógico pensar que el mundo percibido por un perro era completamente distinto del captado por el hombre. Willy nunca había sido muy fuerte en lógica, pero en este caso le movía tanto el cariño como la curiosidad intelectual, y por eso siguió dando vueltas a la cuestión con más persistencia que de costumbre. ¿Qué sentía Míster Bones al oler algo? Y otra cosa igual de importante, ¿por qué olía lo que olía? Mediante la observación detallada, Willy llegó a la conclusión de que las preferencias de Míster Bones podían clasificarse en tres categorías: comida, sexualidad e información sobre otros perros. El hombre abre el periódico de la mañana para descubrir lo que han hecho sus semejantes; el perro hace lo mismo con el morro, olfateando árboles, farolas y bocas de riego para averiguar las actividades de la población canina del barrio. Rex, el rottweiler de afilados dientes, ha dejado su marca en aquel matorral; Molly, la guapa cocker spaniel, está en celo; Roger, el chucho, ha comido algo que le ha sentado mal. Eso estaba claro para Willy, un aspecto que no hacía falta discutir. Pero las cosas se complicaban cuando pretendía entender lo que sentía el perro. ¿Se limitaba a protegerse, asimilando información para tener ventaja sobre los demás perros, o había en aquellos banquetes olfativos algo más que una simple táctica defensiva? ¿También andaba el placer de por medio? ¿Podía un perro con la cabeza metida en un cubo de basura experimentar algo parecido a, digamos, el embriagador desvanecimiento que se apodera de un hombre al hundir la nariz en el cuello de una mujer y aspirar una vaharada de perfume francés de noventa dólares el frasco?

Era imposible saberlo con seguridad, pero Willy se inclinaba a pensar que sí. ¿Por qué, si no, le costaba tanto arrancar a Míster Bones de los sitios donde había determinados olores? El perro disfrutaba, ésa era la razón. Se encontraba en un estado de embriaguez, perdido en un paraíso nasal del que le resultaba insoportable apartarse. Y si, como ya se ha dicho, Willy estaba convencido de que Míster Bones tenía alma, ¿no era lógico que un perro de inclinaciones tan profundas aspirase a cosas más elevadas, cosas que no estuvieran forzosamente relacionadas con las necesidades y urgencias de su cuerpo, sino espirituales, artísticas, las ansias inmateriales del espíritu? Y si, como todos los filósofos habían observado al respecto, el arte era una actividad humana que se apoyaba en los sentidos para llegar al alma, ¿no era también lógico que los perros —al menos los perros del calibre de Míster Bones— tuviesen la capacidad de sentir un impulso estético similar? ¿No serían capaces, en otras palabras, de apreciar el arte? Que Willy supiera, nadie había pensado antes en eso. ¿Acaso era el primer hombre de la historia conocida que creía posible una cosa así? Daba igual. Había llegado la hora de aquella idea. Si los perros no reaccionaban ante los cuadros o los cuartetos de cuerda, ¿quién se atrevería a decir que eran indiferentes a un arte basado en el sentido del olfato? ¿Por qué no un arte olfativo? ¿Por qué no un arte para perros que versara sobre el mundo que los perros conocían?

Así empezó el enloquecido invierno de 1988. Míster Bones nunca había visto a Willy tan entusiasmado, tan seguro, tan lleno de energía a toda prueba. Durante tres meses y medio trabajó en el proyecto con exclusión de todo lo demás, apenas preocupándose de fumar ni beber, durmiendo sólo cuando se veía absolutamente obligado a ello, casi olvidándose de escribir, leer y hurgarse la nariz. Trazaba planes, confeccionaba listas, experimentaba olores, construía estructuras de madera, lona, cartón y plástico. Había tantos cálculos que hacer, tantas pruebas que realizar, tantas preguntas sobrecogedoras que responder. ¿Cuál era la secuencia ideal de olores? ¿Cuánto tiempo debía durar una sinfonía y cuántos olores debía contener? ¿Cuál era la estructura adecuada del recinto sinfónico? ¿Debía construirse en forma de laberinto, o como una serie de receptáculos intercalados más adecuada a la sensibilidad de un perro? ¿Debía el perro trabajar solo, o debía estar presente el amo para hacerle pasar de una fase a otra de la operación? ¿Debía girar cada sinfonía en torno a un tema único —comida, por ejemplo, u olores a hembra—, o había que mezclar diversos elementos? Uno por uno, Willy discutió a fondo esos problemas con Míster Bones, pidiéndole su opinión, solicitándole consejo y rogándole que consintiera en prestarse como conejillo de Indias a las pruebas de tanteo que se sucedieron. Rara vez se había sentido el perro tan honrado, tan envuelto en la agitación de los asuntos humanos. No sólo le necesitaba Willy, sino que esa necesidad había sido inspirada por el propio Míster Bones. Desde sus humildes orígenes de chucho sin especial valor ni distinción, se había convertido en el primero de los perros, en ejemplo de toda la raza canina. Claro que estaba contento de poner su granito de arena, de hacer todo lo que Willy le pidiera. ¿Qué más daba si no lo entendía del todo? Era un perro, ¿no? ¿Y por qué iba a negarse a olfatear un montón de trapos empapados de orines, colarse con esfuerzo por una trampilla estrecha o arrastrarse por un túnel con las paredes manchadas con restos de un plato de espaguetis y albóndigas? Quizá no sirviera para nada, pero lo cierto era que resultaba divertido.

Eso era lo que ahora recordaba: la gracia que tenía todo aquello, la continua oleada de entusiasmo que sacudía a Willy. Mejor olvidar a
Mamá-san y
sus sarcásticos comentarios. Olvidar el hecho de que su laboratorio estaba en el subsótano del edificio, junto a la caldera y las tuberías de los retretes, y de que trabajaban en el frío y sucio suelo. Estaban colaborando en algo importante, padeciendo juntos penalidades en aras del progreso científico. Si a veces había que lamentar algo, era la profunda entrega de Willy a lo que estaban haciendo. Le consumía tanto el proyecto, estaba tan completamente absorto en sus aspectos prácticos, que cada vez le resultaba más difícil ver las cosas con cierta perspectiva. Un día hablaba de su invento como si fuera un avance importantísimo, un hallazgo decisivo comparable a la bombilla, el aeroplano o el chip informático. Ganarían montones de dinero, aseguraba, se harían multimillonarios y nunca tendrían que volver a preocuparse de nada. Y otro día, en cambio, lleno súbitamente de dudas e incertidumbres, presentaba a Míster Bones argumentos tan bien construidos, tan minuciosos y sutiles, que el perro empezó a temer por la salud de su amo. ¿No sería llevar las cosas demasiado lejos, preguntó Willy una tarde, eso de incluir olores a hembra en la orquestación de las sinfonías? ¿Acaso no provocarían concupiscencia en el perro que los inhalara, socavando así sus aspiraciones estéticas, convirtiendo el ejercicio en algo pornográfico, en una especie de indecencia para perros? Inmediatamente después de esa declaración, Willy empezó de nuevo a dar vueltas a las palabras, lo que ocurría siempre que su cerebro funcionaba a toda velocidad. «Cura el porno con el torno», murmuró para sí, paseando de un lado para otro por el sucio suelo, «puro torno cura el porno.» Una vez que Míster Bones desenredó los nudos del juego de palabras, comprendió que, según Willy, el sentimentalismo era preferible a la sexualidad, al menos en lo que se refería a las sinfonías, y que para permanecer fiel al empeño de facilitar placer estético a los perros, había que poner de relieve las ansias espirituales por encima de las físicas. Así que, después de dos semanas enteras de restregones en la nariz con toallas y esponjas impregnadas de olores de perras en celo, se le ofreció a Míster Bones toda una nueva serie de instrumentos: el propio Willy, en todos sus vaporíficos aspectos. Calcetines sucios, camisetas, zapatos, pañuelos, pantalones, bufandas, sombreros, todo lo que llevaba el olor de su amo. A Míster Bones le gustaron esas cosas, lo mismo que le habían gustado las otras. Porque era un perro, y a los perros les gustaba olfatear cualquier cosa que les dieran a oler. Era algo natural; para eso habían nacido; era, como Willy observó acertadamente, su vocación en la vida. Por una vez, Míster Bones se alegraba de no tener el don del habla humana. De lo contrario, no habría tenido más remedido que decirle a Willy la verdad, cosa que le habría causado mucha pena. Para un perro, tendría que haberle dicho, para un perro, querido amo, el mundo es una sinfonía de olores. Cada hora, cada minuto, cada segundo de su vida es a la vez una experiencia física y espiritual. No hay diferencia entre lo interno y lo externo, nada que separe lo superior de lo inferior. Es como si, como si...

Justo cuando Míster Bones empezaba a desplegar en su mente ese discurso, fue interrumpido por la voz de Willy.
Maldita sea,
le oyó decir.
Maldita, maldita sea, una y cien veces.
Míster Bones alzó la cabeza para ver lo que pasaba. Había empezado a llover un poco, era una llovizna tan tenue que Míster Bones ni siquiera la había sentido caer sobre su esponjoso pelaje. Pero había gotitas brillando en la barba de Willy, y la camiseta negra de su amo ya había absorbido la humedad suficiente para formar un fino dibujo de lunares. Eso no era nada bueno. Lo último que Willy necesitaba era empaparse de agua, pero si el cielo cumplía lo que parecía prometer, eso era exactamente lo que iba a pasar. Míster Bones examinó las nubes. Si no cambiaba de pronto el viento, en menos de una hora las ahora débiles gotas de lluvia se convertirían en un auténtico y verdadero chaparrón. Maldita sea, pensó. ¿Cuánto tardarían aún en encontrar la calle Calvert? Llevaban veinte o treinta minutos dando vueltas y la casa de Bea Swan-son seguía sin aparecer. Si no la encontraban pronto, no llegarían nunca. No podrían llegar porque Willy no tendría fuerzas para seguir adelante.

En vista de lo apurado de la situación, lo último que Míster Bones esperaba en aquel momento era que su amo soltara una carcajada. Pero ahí estaba, retumbando desde las profundidades del estómago y estallando en el silencio dominical: aquel
ja
tan familiar. Por un momento pensó que Willy quizá tratara de aclararse la garganta, pero cuando al primer
ja
siguió
otro ja y
luego otro, y otro más después de ése, ya no le cupo duda alguna de lo que percibían sus oídos.

—Mira eso, colega —dijo Willy, con su mejor acento nasal de vaquero. Era una voz reservada para ocasiones especiales, un tono que Willy empleaba sólo cuando se encontraba en presencia de las ironías más espléndidas y vertiginosas de la vida. Por desconcertado que se sintiera al oírlo ahora, Míster Bones trató de animarse con aquel súbito cambio del clima emocional.

Willy se había detenido en la acera. El barrio donde se encontraban apestaba a miseria y basura sin recoger, y sin embargo estaban ante a la casita más encantadora que Míster Bones había visto en la vida, un edificio como de juguete, de ladrillo rojo, adornado con persianas de lamas verdes, tres escalones verdes y una puerta pintada de un blanco resplandeciente. En la pared había una placa que Willy leía con los ojos entornados y en voz alta, con un acento que cada vez se parecía más al de un peón de un rancho de Tejas.

—Dos cero tres calle Amity Norte —declamaba—. Residencia de Edgar Allan Poe, mil ochocientos treinta y dos a mil ochocientos treinta y cinco. Abierto al público de abril a diciembre, miércoles a sábado, de doce a tres cuarenta y cinco de la tarde.

A Míster Bones le pareció una leyenda sosísima, pero ¿quién era él para quejarse del entusiasmo de su amo? Willy parecía más inspirado que en ningún momento de las últimas dos semanas, y aun cuando su declamación fue seguida de otro severo acceso de tos (más esputos, más jadeos, más patadas en el suelo mientras se agarraba desesperadamente al canalón), se recobró enseguida una vez que cedió el espasmo.

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