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Authors: Paul Auster

Tags: #Relato

Tumbuctú (2 page)

En los veintitrés años desde que se había puesto el apellido de Christmas, Willy había rellenado setenta y cuatro cuadernos hasta la última página. Sus escritos incluían poemas, cuentos, ensayos, diarios, epigramas, reflexiones autobiográficas y los primeros mil ochocientos versos de una epopeya en elaboración,
Vida vagabunda.
Había compuesto la mayoría de aquellas obras en la mesa de la cocina del piso de su madre, en Brooklyn, pero desde su muerte, ocurrida cuatro años antes, no tuvo más remedio que escribir al aire libre, a menudo luchando contra los elementos en parques públicos y callejones polvorientos mientras trataba de plasmar sus pensamientos en el papel. En lo más hondo de su corazón, Willy no se hacía vanas ilusiones sobre sí mismo. Sabía que era un espíritu atribulado que no encajaba en este mundo, pero también estaba seguro de que en aquellos cuadernos había cosas buenas, y al menos en ese sentido podía llevar la cabeza alta. Si hubiera sido más cuidadoso a la hora de tomar la medicación, si su organismo hubiese sido un poco más fuerte o si no le hubiera gustado tanto la cerveza, el alcohol y el jaleo de los bares, quizá habría escrito cosas aún mejores. Muy posiblemente, pero ya era demasiado tarde para pensar en errores y lamentaciones. Willy había escrito la última frase de su vida, y ya no le quedaba mucha cuerda al reloj. Las palabras encerradas en la consigna eran todo lo que tenía para responder de sí mismo. Si desaparecían, sería como si él nunca hubiese existido.

Y ahí era donde entraba Bea Swanson. Willy sabía que todo dependía del azar, pero si lograba encontrarla estaba seguro de que removería cielo y tierra para ayudarle. En otros tiempos, cuando el mundo aún era joven, la señora Swanson había sido su profesora de inglés en el instituto, y de no haber sido por ella probablemente no habría tenido nunca el valor de considerarse escritor. En aquel entonces era aún William Gurevitch, un escuálido muchacho de dieciséis años apasionado por la lectura y el
beebop jazz,
y ella lo tomó bajo su tutela y prodigó sus primeros escritos de alabanzas tan excesivas, tan desproporcionadas con respecto a sus méritos, que él empezó a considerarse la nueva gran promesa de la literatura norteamericana. No se trata de si ella tenía o no razón, pues en esa etapa los resultados son menos importantes que las expectativas, pero la señora Swanson había reconocido sus dotes, había visto la chispa en su inspiración novel, y nadie llega a nada en esta vida sin alguien que crea en él. Eso es un hecho comprobado, y mientras el resto de la clase de tercer curso del Instituto Midwood consideraba a la señora Swanson una cuarentona bajita y rechoncha, de brazos fofos que oscilaban y se estremecían cada vez que escribía en la pizarra, Willy pensaba que era una belleza, un ángel que había bajado del cielo adoptando forma humana.

Pero en otoño, cuando las clases empezaron de nuevo, la señora Swanson ya no estaba. A su marido le habían ofrecido otro trabajo en Baltimore, y como además de profesora era esposa, ¿qué podía hacer sino irse de Brooklyn y marcharse a donde fuese el señor Swanson? Para Willy fue un golpe difícil de encajar, pero pudo haber sido peor, porque aunque su mentora estaba lejos, no le olvidó. Durante los años siguientes, la señora Swanson mantuvo una animada correspondencia con su joven amigo, siguió leyendo y comentando los manuscritos que le enviaba, recordando su cumpleaños con regalos de viejos discos de Charlie Parker y sugiriéndole pequeñas revistas donde podía empezar a presentar sus obras. La efusiva y entusiasmada carta de recomendación que le escribió en su último año le ayudó a conseguir una beca en Columbia. La señora Swanson era su musa, su protectora y su amuleto de la suerte, todo a la vez, y en aquel momento de la vida de Willy no cabía duda de que todo era posible. Pero entonces llegó el alucine esquizoide de 1968, el frenético vaivén de la verdad o sus consecuencias sobre un cable de alta tensión. Lo encerraron en un hospital, y después de seis meses de tratamiento de shock y terapia psicofarmacológica ya no volvió a ser el mismo. Willy había engrosado las filas de los tullidos ambulantes, y aunque siguió produciendo poemas y cuentos como rosquillas, escribiendo tanto en la salud como en la enfermedad, rara vez encontró tiempo para contestar las cartas de la señora Swanson. Los motivos carecían de importancia. Quizá le avergonzaba seguir en contacto con ella. Tal vez estaba distraído, preocupado por otros asuntos. Puede que hubiese perdido la confianza en el servicio de correos de Estados Unidos y ya no se fiara de que a algún cartero no le diese por fisgonear las cartas que entregaba. Fuera como fuese, su otrora voluminosa correspondencia con la señora Swanson se fue reduciendo hasta casi quedarse en nada. Durante un par de años consistió en alguna que otra postal esporádica, después en la felicitación navideña comprada en la papelería y luego, en 1976, cesó por completo. Desde entonces, no se habían comunicado ni una sola sílaba.

Míster Bones estaba al corriente de todo, y eso era precisamente lo que le preocupaba. Habían pasado diecisiete años. ¡Por favor, si por entonces era presidente Gerald Ford y a él tardarían otros diez años en parirlo! ¿A quién quería engañar Willy? A saber las cosas que podían haber ocurrido en ese tiempo. Con todos los cambios que se producían en diecisiete horas o diecisiete minutos, ¡como para pensar en diecisiete años! En el mejor de los casos, la señora Swanson probablemente se habría mudado a otro sitio. La vieja ya andaría por los setenta, y si no estaba senil ni viviendo en un parque de remolques en Florida, lo más probable era que hubiese muerto. Willy lo había reconocido mientras caminaban por las calles de Baltimore aquella mañana, pero qué coño, había dicho, no les quedaba otra baza, y como de todos modos la vida era un juego, ¿por qué no jugárselo todo a una carta?

Ah, Willy. Había contado tantas historias, había hablado con tantas voces diferentes, había dicho tantas cosas distintas al mismo tiempo, que Míster Bones ya no sabía a qué atenerse. ¿Qué era cierto, qué era falso? Difícil saberlo, tratándose de una personalidad tan compleja y extravagante como Willy G. Christmas. Míster Bones podía dar fe de lo que había visto con sus propios ojos, de los acontecimientos que había experimentado en su propia carne, pero Willy y él sólo llevaban juntos siete años, y los hechos ocurridos en los treinta y siete anteriores podían interpretarse más o menos a gusto de cada cual. Si no hubiera vivido su época de cachorro bajo el mismo techo que la madre de Willy, toda la historia habría quedado envuelta en sombras, pero oyendo a la señora Gurevitch y comparando sus afirmaciones con las de su hijo, Míster Bones logró hacerse una idea bastante coherente de lo que había sido el mundo de Willy antes de su entrada en él. Faltaban mil detalles. Y otros muchos resultaban confusos, pero Míster Bones llegaba a captar su sentido, tenía cierta visión de ese mundo, tanto de lo que era como de lo que no era.

No era lujoso, por ejemplo, ni tampoco agradable, y las más de las veces el ambiente doméstico estaba teñido de amargura y desesperación. Considerando las penalidades que la familia había pasado antes de desembarcar en Estados Unidos, seguramente era un milagro que David Gurevitch e Ida Perlmutter lograran tener descendencia. De los siete hijos que los abuelos de Willy tuvieron en Varsovia y Lodz entre 1910 y 1921, ellos dos fueron los únicos que sobrevivieron a la guerra. Sólo ellos se libraron de números tatuados en el antebrazo, sólo a ellos les tocó la suerte de escapar. Pero eso no quería decir que les hubiera resultado fácil, y Míster Bones había oído suficientes historias como para que se le erizase el lomo. Estaban los diez días que pasaron encogidos en un pequeño desván de Varsovia. El mes que tardaron en ir a pie de París a la zona libre del sur, durmiendo en pajares y robando huevos para subsistir. El campo de internamiento de refugiados de Mende, el dinero de los sobornos para conseguir salvoconductos, los cuatro meses de infierno burocrático en Marsella mientras esperaban sus visados de tránsito españoles. Luego vino el prolongado coma de inmovilidad en Lisboa, el niño muerto que Ida dio a luz en 1944, los dos años de contemplar el Atlántico mientras la guerra se alargaba interminablemente y el dinero se les iba acabando poco a poco. Cuando los padres de Willy llegaron a Brooklyn en 1946, lo que les esperaba no era tanto una nueva vida como una vida póstuma, un intervalo entre dos muertes. El padre de Willy, que en su juventud en Polonia había sido un abogado de talento, suplicó un trabajo a un primo lejano y se pasó los trece años siguientes cogiendo el metro en la Séptima Avenida para ir a una fábrica de botones en la calle Veintiocho Oeste. El primer año, la madre de Willy completaba sus ingresos dando clases de piano en su piso a niños mimados judíos, pero eso se acabó una mañana de noviembre de 1947 cuando Willy asomó la carita entre sus piernas e inesperadamente se negó a dejar de respirar.

Tuvo la infancia de un norteamericano, de un chaval de Brooklyn que jugaba al béisbol en la calle, leía por la noche la revista
Mad
entre las sábanas y escuchaba a Buddy Holly y los Big Bopper. Ni su padre ni su madre podían sospechar tales cosas, pero tanto mejor para Willy, pues por aquella época su gran objetivo en la vida era convencerse de que no eran sus verdaderos progenitores. Le parecían seres extraños, penosos, que desentonaban tremendamente con su acento polaco y sus rebuscados modales extranjeros, y sin pensarlo mucho comprendió que su única esperanza de supervivencia consistía en resistirse a ellos a cada paso. Cuando su padre murió de repente a los cuarenta y nueve años de un ataque cardíaco, el dolor de Willy se vio mitigado por una sensación de alivio. Ya con doce años, apenas en los albores de la adolescencia, había formulado la filosofía que siguió toda la vida de meterse en líos allí donde los encontrara. Cuanto más desdichada era la existencia, cuanto más cerca se estaba de la verdad, del descarnado meollo de la vida, ¿qué podía ser más terrible que perder al padre seis semanas después de cumplir los doce años? Eso le marcaba a uno como personaje trágico, le evitaba las zancadillas de las vanas esperanzas
y
las ilusiones sentimentales, le imponía un aura de sufrimiento legítimo. Pero la verdad era que Willy no sufrió mucho. Su padre siempre había sido un enigma para él, un hombre propenso a silencios de semanas enteras y a súbitos estallidos de cólera, y más de una vez había abofeteado a Willy por la más mínima e insignificante transgresión. No, no fue difícil acostumbrarse a vivir sin aquella carga explosiva. No le costó esfuerzo alguno.

O eso suponía el bueno de Herr Doktor Bones. Puede no hacerse caso de su opinión, si se quiere, pero ¿en quién más se podría a confiar? Tras escuchar esas historias durante los últimos siete años, ¿no se había ganado el derecho a que le considerasen primera autoridad mundial en la materia?

Y entonces Willy se quedó solo con su madre. No era lo que se dice una persona divertida, pero al menos no se metía donde no la llamaban y le daba considerables muestras de cariño, la ternura suficiente para compensar los períodos en que le fastidiaba y le sermoneaba y le ponía los nervios de punta. En general, Willy trataba de ser un buen hijo. En los raros momentos en que era capaz de dejar de pensar en sí mismo, incluso se esforzaba en ser amable con ella. Si tenían sus diferencias, era menos como resultado de cierta animosidad personal que de puntos de vista radicalmente opuestos con respecto al mundo. Por triste experiencia, la señora Gurevitch sabía que el mundo andaba tras ella y procuraba vivir en consecuencia, haciendo todo lo posible por mantenerse a salvo. Willy también sabía que el mundo iba por él, pero a diferencia de su madre no tenía reparos en contraatacar. La discordancia no se debía a que la madre era pesimista y el hijo optimista, sino a que el pesimismo de la una había conducido a una actitud atemorizada y el pesimismo del otro a un vehemente y quisquilloso desprecio a Todo lo Existente. La una se encogía, el otro se revolvía. La una acataba la disciplina, el otro se rebelaba. Las más de las veces estaban en desacuerdo, y como a Willy le resultaba muy fácil escandalizar a su madre, rara vez desaprovechaba la oportunidad de provocar una discusión. Si al menos ella hubiese tenido el tino de ceder un poco, seguramente Willy no habría insistido tanto en tener razón. Su antagonismo le servía de inspiración, le empujaba a posiciones aún más extremas, y cuando estuvo en condiciones de marcharse de casa para ir a la universidad se asignó para siempre el papel que había elegido: el insatisfecho, el rebelde, el poeta marginal que merodeaba por las alcantarillas de un mundo corrompido.

Sabe Dios cuánta droga ingirió aquel muchacho en los dos años y medio que pasó en Morningside Heights. Willy fumó, esnifó o se pinchó en las venas todas las sustancias ilegales habidas y por haber. Bien está andar por ahí pretendiendo ser la reencarnación de François Villon, pero si un muchacho inestable se mete en el cuerpo mejunjes tóxicos en cantidad suficiente para llenar todo un vertedero de los prados de Jersey, seguro que la química de su organismo se altera para siempre. Tarde o temprano, Willy se habría derrumbado de todos modos, pero ¿quién discutiría que los excesos psicodélicos de sus días de estudiante no precipitaron los acontecimientos? Cuando su compañero de habitación se lo encontró completamente desnudo en el suelo —entonando números de teléfono de la guía de Manhattan y comiéndose un tazón de sus propios excrementos—, la carrera académica del futuro amo de Míster Bones llegó a su brusca y definitiva conclusión.

Luego vino el manicomio, y después Willy volvió al piso de su madre en la Avenida Glenwood. No era un sitio ideal para vivir, quizá, pero ¿adonde podía ir, si no, un flipado como el pobre Willy? Durante los seis primeros meses, la situación no trajo nada bueno. Aparte de que Willy se pasó de la droga al alcohol, en lo esencial las cosas siguieron como antes. Las mismas tensiones, los mismos conflictos, idénticos malentendidos. Entonces, a fines de 1969, Willy tuvo de buenas a primeras la visión que lo cambió todo, el encuentro místico con la santidad que le transformó y encauzó su vida por unos derroteros completamente distintos.

Eran las dos y media de la mañana. Su madre se había acostado varias horas antes y Willy estaba instalado en el sofá del cuarto de estar con un paquete de Lucky y una botella de bourbon, viendo la televisión con el rabillo del ojo. La televisión era un hábito nuevo para él, una secuela de su reciente estancia en el hospital. No le interesaban especialmente las imágenes de la pantalla, pero le gustaba tener en segundo plano el zumbido y el resplandor del aparato y entretenerse con las sombras grisáceas que proyectaba en las paredes. En aquel momento daban «Cine de Medianoche» (algo que ver con saltamontes gigantescos que devoraban a los ciudadanos de Sacramento, en California), pero habían dedicado la mayor parte del programa a emitir publicidad chabacana de productos milagrosos que representaban grandes avances: cuchillos que nunca se mellaban, bombillas que no se fundían, lociones de fórmula secreta que eliminaban la maldición de la calvicie. Bla, bla, bla, murmuró Willy para sí, las mismas monsergas y chorradas de siempre. Pero justo cuando iba a levantarse para apagar la televisión, pusieron otro anuncio y allí estaba Santa Claus bajando por el hueco de la chimenea de lo que parecía el cuarto de estar de una casa de Maasapequa, en las afueras de Long Island. Como las navidades estaban a la vuelta de la esquina, Willy estaba acostumbrado a que salieran anuncios con actores caracterizados de Santa Claus. Pero aquél era mejor que la mayoría: un tipo gordinflón, de mejillas sonrosadas y una barba blanca como Dios manda. Willy se detuvo a ver de qué iba el rollo, esperando oír algo sobre detergentes para alfombras o alarmas antirrobo, cuando de pronto Santa pronunció las palabras que cambiarían su destino.

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