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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

Tirano IV. El rey del Bósforo (15 page)

BOOK: Tirano IV. El rey del Bósforo
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Sátiro se encontró solo ante la arremetida. Sacudió la cabeza para aclarar sus ideas y entonces, sin pensarlo dos veces, echó el brazo para atrás y lanzó el
lonche
contra el primer enemigo, cuya silueta se recortaba sobre la casa incendiada.

El lanzamiento fue certero y el soldado ni siquiera intentó parar el golpe o esquivarlo; una lanza volando en la oscuridad era difícil de ver. Se desplomó con gran estrépito. «Ares, los asaltantes están bien equipados», pensó Sátiro mientras desenvainaba la espada y avanzaba tres pasos hacia el siguiente adversario, al que derribó de un solo mandoblazo. Sátiro le aplastó la garganta con un pie al tiempo que embestía al tercer hombre con el hombro y el escudo, adaptando las llaves del pancracio a la lucha con armas a la luz de la casa incendiada. La lanza del tercer hombre le rozó el hombro, arrancándole un trozo de piel del bíceps, pero Sátiro blandió la espada de cerca, cortando las manos de su oponente para luego alcanzarlo por detrás del yelmo, golpeándolo en el cogote una, dos y tres veces hasta abatirlo.

Los otros tres titubearon.

—¡Es un hombre solo! —gritó aquella voz odiosa—. ¡Todos a una!

Sátiro retrocedió y escupió; no parecían muy ansiosos por enzarzarse con él. No fue un gesto de desdén; tenía la boca llena de sangre. Los miró por encima del escudo y se mantuvieron a distancia, permaneciendo a más de un largo de lanza.

—¿Por qué no vienes a ponerme a prueba tú mismo? —se oyó decir a Sátiro. Dentro del yelmo, esbozó una dolorosa sonrisa. Era el tipo de frase que había soñado decir alguna vez. Un dios se la había puesto en los labios. Notó que su espalda se enderezaba, se irguió cuan alto era y el bronce dejó de pesar.

Ninguno de los tres avanzó. Detrás de Sátiro se oían los rugidos de los hombres que luchaban y los chillidos de las mujeres, y pensó en Teax.

—Es más difícil que matar mujeres en el campo, ¿verdad, hijo de puta? —gritó Sátiro.

—Que te jodan, mocoso —dijo la voz. El guerrero del medio avanzó—. Capturémoslo y nos largamos —agregó la voz—. Nada de luchar a oscuras en buena lid, niñato.

Sátiro aguardó un segundo, se puso en cuclillas y entonces saltó hacia la derecha, entablando combate con el hombre situado al extremo del grupo. Se cubrió la cabeza con el escudo, se agachó y cortó por debajo del escudo de su adversario pero la espada rebotó en sus grebas. No obstante, el soldado dio un traspié hacia atrás y Sátiro lo empujó levantando el escudo, pero entonces encajó un golpetazo por la izquierda, tropezó con algo que había en el suelo y se encontró tumbado bocarriba en la arena, con los brazos abiertos y el escudo encima.

—Buen intento —dijo la voz, y Sátiro vio cómo le pisaba el escudo; un daño increíble en el brazo herido, una terrible punzada de dolor. Sátiro aulló.

Ni Sátiro ni sus oponentes vieron venir a Terón, pero el atleta derribó a voz de payaso, se volvió hacia su compañero y lo despachó con dos golpes seguidos de lanza en la cara.

Rápido como un gato, voz de payaso volvía a estar de pie, dando una paliza a Terón con su lanza a la luz naranja del fuego, que comenzaba a propagarse.

Sátiro se quitó el escudo del brazo maltrecho y volvió a gritar. No pudo evitarlo. Pero había soportado años de dolor, de combates en la palestra, huesos rotos y contusiones a manta, y de un modo u otro consiguió meter el brazo en el cinto de la espada, sin respiración a causa del daño, y por tercera vez aquella noche se puso en pie como Atlas soportando sobre los hombros el peso de los cielos. Buscó a tientas la daga que llevaba sujeta en el interior del escudo, la empuñó con la mano derecha, todavía con el rostro chorreando sangre, y la clavó en los riñones de voz de payaso mientras este tenía todo su ser concentrado en Terón. La hoja triangular perforó el bronce y se hundió un palmo con la fuerza del golpe de Sátiro. Voz de payaso trastabilló, volvió la cabeza y Terón le ensartó la lanza en el puente de la nariz.

A Sátiro le fallaron las piernas y cayó pesadamente al suelo, retorciéndose a tiempo para no aplastar el brazo roto con su propio cuerpo.

—¿Estás muy mal, chico? —preguntó Terón.

Sátiro gritó.

—¡Brazo… roto! —dijo, y acto seguido se acurrucó sobre la tierra empapada en sangre, deseando poder desmayarse pero sin conseguirlo. En lugar de eso, vomitó.

Perdió el contacto con lo que sucedía a su alrededor, no del todo inconsciente ni del todo capaz de enterarse, flotando en una marea de dolor como un barco varado reflotado con la pleamar. Terón le decía cosas, y se encontró explicando que en el pancracio olímpico jamás se enfrentaban dos luchadores a la vez contra un adversario; le estaba explicando esto a un oficial que llevaba una larga túnica blanca y una corona de olivo, y que lo miraba con desganado desprecio.

—Estábamos luchando a oscuras —dijo Sátiro—. ¡No en la Olimpiada! ¡Ese hombre ha rechazado un combate en buena lid!

El anciano meneó la cabeza y entonces Terón dijo algo acerca de un barco.

—¿Qué barco? —preguntó Sátiro.

—Tenemos jugo de amapola —dijo Calco claramente—. Le daré un poco.

Fuego por todas partes, y de pronto estaba caminando y unas manos lo guiaban; más dolor cuando alguien lo cogió del brazo, y gritó y se cayó y por poco perdió el conocimiento. Sátiro respiraba con dificultad y unas voces le dijeron que bebiera, y bebió un líquido lechoso, amargo y un tanto brillante.

Entonces le entró frío, después calor, y luego el color del fuego estalló en torno a él, y el color lo definió todo; la guerra y los amigos muertos, los besos de Amastris, el amor de Filocles, todo tenía color; y se dejó llevar en volandas por aquella ola de tonos sutiles, y el dolor rugió su decepción de lavanda y desapareció.

8

Contra el parecer de Coeno, no ocultó su identidad. La primera noche se detuvieron en un establo, una casita de piedra con campos que se extendían a ambos lados del camino. Los habitantes eran meotes; morenos, alegres, con un patio lleno de niñas pecosas con blusones de buena lana y dos niños que jugaban a luchar con espada provistos de sendos palos.

Para cenar hubo cordero, servido con sopa de cebada en bellos platos atenienses. Y buen vino griego.

El granjero se llamaba Gardan, y su esposa, Methene. Observaban con recelo a los viajeros y hablaban en voz baja en un extremo de la gran mesa que presidía la única estancia de la casa.

Después de la cena, deliciosa, tanto más cuanto que fuera repiqueteaba un gélido chaparrón, Gardan se trasladó a la otra punta de la mesa, la más próxima a la chimenea dado que era un hombre hospitalario.

—¿Qué noticias traéis, pues? —preguntó, dirigiéndose a Coeno.

—Venimos desde Alejandría —dijo Melita.

El granjero la miró sorprendido, como si no hubiese esperado que hablase. Pero sonrió.

—¿De tan lejos? —dijo, aunque con poca curiosidad.

Coeno bebió un sorbo de vino.

—¿Te interesan las noticias del Mediterráneo? —preguntó.

El granjero negó con la cabeza.

—No mucho —contestó—. Nada que ver con la gente de estos pagos. —Echó un vistazo a los arcos de sus huéspedes, guardados en una hornacina al lado de la puerta—. Ya no se ve a muchos sakje por los caminos —dijo, como si tal cosa.

—Es lo que nos dijeron en el templo de Heracles —respondió Melita.

—El templo no ama al tirano —dijo el granjero. Tenía las cejas muy pobladas y masculló el comentario sin dirigirse a nadie, como si en caso necesario pudiera desdecirse.

—¿Quién es el tirano? —preguntó Nihmu.

Melita se molestó al darse cuenta de que Nihmu arrimaba la pierna a la de Coeno debajo de la mesa.

—Eumeles de Pantecapea. Reivindica estas tierras pero, por lo general, es Upazan de los Sármatas quien envía a sus asaltantes a recaudar lo que llaman «impuesto».

Gardan se encogió de hombros.

—No es un tirano como es debido —dijo su esposa Methene—. Antes imperaba la ley.

—Calla, mujer. No es momento.

El granjero miró afablemente a su esposa y se volvió de nuevo hacia sus huéspedes.

—Volveréis a tener ley —dijo Melita.

El granjero asintió como si fuese un lugar común, pero su esposa miró a Melita y dejó el tejido en el telar.

—Esposo —dijo, levantándose—, es la Gemela.

Coeno se levantó.

—No queremos problemas.

Gardan regresó junto a su esposa y no se volvió hasta interponerse entre ella y los desconocidos. Sus hijos se apiñaron en torno a ellos, conscientes de que acababa de decirse algo peligroso.

—¿Es verdad? —preguntó Gardan.

—Sí —contestó Melita, haciendo caso omiso de Coeno—. Soy la hija de Srayanka, Melita de Tanais.

—Por el Labrador —dijo Gardan.

—Te he reconocido en el patio —dijo Methene. Se encogió de hombros—. Pero mis ojos son viejos y no les he dado crédito. —Miró a los tres viajeros, que se habían puesto de pie—. No tenéis que preocuparos lo más mínimo en esta casa —agregó—. Hemos dado cobijo a Temerix y a su esposa extranjera muchas veces, y también a su banda.

—¿Temerix? —dijo Coeno—. ¿Temerix el herrero?

Gardan se relajó un poco.

—El mismo —respondió.

—Creía que había muerto —dijo Coeno.

—Hasta el verano pasado no, en cualquier caso —dijo Gardan—. ¿De verdad eres una Gemela, señora? ¿Vosotros tres vais a sublevar a los sakje?

—Sí —contestó Melita.

—Debéis saber que llevamos cuatro años sin ver a un solo sakje —dijo Gardan—. Corre el rumor de que los sármatas los han echado de las llanuras. Al menos en esta región.

Melita miró a Coeno y luego a Nihmu.

—Si declaráis la guerra al tirano… —dijo Gardan, e hizo una pausa—. Es un caudillo despiadado, y poco amigo de los granjeros —prosiguió Gardan. Alzó su copa—. Pero vamos tirando, señora. Si tienes planes de hacer la guerra en el Tanais, piénsalo. Piénsalo bien. Porque los granjeros se levantarán solo por tu nombre. —Asintió, dando énfasis a sus palabras—. Solo por tu nombre. Yo mismo lo haré. Pero si fracasas… Por el Labrador, nos hará esclavos en nuestras propias granjas. Es lo que quiere ese hijo de puta. Perdona, esposa.

Pero Methene asintió.

—La verdad, huéspedes. Si tenéis algún plan insensato para que nos alcemos en armas… dejadnos al margen.

Melita se acostó en un camastro de juncos en el suelo tras haber rehusado privar de su cama a los granjeros. Tenía mucho en que pensar.

La cuestión de su identidad salió a relucir otra vez al día siguiente en el transbordador del río Hipanis, donde fluía a través de campos empapados cerca del gran mojón de Lahrys. Melita recordaba su primera travesía, con los jinetes de Upazan detrás de ella.

Coeno lo miró.

—¿Qué es esto? ¿El Hipanis? —preguntó.

Melita asintió.

Coeno negó con la cabeza.

—¿Por qué los asagatje ponen el mismo nombre a todos los ríos? Tanais, o Hipanis. En Olbia hay uno.

Melita se encogió de hombros.

—Y este es el Hipanis del este. No seas tan griego. —Miró en derredor—. Filocles les cortó la sirga. ¡Espero que no se acuerden!

Pero sí que se acordaban. El barquero la reconoció nada más verla y agitó el puño en alto hacia Coeno.

—¡Aquí hay una ley nueva! —chilló—. ¡Cortadores de sirgas! ¡Peores que los ladrones!

Melita hizo avanzar a su caballo.

—Soy Melita —dijo—. Reina de los asagatje orientales. —Se atragantó un poco al decirlo—. Este río es mío, y el vado también. Tú pagas tus impuestos a mi pueblo.

—¡Eso se acabó, bárbara! —gritó el barquero, empujando su barca hacia el río—. Toda esta tierra es del rey del Bósforo. Aquí no cabalga ningún bárbaro excepto el hombre del rey. ¡Upazan!

Pese a todo, se notaba que tenía miedo.

Coeno retuvo a Melita, que estaba a punto de entrar en el río a caballo.

—Olvídalo —dijo Coeno—. Ojalá nos hubieses dejado pasar de largo. Ahora se lo contará a todo el mundo.

—Bien —dijo Nihmu, con una extraña sonrisa ausente—. Eumeles pasará el invierno royendo los retazos de esos rumores.

Coeno señaló el río, que estaba muy crecido.

—La ira de Eumeles no nos ayudará a cruzar el Hipanis.

Nihmu se encogió de hombros.

—Sigamos por la orilla sur hasta que se convierta en un arroyo en las faldas de las montañas —propuso—. Yo me crié aquí, antes de la Gran Guerra. Conozco los senderos.

Coeno se arrebujó bien con la clámide. Luego desmontó, desenrolló su saco de dormir y se puso un segundo manto.

—Será cosa de la edad —dijo—, pero me entra frío solo de pensar en las faldas del Cáucaso. —Sonrió a las mujeres—. Me gustaría encontrar a Temerix.

Nihmu asintió.

—A mí también, pero puede estar en cualquier rincón de estos montes.

Cabalgaron hacia el este durante dos días entre trigales segados y luego a través de campos ralos de cebada que dieron paso a parcelas más pequeñas y bosques más grandes salpicados de aldeas donde los campesinos de las tierras altas cultivaban avena y criaban ovejas. Después de la segunda noche, Nihmu se negó a dormir en otra choza; la de la víspera contenía más insectos que comida. Pero los aldeanos conocían a Temerix y eran gente curtida; un arco y un hacha en cada cabaña. Desdeñaban a los granjeros del valle y su servil obediencia al tirano, pero nadie sabía dónde encontrar a Temerix.

—Va y viene —dijo un anciano meote, más valiente que los demás.

—¡Bah! Pueblo de la tierra —dijo Nihmu, con todo el desdén del pueblo del cielo.

—Has vivido en una casa durante diez años —señaló Coeno.

—Una casa donde corría la brisa y me podía bañar —respondió Nihmu—, y aun así cada noche he extrañado las estrellas. Ay, Alejandría y su calima en el cielo. ¡Esta noche me regalaré los ojos con todo el camino celeste de dios!

Coeno se encorvó envuelto en su manto.

—Esta noche me congelaré —dijo. Las dos mujeres llevaban pantalones y gruesos abrigos. Coeno, el heleno más aristocrático que Melita había conocido jamás, llevaba un quitón y una clámide pero no pantalón. Unas botas altas tracias eran su única concesión a la equitación.

—Deberías ponerte pantalones —dijo Nihmu, y no por primera vez.

—Cuando Zeus Sóter baje del Olimpo y me enseñe a ponérmelos —contestó Coeno.

—¡Blasfemia! —exclamó Melita, pues una discusión con el abuelo de su hijo ayudaba a matar el rato.

Coeno negó con la cabeza.

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