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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

Tirano IV. El rey del Bósforo (17 page)

BOOK: Tirano IV. El rey del Bósforo
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La bestia no se movió; los dioses estaban con ella, y montó en la silla sármata con respaldo y se marchó, remontando el sendero hacia su propio caballo. Su nueva montura se asustó al oler la sangre y Melita apretó con las rodillas y le hincó los talones, dejando atrás al hombre muerto y al joven herido, que aún gimoteaba, y cruzó la cresta. Ni siquiera desmontó para coger a su caballo; tan solo metió la jabalina en su vaina, agarró las riendas de su caballo y siguió cabalgando ladera abajo. En cuanto estuvo de nuevo entre los árboles aminoró la marcha, haciendo que los caballos fueran al paso. Dentro del bosque ya no había nieve, nada que delatara su presencia.

A sus espaldas oyó al cuarto hombre, aterrorizado, llamando a sus amigos.

Tras cruzar el arroyo siguiente comenzó a preocuparla la herida en el rostro, que seguía sangrando, de modo que la sangre le corría por el cuello, cada vez más fría, empapándole el manto. Pronto se encontró ascendiendo de nuevo. Giró poco antes de donde comenzaba la nieve y cabalgó hacia el noreste, estimando la dirección tan bien como pudo en la noche sin luna.

Vio movimiento en el último cerro y le llegó el sonido de unos gritos, y luego la llamada de un cuerno, pero seguía avanzando deprisa, deseando que no la hubiesen herido y haberse llevado consigo los otros dos caballos.

Su nuevo caballo era una bestia hermosa, alta de cruz y ancha de grupa, y solo cambió de monturas para darle un descanso. Tenía heridas en el pecho y marcas rituales en los cuartos traseros que representaban un grifón. De modo que lo llamó
Grifón
, contenta al saber que era un caballo de batalla de cierta edad y, por tanto, una montura fiable.

Estuvo una hora tendida en un bosquecillo de piceas en lo alto de un cerro, donde la nieve era lo bastante profunda para ocultar las llamas de una pequeña fogata. Necesitaba el fuego para derretir agua con la que rellenar la cantimplora y el odre.

El rostro entero le palpitaba.

Había perdido a su guía y a su mentor. No tenía más alimento que el tentempié que llevaba en el morral, un pastelillo de miel envuelto en hojas y un buen pedazo de queso que se comió de inmediato, pese al daño que le hacía la mejilla al masticar. Derritió agua en el yelmo y llenó el odre y la cantimplora.

Solo entonces se le ocurrió mirar qué había en las grandes bizazas de
Grifón
.

Estaban decoradas al estilo sármata, hechas con dos pellejos de caribú cosidos del revés, con el pelo dentro, y adornadas con crines teñidas por la parte de fuera.

«He matado a alguien importante», pensó Melita. Vertió un poco de agua del yelmo en su vaso de asta y bebió. Aunque solo sirviera para entrar en calor, le pareció maravillosa. Observó los bordados, la labor de todo un invierno de alguien sentado en una cabaña o una yurta en el mar de hierba, y meneó la cabeza ante los caprichos de la fortuna; Tiqué, como la llamaban los griegos. Aquel hombre había sido un guerrero; un gran guerrero con un buen equipo y mejor caballo. Seguramente veterano de un centenar de incursiones; lo bastante listo para dejar que sus exploradores se adelantaran. Pero su única flecha había errado el tiro y ella lo había matado, gracias tanto a la suerte como a su destreza. Si hubiese cruzado el collado unos pocos largos de caballo más adelante o atrás, dándole tiempo…

Suspiró, se caía de sueño. Metió las manos en la cálida suavidad de las bizazas bordadas, muy parecidas a las alforjas griegas pero hechas en las llanuras, y encontró dos tesoros. Se puso tan contenta que rio a carcajadas. Había un grueso gorro de piel que se puso de inmediato y un magnífico par de mitones bordados, hechos de caribú, forrados de una piel suave que le calentó las manos en cuanto se los puso, haciéndole saltar las lágrimas.

Pero no podía detenerse. Con las cantimploras llenas, un poco de comida en el vientre y los mitones puestos, cabalgó hasta la cima del cerro y miró hacia el norte y hacia el sur. Coeno y Nihmu, si seguían con vida, intentarían regresar en su busca.

Si seguían vivos. Y si Melita retrocedía por donde había venido, era más que probable que se topara con sus perseguidores. Seguía sin tener alimento y estaba agotada.

—Tendrán que seguir adelante sin mí —dijo Melita en voz alta, y dirigió a
Grifón
a través del collado, dirigiéndose al noreste, hacia las tierras altas del Tanais de su infancia.

Tres cerros más y ni rastro de sus perseguidores. Tenía miedo de dormir, de detenerse, pero incluso el caballo estaba flaqueando. Los condujo al fondo de un riachuelo, un rincón cubierto de árboles y sin nieve en la hierba. Maneó y ató a sus monturas. Luego, maldiciéndose por ser tan bárbara, abrió las hermosas bizazas del muerto con su cuchillo, cortando el trabajo de diez noches de costura para convertirlas en un catre, puso el rollo de mantas debajo de ella y se tendió.

Permaneció tumbada con los ojos abiertos tanto tiempo que le resultó increíble. Los caballos hacían más ruido de lo que hubiese imaginado: relinchaban, masticaban hierba medio helada, eructaban, se tiraban pedos, bebían.

La despertó el frío cuando aún era oscuro. La cabeza y los hombros se le habían caído del montón de mantas y estaba tiritando. Se levantó, deseó llevar un poco de comida en el morral y bebió de la cantimplora hasta vaciarla. Luego la rellenó en el arroyo gélido, poniendo mucho cuidado en no mojarse, y reunió su equipo, atando con nudos desmañados la ropa de cama. Sentía la persecución. Había matado a un hombre de peso. Le seguirían el rastro.

Amarró el fardo de mantas a la grupa de su caballo con un gran esfuerzo de voluntad, sorprendida y consternada ante la pérdida de fuerzas después de solo dos días sin comida y apenas descanso. Notaba extraña la herida del rostro, se sentía aturdida y sus sueños habían estado llenos de color.

Se preguntó si cabía que acabara muriendo allí, sola. La idea le hizo reír. Las escasas probabilidades que tenía de sobrevivir le levantaron el ánimo; los grandes desafíos no dejaban de tener su atractivo.

El casco de un caballo sin herrar golpeó una roca en algún lugar río arriba, y el ruido sonó con tanta nitidez como el gong de un templo.

Esta vez no vaciló. Sus alternativas estaban más que claras. En un abrir y cerrar de ojos montó a lomos de
Grifón
, y ni siquiera desató al otro caballo. Cabalgó aguas abajo, yendo de una arboleda a la siguiente a la luz de la luna que acababa de salir, con el arco preparado en la mano y otras tres flechas en el puño.

—Todo o nada —dijo en voz alta. Volvían a ser tres, y montaban en fila india por la otra orilla. Discutían entre ellos. Palabras sueltas y retazos de frases llegaban hasta ella en la quietud de la noche. El hombre mayor quería detenerse a descansar.

El arroyo cubría el ruido de los cascos de su montura, y cuando estuvo solo a unos pocos largos de caballo se medio irguió en la silla y le dio rienda suelta, dejándolo galopar por el prado bajo la luz de la luna. Un agujero, y podía darse por muerta.

Enseguida los alcanzó, solo el arroyuelo y sus empinados márgenes mediaban entre su arco y ellos, y tiró primero contra el último hombre. No siguió la trayectoria de la flecha en la oscuridad. Cargó y tiró otra vez, y otra, y otra más, hasta quedarse sin flechas.

Un hombre susurraba, tal vez dirigiéndose a sus dioses, pero estaba tendido bocarriba en la hierba alta, y los tres caballos estaban de pie bajo la nueva luz de la luna, como si aguardaran que su nuevo amo fuera a buscarlos.

Pasó de largo los caballos y siguió adelante, trotando en la oscuridad a lo largo del arroyo a la débil luz de la luna, confiando en su montura y aun así aterrorizada. Todavía asombrada de su propia audacia y su abrumador resultado. Cabalgó casi dos estadios aguas abajo, pero estaba sola en el valle.

Entonces dio media vuelta y regresó. Dos de sus víctimas aún estaban vivas. El de más edad, a quien había disparado tres veces, todavía intentó dispararle mientras se aproximaba, pero no logró sostener el arco con el brazo izquierdo y cayó de rodillas.

Melita se acercó a él, apuntándolo con una jabalina a la cara, un círculo blanco a la luz de la luna.

—¿Quién eres? —preguntó el sármata.

A Melita no se le ocurrió qué decir, el agotamiento la había dejado sin habla, de modo que lo mató.

El otro hombre herido la observó con ojos brillantes mientras Melita registraba sus cuerpos y su equipo, encontrando una buena tienda de cuero y un cacharro de cobre. Reunió a los caballos y regresó.

—Tengo que matarte —dijo al muchacho, tras pensarlo un rato. Pero mientras lo decía se dio cuenta de que sería incapaz de hacerlo. Simplemente, ya había tenido bastante.

El joven asintió, sin embargo, y volvió el rostro hacia otro lado. Una vez que hubo montado, Melita meneó la cabeza, preguntándose si la frontera entre el mundo de la vigilia y el mundo del sueño se habían desdibujado, pues tenía la sensación de ver que los muertos seguían a su caballo; un buen puñado de muertos para una chica de su edad. La impresión la dejó sin habla un momento y le erizó el vello del cogote.

Regresó junto al joven que tenía la flecha clavada en el pecho. Los fantasmas eran apariciones aterradoras, parecían atormentados por un dios loco.

—He cambiado de parecer —dijo Melita al chico herido—, si vives, vives.

Lo tapó con un par de gruesas mantas griegas de lana.

El muchacho gruñó.

Melita lo observó un momento y se dio cuenta de que su súbito arrebato de compasión era inútil. El joven tosió sangre, la maldijo y murió. Melita vio cómo su espíritu salía de su cadáver como si un gusano saliera de la piel podrida de una fruta para sumarse a la macabra comitiva que seguía a su caballo.

—Artemis, no me abandones —dijo Melita, y entornó los ojos para no ver más apariciones. Entonces, práctica como siempre, le quitó las mantas, las enrolló bien prietas y regresó a su campamento con la mente en blanco. Allí hizo una gran hoguera por primera vez en tres noches, mató al caballo más joven y se atiborró de su carne medio asada antes de sumirse en un sueño lleno de pesadillas que la hicieron gemir y removerse. Se despertó en dos ocasiones para ir a orinar, asustada por la matanza y la sangre y la facilidad con que la había llevado a cabo. En ambas ocasiones volvió a dormirse, y cuando despertó por tercera vez ya era de día y los fantasmas se habían marchado, y nadie le seguía el rastro.

Se bañó en el gélido arroyo, limpiándose la sangre de las manos y el pus de la mejilla. El agua le causó casi tanta impresión como los fantasmas, y se preguntó cuánta fiebre tendría. Luego se calentó junto al fuego y se puso la camisa de lana, limpia y seca, de uno de los muertos.

La mejilla olía mal. No podía ignorar la peste; olía a muerte. Tal vez la punta de flecha estuviera envenenada. Tal vez ya estaba muerta; eso explicaría que viera a los muertos con tanta claridad.

No recordaba haber recogido el campamento ni cabalgado, solo que cuando llegó el ocaso la sorprendió todavía montada, alejándose de él, siguiendo las sombras de los árboles que apuntaban hacia el noreste.

Y de pronto, como por arte de magia, estaba sentada en un risco, contemplando a sus pies una inmensa lámina de agua, como mínimo de diez estadios de anchura. Se rio porque conocía aquel lugar; de hecho, los últimos rayos del sol brillaban en el distante templo de Artemis de la orilla opuesta, imposiblemente remoto y sin embargo dolorosamente cercano. Coeno había construido el templo de mármol blanco con el botín de sus campañas.

Se encontraba en el Tanais, en territorio conocido. Solo que la mente apenas le funcionaba.

Cabalgó hacia el este toda la noche por el altiplano que se alzaba junto al río. Iba montada no tanto porque temiera ser perseguida como por miedo a desmontar del caballo.

Finalmente, con la primera tenue luz gris que anunciaba el alba, desmontó y orinó, apoyándose contra un abedul, las riendas en la mano como el héroe de un cuento sakje, y comprendió, como si fuese lo más profundo de su vida, que en efecto estaba viviendo un cuento sakje; como si Coeno y su padre hubiesen vivido en la
Ilíada
. Lo vio tan claramente como veía el salmón que nadaba en el río que tenía a sus pies.

A nadie en particular, o tal vez a los dioses, tal vez a las decenas de fantasmas que gritaban en silencioso tormento en el borde de su campo visual, habló.

—Si vivo —dijo Melita—, esta hazaña, su interminable carnicería de hombres y caballos, vivirá para siempre entre el pueblo. —Se encogió de hombros. Luego sonrió y le dolió la mejilla—. Huelo a muerte —dijo de pronto a los fantasmas.

No le dieron respuesta alguna pero siguieron yendo tras ella, y mientras el sol ascendía a lo alto del cielo vio que se acercaban cada vez más y los maldijo.

—¡Coeno ha matado por lo menos a cien hombres! —les gritó—. ¡Rondadlo a él!

Y más tarde, mientras cruzaba un pequeño afluente que discurría blanco y frío por la ladera, se dirigió a Nihmu.

—¿Por qué te acuestas con él? —preguntó, pero tampoco obtuvo respuesta.

«No está aquí, tonta», se recordó a sí misma, sin saber si eso era bueno o malo.

Aquella noche no encendió fuego porque le faltaban fuerzas para asar carne de caballo e incluso para descargar el equipaje. Hizo que
Grifón
se tumbara en el suelo con ella, se tapó con las pieles del muerto, bien arrimada al caballo, y durmió de manera irregular. Se despertó cuando el caballo, molesto, se puso de pie, tirándola al suelo y dejando entrar el aire gélido.

Intentó quedarse quieta, quizás incluso para aceptar la muerte. La muerte estaba muy, pero que muy cerca; olía su aliento carroñero. La luna se había puesto y era noche cerrada. El corazón le palpitaba y aguardó a que se la llevara.

El caballo se tiró un pedo.

Melita rio y se obligó a levantarse. Con la paciencia del superviviente, enrolló las pieles en un fardo, las ató con correas y luego las amarró a su caballo. No le sorprendió comprobar que todos los caballos siguieran reunidos en torno a ella. Cogió las riendas, montó a
Grifón
y reanudó la marcha en plena oscuridad.

Durmió mientras cabalgaba, dejando que los caballos se abrieran camino, y se despertó bajo una mortecina luz gris cuando
Grifón
relinchó y otro caballo le contestó desde la derecha. Melita paró en seco. Medio dormida, medio en el mundo de los sueños, levantó la cabeza y vio una figura de su infancia sentada en un poni peludo: Samahe, «la Morena».

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