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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

Tirano IV. El rey del Bósforo (13 page)

—Caballos —dijo Nihmu, que había subido desde la playa. Sonrió al decirlo—. ¡El olor de este lugar es el olor de mi hogar! ¡Huelo la hierba! Caballos, reverenda señora, y nos marcharemos enseguida.

La anciana sacerdotisa resopló.

—La última vez os llevasteis mis mejores caballos —dijo. Luego meneó la cabeza—. Ay, las exigencias de los jóvenes; y de los dioses. Haré que os traigan caballos.

Un día después iban montadas con ropa sakje y sus
gorytoi
en bandolera, cabalgando sobre las primeras briznas del mar de hierba. Detrás de ellas, Coeno detuvo su semental para saludar con la mano a Sarpax, que interrumpió su retahíla de órdenes para zarpar a fin de devolverle el saludo.

—A lo mejor no regreso nunca al mar —dijo Nihmu, riendo—. Ay, rezo para que León esté bien, ¡pero estoy contenta de haber vuelto a la pradera!

—¿Hacia dónde, Nihmu? —preguntó Coeno. Estaban en lo alto de una sierra que se prolongaba hacia los montes del Cáucaso en el este. Al noreste las llanuras se extendían a sus pies hasta el río, y de nuevo más allá del transbordador. Un viento frío soplaba del norte, rizando la hierba y haciéndolos tiritar.

Melita se caló la gorra de piel hasta las orejas.

—¿Al norte?

Nihmu negó con la cabeza.

—Al noreste, hacia las tierras altas entre el Tanais y el Rha.

—¡Allí es donde viven los forajidos! —repuso Melita.

—Allí es donde encontraremos a Ataelo —respondió Nihmu—. Ahora es un forajido.

7

Cerca de Tomis, principios de invierno, 311 a.C.

La campiña estaba desierta, no se veía un solo hombre, nadie recogía las manzanas maduras ni pisaba la uva. La noticia de la atrocidad cometida en la granja de Penélope sin duda se había extendido muy deprisa.

Sátiro avanzaba con cautela de almiar en establo. En dos ocasiones encontró a otros hombres escondidos, y en ambas los saludó en silencio con un ademán de asentimiento. Había humo en el aire y, después de ver una columna de dos docenas de hombres con armadura, se mantuvo apartado de la carretera. Con la mente cerrada a todo pensamiento, avanzó sin ser visto por la costa hacia el sur, hasta que cruzó un cabo rocoso y pudo ver el puerto desde lo alto. Tres trirremes en la playa y el
Loto
amarrado por proa y por popa a la escollera. Se quedó allí tumbado durante una hora, observándolo todo y vigilando a los soldados que había en la ciudad, con las tripas revueltas. Luego emprendió la caminata de regreso costa arriba.

Antes del anochecer oyó los ladridos de unos perros. Subió a un pequeño cabo cercano a la granja y bajó al agua helada, y luego nadó rodeando la punta en dirección a la playa, llegando tan lejos como pudo hasta que los espasmos de los músculos y el frío le obligaron a salir del agua. Una vez en tierra, comprobó que los aullidos de los perros se oían bastante lejos. Se puso a recoger tablas y ramas que el mar había escupido a la arena. Juntó un buen montón, lo ató con su faja y cargó con él caminando por la orilla playa arriba, dirigiéndose al norte con las últimas luces tan deprisa como podía. Corría cuando tenía frío y caminaba cuando se cansaba, agradeciendo el estofado que había cenado la noche anterior, el estofado que había comido con personas que ahora estaban murtas por su culpa. Igual que Jenofonte y Filocles y todos los hombres que cayeron en Gaza, y aquella chica en la pradera…

—Basta —dijo en voz alta.

«Demuestra a los dioses quién eres realmente», le dijo Filocles al oído.

Sátiro sonrió, preguntándose cuán cansado estaba o cuánta fiebre tenía. Tenía unas líneas rojas en el brazo que lo asustaron.

Pero enseguida se encontró mejor.

Una vez de noche, Sátiro se sentó en la playa y se puso a encender una hoguera. Los perros estaban dos cabos por detrás de él, y sus ladridos se perdían en la oscuridad. El
Halcón Negro
estaría cerca, salvo si no iba a acudir a la cita con él. Mejor no pensar en aquella posibilidad.

Consiguió encender fuego con líquenes secos y chispas de las piritas que llevaba consigo y agradeció a Heracles que no hubiese llovido. No habría podido encender un fuego con madera mojada. Le faltaba práctica.

Con una fogata encendida, la segunda fue pan comido. Juntó madera y la avivó, recogió más y encendió la tercera hoguera, asegurándose de que estuvieran alineadas en la playa. Ahora volvía a oír a los perros.

Con las hogueras encendidas, se sentó en la arena seca y limpió su espada y su
lonche
, puliendo las hojas cuidadosamente con arena fina a la luz del fuego, tan concentrado en la tarea que faltó poco para que no viera la mole del
Halcón
cuando dobló el cabo.

Dejó las fogatas encendidas, se zambulló en las olas y nadó medio estadio hasta su barco.

El fornido brazo de Terón le ayudó a subir por el costado.

—Tienes un aspecto horrible —dijo.

—Rumbo sur hacia Tomis —ordenó Sátiro—. Hombres de Eumeles.

—Podemos pasar de largo —respondió Terón.

—No. —Sátiro hurgaba debajo del banco del timonel en busca de su equipo—. No, no podemos. La gente está muriendo por mí, Terón. Acabo de aprender una lección sobre qué significa ser un rey. Incluso sobre intentar ser un rey. Una vez más.

—Esas son las peores lecciones, chaval —convino Terón—. Perdona…

—No hay nada que perdonar. He crecido un poco desde anoche. Llámame chico si quieres. ¡Neiron! Arma a la tripulación. ¡Todos los oficiales!

Sátiro tiró su quitón empapado en sangre por la borda y se puso uno seco que sacó de su petate, para luego atarse al cuello su pesada clámide roja.

Kalias acudió a su llamada con Apolodoro.

—Caballeros, esto tiene que ser rápido y certero —dijo Sátiro—. El enemigo tiene tres barcos en la playa y el
Loto
. Diocles, quiero que nos sitúes entre el
Loto
y la escollera, justo al lado de sus amarras. Lo abordaremos y mataremos a quien haya a bordo. Kalias, un destacamento de los hombres que hayan servido en el
Loto
y suficientes remeros para moverlo y luchar. Vamos a vaciar el
Halcón
. Diocles, en cuanto nos hayamos ido, lleva el
Halcón
a la rada.

—¿Y luego? —preguntó Terón.

—Luego estaremos en manos de los dioses —dijo Sátiro—. ¿Estáis conmigo?

—¿No te largarás sin nosotros? —preguntó Terón—. ¿Nada de heroicidades sin sentido?

—Me bañaría en su sangre, si pudiera —dijo Sátiro—, pero quiero vencer.

Los hombres arrastraron los pies sobre la cubierta. Se ponían nerviosos cuando le oían hablar de aquella manera.

—Estamos contigo —dijo Diocles.

—Hagamos lo que hay que hacer —agregó Kalias. Se golpeó la palma de la mano con el puño.

El
Halcón
salió sigilosamente de la oscuridad de la medianoche siguiendo el camino que la luna parecía iluminar desde el mar abierto hasta la escollera. Un centinela en el malecón, o quizás en la cubierta del
Loto Dorado
, dio una voz de alerta. Nadie contestó.

—¡Ah del barco! —chilló la segunda vez. Sátiro vio su rostro pálido a la luz de la luna. Estaba en la popa del
Loto
—. ¡Eh! —gritó de nuevo.

La proa del
Halcón
rozó la banda del buque insignia de León, encajando a la perfección con las manos de Diocles firmes en los remos de gobierno y la vela de trinquete arriada.

—¡Alarma! —gritó el hombre de la popa demasiado tarde.

—¡Al abordaje! —rugió Sátiro.

Saltó de su borda a la cubierta del
Loto
, proeza que ya había llevado a cabo cincuenta veces.

El barco estaba vació salvo por un puñado de marineros dormidos bajo un toldo junto al palo mayor y el centinela. Sátiro corrió hacia el centinela, que tardó en decidirse entre huir o luchar. En el último instante, levantó su lanza pero Sátiro paró el golpe con el escudo y chocó contra él, escudo contra escudo, alcanzando por detrás a su oponente con la espada y cortándole los tendones antes de separarse. El centinela se desplomó y Sátiro le pisó el cuello, aplastándole la tráquea, y le clavó la espada en un ojo.

Los marineros que dormían debajo del toldo salvaron la vida por su propia indefensión. Por lo demás, el
Loto
estaba vacío, y Kalias ya estaba mandando a los hombres a sus puestos. El aparejo de
triemiolia
era lo bastante diferente para sembrar el caos y lo bastante semejante para que todos estuvieran en orden de combate antes de que se produjera alguna reacción en la ciudad, si bien los perros ladraban en la playa y una voz gritaba desde la orilla.

—¿Remeros en sus bancadas? —gritó Kalias. Al recibir un gruñido a modo de respuesta, tocó un silbato.

—¡Remos fuera! ¡Quiero ver viveza! ¡Avante! ¡Ar!

Solo tenían dos tercios de los remos, pero estos salieron disparados y dieron la primera estrepada con dos movimientos perfectos, y Sátiro sintió que el barco estaba vivo debajo de sus pies. Manejaba los remos de espadilla, y se apoyó pesadamente contra el aparejo de gobierno.

—¡Todo a estribor! —gritó.

—¡Remos de estribor! ¡Todas las bancadas! ¡Ciad! —ordenó Kalias.

Detrás de ellos, mientras iniciaban la virada, el
Halcón
comenzó a alejarse hacia la oscuridad, con los remeros dando vítores en sordina, solo una cuarta de parte de las bancadas tripuladas, pero saboreando la victoria.

—Sangre en el agua y plata en nuestras manos —masculló Sátiro. Se estaba retando a gritarlo a voz en cuello. Era el grito de guerra de Peleo, una frase pirata que le ponía la carne de gallina cuando la oía en medio de un combate.

Se lanzó.

—¡Sangre en el agua! —gritó, y los remeros se entusiasmaron.

—¡Y plata en nuestras manos! —le respondieron, y avanzaron más deprisa, siguiendo el ritmo que Kalos marcaba dando golpes al palo mayor.

Los soldados de Eumeles salían a raudales de la ciudad, y algunos encendían hogueras en la playa, hogueras que solo servían para iluminar sus barcos indefensos.

—Media marcha —gritó Sátiro a Kalos, que aminoró el ritmo.

—¡Listos para cambiar de bancada! —gritó Sátiro. Hizo una seña a Apolodoro—. Ve a proa y prepárate para lanzar los arpeos.

—A la orden —contestó Apolodoro.

—¡Ciad! —chilló Sátiro. Demasiado pronto. Se había precipitado…

Los remos se clavaron en el agua tachonada de estrellas, arremolinándola en una espuma negra, y el
Loto
perdió velocidad. Sátiro apuntó el espolón hacia la banda de babor del trirreme varado más al norte y afianzó los timones mientras los remeros seguían ciando y maldiciéndolo. Los oía rezongar, pero el barco se iba deteniendo…

Un golpazo. Su proa rozó la popa del enemigo, claramente iluminada a contraluz por las hogueras de la playa, y entrevió el titileo de los arpeos que surcaron el aire oscuro.

—¡Cambiad de bancada! —rugió Kalos por encima del ruido del combate que se libraba en la proa. Los infantes de marina enemigos intentaban rechazar al
Loto
a la desesperada.

—¡Arpeos lanzados! —se oyó gritar en proa.

—¡Todos a remar! —gritó Kalos, y Sátiro solo tuvo que gobernar con firmeza mientras el
Loto
se retiraba de la playa marcha atrás. Hubo una sacudida cuando las cuerdas de los arpeos se tensaron y empezaron a tirar, con todo el peso del barco enemigo soportado por los remeros que, sin embargo, sabiendo que remaban por el valor de su presa, daban cortas y potentes paladas a las órdenes de Kalos, y el barco enemigo se deslizó hasta el agua y los siguió tan mansamente como un cordero seguiría a una chica al mercado, costeando detrás de ellos con sus infantes todavía luchando por sus vidas. A un estadio de la playa perdieron ímpetu y trataron de rendirse, pero Apolodoro tenía sus órdenes y los acorraló en su popa hasta arrojarlos al agua para que se ahogaran.

Jadeando por el esfuerzo y hablando demasiado deprisa y demasiado alto, Apolodoro fue al puente de mando con un escudo y un yelmo, los signos tangibles de su victoria.

—¡Nuestro, por los dioses! —dijo—. No he perdido un solo hombre. En cuanto han notado que la quilla rascaba la arena, les ha entrado el pánico y los hemos segado como trigo maduro.

Sátiro le dio una palmada en la espalda.

—Buen trabajo. Pero han dejado las hogueras encendidas y necesitamos todos los barcos. Tomemos otro.

Apolodoro asintió, apoyó las manos en las rodillas y se agachó, respirando pesadamente.

—¡Deja que recobre el aliento!

Sátiro asintió.

—¡Kalos! —llamó. Su maestro remero en funciones corrió a popa.

—¡A la orden!

—Me propongo vaciar el
Halcón
y llevarme a todos los hombres —dijo Sátiro—. Llévalos a proa con armas para que ayuden a los infantes. Tú encárgate de los remos y pon a Diocles al timón.

—Hecho. —Kalos señaló el mástil del
Halcón
—. ¡Cuidado con el rumbo, señor! —gritó, y Sátiro tuvo que dar una virada para evitar que la popa del buque insignia de su tío chocara con la proa de su propio barco. Había mucho que vigilar en todo momento. Se apoyó en los timones de espadilla y rezó mientras Kalos ordenaba que se recogieran los remos.

Mas consiguió abarloarse. Retroceder era más sencillo en muchos sentidos, y trincaron al
Halcón
el trirreme capturado.

—Que todos aborden el
Loto
—gritó Sátiro a Terón, que respondió agitando una antorcha. En el tiempo que tomaba hacer un juramento, la exigua tripulación del
Halcón
cruzó al otro barco, todos armados con lanzas o jabalinas. Dejaron los otros dos barcos flotando al pairo, amarrados entre sí.

—Aún siguen encendiendo fogatas en la playa —dijo Diocles—. Nunca han combatido de noche, eso está claro.

—El barco que está más al sur parece un poco más grande —dijo Terón—. Quizá sea un efecto de la luz.

Ya estaban llegando, con Diocles al timón, y el barco más al sur parecía en efecto más grande.

—Hay gente luchando en la playa —dijo Terón. Se dirigió a proa, con la cadera todavía resentida pero moviéndose deprisa pese a llevar armadura completa.

Sátiro fue tras él y subió a la plataforma del espolón del
Loto
. Estaba atestada de infantes y marineros, y Sátiro se encaramó a la borda y se agarró a los obenques del palo trinquete para rodear la proa. Terón le pisaba los talones.

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