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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

Tirano IV. El rey del Bósforo (5 page)

Detrás de aquellos dos, había otra docena de trirremes esparcidos sobre dos estadios de agua.

Los remeros habían cambiado de bancada.

—¡Bogad! —gritó hacia la cubierta de remo.

El casco cambió de sentido. Los remos subieron juntos y giraron en lo alto de su trayectoria.

—¡Bogad! —rugió Sátiro. El casco crujió y el
Halcón
salió impulsado hacia delante, cuando ya viraba por efecto de los timones de espadilla.

—¡Bogad!

—¡Colisión! —gritó un marinero desde la proa.

El
Halcón
embistió al cuadrirreme enemigo justo donde la galería de infantes se alzaba sobre su espolón; justo donde los hombres se estaban agrupando para otro ataque contra el
Heracles
. Fue un golpe de refilón, dado desde demasiado cerca, pero el resultado fue espectacular. En la proa del enemigo algo se rompió con un fuerte chasquido; alguna pieza de madera sometida a tensión por la embestida contra el
Heracles
. La torre de los infantes se inclinó bruscamente y todo el casco verde comenzó a volcarse, llenándose rápidamente de agua.

—¡Cambio de bancada! —gritó Sátiro. Era el momento. Pero el
Heracles
estaba a salvo; se mecía en el agua como una barca de pesca tras subir a bordo un tiburón, con el espolón liberado del barco verde.

El primer trirreme dorado pasó rozando su popa tras fallar la embestida por la longitud de un bote a remos. Todavía estaba virando, y sus remeros pagaron su descuidada maniobra al tropezarse con los restos del navío verde, que zozobraba.

En la banda de babor, justo detrás del
Heracles
, el segundo trirreme dorado se abatía sobre el
Heracles
a media eslora de su casco; el segundo barco había sido más cuidadoso, aguardando el momento oportuno a la espera de que los dos barcos alejandrinos dañados se vieran obligados a retroceder.

Los remeros iban sentados al revés, de cara a la proa.

—¡Atrás! ¡Ciad! —gritó Sátiro. Tenía que intentarlo.

Tenía que intentarlo.

Diocles negó con la cabeza y se agarró al costado. Cuando el barco dorado embistió al
Heracles
, su casco quizá se les vendría encima.

Abraham gritaba a sus remeros, tratando de coordinar sus paladas. Se habían enzarzado en el abordaje durante demasiado rato y muchos hombres habían abandonado sus bancadas para luchar. El
Heracles
flotaba al pairo en el agua.

¿Por qué se oían vítores a bordo del
Heracles
? Sátiro se puso de puntillas y acto seguido se encaramó a la borda, agarrándose a un obenque.

El
Loto Dorado
de León pasó veloz ante la popa medio sumergida del navío verde cual monstruo marino vengador y embistió al segundo trirreme dorado en la aleta, desgarrando con su espolón el barco enemigo como un tiburón que diera dentelladas a un delfín, arrojando hombres al agua y abriéndole tal brecha en el costado que se hundió cuando los remeros todavía remaban, yéndose a pique en diez segundos. El
Loto Dorado
prosiguió su avance.

El
Heracles
reunió a sus remeros. Con tiempo para respirar, Abraham lo alejó del naufragio del verde y viró hacia el mar abierto, poniendo rumbo al este. Solo tenía dos tercios de sus remos en acción, pero trabajaban al unísono.

El
Halcón
respondía mal; ligero como una pluma, con la popa hundida, tendiendo a desviarse de su rumbo. Los remeros bogaban bien y, no obstante, la nave reaccionaba a su antojo.

Sátiro miraba hacia popa, hacia el punto donde el
Loto
había embestido a un segundo barco.

Tenía el espolón atascado.

Mientras lo observaba, un barco enemigo hincó su espolón en el
Loto
y el gran navío se estremeció como lo hace un león cuando lo alcanza la primera lanza en una cacería.

Sátiro corrió a la popa como si pudiera saltar por encima de la borda y del mar que mediaba entre ambos barcos para acudir en socorro de su tío.

—No hay nada que hacer —dijo Diocles.

—Ares. Poseidón. Podemos hacerlo. Con el
Heracles

Diocles negó con la cabeza.

—¿No lo notas, muchacho? Estamos sin espolón. Lo hemos perdido al embestir al verde.

Sátiro se sintió como si le hubieran dado un puñetazo en la boca del estómago. León estaba muy cerca.

—Lo ha hecho por ti —dijo Diocles—. Salvemos los barcos que tenemos y huyamos.

—Heracles, Señor de los Héroes —rezó Sátiro, ahogándose en su plegaria.

Huye, chico.

Un segundo espolón embistió al
Loto
. Y mientras Sátiro contemplaba la idea del suicidio enviando su barco al rescate de León, la distancia creció hasta dos estadios, tres estadios, luego cinco. Ahora había una docena de barcos enemigos alrededor del
Loto
.

—Huyamos —dijo, con la cabeza gacha.

—A la orden —respondió Diocles—. Ahora ve a proa y haz que los hombres tapen las brechas de las amuras. Si no lo hacen, podemos darnos por muertos.

2

Alejandría, Egipto, 311 a.C.

Entre todos los lugares del mundo donde una mujer podía dar a luz, pocos podían superar a Alejandría.

Melita yacía sobre un
kline
especial que le habían llevado los médicos y mordía sin darse cuenta la correa de cuero que tenía para resistir los dolores del parto. Estaba empapada en sudor, y su cuerpo hinchado luchaba con toda su considerable fuerza para expulsar al bebé, y aun así era capaz de pensar en su hermano, en el vinoso mar, conquistando el reino de ambos mientras ella yacía en un lecho conquistando su preñez. Así era como había llegado a considerarla: una conquista. Nada en su vida, ni la guerra, ni el secuestro, ni las amenazas de asesinato la habían preparado para la incomodidad, la ociosidad forzosa y el aburrimiento del embarazo.

—Ya vuelven —rezongó. Su habitación estaba llena de médicos y comadronas; demasiada gente, en su opinión. Safo había hecho caso omiso del consejo de Nihmu a propósito de que ella y Safo eran quienes debían ocuparse del parto.

Oleada de dolor. Mordió con fuerza la correa y se retorció, notando el bulto palpable que parecía flotar en agua, salvo que esta estaba dentro y fuera de ella.

—Ya falta poco —dijo el hombre más cercano a la cama. Era Niarco, el médico personal de León.

Nihmu le agarraba una mano.

—¡Respira! —dijo en griego con acento sakje—. Tiene razón —agregó con una sonrisa que Melita apenas vio entre su pelo enmarañado—. Ya casi has terminado.

—Qué suerte, siendo una chica tan joven —dijo otra voz.

Dolor.

Mientras emergía de la última oleada, se dio cuenta de que llevaban razón, y de que cuanto le habían dicho las sacerdotisas de Hera y de Hathor era verdad; las oleadas eran cada vez más seguidas y duraban más. Dejó de pensar en la expedición de su hermano. La única realidad que existía era…

Dolor.

Esta vez fue consciente de que algo iba mal. Nihmu no le sujetaba la mano y había unos hombres que gritaban; y sangre; sangre como agua roja extendiéndose encima de ella. Alargó los brazos. Gritó. Notó que ya le venía la siguiente oleada de dolor, sentía que toda la entrepierna se convulsionaba, intuía la llegada de aquella encantadora presencia ajena; estaba ocurriendo ya.

«Si esto es mi sangre, ¡tengo un problema!», pensó. Algo o alguien cayó encima de sus piernas, Melita soltó un grito ahogado y le sobrevino la siguiente oleada de dolor.

Se debatía por evitarla, por ver… se apartó el pelo sudado de la cara y bramó. Gritos… golpes de bronce contra hierro… el olor de la sangre. Intentó concentrarse… discernir algo… ¿Pelea?

—¡Cogedlo! —rugió una voz junto a la puerta, y luego otra… Sonidos metálicos… —¡Guardias! ¡Velad por mi señora!

¡Dolor!

—¿Sigues aquí, querida? —le dijo Nihmu al oído. Unas personas le apretaban tanto el cuerpo que casi no podía respirar, y sentía un peso en las piernas que no le gustaba nada, y gritos, voces de hombre.

—Respira, dulzura. —Nihmu estaba a su lado—. Liberadle las piernas —dijo.

Dejó de sentir peso en las piernas al tiempo que sentía cómo se abría, se abría…

¡Oleada de dolor! Esta no se le pasaba. La cabalgó como un barco en el mar y, de repente…

—¡Veo la cabeza! —gritó Nihmu—. ¡Despejad la habitación!

—¡Sí, señora! —contestó Hama. Pese a las punzadas de dolor y a la confusión de lo que acababa de ocurrir, Melita reconoció el acento celta de Hama. ¿Qué demonios hacía en su habitación durante el parto?

—¡Empuja! —dijeron Nihmu y Niarco a la vez, sonando de manera tan extraña e inquietante como un dios.

En realidad ya no necesitaba seguir empujando. Sus caderas se elevaron una pizca y de súbito salió todo. Notó el sabor de la sangre en la boca, y los músculos del vientre y la pelvis hallaron una postura nueva, casi como la primera vez que montó a caballo por su cuenta; el triunfo del instante en que todo su peso se desplazó y supo que alcanzaría los lomos de Bion; un torrente de liberación, un éxtasis triunfal.

Y un llanto.

—¡Ahora atiende a Safo! —dijo Nihmu.

—¡Un niño! —dijo Safo con un hilo de voz.

Melita tuvo la sensación de emerger, como si hubiese estado nadando en aguas turbias. La habitación parecía regada con cubos de sangre; había extrañas salpicaduras en el revoque liso de las paredes, y el suelo estaba mojado.

—¡Hathor! —exclamó Melita. Vio a su hijo; la sangre; su hijo—. ¡Artemis! —exclamó—. Ay, amor mío —dijo, y alargó los brazos para que le dieran el bebé.

Había sangre por todas partes. Safo yacía en el suelo, con la cabeza en el regazo de Niarco. Nihmu estaba entre sus piernas con el bebé en brazos. Bajo la atenta mirada de Melita, Nihmu agarró el cordón con los dientes y lo cortó con un cuchillo de plata, según la tradición sakje. El bebé lloró.

El abuelo del niño, Coeno, un caballero megaro, a la sazón mercenario, cuyo hijo, el padre del recién nacido, llevaba ocho meses en la tumba, apareció junto al hombro de Melita. Empuñaba una espada que chorreaba sangre.

—¡Dioses! —dijo Coeno, abriendo mucho los ojos—. ¡Es espléndido! ¡Buen trabajo, joven madre! —Se dirigió a Nihmu—. Tengo a dos filas de hombres tras él… ellos. Por el Hades, ¿qué ha ocurrido?

Melita se recostó en el
kline
.

—¿Puedo coger a mi hijo? —preguntó.

Nihmu le puso el niño en el pecho pero sin apartar los ojos de Coeno, que parecía abatido.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Coeno otra vez, mirando al suelo.

—Uno de los médicos ha intentado matar a Melita —dijo Nihmu—. Safo lo ha impedido.

—¡Es una locura! —respondió Coeno—. ¿Y esta sangre?

—Mía —musitó Safo—. ¡Y suya! —agregó, señalando al médico judío que les había proporcionado su amigo Ben Zion. Estaba muerto, tendido sobre sus propias entrañas—. Se ha enfrentado al impostor… ¡Dioses, ha muerto por nosotros y ni siquiera nos conocía!

Safo sangraba lentamente por una herida en lo alto del muslo que Niarco sujetaba con una mano mientras con la otra intentaba hacer un torniquete.

—¡Ayúdame! —espetó Niarco a Coeno.

Coeno se arrodilló junto a Safo y desapareció de la vista de Melita.

—Pon la mano aquí y aprieta —ordenó Niarco—. ¡Más fuerte! No tengas miedo del muslo de una mujer; si no cierro esto, morirá.

Niarco se había trasmutado en un comandante en plena batalla y hablaba con rudeza.

—Los lazos de la cortina —dijo Nihmu—. O su fajín.

Niarco se hizo con los lazos de la ventana que daba al mar en un santiamén y acto seguido ya le había envuelto el muslo.

—Sujeta ahí. No, así. Ahora tengo que encontrarla y coserla. Hipócrates, guía mi mano. Hermes, no me abandones.

Murmurando plegarias, Niarco sacó un conjunto de herramientas de su maletín, que estaba a los pies de Melita.

Melita no podía ver nada; estaba dándole el pecho a su bebé y le faltaban fuerzas para incorporarse.

Nihmu se agachó a su lado y le tomó la mano.

—Deja que lo vea, dulzura. ¿A ver? Es perfecto. Ni un defecto. Agarra mi mano. Solo le está cosiendo el muslo. Oh, Señor de los Caballos, le han abierto un buen tajo. Perdona, dulzura, no he querido…

Melita levantó la cabeza y alcanzó a ver que Safo movía un pie.

—¡Resista, señora! ¡Ya tengo la vena! —dijo Niarco triunfante—. Por Hipócrates, qué difícil es coser esto.

—¡Hazlo de una vez, hombre! —gruñó Coeno.

—¡Una vuelta más! Una más. Ya está. Suelta ese cordón, despacio, una vuelta. Otra vuelta. Afrodita, no abandones a esta mujer. Artemis, mantente alejada, aún no tienes por qué arrebatarme a mi amada…

La voz de Niarco se fue apagando entre expresiones de cariño y comentarios.

—¿Y ahora qué? —preguntó Coeno.

—Ahora, a esperar —masculló Niarco.

Al día siguiente Safo seguía con vida. Melita también; de hecho, ya se sentía mejor. Se incorporó en el lecho, amamantó al bebé y observó a las esclavas y criadas que limpiaban la habitación con esmero. Una sirvienta se acercó a ver al bebé y la felicitó, embobada con el crío y proponiendo nombres.

Melita había esperado estar de mal humor, pues se estaba perdiendo la gran aventura de la reconquista del Tanais. Para entonces era posible que su hermano ya fuese el amo de Pantecapea.

Sin embargo, se encontró siendo la mar de feliz en su condición de madre con un hijo saludable y, dos días después, cuando Safo, pálida como la muerte por la pérdida de sangre, por fin abrió los ojos y los médicos declararon que iba a vivir, se puso aún más contenta.

Pasaron varios días en los que alimentaba constantemente a su hijo, vigilaba a las esclavas que lo cambiaban y recibía visitas regulares de un ridículamente incómodo Coeno, hasta que se enteró de toda la historia: el médico loco que sacó un puñal y fue detenido por el temerario coraje de Safo, que puso la mano y luego su cuerpo encima de Melita; el médico judío que plantó cara al asesino, muriendo en el intento aunque dejándolo escapar.

—Sófocles —dijo Melita, meneando la cabeza.

Coeno, sentado muy tieso a los pies de su cama, asintió gravemente.

—Es lo que sospecho. Y eso significa que sigue en Alejandría.

—¡Y le dejamos entrar! —dijo Melita—. ¿En calidad de médico?

Coeno negó con la cabeza.

—Ninguno de los otros médicos lo conocía. Quizás entrara con los esclavos, con los criados… no habíamos tomado ninguna precaución.

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