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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

Tirano IV. El rey del Bósforo (6 page)

—Bien —dijo Melita, recobrando todas sus fuerzas—. Bien, todo se arreglará. Ya lo verás.

Coeno se revolvió un tanto incómodo.

—¿Has pensado en un nombre, querida?

Melita se encogió de hombros.

—No —contestó—. Entre los sakje, ponemos nombre a un niño cuando cumple un mes. Cuando sabemos que vivirá.

Coeno asintió.

—Este niño… será mi heredero. Significa mucho para mí, Melita. Cuando Jeno murió… —Coeno no derramó una lágrima, era demasiado fuerte y aristocrático para permitírselo, pero su pausa fue elocuente—. Este niño… no voy a abandonarlo. Aunque no estuvierais formalmente casados, espero… espero que…

—¡No seas tonto, tío! —Melita negó con la cabeza—. Serás su padre en muchos sentidos, tío Coeno. Y, por supuesto, entiendo tu interés. ¡Hombres! ¡Herederos! ¡Una hija sería tu heredera con el doble de seguridad!

Le dedicó una sonrisa pícara a la que él respondió frunciendo el ceño.

—Una hija no habría llevado mi nombre —respondió Coeno.

Melita se rio.

—Ay, tío Coeno, los griegos estáis todos locos. ¿Cómo te gustaría que llamara a este niño encantador?

Coeno se acercó, como olisqueando a su nieto.

—Kineas —dijo.

La temporada veraniega de navegación tocaba a su fin, el viento del norte refrescaba todas las estancias de la mansión de León a orillas del mar. En el patio, los higos maduraban. El convoy anual procedente de Marsella, en la remota Galia, llegó a tiempo y con abundantes cargamentos, multiplicando la fortuna de León.

Safo se iba curando despacio, restableciéndose de la hemorragia con dulces y la cerveza ligera que bebían los egipcios. Pasaba muchas horas recostada sobre un
kline
en el patio privado, un espacio porticado que comunicaba la casa de León y la de Diodoro, donde las mujeres solían reunirse salvo cuando llovía. Los esclavos servían vino, dátiles y otros dulces mientras ella recibía, administrando sabiduría e incluso justicia, al personal de la casa.

Nihmu, una sakje oriunda del mar de hierba, tenía cuatro carcajes de flechas y estaba situada en un extremo del patio, disparando saetas con lengüeta de bronce contra una diana oculta en la penumbra de una columnata. A diferencia de Safo, que dirigía los asuntos de su marido, Nihmu no tenía casi ningún interés en el negocio al que se dedicaba el suyo, y nunca hablaba de lo que echaba de menos.

Melita estaba sentada en la hierba, envidiando a Nihmu su entrenamiento con el arco, aunque plenamente ocupada en decir tonterías a su hijo mientras lo ayudaba a caminar, sosteniéndolo por las axilas de modo que los pies apenas rozaban el suelo.

—¿Quién será un gran atleta, eh? ¿Con las piernas muy, muy largas? —le decía mientras él se las arreglaba para agarrarse a sus pechos—. ¿Y unos brazos muy fuertes?

El chiquillo escupió un poco y se abalanzó sobre ella. En un par de días cumpliría dos meses. Melita le había puesto de nombre Kineas, en el templo de Hathor y en el de Poseidón. Y ahora pasaba los días jugando con él en el jardín.

—Podrías dejar que Calisto jugara con él —dijo Safo, levantando la vista de un rollo—. No es un juguete ni una tarea. ¡Tira al arco!

Melita suspiró. La maternidad, una maternidad sin padre, no había alterado su posición en la casa. Era veterana de varias batallas, una mujer adulta, una madre, y Safo todavía le hablaba como si necesitara lecciones sobre todos los aspectos de la vida.

—Calisto no es su madre —dijo Melita.

Safo se encogió de hombros, sin apartar los ojos del rollo.

—Será madre en cuestión de días —dijo—. Pero puedes hacer como gustes, querida.

—¿Qué estás leyendo, tía? —preguntó Melita.

—Aristóteles. Esta es la copia de Filocles; voy a ocuparme de que la guarden en la biblioteca. Estoy catalogando todos sus rollos. Tiene cientos.

Safo levantó la mirada.

—¿De qué trata? —preguntó Melita.

—Bueno —dijo Safo. Se recostó en el diván—. Dice que es un estudio sobre la naturaleza pero, por el momento, más bien parece una revisión de las ideas de otros hombres.

—Filocles no tenía en mucha estima a Aristóteles —dijo Melita.

Safo enarcó una ceja delicadamente depilada.

—¿Has leído a Aristóteles?

Melita se encogió de hombros.

—Un poco. Su obra sobre los dioses, sobre la religión. Filocles me la copió toda para que la leyera.

Safo se inclinó hacia delante como si viera a su sobrina por primera vez.

—¿En serio?

Melita se sintió herida por la sorpresa de Safo.

—¡Estudié cada día con Filocles a partir de los seis años! —dijo—. He leído a Aristóteles, a Platón, todos los discursos de Isócrates, todos los aforismos de Heráclito, todos los libros de Pitágoras. ¡Todo! Incluso al imbécil de Pericles.

Safo sonrió.

—Ya lo sé, querida.

—¡Actúas como si fuese inepta para conversar! —dijo Melita.

—Y tú como si no tuvieras intención de leer un rollo nunca más —repuso Safo.

—¡Tengo un bebé! —replicó Melita.

—A menudo son fruto de una relación sexual poco meditada. —Safo sonrió—. No tiene por qué determinar el resto de tu vida.

—¿Poco meditada?

Melita se levantó y cogió a Kineas en brazos. Tomó aire como si se dispusiera a soltar una diatriba.

—La hetaira Fiale —anunció Kalias, el mayordomo. Hizo una reverencia y entró Fiale, que aun no siendo una belleza en sentido estricto era la mujer más atractiva de Alejandría, echando un chal de color arena en brazos de la esclava que la acompañaba, Alcea, una mujer de acusadas facciones.

—¡Oh, despoina! —exclamó Fiale. Se acercó a Safo y se arrodilló ante ella.

Safo endureció su expresión. Frunció el ceño y apretó los labios.

—¡Oh, Fiale! ¿Tan malas son las noticias que traes? ¿O estás dramatizando?

Fiale negó con la cabeza. Las lágrimas de sus ojos indicaban que su postración no era fingida.

—No, despoina, no dramatizo. Ha llegado un informe a palacio… un informe procedente de Rodas.

Safo tomó las dos manos de la hetaira entre las suyas.

—Vamos, cuéntamelo. ¿Se trata de Diodoro?

Fiale negó con la cabeza.

—No… no. Diodoro está bien. Se trata de la expedición al Euxino.

Melita sintió que se le helaba la sangre.

—¿Qué? —preguntó, olvidando su enojo.

Una flecha de Nihmu cruzó el aire con el sonido de un pájaro.

—Era una trampa —dijo Fiale—. Es lo que dicen en palacio. Una trampa.

—Desde luego no eres la persona a quien yo elegiría para dar malas noticias —dijo Safo, manteniendo impávida la máscara de su rostro—. ¡Desembucha, Fiale!

Fiale hundió la cabeza en el regazo de Safo, y Safo le acarició el pelo.

—¿Sátiro? —preguntó.

Fiale asintió sin levantar la cabeza.

—Dicen que su barco se hundió por los daños sufridos. Que nadie… pudo salvarlo. Terón y Abraham iban a bordo con él.

Melita sollozó. Faltó poco para que se desplomara. De repente, las encallecidas manos de Nihmu la sostenían. Apareció Calisto, con su abultado vientre, y cogió en brazos a Kineas, que rompió a berrear.

—¿Y mi marido? —preguntó Nihmu.

El llanto inundaba el jardín. Fiale lloraba, igual que Calisto y Melita. Kalias lloraba, así como las dos esclavas presentes. Alcea observaba con su habitual indiferencia el sufrimiento ajeno. Su actitud daba a entender que sufrir era la norma y que más valía que los demás se fueran acostumbrando, tal como había hecho ella.

Nihmu no derramó una lágrima, y Safo apretó los labios y meneó la cabeza.

—Todavía no nos han vencido —dijo Safo.

Melita vio que Safo y Nihmu cerraban los ojos. Algo sucedió entre ellas, y ambas se volvieron, como si fuesen un solo ser, para dirigir la mirada, no ya hacia ella, sino hacia su hijo.

3

La costa occidental del Euxino consistía en marismas, bahías profundas, estuarios infinitos y marjales que se extendían hasta el mar de hierba.

Todavía estaban a diez estadios de la costa. Habían huido adentrándose en alta mar, en el «gran verde» en el que nunca se aventuraban los marineros de cabotaje, achicando el agua del
Halcón
y taponando la proa para evitar que el agua entrara por las aberturas que había dejado la pérdida del espolón; tres grandes agujeros bajo la línea de flotación, cada uno del tamaño de un puño, donde los sólidos pernos de bronce habían roto las tablas del casco.

Sátiro estaba sumamente agotado, le costaba tomar decisiones prudentes y ya no sentía miedo ni esperanza. Se limitaba a actuar. Se encontraba en la proa, desnudo salvo por las botas, atando un
aspis
relleno de estopa en la parte externa del casco para tapar los agujeros. La tensión de la proa había arrancado los parches y el agua entraba de nuevo, y los remeros bogaban con la bancada inferior medio llena de agua, cuyo nivel iba en aumento.

Sátiro sujetaba el escudo sobre los agujeros mientras dos marineros oriundos de Urartu lo envolvían con sogas para afianzarlo. Sátiro luchaba contra el mar y contra su propia fatiga, y mientras empujaba, una ola zarandeó el escudo y aflojó todas las cuerdas. El brazo le dolía, el agua salada lamía la profunda herida y el dolor era intenso.

El agua volvió a entrar a borbotones en el barco.

—Joder —dijo Sátiro. Dudaba que le quedaran fuerzas para comenzar de nuevo, de modo que optó por empujar el escudo otra vez entre las sogas mediante el simple recurso de tirarse sobre el borde superior, yendo a parar al agua. Se agarró a los tablones de la proa mientras el agua lo golpeaba, dislocándole el hombro, y sacó la cabeza a la superficie. El impulso del barco lo aplastó contra el escudo, y el escudo se mantuvo en su sitio.

—¡Tirad, cabrones! —consiguió gritar Sátiro.

Ba’laz, el más corpulento de los dos, haló de su soga hasta hacerla vibrar. Kariaz, más menudo, la amarró a un travesaño de los que soportaban el peso del espolón y luego haló de la otra soga hasta que Ba’laz se unió a él y consiguieron afianzarla.

—¡Ya está encajado, capitán! —dijo Ba’laz.

Sátiro ya se estaba hundiendo debajo de la proa.

—¡Reacciona y lucha, muchacho!

Terón se alzaba encima de él en la arena de la palestra, con las manos aún en la postura de combate del pancracio.

—¿Estás vencido? Si eres uno de los míos, ¡levántate! ¡Levántate y lucha!

Terón era más corpulento de lo normal, y las arenas se extendían hasta un horizonte infinito. Su estatura era inmensa, y su clámide de piel de león aleteaba al viento, oliendo a gato mojado.

—¡Levántate y lucha!

Sátiro se esforzó en apoyarse sobre un pie, en darse impulso con un brazo. Parecía que todo el peso del mundo lo aplastara. La fuerza que lo clavaba al suelo era como la mano de los dioses. Empujó.

De repente, el peso sobre sus hombros cedió…

Solo la voluntad de los dioses mantuvo a Sátiro con vida. Se le enredó un pie en la maraña de cuerdas y lonas de su primera intentona por taponar la proa y quedó atrapado, ahogándose, hasta que Terón alargó los brazos y lo sacó del agua gracias a su fuerza. Diocles tardó varios minutos en reanimarlo, o eso le dijeron cuando tras jadear y atragantarse volvió a respirar con normalidad.

—Estabas ahí —dijo Sátiro a Terón, agarrándole la mano.

—Por supuesto —corroboró Terón. Se limpió la nariz. Una de las heridas que tenía en el muslo se le había abierto, y le chorreaba sangre aguada por la pierna, que presentaba profundas marcas donde se había arrancado las grebas.

—No; lo he visto. ¿Estaba muerto? —preguntó Sátiro.

Vio en sus rostros que pensaban que estaba desvariando, de modo que no dijo más.

—¿Alguna señal de los demás barcos? —preguntó.

Diocles negó con la cabeza. Llevaba diez horas al timón.

—Ni rastro —dijo—. Hemos huido hacia el oeste. Ellos, hacia el este.

Se encogió de hombros.

Terón se dejó caer pesadamente.

—Zeus Sóter, chaval. Si me hubieras soltado, a estas horas ya estarías a medio camino de Rodas.

Sátiro se las arregló para sonreír.

—Suena funesto, ¿verdad? Así estamos mucho mejor.

Diocles miraba inexpresivo hacia el frente.

Sátiro incorporó un poco la espalda. A uno de los chicos le dijo:

—Trae mi petate. —Se volvió hacia Diocles—. Todavía no hemos muerto.

—Por poco —respondió Diocles.

Sátiro puso lana cruda en el muslo de Terón, retorciendo las puntas tal como le había enseñado Sófocles, un traidor y un asesino pero un médico excelente, años antes en Heraclea.

Heraclea, donde Amastris estaría esa noche. ¿Contemplaría la puesta de sol? Dirigió la mirada al oeste, donde el sol se ponía mientras ellos bordeaban las marismas. En aquella costa no había nada, nada salvo los canales de cien vías de agua olvidadas y los marjales que dejaban a su paso.

Apenas alcanzaba a ver la tierra bajo el sol poniente, y justo al norte de la parte más brillante del disco rojo, vio el perfil de una vela. Señaló en aquella dirección.

—El carajo mojado de Poseidón —dijo Diocles—. Zeus Casio que conquistas todas las aguas. Tetis la de los pechos relucientes.

A Sátiro le costaba mantenerse erguido.

—Podría ser Dionisio —dijo, esperanzado.

Diocles negó con la cabeza y escupió por la borda.

—Es ese bastardo dorado que nos afeitó la popa. —Miró hacia proa—. Ese aparejo que has montado, ¿es lo bastante firme para que icemos la vela cuando anochezca?

Sátiro no apartaba los ojos de la otra nave. Los remeros estaban cansados, tan cansados que el barco apenas tenía impulso suficiente para ser gobernado, pese a que todas las bancadas bogaban.

—No nos ve —dijo.

—Estamos en el horizonte oscuro y con los mástiles bajados —dijo Diocles—. Pero eso no impide que podamos llegar a tierra. Podríamos hundirnos durante la noche, y lo sabes. Tenemos que llevar este casco a la orilla.

—En esta costa solo hay chinches y barro —dijo Sátiro.

—Un hombre puede abrirse paso en el barro, y los chinches no suelen matar —repuso Diocles—. Sin espolón, solo hay cuatro pernos de bronce que mantengan unida la proa, ¿me oyes, señor? No llegaremos a Tomis, ni allí donde creas que podemos llegar. Si el viento arrecia y se levanta marejada, estamos perdidos.

Sátiro tuvo ganas de despotricar diciendo que no era culpa suya y que Diocles estaba siendo injusto, pero le faltaron energías.

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