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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

Tirano IV. El rey del Bósforo (14 page)

Se oía el fragor de la lucha en la playa, gritos y el entrechocar del bronce y el hierro, y un hombre que bramaba a causa de la ira o el dolor, o de ambas cosas.

—¡Quemaré esta ciudad y a todos los hijos de puta que viven en ella! —gritó aquella voz, la voz de payaso.

Sátiro se dio cuenta de que tenía todos los músculos agarrotados y procuró relajarse.

—La ciudad se ha levantado contra los asaltantes —dijo.

—Ganancias más fáciles para nosotros —dijo un infante—. No pueden defender la playa y los barcos a la vez.

Sátiro gritó órdenes mientras trepaba rodeando a Terón para echarse a correr por la borda, haciendo caso omiso de la muerte segura que le aguardaba si se caía al agua con la armadura puesta.

—Apolodoro, vamos a desembarcar. Vacía el barco. Tú lleva a los infantes. Terón, Kalos, llevaos a los marineros.

—¿Qué? —preguntó Terón, pero Sátiro había seguido adelante. Saltó a la cubierta principal y corrió por la pasarela, repitiendo sus órdenes a Kalos y a la tripulación de cubierta, y luego fue en busca de Diocles.

—Después de pasar el barco que está más al sur, da media vuelta y váranos de popa. Todo el mundo a tierra. Todo el mundo.

Sátiro estaba muy agitado, asustado de su propia decisión pero resuelto a llevarla a cabo. Los lugareños estaban muriendo en la playa, enfrentados a soldados profesionales y pagando un alto precio por ello, luchando a oscuras. No iba a abandonarlos a su suerte.

Diocles meneó la cabeza, y sus dientes brillaron a la luz de las fogatas.

—Estás loco, ¿lo sabes? ¿Tu amigo Terón no te ha dicho algo sobre no hacer heroicidades temerarias? —Se irguió y gritó—: ¡Remeros de estribor, cambiad de bancada! —Sonrió a Sátiro—. Yo también estoy loco. Acabaremos con todos o moriremos en el intento.

Sátiro no pensó ni un momento en el posible botín, solo en que era casi seguro que Calco, el amigo íntimo de su padre, estuviera luchando en la playa contra los hombres que habían matado a Penélope y violado a Teax. Personas a las que apenas conocía.

Tal vez estuviera loco.

—¡Todos a sus puestos! —gritó Diocles. A Sátiro le dijo—: Tengo el barco controlado. Ve a organizar tu desembarco.

Sátiro lo saludó y corrió hacia proa, con las grebas rozándole ya los tobillos y el escudo golpeando las hombreras de su coraza.

—En cuanto la popa toque la arena —gritó—, infantes y tripulantes de cubierta por la borda. No varéis el
Loto
en la playa, tan solo formad como os enseñó Terón: infantes al frente, marineros en las filas siguientes y los remeros detrás. ¿Entendido?

Terón negó con la cabeza pero no dijo palabra.

—Derechos a la playa y contra el enemigo —dijo Sátiro.

—Deberíamos estar detrás de ellos —confirmó Apolodoro.

—No os detengáis para lanzar jabalinas ni nada por el estilo —dijo Sátiro—. Ellos han formado, lo he visto a la luz del fuego. Id derecho hacia ellos. Permaneced juntos, no os matéis entre vosotros.

—¡Playa! —gritaron varios hombres. Sátiro vio que el tiempo de planificar se le había acabado. Estaban tan cerca del trirreme enemigo que sus remos casi le rozaron el espolón, y entonces Kalos gritó:

—¡Remos dentro!

Y embistieron la playa con tanta fuerza que todos los hombres cayeron de bruces.

—¡A tierra! —chilló Sátiro, poniéndose de pie. Se encasquetó el yelmo y saltó al agua, encontrándola más profunda de lo que esperaba, pues le llegaba casi al pecho, y comenzó a caminar hacia tierra firme mientras el frío le recordaba que era mortal—. ¡A formar! ¡A formar! —chillaba una y otra vez, y Apolodoro tenía a los infantes apiñados, y luego la piña se extendió, formando una línea.

—¡Marineros! —gritó Sátiro. Los marineros y los remeros fueron saliendo del mar para ocupar sus puestos detrás de la endeble línea de los hombres que llevaban armadura. Medio estadio playa abajo, otros hombres gritaban junto a las hogueras. Más cerca, un arquero tiró, y su flecha desplumó la cimera del yelmo de Sátiro. Otra flecha le golpeó con fuerza el tobillo, y bajó la vista esperando ver el astil clavándole el pie en la playa, pero la saeta había desaparecido y el tobillo le dolía como si le hubiese dado una coz un caballo.

Ni idea de lo que estaba ocurriendo allí, excepto que había cadáveres junto a la popa del barco del medio y ningún defensor. La locura de la guerra aniquilaba el sentido común.

—¡Diocles! —gritó Sátiro—. ¡Toma veinte hombres y pon estos cascos a flote!

Un rugido de aprobación de sus propios hombres; reflotar los barcos enemigos era una garantía contra la derrota, pues significaba que no habría persecución.

Apolodoro agitó su lanza. Terón estaba a su lado cual torre de bronce a la luz de las llamas.

—¿Preparados? —gritó Sátiro. Estaba perdiendo la voz de tanto gritar—. ¡Conmigo, adelante!

En verdad no era una falange, era más bien una especie de turba que seguía la misma dirección, un centenar de hombres trotando por la playa con una frágil delantera de bronce y hierro. Los marineros desdeñaban las formaciones y se desplegaron mientras corrían. Los hombres tropezaban con cadáveres y maderos, una fila entera se topó a oscuras con una barca de pesca volcada y se perdió en un torbellino humano de confusión, pero el grueso de la formación siguió barriendo la playa, con Sátiro corriendo en cabeza, dejando atrás el otro barco y las fogatas para ascender a lo alto de la playa y casi entrar en la ciudad.

Y allí los tenían: de repente, había soldados en el extremo del ágora que daba al mar, donde hombres prudentes habían varado la mayoría de barcas de pesca para resguardarlas de las tempestades. Entre las embarcaciones, los invasores estaban matando a los habitantes de la ciudad y a los granjeros de los alrededores.

—¡Matadlos a todos! —gritó la voz gangosa.

—¡Halcones! ¡A la carga!

Sátiro se esforzó en llenar los pulmones para bramar las órdenes, y sus hombres gruñeron y gritaron y cayeron sobre los atacantes.

Sátiro echó a correr y mató a un hombre sin armadura de un golpe de lanza en los riñones, haciendo que manara sangre a borbotones, y el hombre se desplomó, encogiéndose sobre la herida como si intentara apagar un fuego, y Sátiro siguió adelante.

Su siguiente oponente llevaba armadura y se estaba dando la vuelta cuando Sátiro llegó y arremetió con la lanza, la punta guiada por las manos de los dioses, acertando en la axila del brazo con que sostenía el escudo; un golpe milagroso que lo derribó, dejándolo hecho un ovillo en el suelo. Sátiro tuvo que detener su avance porque se había adentrado en las filas enemigas. Se estaban revolviendo, y Sátiro clavó los pies en el suelo.

—¡Halcones! —rugió. Hincó la lanza con fuerza, que alcanzó la parte alta de un yelmo y rebotó, aunque asestando tal golpe a la cabeza del soldado que este se vino abajo, inconsciente, aturdido o simplemente herido. Sátiro no prestó atención a su caída. Dio media vuelta y arremetió en sentido contrario, y esta vez el enemigo, un oficial con penacho, paró el golpe con el escudo y se lo devolvió, pero Terón se interpuso a tiempo y le hizo retroceder a mandoblazos, pegándole con la espada una y otra vez hasta que lo derribó.

Ahora Sátiro estaba rodeado de hombres que gritaban «¡Halcón!». Sátiro avanzó junto a Terón. Daba una estocada tras otra y le devolvían los mandobles, una dolorosa lluvia de hierro que le golpeaba el escudo y resonaba en su yelmo de bronce, haciendo que el brazo le palpitara de dolor. No había modo de pararlos, estaban a oscuras y Sátiro no veía a quien rechazar, de modo que volvió a afianzar los pies en el suelo y empujó con el escudo. Un enemigo le agarró la lanza, que se partió entre sus dos escudos. Empujó de nuevo, gritando como un poseso. Recibió un golpe tremendo en la cabeza y le vino el sabor del cobre a la boca. Hincó una rodilla en tierra, pero sabía lo que eso supondría. Empujó con las piernas, se irguió y arremetió con una ráfaga de golpes de contera, blandiendo la lanza rota como si fuese un garrote; rugiendo, gritando con la voz ronca.

El enemigo cedió. No fue la lenta erosión de la voluntad que Sátiro había conocido en Gaza, sino una súbita rotura, como si una balsa de riego hubiese reventado en una granja, vertiendo sus aguas colina abajo para destrozar los sembrados. Los asaltantes se dieron por vencidos en cuestión de segundos y echaron a correr hacia la oscuridad.

Los halcones se detuvieron. Nadie gritó una orden, y los hombres que había en torno a Sátiro se arrodillaron en la tierra empapada en sangre y jadearon como perros.

—¿Quién diablos sois? —gruñó una voz entre las sombras—. Por Plutón, generoso dador, creo que os debemos nuestra libertad.

Sátiro se dio cuenta de que todavía aferraba la contera de la lanza. La soltó y se obligó a ponerse de pie. Le zumbaban los oídos y algo le mojaba la barba. Lo lamió; era sangre.

—Por Heracles —dijo Sátiro—, me parece que os debemos la vida. —caminó hacia el otro hombre, apenas visible, con una muchedumbre a su espalda en la otra punta del ágora. Cuando Sátiro se hubo separado de sus hombres, gritó:

—Soy Sátiro, hijo de Kineas —y siguió avanzando.

—¡Ah! ¡Amigo mío! —respondió la voz. Un anciano, demasiado mayor para empuñar el bronce, se separó de su grupo. Su barba blanca asomaba bajo un anticuado yelmo ático.

—¿Calco? —preguntó Sátiro.

—¡Por Zeus, guardián de los juramentos, esto es digno de ser recordado! —dijo Calco, y Sátiro fue engullido por un abrazo metálico—. Supimos que andabas por la campiña. Era demasiado bueno para ser verdad, pero cuando ha comenzado el ataque en el puerto, he sublevado a los hoplitas, a lo que queda de ellos.

—Os hemos oído —terció Terón.

—Pero nos vencieron —dijo Calco—. Tal como nos vencieron el otro día. ¡Bah! Ya no somos los hombres que éramos hace veinte años.

A Sátiro le sangraba la nariz; no conseguía detener la hemorragia y se distrajo. De pronto el tobillo le dolía atrozmente y la vieja herida del brazo le palpitaba.

—Hemos huido —prosiguió Claco—. Tampoco ha estado mal, porque nos han seguido y habéis venido detrás de ellos. Se han vuelto contra vosotros…

—¡Casi acaban con nosotros, también! —dijo Terón.

—Y he reagrupado a los muchachos para un nuevo intento. ¡Ares, ha faltado poco!

—Demasiado poco —dijo Sátiro entre el líquido que le manaba de la nariz—. ¿Mercenarios?

Calco gruñó.

—Las putas de la guerra —dijo—. ¡Ah, me siento como un hombre esta noche! —agregó, riendo.

—¿Y los hombres que han huido? —preguntó Sátiro. Ahora miraba a los suyos. Había huecos en sus filas.

Calco señaló con el mentón hacia la muchedumbre que tenía detrás.

—¿Ves? No son solo hoplitas, también todos los esclavos de la ciudad. Esos cabrones han violado y matado a su antojo. Todas las amas de casa se han apostado en los tejados provistas de tejas, todos los niños recorren las calles con sus hondas.

—Siendo así, habrá un montón de críos muertos por la mañana —dijo Terón. Encogió sus anchas espaldas—. Necesitan nuestra ayuda, Sátiro. Me figuro que por eso nos has hecho desembarcar, para salvar la ciudad.

Sátiro gruñó.

—Eres un héroe enviado por los dioses —dijo Calco—. Atenea Niké, si incluso te pareces a tu padre.

Resultaba difícil sentirse un héroe con la nariz sangrando y el brazo en llamas, y mucho más enfrentarse a la idea de tener que meterse en aquellas calles oscuras y angostas y volver a luchar.

Pero ya se estaban oyendo gritos; mujeres y niños, y hombres también.

—De acuerdo —dijo Sátiro—. Solo los infantes de marina. Tripulantes de cubierta, recoged todas las armaduras y escudos que veáis y seguidnos. ¿Dónde está Kalos?

—Aquí —contestó Kalos, con su cara de sátiro asomando bajo un casco beocio abollado.

—Llévate a los remeros y ayuda a Diocles a reflotar los barcos de la playa —ordenó Sátiro, con la impresión de que su cerebro actuaba por cuenta propia, prescindiendo de su cuerpo.

Kalos asintió con vehemencia.

—¿Puedo dormir una siesta antes?

—Esos hombres que han huido tal vez decidan luchar por sus barcos —terció Terón—. Cuanto más tardemos…

—Vale, vale. —Kalos meneó la cabeza—. ¿Alguien tiene un odre de vino? —gritó a sus hombres, que ya estaban despojando a los muertos.

—¿Y Apolodoro? —preguntó Sátiro.

—Lo ha alcanzado una flecha en la playa —contestó Terón—. Cuanto más aguardemos…

Sátiro tuvo que obligarse a moverse.

—Hagamos lo que hay que hacer —dijo con voz ronca, y se echó a caminar hacia la ciudad arrastrando los pies. Vio una lanza, se agachó y la recogió; un
lonche
de infante sin contera.

«Mejor esto que nada», pensó.

Había una casa en llamas pocas calles tierra adentro, y el fuego se estaba propagando. Calco bramaba órdenes a su gente, y los hoplitas fueron a unirse a los infantes de Sátiro; solo una docena aproximada de hombres con armadura.

—¿Dónde están todos tus hombres? —preguntó Terón.

—Bocabajo en la arena —dijo una voz que transmitía fatiga y enojo—. No hay que dar cuartel a esos cabrones.

Se internaron con cautela en una calle ancha flanqueada por almacenes y un par de tabernas.

—Soy Kletes —dijo un hoplita—. Conozco bien esta parte de la ciudad. Seguidme.

Y así, sin más, Kletes tomó el mando, y bajo su dirección se desplegaron para cubrir dos calles paralelas y avanzaron tierra adentro. En dos ocasiones se tropezaron con cadáveres; la primera con el de un invasor, al que ya habían desnudado; la segunda, con los de dos esclavos jóvenes con heridas de lanza en el vientre y la espalda. Luego oyeron pelea en otra calle, cerca del foco del incendio.

—¡Derechos a ellos! —gritó Kletes, y Sátiro obedeció con la misma naturalidad que Terón y cualquiera de los demás. Corrieron por las calles hasta encontrarse en un cruce demasiado pequeño para ser una plaza pero, aun así, espacioso. Una docena de invasores estaba enzarzada con una turba de lugareños; pescadores y sus esposas. Una teja golpeó el yelmo de Sátiro, le zumbaron otra vez los oídos y dio un traspié. Las demás alcanzaron la línea de invasores, ahora desesperados al verse acorralados.

Sátiro no había entrado en combate y por eso vio la trampa.

—¡Cuidado! —gritó—. ¡Nuestros flancos!

Un taimado cabrón había usado a sus propios hombres como cebo, reteniendo a media docena de soldados de reserva a la sombra de un gran edificio.

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