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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

Tirano IV. El rey del Bósforo (19 page)

BOOK: Tirano IV. El rey del Bósforo
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Terón meneó la cabeza.

—No tengo la mente para discusiones filosóficas sobre moral, muchacho. Y entiendo tu punto de vista.

—Necesito a Lisímaco —dijo Sátiro—. Se supone que es nuestro aliado; es aliado de Tolomeo, pero Alejandría está muy lejos, y Lisímaco, cerca.

—Lisímaco es capaz de tomar a esos hombres, y los barcos que tripulan, y decirnos que tenemos suerte de seguir vivos.

Terón miró a los demás hombres sentados en torno al fuego, pero los marineros guardaron silencio. En su mayoría eran hombres libres de clase baja, y no iban a entrometerse en un debate político entre dos caballeros.

Sátiro miró a Diocles de forma significativa. El tirio asintió lentamente.

—¿Y qué? O sea, con el debido respeto, si Lisímaco hace eso no es un buen aliado y nosotros seguimos siendo más ricos conservando el
Loto Dorado
y nuestras vidas. Y, francamente, señores, no se puede armar una flota con estas naves. Capturamos unos pocos trirremes viejos. El
Avispón
es el único que tiene algún valor. Los otros dos tienen carcoma.

Terón asintió. Dio una palmada en el hombro a Diocles.

—Eso me enseñará a no hablar sobre cosas que en realidad desconozco —dijo—. A partir de ahora, no te muerdas la lengua.

Los aretes del tirio centellearon a la luz de la hoguera.

—¿Y bien?

—Llamemos a todo el mundo a asamblea; a nuestros remeros también. Se lo diremos sin tapujos. —Sátiro asentía al tiempo que hablaba—. Y, Apolodoro, los infantes con armadura completa. Así verán la otra alternativa.

Apolodoro asintió.

—Solo por los poetas, navarco; quisiera que antes ejecutaras a un par de ellos. El resto entenderá ese mensaje a la primera.

Terón apartó la vista con desagrado, pero Diocles asintió.

—Estoy de acuerdo. Mata a un par de los que hoy hemos pillado con armas en el
Loto
.

—¿A sangre fría? —preguntó Sátiro.

—No tenía previsto darles espadas —dijo Apolodoro—. No te preocupes, navarco. Ya lo haré yo.

—No —respondió Sátiro. Tragó saliva, sintiéndose atrapado. Sintiéndose como si algo se estuviera moviendo en la playa oscura. Furias. Maldiciones. El juramento de vengar a su madre. Meneó la cabeza. Pensó en Teax, en las consecuencias de ser rey.

—Convocad a los hombres —dijo.

Fue cuestión de minutos. Los remeros apresados tenían sus propias fogatas, vigilados por remeros cansados con armaduras del enemigo.

—Al menos han comido —dijo Sátiro a Diocles.

—Tu amigo nos ha tratado a cuerpo de rey —respondió Diocles. Estaba royendo el hueso de una chuleta de cerdo.

—¿Tienen que morir estos hombres? —preguntó Sátiro.

—¡Zeus Sóter, navarco! Se han amotinado contra ti, han intentado matar a Terón y hacerse con uno de nuestros barcos. —Diocles miró a Sátiro a través de sus pobladas cejas y escupió cartílago a la arena—. ¿Tienes planes de ser rey? No soy preceptor como tu espartano, ni atleta como Terón. Benditos sean los dos; son hombres buenos. Ahora bien, si planeas ser rey, van a morir personas. Y tú vas a matarlas. ¿Me sigues? Quizá necesites una lección a ese respecto. O quizá… —El tirio no miró a Sátiro a los ojos—. Quizá no deberías olvidarte de ser rey.

Sátiro se detuvo y miró fijamente a su timonel.

—Filocles me dijo una vez que los hombres buenos, los hombres verdaderamente buenos, no hacían la guerra ni segaban vidas. —Suspiró—. Y luego dijo que todo parecía diferente visto desde la primera fila de la falange; tanto el bien como el mal.

—Sí, señor —dijo Diocles, asintiendo—. Lo he oído comentar.

Sonrió con tristeza y dio otro mordisco a su chuleta.

—Les habríamos hecho lo mismo a ellos —prosiguió Sátiro—. Si nos hubieran apresado, habríamos hecho lo posible por escapar.

—Y yo no me habría retorcido al verme con una espada al cuello, ¿eh, navarco? —Diocles se encogió de hombros. El desdén de su voz era sutil, pero ahí estaba—. Deja que lo haga Apolodoro, si es preciso.

Sátiro meneó la cabeza observando a Terón, preguntándose en qué medida iba a perder parte de su estima.

—No —dijo. Soltó la correa de la vaina de la espada y siguió caminando adelante, hacia donde los infantes de marina habían conducido a los remeros prisioneros para que se arrodillaran en la playa.

Tuvo la impresión de que sus pasos retumbaban en la arena. Notaba cómo se congregaban las Furias.

Sátiro pasó revista a sus filas. Varios eran chicos. El resto eran remeros profesionales de espalda encorvada y brazos largos, con el cuello ancho y bien musculados. Unos pocos levantaron la cabeza para mirarle. Ninguno parecía la encarnación del mal ni el sirviente de dioses oscuros, ni nada maligno, fácil y reconfortante que pudiera nombrar. Parecían lo que eran: hombres apaleados, con frío y sin esperanza, arrodillados en una playa, aguardando a morir.

La playa entera estaba en silencio. Solo se oía el crepitar de las fogatas en las que ardían ramas de roble, de haya y de abedul que el oleaje había traído desde el norte. Sátiro distinguía el olor del abedul, el olor de las hogueras de su infancia.

«¿Si no fuera solo Penélope, sino toda una generación de ellas? ¿No solo una Teax, sino mil?»

Pocos pasos antes de llegar al final de la fila de prisioneros, desenvainó y mató a uno como en un sacrificio, un hombre mayor con un corte en el antebrazo, y luego a otro hombre más joven que estaba a su lado, asestándole un revés en el cuello tras blandir la espada contra el primero, de modo que ambos hombres cayeron casi a la vez. Sátiro se apartó de los chorros de sangre. Limpió la espada con un trapo de lino de su
doros
y siguió caminando hacia el grupo de marineros enemigos.

—No seáis idiotas —dijo. Estaban tan callados que no tuvo que levantar la voz—. Estoy llevándole estos barcos a Lisímaco, a la ciudad de Amphipolis, en Tracia, justo tras doblar el cabo de la Propóntide. Allí os dejaré a todos en tierra. Ninguna armada rodia os juzgará. Nadie más tiene por qué morir.

Se oyó un murmullo, y levantó la voz.

—Los hombres de Tomis querían mataros a todos. Yo aún puedo hacerlo. —Su voz era dura, tan dura como un hombre que acababa de matar a sangre fría; que quizá lo haría otra vez por el mero placer de sentir el poder en sus manos—. Llevadme hasta Lisímaco y os dejaré en tierra con plata en las manos. Volved a jugármela… —Hizo una pausa, respiró profundamente y prosiguió con el bramido de una tormenta—. Y os mataré a todos y quemaré vuestros cuerpos en los barcos sobrantes. ¿Queda claro?

El silencio sepulcral que siguió a sus últimas palabras fue su propio testamento.

—Estupendo —dijo Sátiro, y echó a caminar hacia la oscuridad.

Terón se sostuvo la melena mientras vomitaba. El corpulento corintio no dijo palabra. Y Sátiro lo apartó todo de su mente, junto con Teax y Penélope y la chica asesinada a orillas del río Tanais. Ahora tenía un nombre para aquello.

«El precio de la realeza.»

Esa noche tomó a escondidas una dosis de jugo de adormidera y se sintió mejor.

Al día siguiente avistaron el Bósforo tracio con unos nubarrones negros formándose en el norte. Mar adentro, divisaron la mella de una vela blanca en el horizonte, y mientras el
Loto Dorado
entraba en las aguas mansas del Bósforo propiamente dicho, pasaron junto al casco de un pentekonter de cincuenta remos que había zozobrado y estaba cubierto de algas; debía de llevar semanas allí.

—¿Piratas? —preguntó Sátiro.

—Poseidón —masculló la voz áspera de su timonel.

Siguieron hacia el sur. De pronto los remeros tuvieron que redoblar sus esfuerzos, pues el viento viró en cuestión de minutos dándoles de pleno en la cara y agitando el mar a sus espaldas, pese al resguardo que les daba el estrecho canal.

El
Loto
tenía un tercio de sus bancadas vacías y otras tantas medio llenas, y su tripulación tenía que bregar para mantener el barco aproado al creciente viento para avanzar con firmeza por el canal.

Los demás barcos llevaban remeros apresados pero tripulaciones de cubierta casi completas, y quizá por lo que habían dilucidado de la brutal demostración de fuerza de Sátiro, remaban bien, tanto así que la escuadra navegaba en perfecta alineación, con el
Loto
en cabeza seguido por el
Halcón
, el
Avispón
y luego los dos trirremes más pequeños.

Los estadios se sucedían y los remeros del
Loto
bogaban trabajosamente. Sátiro se dirigió al medio del barco.

—Amigos —voceó—, tenemos una tormenta detrás y cuarenta estadios hasta Bizancio y un puerto seguro. Remaré con vosotros, pero debemos remar hasta el final de esta garganta.

Se sentó en una bancada medio vacía y agarró el remo cuando le vino a las manos. Thrassos se sentó frente a él e hizo lo mismo.

Los buenos remeros, y su tío León solo contrataba a los mejores, tienen su propio ritmo, y no precisaban timonel salvo si perdían la estrepada. Sátiro remó hasta que le sangraron las palmas, y luego siguió remando; como penitencia, por no decir más. Pero los hombres de las bancadas le sonreían, y el gran telar de remos del
Loto Dorado
continuó tejiendo y tejiendo, tragando estadios. Arriba, la tripulación de cubierta quitó hasta el último retazo de lona de los mástiles; soplaba viento de proa. Y acto seguido se sumaron a los remeros.

A Sátiro le palpitaba y le escocía el brazo izquierdo, y acabó sollozando de dolor. Tomó un traguito de jugo de amapola de su pequeño frasco de perfume y se sintió mejor al instante. El dolor aún le ocupaba la mente, pero Sátiro flotaba en él en lugar de nadar en él. En realidad ya no estaba remando con mucho brío; básicamente acompañaba con las manos el movimiento del remo. La rotura de tres semanas antes aún era demasiado reciente, y el dolor, excesivo para que sus músculos tuvieran fuerza suficiente, pero siguió manejando el remo.

Un tripulante de cubierta, Delos, un hombre de nariz respingona con fama de insolente, fue a su encuentro y lo levantó de la bancada.

—Necesito que gobiernes —dijo. Delos dedicó a Sátiro una sonrisa que valió por toda la cortesía más distinguida del mundo. Luego ocupó el sitio de Sátiro y tomó el remo en lo alto de su recorrido.

Sátiro se arrimó a la borda y estuvo un rato respirando agitadamente. Cuando la bruma roja abandonó su visión, se encontró mirando las murallas de una ciudad que se alzaba sobre la proa del barco.

—Heracles y Poseidón y todos los dioses —musitó. Cogió el odre de vino que había debajo del banco del timonel y vertió su contenido al mar.

Los remeros vitorearon e, incluso después de treinta estadios contra el viento, sus vítores se hicieron oír y surcaron el último tramo del canal en plena forma, con la proa cortando el viento mientras comenzaban a doblar la punta del puerto.

Sátiro giró el barco con los timones de espadilla, y el brazo le dolía tanto que casi le faltaba el aire, y solo entonces se dio cuenta de que la playa estaba atestada de barcos, cincuenta barcos de guerra, y de que había otros diez fondeados.

—Poseidón —dijo, y sufrió un bajón.

Pero justo en un extremo de la playa divisó el
Empeño de Heracles
varado, con su proa de bronce reluciente bajo la lluvia invernal.

Contempló el resto de la flota el tiempo que le llevó respirar jadeante diez veces, y luego el corazón le latió de nuevo. No los conocía. Salvo por el Heracles y un penteres que quizá fuese el
Tallo de Hinojo
, aquellos barcos pertenecían a otro.

Fuera de quien fuese la flota, no era la flota de Eumeles de Pantecapea.

—Cuesta encontrar un sitio donde echar el ancla —consiguió decir Sátiro en tono de broma. Confió en sonar convincente.

No tenía por qué haberse preocupado. De la ciudad salieron marineros en tropel para ayudar a sus hombres a fondear; no había sitio en la playa, pero la taberna se vació para echar una mano, y sus barcos fueron amarrados por proa y por popa, a menudo abarloados a otros barcos, de modo que sus anclas se repartían el peso. Y cuando las primeras rachas de viento tormentoso cargado de granizo los alcanzaron, Sátiro levantó la voz para preguntar de dónde eran todos aquellos barcos.

—¡Ja! —espetó un fornido marinero negro que lucía un elegante quitón y una espada de cien dracmas—. ¡No servimos a ningún hombre!

Sátiro se sentó en su banco de gobierno y se echó a reír. Estaba amarrado a una flota pirata.

El primer hombre que lo recibió en tierra fue Abraham, delgado y bronceado, con la melena en tirabuzones. Echó los brazos al cuello de Sátiro y se dieron un largo abrazo; lo bastante largo para que los marineros les hicieran comentarios salaces.

—Pensaba que habías muerto —dijo Abraham—, pero tenía esperanzas y recé. Y decidí aguardar aquí. Dédalo me dio esperanzas; vino una semana después que yo y juró que te había visto escapar de las líneas enemigas. Pero Dionisio aseguraba que había visto cómo te hundías.

—Hundimos otro barco. Era fácil equivocarse.

Sátiro dejó que su amigo lo llevara de la mano hasta una taberna del puerto, la clase de lugar donde un caballero ateniense jamás pondría un pie. La entrada era el castillo de popa de un trirreme, y los bancos del interior, suaves al tacto por el desgaste de miles de clientes, eran bancadas de remeros, y las paredes estaban cubiertas de trozos de madera sujetos con gruesos clavos de cobre. Sátiro se dejó caer en un banco y miró a su alrededor.

—Quiero presentarte a una persona —dijo Abraham enseguida—. Luego podrás descansar.

El lugar estaba tranquilo y, sin embargo, atestado de hombres; doscientos en un espacio pensado para treinta.

—¡Zeus Sóter! —dijo, mirando en derredor—. ¿Esto es un tribunal?

—Aquí no juramos por Zeus —dijo un anciano fornido—. Solo por Poseidón.

Se sentó en el banco de delante de Sátiro. Su rostro tenía cicatrices y había perdido un ojo tanto tiempo atrás que la cuenca del ojo perdido era lisa, como si estuviera rellena de cera. Llevaba el pelo largo, con tirabuzones grises como el hierro, como si fuese un joven aristócrata en el ágora de Atenas. Su quitón de lino tenía un ribete púrpura igual que el de un tirano, y lucía una diadema de oro tachonada de cinco magníficas piedras preciosas.

—Soy Demóstrate —se presentó. Señaló con el mentón a Abraham—. Este joven depravado me ha dicho que eres el hijo de Kineas. Y que podías estar muerto. Pero esta tarde resulta que estás vivo, ¿eh?

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