Una mueca salvaje se dibujó en el rostro del joven elfo al imaginar los resultados del pían de su jefe.
—Y dejaré un manojo de menta de invierno en su guarida, ¡para que luego pueda limpiarse el terrible sabor a humano de la lengua!
Los guerreros elfos se desvanecieron con el bosque para cumplir los deseos de su jefe.
—Buen plan —alabó Korrigash, volviéndose hacia su amigo—. Pero ¿será suficiente para detenerlos?
—¿Por ahora? Quizá sí —repuso Foxfire en voz baja—. Pero no por mucho tiempo.
Cada mañana al alba las macizas puertas de Espolón de Zazes se abrían de par en par para dar paso a la afluencia de comerciantes que constituía la esencia vital de la ciudad. Las arcas de la ciudad se beneficiaban de los impuestos que gravaban las mercancías exóticas que pasaban a través de ella de camino al norte procedentes de Calimshan y puntos más meridionales. Pero los mercados de Espolón de Zazes eran algo más que un lugar de paso para las caravanas de mercaderes. Los habitantes de Tethyr estaban muy orgullosos de sus artesanos y los productos que elaboraban tenían gran demanda tanto en las tierras del norte como del sur.
En la ciudad se introducían las materias primas que traían los barcos y las caravanas desde todos los rincones del mundo. La madera de teca de Chult y el palisandro de Maztican se transformaban en las cajas de madera labrada que tanta fama tenían en Tethyr, y de Lantan llegaban delicados artilugios y diminutos carillones que se convertían luego en maravillosas cajas de música. Metales de gran pureza procedente del gélido Norland se introducían en la ciudad para ser convertidos en vasijas, armaduras y piezas de joyería, gemas que luego se utilizaban para ser engastadas en las empuñaduras de las espadas o los anillos de las damas. Los muebles tethyrianos eran apreciados por su durabilidad y sus líneas elegantes, y gracias a lo prácticos que eran, los tejidos de Myratma se consideraban de una calidad insuperable. Una capa fabricada con lana de las ovejas que pastaban en las colinas Púrpura duraba tanto que fácilmente podía pasar de padres a hijos, y pocos tejedores fuera de Tethyr eran capaces de devanar un hilo tan fino que resultaba casi resistente al agua.
Otra variedad de comercio, también importante para el bienestar de la ciudad aunque menos lujoso, era el de forraje, cultivado en las fértiles colinas Púrpura, al sur de la ciudad. A diario partían caravanas de Espolón de Zazes con destino a Marakir, el mercado agrícola localizado en la intersección de la Ruta Comercial con el río Sulduskoon, para comprar fruta, grano y cordero. Era una actividad importante, pero al ser rutinaria, no estaba sometida a demasiado escrutinio.
Por ese motivo, Quentin Llorish, capitán de una de esas caravanas, no se sintió muy feliz cuando interrumpieron su sueño para informarle de que el nuevo aprendiz de lord Hhune viajaría en su caravana al día siguiente.
No era que Quentin tuviese nada contra Hhune..., ¡nada más lejos de la verdad! El noble jefe de cofradía pagaba bien, y trataba a los hombres y mujeres que contrataba con una justicia que no era usual en Tethyr y que lo convertían en un personaje bastante popular entre el pueblo; le valía más la lealtad de la gente que el mismo dinero. Al menos, la mayoría de los hombres apreciaba que les concedieran un trato justo; pero, francamente, Quentin prefería la plata contante y sonante.
Quentin no era un hombre que se sintiera impelido por lazos de lealtad o por una necesidad de hacer negocios honrados. Acostumbraba sacar más provecho de los beneficios diarios de la caravana de lo que estaba autorizado estrictamente y pensar que un joven aprendiz ansioso estaría fisgoneando por encima de su hombro y ojeando sus libros de cuentas hacía arder el estómago a Quentin con un escozor que empezaba a ser su fiel compañero.
Así pues, mientras supervisaba los preparativos de la caravana antes del amanecer y esperaba que abriesen las puertas de la ciudad, Quentin dio un sorbo a un gran frasco de leche de cabra mezclada con un mineral con sabor de tiza cuyo nombre no conocía. Era un brebaje horroroso, pero según el curandero local en poco tiempo conseguiría apaciguar los ácidos de su estómago. Si no, prometía Quentin sombríamente mientras apuraba el resto de la bazofia, se gastaría gustoso todo el dinero que había ganado aquel día para ajusticiar al desgraciado alquimista, a ser posible ahogándolo en su propia leche de cabra.
—¿Capitán Quentin? —inquirió una voz imperiosa a su izquierda—. Soy Hasheth y vengo en nombre de lord Hhune.
El hombre soltó un sonoro eructo con efluvios de tiza y se volvió para observar a su temido pasajero. El aprendiz de Hhune era un joven que no debía de tener más de veinte años. Parecía una réplica del propio lord, a juzgar por sus cabellos oscuros, pero la nariz aguileña del muchacho y la piel tostada sugerían cierta presencia de sangre calishita en sus venas. Aquello era bastante habitual en Espolón de Zazes aquellos días, por la influencia del bajá y porque estaba de moda entre los tipos de buena cuna tener como amante a alguna mujer del sur, o eso había oído decir. El ya tenía bastante con mantener una sola mujer... la suya, por desgracia.
—Bienvenido a bordo, joven —saludó con una jovialidad que no sentía—. Partiremos cuando salga el sol. Coge el caballo que más te plazca y luego te enseñaré dónde está todo.
—No será necesario —replicó Hasheth, con el labio contraído en una mueca de desprecio. Hizo un gesto a un carruaje cubierto que arrastraban un par de animales castaños, hermosos, de músculos estilizados, cuyo reluciente pelaje rojizo había sido lustrado hasta adquirir el brillo del negro. Los caballos del carruaje eran más impresionantes por el hecho de que eran casi idénticos, hasta por las estrellas blancas que lucían a modo de adorno en la frente. Para añadir exceso a la opulencia, detrás del carruaje iban atados un magnífico semental negro y una yegua gris de patas largas.
—Como podéis ver, he traído lo que me hace falta, así como caballos de repuesto, por si decido cabalgar. En cuanto a vuestro negocio, lo lleváis a cabo lo suficientemente bien para complacer a mi señor Hhune, y eso me basta —prosiguió el muchacho con frialdad—. Me exigen que venga aquí como parte de mi proceso educativo, así que será mejor que lleguemos a un acuerdo. Si os preguntan, diréis que os vigilaba de cerca. Si me preguntan a mí, diré que he comprobado que todo estaba en orden.
Había un ligero matiz en la voz de Hasheth, un deje perspicaz y presuntuoso que indicaba que el joven tenía un conocimiento ya amplio de los negocios de la caravana. Quentin miró de reojo al muchacho, confiando en haber oído mal, y como respuesta Hasheth alzó una ceja con gesto desafiante.
La llama que ardía en el estómago de Quentin crepitó, lanzando una arcada de ácido a su garganta.
—De acuerdo —musitó el capitán, deseando poder escupir sin ofender al joven noble.
Hasheth hizo un nuevo gesto de asentimiento hacia el carruaje y para la mujer que observaba el exterior desde detrás de una cortina.
—No tendréis que preocuparos por mí. Como podéis ver, me he traído diversión para aligerarme el viaje. Lo cual nos lleva a otro tema. La mujer tiene una piel delicada y desea ver el mercado antes de que el sol alcance su cenit. Sé que eso implica avanzar a un paso más rápido de lo normal, pero si accedo a sus deseos accederá ella a los míos. ¿Puedo decirle que nos concedéis alojamiento?
Quentin se limitó a asentir, porque sentía la garganta demasiado seca para hablar. Contempló cómo el joven imperioso se montaba en el carruaje y cerraba con firmeza la cortina. Acto seguido, sacudió la cabeza y se alejó para cumplir sus quehaceres en la caravana. No sabía a ciencia cierta qué hacer con aquel extraño encuentro ni con aquel joven aprendiz que tanto sabía.
Cuando por fin salió el sol sobre los distantes picos de la Espiral de las Estrellas, las puertas enormes se abrieron despacio hacia adentro. Cuando la caravana empezó su trayecto, a paso rápido, como le habían pedido, Quentin se sintió mucho mejor; alegre, incluso.
Se había preocupado a menudo por que lo descubrieran, pero ahora que lo habían pillado, se sentía casi aliviado. Aunque Quentin recibía órdenes de la gente de Hhune, no tenía acceso a los asuntos del lord ni forma de saber cómo habían sido percibidas sus propias acciones..., o cuáles de ellas habían llegado a oídos de Hhune. Aquel tal Hasheth parecía dispuesto a pasar por alto los desfalcos de Quentin y, con toda probabilidad, podría arreglárselas para mantenerlos fuera de miradas indiscretas. Y lo mejor de todo era que el muchacho estaba dispuesto a hacer un trato. Quentin estaba convencido de que podía persuadir a Hasheth para que le proporcionase cierta protección, e incluso pasarle de vez en cuando información para que el capitán de la caravana pudiese forrarse los bolsillos.
Sí, concluyó feliz, el nuevo aprendiz de Hhune era alguien con quien se podían hacer negocios, ¡en provecho de los dos!
—¿Elegí bien a mi hombre? —preguntó Hasheth en tono presuntuoso.
Arilyn asintió, dispuesta a conceder al joven lo que se merecía. A juzgar por todo lo que había visto y oído, Quentin Llorish era una elección óptima, alguien que podría seguir sirviendo a Hasheth de un modo dependiente, aunque deshonroso.
De hecho, la salida de Espolón de Zazes había sido más fácil de lo que Arilyn había pensado. Todos los pasos del plan habían sido ejecutados sin impedimentos. Hasheth era bueno y mejoraba día a día.
¿Por qué, entonces, se sentía tan a disgusto?
Con un suspiro, Arilyn se apoyó en los almohadones y se preparó para el viaje. No le complacía la idea de pasar varias horas de inactividad, con nada que ocupar sus atribulados pensamientos. Últimamente habían sucedido demasiadas cosas, se le habían hecho muchas revelaciones..., más de las que podía asimilar en el trayecto entre Espolón de Zazes y Sulduskoon.
A Arilyn le gustaba tratar los problemas a medida que aparecían, de forma rápida, limpia y decisiva, con diplomacia a ser posible y con brusca violencia si era preciso. Y sin embargo, se había visto forzada a no honrar a su naturaleza, sus métodos usuales y su propio sentido común para cumplir el encargo de la reina elfa.
Ahí estaba ella, atada al bosque elfo y cargada con los problemas de otro mientras que su propia vida era un completo desorden. Una antepasada suya dormía en la cámara del tesoro de un hombre rico y Arilyn no había hecho nada para poner remedio a aquel deshonor. Danilo le había declarado su amor y ella le había propinado un puñetazo y lo había enviado lejos como un paquete sin pararse a considerar cuál habría sido su respuesta. Y para colmo estaba el tema de la sombra elfa y el crudo futuro que predecía.
Arilyn no podía olvidar en ningún momento el destino inherente a la hoja de luna que portaba y la promesa inconsciente que había hecho hacía ya tantos años cuando blandió la espada elfa por primera vez. Hasta aquel momento, la semielfa no había temido la muerte, pero ahora sentía su propia mortalidad. Se encaminaba hacia una misión sumamente peligrosa, portando una espada que, a todas luces, podía reclamarle servidumbre eterna, lo cual obviamente añadía una nota de urgencia a su aventura.
Considerando toda la situación, la semielfa no estaba de humor para enfrentarse a las inevitables insinuaciones de Hasheth con nada parecido a la diplomacia. Además, necesitaría todo el autocontrol que fuese capaz de reunir para resistirse al deseo de lanzar al hombre a la cuneta cuando pronunciase su primer cumplido intencionado, su primer doble sentido.
No obstante, o bien los dioses se apiadaron de ella o Hasheth empezaba a aprender también en este asunto porque la mañana transcurrió sin incidentes. Además, Hasheth mantuvo a Arilyn tan ocupada con sus preguntas que no tuvo tiempo de abstraerse con el arduo camino que le esperaba.
El joven príncipe estaba ansioso por bombardearla a preguntas sobre los usos de los Arpistas y el tipo de enemigos a los que se enfrentaban. También estaba impaciente por aprender todo lo que Arilyn estuviese dispuesta a contar sobre la historia de Tethyr y sobre política, y sentía también curiosidad por asuntos de otras tierras. Según parecía, en palacio no habían sentido la necesidad de incluir asuntos de estado en la educación del decimotercer hijo.
Arilyn respondió a cada pregunta con una escueta pero completa respuesta y notó enseguida que Hasheth era todo oídos..., cualidad importante para un informador de Arpistas. Era evidente que el joven disfrutaba participando de las actividades de aquel grupo clandestino, y que adoraba las intrigas y los secretos. También estaba imparcialmente orgulloso por su creciente habilidad para organizar y poner en marcha planes de suma complejidad. Sin embargo, Arilyn también era consciente de que el mayor vínculo de Hasheth con los Arpistas no procedía de sus convicciones personales, ni siquiera del respeto por los Arpistas y sus ideales, sino de un compromiso personal con ella y con Danilo. Ahora que los dos habían dejado la ciudad a sus espaldas, no estaba segura de que Hasheth continuara con su papel.
—¿Y qué vas a hacer con todos esos conocimientos? —le preguntó al fin.
Hasheth se encogió de hombros, para meditar su respuesta.
—El conocimiento es un instrumento; lo usaré para las tareas que tenga que hacer.
Arilyn tuvo que admitir que era una buena respuesta, pero poco tranquilizadora. Con todo, no sintió pena cuando el distante clamor de voces y de carretas anunció que se estaban acercando a Marakir.
Apartarse a escondidas de la caravana fue asunto fácil porque, ataviada con falda y velo, además del aspecto de matrona que le conferían sus pertenencias de viaje bien envueltas, Arilyn se fundió con todas las demás amas y mujeres que acudían a comprar provisiones para sus familias o para sus establecimientos. Deambuló un rato por los ajetreados puestos, sopesando con palmaditas la calidad de los melones y comprobando mediante pellizcos la tersura de las cerezas, como hacían todas.
Al final encontró el lugar que buscaba: Prendas de Lana Theresa, un amplio establecimiento de fachada de madera que ofrecía ropa confeccionada. El establecimiento lucía un aspecto próspero, aparte de estar situado en un lugar privilegiado junto al río, pero la reputación de los elevados precios de Theresa hacía que se acercaran hasta allí sólo los clientes más acaudalados.
En el interior de la tienda, Arilyn encontró un gran surtido de ropa útil pero poco llamativa: capas de lana, pantalones de tartán, vestidos y chales, además de blusas de lino o jubones de arpillera. Según insistía Theresa, el coste de la ropa reflejaba la calidad y el servicio, y un cliente ocasional podía suponer que por «servicio» entendía ella la atención del personal de la tienda, que ofrecía consejos y refrescos, o los reservados que había tras unas cortinas, cuyas paredes forradas de espejo permitían a los clientes cambiarse de ropa en privado. Sin embargo, lo que pocos sabían era que los espejos eran en realidad puertas ocultas que permitían a aquellos clientes que lo deseasen salir por la puerta de atrás.