Arilyn dejó la sala de consejos de la Cofradía de Asesinos con una moneda de oro de gran tamaño oculta en el interior del puño y el corazón atenazado. La situación era peor de lo que había temido. La maldita canción se había difundido por la ciudad como si fuera una plaga de piojos y se había dado la orden de acabar con la vida del bardo que se mencionaba en la balada.
A diferencia de la mayoría de los servicios, éste ofrecía una recompensa a todo aquel que desease aceptar el desafío. Media docena de mercenarios habían sido contratados para garantizar que ningún asesino cogía el papel y se quedaba con el encargo para sí, porque en apariencia la velocidad era más importante que el dinero. Había muchos hombres y mujeres adinerados en Tethyr que habrían pagado fortunas para eliminar con rapidez hasta la posibilidad de que un Arpista se inmiscuyera en sus negocios.
El nombre de Danilo no se mencionaba en la declaración, pero Arilyn sabía que los expertos asesinos de la cofradía no necesitarían demasiado tiempo para descubrir su identidad, y el hecho de que hubiese sido ella la primera en leer el pronunciamiento no la tranquilizaba en absoluto.
Se apresuró a pasar por su habitación en la Cofradía de Mujeres para cambiarse de ropa y empaquetó con rapidez las alforjas con las cosas que necesitaba para su misión. Lo más probable era que no tuviese oportunidad de regresar.
Sin echar una última ojeada al recinto que había sido su hogar durante meses, Arilyn se alejó al trote por las calles que conducían al barrio más selecto de la ciudad. Aun así, dio un par de rodeos y giros hasta asegurarse de que no la seguían, antes de acercarse a El Minotauro Púrpura, la posada de más categoría y más costosa de Espolón de Zazes.
La semielfa tiró de las riendas de su yegua para que se detuviera a varias manzanas de distancia de su destino, pues no podía llegar a caballo hasta los muros de mármol blanco que rodeaban los jardines de la posada ni cruzar por la arcada principal. Los asesinos disfrutaban de una posición de respeto en la ciudad, pero esa consideración no incluía los eventos sociales. Muchos de los clientes del Minotauro eran hombres poderosos y acaudalados..., posibles candidatos a pasar por el filo de una espada de asesino. Los guardias apostados en la entrada de la posada estarían tan dispuestos a dar a Arilyn acceso a sus invitados como un granjero a invitar a un zorro a cenar con sus gallinas.
Así que Arilyn dejó su caballo, junto con un puñado de monedas de plata, en un establo público a cargo de un voluntarioso mozo que tenía la habilidad de apartar la vista justo en el instante preciso. Mientras el mozalbete atendía al animal, Arilyn trepó por la escala que pendía del henil y, desde allí, subió por una pila de heno que se amontonaba en un costado hasta lo alto. La semielfa estudió con cuidado el tosco tejado, luego desenfundó la espada y utilizó el filo para abrir la casi invisible trampilla. Dio un salto hacia arriba y se colgó del borde para levantarse a pulso y colarse por la abertura hasta el tejado plano y de tejas del establo.
Tras cerrar la trampilla, Arilyn se incorporó y contempló los múltiples edificios de la ciudad que había desplegados ante ella. Los tejados de Espolón de Zazes ofrecían un paisaje propio. Existían caminos trillados por los pies de aquellos cuyos negocios se desarrollaban en la oscuridad. Aunque llevaba unos pocos meses en la ciudad, Arilyn conocía esas rutas tan bien como la mayoría de los ciudadanos de Espolón de Zazes conocía las calles.
Entre la posición donde ella se encontraba y el encumbrado palacio conocido con el nombre de El Minotauro Púrpura había una sala de fiestas, dos tabernas, los hogares de varios tenderos, los establos que abastecían la posada de lujo, y las humildes viviendas de los sirvientes y esclavos que atendían a los consentidos huéspedes. Con la facilidad que proporciona la práctica, Arilyn se abrió paso de tejado en tejado.
Mientras se aproximaba a El Minotauro Púrpura, echó una ojeada a las plantas superiores de la posada y vio que la ventana de la alcoba de Danilo estaba abierta de par en par para permitir el paso de la brisa nocturna del verano..., y también por la esperanza de recibir una visita inesperada. Por el hueco de la ventana brotaban los acordes de un laúd al ritmo de una melodiosa voz de tenor.
La primera reacción de Arilyn fue de alivio. Danilo estaba todavía a salvo. Por un momento, se detuvo para escuchar el eco de la canción y al despreocupado cantante que parecía fuera de lugar en la sórdida realidad de aquellas calles miserables.
Por alguna razón, aquello pareció fortalecer la determinación de Arilyn. Lo que pretendía hacer esa noche no iba a ser fácil, pero era necesario.
Una raja de luna nueva se fue alzando en el cielo mientras Arilyn reptaba de tejado en tejado hacia El Minotauro Púrpura, pero su frágil luz se veía empañada por la espesa niebla marina que se aposentaba con la llegada de la noche. En las calles que se extendían a sus pies, unos tenues círculos de luz se ceñían a los faroles y una luz mortecina emergía de las ventanas de las salas de fiesta y de juegos que había en las plantas bajas del edificio. Sin embargo, por donde ella avanzaba todo era oscuridad. La alcoba de Danilo estaba situada sólo dos plantas por debajo del tejado, una posición que permitía a Arilyn hacer con discreción sus poco frecuentes visitas.
Además, su esbelta figura apenas se recortaba contra la negrura del cielo. Se había maquillado la blanca palidez de su rostro con ungüento oscuro y llevaba el atavío propio de un asesino: polainas y camisa holgada de un tono oscuro indescifrable que parecía absorber las sombras. Gracias al ambiente humedecido de la noche, los rizos negros de su cabello se cernían a su cabeza como zarcillos empapados y su único adorno era el fajín de seda gris pálido que le envolvía la cintura.
Cogió una soga fabricada con hilo de telaraña que llevaba en la bolsa y sujetó un extremo firmemente a la chimenea más cercana. Luego, reptó hasta el borde del tejado y calculó el largo de cuerda que necesitaba para hacer los nudos. Cuando hubo acabado, cogió con mano firme la cuerda y, tras dar unos pasos hacia atrás para coger impulso, saltó al vacío lo más lejos posible de la pared.
Mientras caía, se preparó para resistir la sacudida que se produjo cuando la soga quedó tensa. Luego, se balanceó como un péndulo hacia la ventana abierta, equilibrando su peso un poco para ajustar el rumbo, y en el último momento se dio impulso hacia adelante.
La ágil semielfa se coló por la ventana y, en un solo movimiento, soltó la cuerda y, después de desenvainar una daga que llevaba en la caña de la bota, aterrizó agazapada en el suelo. Barrió con la mirada la estancia en busca de alguna señal de peligro, y una vez pareció satisfecha, se encaró con su compañero Arpista.
El joven noble parecía haber estado esperándola porque estaba de cara a la ventana, con una sonrisa de bienvenida iluminando sus ojos grises y una copa llena de
elverquisst
en cada mano.
Hacía ya más de tres años que se conocían y a Arilyn todavía le costaba admitir la disparidad que existía entre su imagen pública y el hombre que había llegado a conocer. Poca gente veía en él algo más que el hijo menor de una familia noble de Aguas Profundas, un dandi y un diletante, aprendiz de mago y de músico. Se necesitaba aguzar el oído para distinguir el arte que había en las baladas obscenas que componía, y fijarse bien para notar con qué facilidad lanzaba unos hechizos «desatinados». Poca gente estaba dispuesta a llegar al interior de las personas, y gracias a su atractivo y su encanto, unido a un linaje noble y a una bolsa generosa, tenía acceso a círculos en los que una asesina semielfa no sería bien recibida. Aunque Arilyn reconocía el valor de su disfraz, el contraste entre el aspecto de Danilo y su verdadera forma de ser no dejaba de irritarla un poco.
Como tenía por costumbre últimamente, iba vestido enteramente en tonos púrpura, el color tradicional de Tethyr, y lucía una pequeña fortuna en joyería de oro y amatista. Arilyn le había dicho en más de una ocasión que todo aquel atavío lo hacía parecer un grano de uva con patas, pero en verdad aquel color opulento le sentaba la mar de bien.
Todo lo que rodeaba a aquel joven irradiaba riqueza, comodidades y privilegios. La habitación en la que se encontraban era amplia y lujosa, aunque un poco atestada con los objetos que le hacía coleccionar su imagen pública y personal. En una mesa alargada se amontonaban copas y botellas de vino de calidad, testimonio de su actividad actual como miembro de la cofradía de vinos de Tethyr. Sobre una mesa de lectura de madera de teca se apilaban libros de hechizos, y la pequeña esfera de cristal que había en una mesa junto a la ventana era uno de los múltiples artilugios mágicos que protegían la habitación y a su ocupante. La alfombra anudada a mano de la alcoba, cuyo fondo era por supuesto de tonos púrpura, estaba cubierta por almohadones tapizados y, entre ellos, estaba el laúd que Danilo había dejado a un lado, un instrumento exquisito fabricado con maderas oscuras y nácar. Junto al laúd estaba su cinturón, del que pendía no sólo su estoque sino una espada antigua protegida por una funda de pedrería. Arilyn supuso que era un arma mágica pues la distintiva empuñadura curva indicaba su procedencia de Halruaa.
Con una única ojeada alrededor captó Arilyn todos esos detalles, y percibió también el súbito e intenso centelleo, rápidamente disimulado, que cruzó por los ojos del joven cuando paseó su mirada por el cuerpo de ella. Arilyn sabía que la percepción y la atención por el detalle de su compañero eran similares a las suyas, y por un instante no pudo evitar preguntarse qué vería él en una asesina semielfa despeinada y demasiado delgada para encender semejante pasión.
—Una noche encantadora para hacer el salto de doble piso —comentó Danilo en tono despreocupado mientras le tendía una copa—. Ha sido impresionante, pero, dime, ¿alguna vez has calculado mal la longitud de la cuerda
Arilyn sacudió la cabeza y luego, con gesto ausente, apuró el contenido de su copa.
—Nos vamos de Tethyr —respondió, mientras depositaba la copa vacía en la mesa de Danilo.
Él colocó su propia copa junto a la de ella.
—¡Oh! —exclamó, cauteloso.
—Alguien ha puesto precio a tu cabeza —musitó Arilyn en tono sombrío mientras le tendía la pesada moneda de oro—. Están dando monedas como ésta a todo aquel asesino que quiera aceptar el encargo, y prometen pagar cien más a aquel que consiga cumplirlo.
Danilo sopesó la moneda con mano experta y soltó un prolongado y ronco silbido. La moneda pesaba casi tres veces más que una normal, y la cifra que acababa de decir Arilyn era una suma cuantiosa, que sin duda impulsaría a asesinos de categoría a aceptar la misión. No obstante, el joven Arpista no pareció preocupado por el peligro. Examinó la pieza de oro con la imparcialidad propia de un coleccionista mientras acariciaba con la punta de los dedos el diseño realzado de runas y símbolos.
—Parece que estos días atraigo a enemigos de más categoría —observó, jocoso.
—¡Escúchame! —exclamó Arilyn mientras lo agarraba por los antebrazos para darle una ligera sacudida—. Oí que alguien cantaba tu balada sobre el asesino de Arpistas.
—Que Milil se apiade de mí —musitó con suavidad y Arilyn vio que un atisbo de certidumbre asomaba en sus ojos.
Danilo había escrito la balada de su primera aventura conjunta, pero no la había cantado durante los últimos dos años y sin duda había tenido suficiente sentido común para no cantarla en Tethyr. A pesar de que la canción no lo identificaba como Arpista, la simple mención de «esos entrometidos bárbaros del Norland» servía para crear resentimiento y suspicacia en el atribulado territorio del sur. Disimuladas en mitad de la balada había pistas referentes a la identidad de Danilo, y todo aquel que escuchara con atención la letra averiguaría enseguida que el héroe de la canción y su compositor eran la misma persona. Danilo había escrito la balada para convencer a Arilyn de que él era un cortesano engreído y soso, y en un principio había servido a su propósito, pero el hecho de que hubiese empezado a cantarse en Tethyr pondría un rápido punto y final a su misión, y el joven Arpista se enfrentaba a la pérdida de todo su trabajo con una sonrisa triste.
—Los habitantes del lugar expresan sus preferencias musicales de un modo contundente, ¿no crees? —comentó a la ligera, pero antes de que Arilyn consiguiera reunir aliento para soltar un bufido de exasperación, Danilo la hizo callar con una sonrisa de disculpa y un gesto—. Lo siento, cariño. La fuerza de la costumbre. Tienes razón, por supuesto. Debemos partir al norte de inmediato.
—No.
Alargó una mano para tocar uno de los anillos de Danilo, un regalo mágico que le había hecho su tío, Khelben Arunsun, y que le permitía transportar hasta tres personas de regreso a la seguridad de la torre de Báculo Oscuro o a cualquier otro lugar que el portador desease.
Arilyn odiaba los viajes a través de la magia y, para ella, aquello era el último recurso. La mirada de Danilo reflejó a todas luces que lo recordaba y, comprendiendo sus prisas, se ciñó el cinturón y colgó de él la bolsa mágica que contenía sus mudas de ropa y sus artilugios para viajar. Añadió también tres libros de hechizos a la bolsa y, luego, con gesto despreocupado introdujo la moneda del asesino. Mientras con una mano recogía el laúd, alargó la otra para coger a Arilyn.
Ella dio un paso atrás y sacudió la cabeza.
—No iré contigo.
—¡Arilyn, no es momento para remilgos!
—No, no es eso. —Respiró hondo, porque le resultaba más difícil de lo que había supuesto pronunciar las palabras—. Han llegado órdenes de Aguas Profundas. Me han asignado otra misión y tengo que partir mañana por la mañana.
Danilo abrió los ojos de par en par y, por un instante, Arilyn vio en ellos la punzante nostalgia por ella que él siempre intentaba mantener disimulada. Luego, el gesto cambió de forma radical y la expresión se transformó para reflejar la imagen ofendida de un noble mimado que no podía comprender que los acontecimientos sufriesen cambios ajenos a su voluntad. Sus ojos no reflejaban más que incredulidad porque el maestro de Arpistas pretendiera separarlos. La actuación era estupenda, pero Arilyn no se dejó engañar.
No obstante, antes de que pudiera hablar, la alarma de la esfera mágica de Danilo reanudó su pulsante resplandor. La semielfa se aproximó al globo y escudriñó su interior, donde se reflejaba la imagen de tres figuras envueltas en sombras que se aproximaban al borde del tejado, dos plantas por encima de ellos. Varios de los colegas de Arilyn se acercaban para recoger su premio.