—Me alegro de verte, hermana —saludó la sombra elfa, en un tono de voz de contralto que era una réplica exacta del de Arilyn—. Esperaba que me invocaras antes.
La Arpista cruzó los brazos y la fulminó con la mirada.
—He estado ocupada.
Una triste sonrisa cruzó por el rostro de la sombra elfa.
—Veo que todavía te sigues culpando por la muerte de aquellos Arpistas, aunque la mano que empuñó el arma fue la mía.
—¿Existe diferencia? —preguntó Arilyn con amargura.
—Oh, sí. Al menos en el futuro, sí.
La semielfa frunció el entrecejo, confusa. Tenía muchas preguntas en el tintero y ésta parecía adecuada para empezar.
—No creo que quieras explicar eso.
—No más que tú
oír
la explicación —respondió la sombra elfa con un inesperado deje de ironía en la voz.
Arilyn alzó las cejas, inquisitiva.
—Hay algo que sí deberías contarme. ¿Qué eres tú? ¿Parte de la hoja de luna o parte de mí?
—Ambas cosas y ninguna. —La sombra elfa se quedó en silencio como si quisiera sopesar sus siguientes palabras—. Sabes que cada persona que blande la hoja de luna imbuye a la espada con un nuevo poder, pero no comprendes el origen de ese poder. A diferencia del resto de los guerreros que te precedieron, a ti no te contaron los secretos de la hoja de luna antes de que la reclamaras.
—Cuéntame, pues.
—No es tan sencillo —le advirtió la sombra elfa—. Las hojas de luna son objetos elfos muy antiguos y es complicado describir los misterios que confluyen en el momento de su creación..., como sería complicado transmitirte las palabras de una melodía que nunca hayas escuchado o describirte un color que nunca hayas visto.
—Comprendido. Sigue —la urgió Arilyn.
—Primero déjame que señale el hecho de que la hoja de luna te aceptó cuando apenas eras una cría, por no decir que eres la primera semielfa que ha heredado jamás una hoja de luna.. Esa decisión no fue tomada a la ligera sino que se previó que ibas a proporcionar al Pueblo un gran servicio.
—La puerta elfa —murmuró Arilyn, pensando en el portal mágico a Siempre Unidos que ella había descubierto y luchado luego por proteger.
—Eso y más cosas —convino la sombra elfa, misteriosa—. Una vez aceptada, poco a poco te hiciste con la espada y fue entonces cuando aparecí yo. Por carecer de una descripción mejor, diremos que yo soy la personificación de tu unión con la hoja de luna.
—Ya veo. ¿Y todas las hojas de luna tienen gente como tú?
—¡Por el mar y las estrellas, no! La habilidad para formar e invocar una sombra elfa fue uno de los poderes añadidos a la hoja de luna que llevas. Por Zoastria... — añadió la sombra en voz más baja.
Algo en el tono de voz de la sombra elfa convenció a Arilyn de que aquél era el nombre de la guerrera durmiente.
—Por eso he tenido todos esos sueños. ¡No tenía visiones como ésas desde la época del asesino de Arpistas! Lo que no entiendo es por qué el descubrimiento del cuerpo de Zoastria agita todas esas visiones si tú eres la personificación de mi unión con la espada.
—Al igual que los elfos que te precedieron, añadiste un poder a la hoja de luna — prosiguió la sombra elfa con suavidad—, un poder que refleja tu carácter y tus necesidades.
Arilyn se encogió de hombros, impaciente por que la sombra elfa llegara a algo que ella no supiera todavía.
—Las hojas de luna contienen gran cantidad de magia y su poder aumenta con cada portador, pero como siempre ocurre con la magia, el coste que hay que pagar es elevado. —La sombra elfa se detuvo y extendió los brazos, como si invitara a Arilyn a observar en ella cuál iba a ser ese coste—. Mi nombre está bien elegido,
porque soy la sombra en la que te vas a convertir.
Arilyn se quedó contemplando su imagen, sin querer comprender, aunque sospechaba que sabía lo que la sombra elfa quería decir. De repente, se dio cuenta de que, en cierto modo, lo había sabido siempre.
—Entonces, cuando muera... —empezó.
—No morirás en el sentido estricto. La esencia de tu vida pasará a la hoja de luna porque ésa es la fuente de poder última de la magia de la espada.
Arilyn se volvió bruscamente y durante largo rato se quedó contemplando la pared, con el rostro petrificado mientras intentaba controlar sus abrumadoras emociones.
—Lo que estás diciendo es que la espada está llena de elfos muertos —musitó al fin.
—¡No! Esa explicación es simplista y cruel, y además no se ciñe a la realidad. Salvo en casos raros, los elfos somos inmortales; pasamos de este mundo a los reinos de Arvandor sin probar la muerte tal como la conocen los humanos. Pero sí, todo elfo que acepta una hoja de luna comprende que su tránsito a Arvandor se verá pospuesto, tal vez durante miles de años, hasta que el objetivo de la hoja de luna se vea cumplido. Cuando la espada se queda aletargada, los elfos son liberados. Es un sacrificio enorme, pero los elfos nobles lo aceptan gustosos por el bien de su Pueblo.
—Pero ¿y yo? —Las palabras se agolpaban en sus labios con una precipitación angustiosa—. ¡Soy
semielfa
! Las puertas de Arvandor están cerradas para los que son como yo, y la mayoría de los elfos cree incluso que
no tengo
alma. ¿Qué me sucederá a
mí
?
¿A nosotras?
—corrigió con amargura.
La sombra elfa se limitó a sacudir la cabeza.
—No lo sé. Ninguno de nosotros lo sabe porque eres la primera semielfa que blande una espada como ésta. A riesgo de parodiar el sermón de un clérigo de poca monta conversando sobre el más allá, tendrás que esperar para averiguarlo.
—Pero lo más probable es que deba servidumbre eterna, encogida como el genio en una lámpara de bronce barata, ¿no? —replicó Arilyn, encolerizada—. Gracias, pero paso.
—No puedes.
—¡Al infierno! ¡No firmé nada de eso!
—Tu destino quedó escrito la primera vez que blandiste esta espada —insistió la sombra elfa.
Pero Arilyn sacudió la cabeza con ojos centelleantes.
—Aceptaré
eso
el día en que pueda tomar un café y charlar un rato con la sombra de Zoastria. ¡Tiene que haber una vía de escape! ¿Dónde puedo encontrar a alguien que la conozca?
—En Arvandor —repuso la sombra, triste—. Y, posiblemente, en Siempre Unidos.
Arilyn alzó los brazos. Para ella, las dos cosas eran igual de inalcanzables. Nunca sería aceptada en la isla elfa. Y ni siquiera por su alma, si es que de verdad tenía una, cogería ella algo no ganado de manos de los congéneres de su madre.
No ganado.
De improviso, la enojada Arpista recordó la misión de la reina de Siempre Unidos, y supo lo que tenía que hacer. Aceptaría la misión imposible de Amlaruil y encontraría el modo de triunfar más allá de las elevadas expectativas de la monarca elfa, y ¡lo haría a su modo y según sus condiciones! Una vez cumplida la misión, la reina pagaría lo que fuera por los servicios prestados.
Arilyn alzó la espada e hizo retirarse a la sombra elfa.
—Debes irte —murmuró, triste—. Al lugar adonde me dirijo, los clientes suelen ver ya doble...
—Han pasado días y no hay señal de los elfos. —Vhenlar se consumía de inquietud desde hacía rato—. ¿Cómo sabremos cuándo vendrán? Antes oiremos correr a nuestras propias sombras que el avance de esas cosas sobrenaturales. ¡Son como fantasmas! ¡Vete a saber si todos los hombres de la patrulla no están ahora bajo los arbustos con una segunda sonrisa en la barbilla!
Bunlap dirigió una mirada de reprobación al nervioso arquero.
—Quizá sí, pero lo sabríamos —respondió a secas—.
Yo
lo sabría.
Mientras hablaba, el mercenario levantó una mano para rozarse con la punta de los dedos la amoratada cicatriz que le cruzaba la mejilla, tres líneas curvas combinadas para formar una silueta sencilla pero distintiva de un tipo de flor silvestre. Bunlap había visto aquella marca en otra parte y, desde el día en que el elfo de cabellos rojizos lo había marcado, había puesto todo su maldito empeño en asegurarse de que también la viera la demás gente..., gente que no pensaría con benevolencia en el elfo que identificaba, ni, por extensión, en el resto de los elfos de Tethir. El odio de Bunlap no servía para nada si no los incluían a todos.
Los elfos salvajes de Tethir eran duros de pelar, aunque fueran pequeños y escuálidos. La media docena que habían capturado los hombres de Bunlap en el claro del bosque habían planteado un combate desproporcionado a su tamaño y su número. ¡Y eso que la mayoría eran mujeres y chiquillos! Los mercenarios los mantenían presos como cebo, pero había muchos otros elfos del bosque que culparían al elfo de cabellos rojizos cuyas flechas había desperdigado Bunlap a conciencia en el devastado asentamiento elfo.
A Bunlap le agradaba la idea de enojar a varias de las tribus colindantes con la frontera elmanesa para que se levantaran en guerra contra el guerrero elfo que lo había herido, y que había conseguido esquivarlo durante tanto tiempo. Mantener a aquellos bastardos orejudos ocupados era su trabajo. Pero cuando llegara el momento de matar al elfo de cabellos rojizos, Bunlap quería reservarse el honor para sí mismo.
El mercenario apoyó una bota sobre una bala de ganja seca y curada. De la bota izquierda extrajo un diminuto cuchillo con el que empezó a limpiarse la mugre de las uñas. Por delante de él tenía una clara panorámica del terreno que se extendía entre el granero y el borde del bosque. Los colores del crepúsculo se reflejaban en el riachuelo estrecho y sinuoso que separaba el campo de la espesura y proporcionaba agua a los campos sedientos. A la luz difusa del anochecer, las sombras eran profundas y prolongadas, pero, incluso así, nadie podía pasar por allí sin que él lo advirtiese.
La mayoría de los hombres situados en el granero compartían la misma confianza que Bunlap. La docena de hombres que había allí apostados jugaban a dados, a cartas o a cualquier cosa que les sirviera para matar el tiempo. Habían transcurrido varios días desde su última incursión en las profundas sombras de Tethir, y a medida que pasaba el tiempo el temor a que los elfos tomaran represalias se convertía en indiferencia.
Sin embargo, Vhenlar seguía tan nervioso como un ratoncillo en el nido de un halcón. El arquero andaba arriba y abajo por el granero, vigilando las ventanas, pero procurando quedar fuera de la línea de fuego. En el campo que se abría a sus pies, seis elfos harapientos permanecían encadenados y hacinados en el medio de unas hileras de plantas aromáticas. Según el plan de Bunlap, los elfos debían parecer esclavos de campo, pero el plan había resultado tan efectivo como si hubiesen atado un reno salvaje a un arado y hubiesen pretendido que trazara un surco recto. Aquellos diminutos personajes rehusaban a todas luces colaborar con sus secuestradores. Hasta los chiquillos más pequeños preferían recibir una tunda que recolectar una sola hoja. Debilitados por la falta de comida y de sueño y por las continuas tandas de latigazos, los elfos mostraban una resistencia feroz y tozuda que Vhenlar casi se sentía tentado de admirar.
El arquero contempló cómo uno de los mercenarios de guardia sacaba el látigo para castigar a un esclavo pertinaz. Su supuesta víctima, una elfa que parecía una chiquilla, miraba con ojos desafiantes al hombre mientras el látigo subía y bajaba.
De repente, se alzó el brazo de la chiquilla a una velocidad comparada a la de la cinta de cuero, y aunque el látigo se enroscó alrededor de su muñeca, la doncella elfa se puso en acción. A una velocidad que Vhenlar no habría creído posible, la muchacha elfa agarró el látigo con ambas manos y rodó hacia atrás por el suelo.
El fuerte tirón, combinado con el impulso que llevaba el látigo, hizo que el mercenario se tambaleara y diese un traspié hacia adelante. Antes de que pudiese recuperarse, la elfa estaba de pie y, con la velocidad de un halcón, se situó sobre el hombre; en un visto y no visto, enrolló el látigo alrededor del cuello del mercenario.
La feroz chiquilla elfa se puso entonces de pie y empezó a saltar con los pies desnudos sobre la espalda del hombre, mientras estiraba del látigo con todas sus fuerzas. Vhenlar frunció el entrecejo al ver que la cabeza del mercenario se inclinaba peligrosamente hacia atrás e incluso le pareció oír el distante crujido de los huesos.
—Otra baja —observó, lacónico, mientras tres guardias más forcejeaban para reducir a la chiquilla elfa.
Al ver que Bunlap se limitaba a encogerse de hombros, el arquero dejó de contemplar la escena. Se sentía a disgusto en aquel granero. Aprisionado, casi. Y, sin embargo, la tarea que tenía que cumplir no le resultaba una novedad. Durante los años en que había permanecido estacionado en el Fuerte Tenebroso, a menudo se había ocultado entre rocas por las cercanías de algún paso de montaña para disparar sobre los viajeros. Cuando unos invasores aficionados habían puesto en peligro el baluarte zentarim, Vhenlar había sido convocado a las murallas para ayudar a repeler a los atacantes. Su puntería era legendaria, y poseía un registro de casi doscientos aciertos comprobados para dar crédito de ella, pero comparado con la habilidad innata de los elfos del bosque, Vhenlar se sentía como un novato de dedos torpes. Ni siquiera la precisión adicional que le proporcionaba su arco elfo le parecía satisfactoria.
De repente, el capitán de los mercenarios se puso en pie de un brinco, con los ojos grises centelleando en su rostro mutilado.
—Ahí están, ¡hombres! —siseó Bunlap—. A vuestras posiciones. ¡Rápido!
Aunque los hombres de Bunlap intercambiaron miradas de incredulidad, todos obedecieron. Se arrodillaron junto a las ventanas que servían de ventilación al granero, apostaron sus armas y se quedaron a la espera con la vista fija en la primera línea de árboles.
—¿Qué has oído, capitán? —murmuró Vhenlar mientras aprestaba una flecha; esta vez era una de las suyas, de punta de acero y adornada con las plumas a franjas azules y blancas de un pájaro que solía iluminar el paisaje desierto de su nativa Cormyr. Se sentía a gusto con aquella flecha en sus manos, pues no se parecía en absoluto a las saetas negras que había ido recogiendo de las aljabas de esclavos muertos o que había arrancado incluso de los cuerpos de sus propios compañeros. Había algo sobrenatural en aquellas flechas elfas. Vhenlar no se sentía capaz de coger una de ellas sin percibir la extraña sensación de que en cualquier momento podía volverse en su contra.