Al final, la semielfa salió del agua y empezó a vestirse con la ropa que había sacado de su bolsa: polainas, camisola y casaca..., todo teñido en un tono que se asemejaba al verde profundo del bosque. Acto seguido, cogió el montón de plata líquida, que cayó en cascada hasta adoptar la forma de una fina
hauberk
, una larga túnica de cota de malla más fina de lo que había visto nunca Hurón, y se la pasó por la cabeza; se adaptó enseguida a su cuerpo y pareció moverse a su alrededor como si fuera agua. Arilyn se sujetó en el cinto la espada antigua de forma que quedara al descubierto la empuñadura de adularia, y luego se pasó ambas manos por el cabello rizado y todavía húmedo para sujetárselo por detrás de las orejas con ayuda de una elaborada cinta verde y plateada que se ató a la frente. En cuestión de segundos, había desaparecido la asesina bastarda y en su lugar había aparecido una noble guerrera, una orgullosa hija del Pueblo de la Luna.
Hurón sacudió la cabeza en silencio, incrédula. Si no hubiese visto semejante transformación con sus propios ojos, no lo habría creído posible. Sí que sabía que Arilyn tenía predilección por los disfraces, pero eso sobrepasaba todos los trucos que le había visto hacer a la asesina.
Antes de que Hurón pudiera asimilar lo que acababa de ver, la semielfa cogió un diminuto objeto de madera de su bolsa y se lo llevó a los labios. Un silbido misterioso y vacilante se esparció por el aire a través de la espesura y dejó clavada en su promontorio a la cautelosa Hurón. ¡Había oído ese sonido con anterioridad, pero nunca emitido por una garganta humana!
Se sucedió un instante de silencio y luego resonó una llamada de respuesta desde detrás de una arboleda. Arilyn volvió a soplar; emitió un prolongado silbido seguido de varias ráfagas cortas e irregulares, sin duda algún tipo de señal, y luego se quedó tranquilamente a la espera.
Las enredaderas del extremo más alejado del calvero se movieron y en mitad asomó un enorme lobo plateado que fue a introducirse en el claro. Era dos veces más grande, incluso hasta tres veces más grande que el lobo más grande que había visto Hurón en su vida. En verdad, se parecía a un lobo del bosque tanto como podía parecerse un unicornio a un caballo, o un elfo a un humano. Los ojos azules de la criatura eran grandes e inteligentes, de forma almendrada, como los de un elfo, y tenía unas orejas largas y puntiagudas por encima de un rostro anguloso y triangular. Su caminar poseía un porte misterioso, y a su alrededor parecía flotar un aura indescifrable que capturaba y personificaba la esencia misma de la magia del bosque.
Lythari.
Hurón musitó la palabra con respeto, sin apenas emitir sonido ninguno. Durante toda su vida había oído historias de los lytharis, una raza antigua de elfos de forma mutante, las criaturas más reservadas y mágicas de todo el Pueblo que habitaba la fronda. Pocos conocían de su existencia más allá de los que moraban en el bosque, y aquellos que hablaban de las Sombras de Plata lo hacían con adoración... y temor.
Por lo general, los lytharis eran tan circunspectos como los lobos a los que se asemejaban, pero de vez en cuando reaccionaban con increíble ferocidad contra algún enemigo del bosque. Ni siquiera los elfos salvajes, que, junto a las dríadas y los árboles custodio, eran los animales que más en armonía vivían con las costumbres del bosque, comprendían los usos de los lytharis y en ocasiones eran presa de su súbita ira. Pocos habitantes del bosque habían podido atisbar a un lythari, y jamás en su forma de elfo.
Como si quisiera burlarse de los pensamientos tácitos de Hurón, la forma lobuna del lythari se tornó trémula y desapareció. En su lugar quedó un joven elfo macho, hermoso y misterioso hasta para lo habitual en la raza elfa. Hurón se mordió el labio inferior con fuerza para intentar ahogar la exclamación de éxtasis que brotaba en su interior. El lythari era más alto que la semielfa, e igual de pálido, y su pelo conservaba el trémulo color plateado de su forma lobuna. Saludó a Arilyn por su nombre, hablando en el lenguaje Común de los elfos, y la abrazó con cariño, pero por mucho que lo intentó Hurón no pudo captar palabra alguna de la conversación en susurros que mantuvieron.
Contempló maravillada cómo el lythari volvía a adoptar su forma de lobo y esperaba pacientemente a que la semielfa se montara en su lomo. A horcajadas, Arilyn Hojaluna salió disparada hasta más allá del claro..., y más allá del alcance de Hurón. Nadie, ni siquiera una rastreadora tan habilidosa como ella, podía seguirle el rastro a un lythari que no desease ser encontrado.
Para Hurón, eso significaba sólo una cosa: el lythari pretendía llevar a Arilyn a su guarida y deseaba evitar que alguien pudiese seguirla hasta su lugar oculto.
Mientras Hurón se deslizaba al suelo, meditó sobre el misterio que envolvía a Arilyn Hojaluna, una semielfa que portaba la espada de una guerrera elfa y se había ganado la amistad de un lythari. No obstante, Hurón había visto con sus propios ojos cómo Arilyn era capaz de matar sin más propósito aparente que las monedas que tal hazaña le reportarían al bolsillo. Los demás asesinos aplaudían su sangre fría y la aceptaban como a uno de los suyos. Y sin embargo, tras haber visto las dos mitades de Arilyn, Hurón simplemente no podía conciliar la una con la otra.
Según parecía, el lythari conocía la mejor parte de Arilyn Hojaluna, la de noble guerrera elfa, la identidad que Hurón empezaba a vislumbrar ahora. Por desgracia, los lytharis conocían todos los secretos del bosque y ahí radicaba un peligro indescriptible.
¿Sabría el joven macho que estaba a punto de traicionarlos a todos una asesina semielfa?
Hasheth había llegado a aprender que no había nada que levantara más el ánimo y encendiera el orgullo como un buen plan ejecutado con éxito. Ni siquiera la tarea demoledora y monótona de copiar pilas de recibos en los libros de Hhune podía empañar el nerviosismo que sentía el joven. Lo había hecho bien, hasta Arilyn Hojaluna, Arpista y Fajín de Sombra, lo había admitido.
Y en verdad, a Hasheth no le importaba esa faceta de su aprendizaje. En cierto modo, aquellos pedazos de pergaminos y papeles eran como las piezas de un rompecabezas, y había pocas cosas que le complacieran tanto como un buen rompecabezas. Los Arpistas vivían un tipo de vida, viajaban por el mundo, intentando seguir el rastro de las intrigas hasta su origen. La única cosa que posiblemente sería más interesante sería
desentrañar
una intriga semejante, una tan enrevesada que ni siquiera el mejor de los Arpistas pudiera descifrar.
A pesar de su orgullo, el joven príncipe poseía suficiente inteligencia para saber que por sí mismo no era capaz de hacer una cosa semejante. Con el tiempo..., ¿por qué no? ¿Y qué mejor entrenamiento podía tener que aprender al lado del complejo y ambicioso Hhune?
Como jefe de cofradía, mercader, propietario de tierras y miembro del Consejo de Señores, Hhune poseía un poder considerable. No obstante, el fino olfato de Hasheth había descubierto ya indicios de otras afiliaciones clandestinas y había perfilado el contorno distorsionado de enredos que eran tan ambiciosos como intrigantes. ¡Un hombre ocupado, lord Hhune!
—¿No has acabado todavía? —preguntó una voz nasal, quejumbrosa—. Los demás secretarios han acabado ya sus tareas y han salido a comer.
Hasheth apretó los dientes y alzó la vista para observar a Achnib, el escriba de lord Hhune.
—No soy un secretario, sino un aprendiz —le recordó al hombre por enésima vez.
—Es poco más o menos lo mismo —replicó el escriba en un tono que pretendía menospreciar al joven. Luego, dio media vuelta y salió en busca de alguien más a quien intimidar.
Hasheth lo vio marchar, preguntándose una vez más con incredulidad cómo un hombre tan astuto y ambicioso como Hhune sufría a semejante tonto. Achnib cumplía bastante bien las instrucciones del noble, pero si alguna vez se hubiese colado en su mente un solo pensamiento original, se habría muerto de aburrimiento.
No obstante, Achnib era un adulador empedernido, y ese tipo de hombres a menudo conseguía cierto éxito. El escriba se ganaba el favor de su dueño de la manera más desvergonzada, incluso imitando la propia apariencia de lord Hhune. Lucía un bigote espeso y se engominaba el pelo negro hacia atrás con aceites, tal como hacía Hhune. Era cliente del mismo sastre y llegaba incluso a imitar la forma de hablar del noble, sus andares y su meticulosa atención a los detalles sociales. A pesar de todo, Achnib carecía de la aparente pasión de Hhune por las intrigas y su comprensión de las sutilezas del poder. A diferencia de Hhune, el escriba no hacía ningún esfuerzo por asegurarse la lealtad de aquellos que ocupaban posiciones inferiores, y buscaba sólo tostarse al sol que despedían los poderosos.
Un necio, concluyó Hasheth. Tenía la mitad de años que el escriba, y ya se había dado cuenta de que el poder fluía en todas direcciones..., hacia arriba y hacia abajo, porque hasta el lord con más poder dependía en cierto modo de la eficiencia y buena voluntad del menor de sus sirvientes. Aquellos que deseaban ir en cabeza debían aprender a manejar aquel flujo.
En cuanto dejó de ver a Achnib, Hasheth sacó una enorme moneda de oro de debajo de una pila de papeles. Era idéntica a la que lord Hhune le había enseñado y Hasheth había pasado grandes apuros para procurarse una y poder estudiar así sus marcas. Algunas le resultaban conocidas; oculta entre el diseño se veía la marca de la cofradía de Hhune, un símbolo secreto que sólo los miembros más destacados de las diferentes cofradías conocían. Hasheth había comprado esa información durante su breve estancia en la Cofradía de Asesinos, sin saber entonces lo importante que podía llegar a ser.
El otro Arpista, el norteño Danilo Thann, se había mostrado sumamente interesado por esos símbolos y se los había llegado a aprender todos de memoria. Hasheth lo había imitado, y ahora bendecía al norteño por su buen juicio. Lord Thann no era un mal tipo y por el momento Hasheth se sentía hasta contento de que el bardo hubiese escapado de los asesinos a sueldo de Hhune. Tenía que admitir que sin los conocimientos que lord Thann había insistido en que Hasheth adquiriese, el príncipe no habría sabido hacer la conexión entre su nuevo maestro y los demás miembros del misterioso grupo conocido como los Caballeros del Escudo. Y, si quería tener su lugar entre esos hombres, debía conocer al menos sus nombres.
Hasheth trazó con la punta del dedo unas runas circulares que había entre el borde de la moneda y el escudo del centro. Conocía bien esa marca, porque su propia madre había llevado ese símbolo grabado en un colgante hasta el día de su muerte. Según decía ella, la distinguía como protegida de los Caballeros, lo había traído desde Calimshan y lo había llevado hasta la noche en que murió dando a luz a otro hijo para el bajá.
Hasheth había sido alimentado desde la cuna con historias sobre esa sociedad secreta, que según parecía era tan activa en las tierras del sur como lo eran los Arpistas en la Tierra de los Valles, del norte. Corría el rumor de que su poder procedía de una combinación de mucha riqueza con la habilidad de reunir y atesorar información valiosa. Nadie sabía cuáles eran los objetivos a largo plazo de los Caballeros, pero de todos era conocido su desagrado por las gentes del Norland y su especial resentimiento con la ciudad de Aguas Profundas y sus Señores. Hasheth sospechaba desde hacía tiempo que su padre tenía algún tipo de relación clandestina con esa sociedad secreta y las palabras de lord Hhune habían despejado toda duda al respecto. De una cosa estaba Hasheth seguro: afiliarse a los Caballeros sería dar un paso hacia el tipo de poder que pretendía conseguir.
—¿Dónde conseguiste esto?
Hasheth pegó un brinco. No había oído cómo se aproximaba Achnib de tan concentrado como estaba estudiando la moneda. El escriba se abalanzó sobre él como un gato en plena caza y le arrancó la moneda de las manos.
—Lleva la marca de lord Hhune. ¿Dónde conseguiste esto? —preguntó el hombre en tono acusador.
—En El Minotauro Púrpura —respondió Hasheth, ciñéndose bastante a la verdad. La simple mención de la posada más lujosa de Espolón de Zazes hizo recular al escriba y que desapareciera la indignación de su rostro. De hecho, Achnib parecía tan perplejo que Hasheth no pudo resistir el impulso de continuar.
«Como sin duda sabrás, lord Hhune contrató los servicios de asesinos para librar a la ciudad de un hombre sospechoso de ser un agente Arpista. Dos de los asesinos fueron abatidos en la posada donde residía su objetivo; uno de ellos llevaba esta moneda. Como el asesino fracasó en la tarea que le tenían asignada, me tomé la libertad de quitarle la moneda para devolvérsela a lord Hhune. Si quieres comprobar lo que digo — prosiguió Hasheth en tono indiferente—, la posadera del Minotauro corroborará gustosa lo que acabo de contarte. También puedes acudir a la Cofradía de Asesinos, si lo prefieres.
Los ojos del escriba se entrecerraron porque las aparentemente inocentes palabras de Hasheth encerraban un triple insulto. Primero, Achnib no estaba al corriente de ese asunto y el hecho de que Hasheth sí lo supiera lo colocaba en una posición ligeramente superior en la jerarquía que rodeaba a lord Hhune. Segundo, como Achnib no era ni rico ni de alcurnia, no recibiría ni los buenos días, y mucho menos información, de la posadera de El Minotauro Púrpura. Y, finalmente, una invitación a que acudiera a la Cofradía de Asesinos era tanto como desear ver a una persona muerta. Como el propio Hasheth había probado brevemente el camino de los asesinos, podía ocultar el insulto en una sugerencia que pareciera despreocupada o jactanciosa. Pero aun así, ¡era imperdonable!
—Hhune será informado de esto —le advirtió el escriba.
Hasheth inclinó la cabeza en un fingido gesto de gratitud.
—Eres muy amable por ofrecerte a hablar en mi nombre con lord Hhune. Había planeado darle la moneda yo mismo porque no deseaba molestarte con asuntos que están al margen de tus atribuciones, pero por supuesto será mejor así. Es impropio de un hombre ir más allá del lugar que le corresponde.
El rostro de Achnib enrojeció.
—¡No ibas a hacerlo! ¡Te la habrías quedado para ti!
Como respuesta, el joven alcanzó el libro de caja y fue pasando páginas hasta detenerse en la hoja del día para sostenerlo en alto y que el escriba viese que el registro ya estaba hecho.
—Dejaré pasar tu insulto porque es indigno de mí —murmuró en un tono de voz inquietante—. Como hijo del bajá, tengo poca necesidad de dinero. Pero ya que la moneda está ahora en
tus
manos, ¿no deberías firmar también en el libro?