«Y hasta ese día..., y quizá por más tiempo —añadió Arilyn en silencio—, ¡mi espíritu estará aprisionado ahí dentro!»
—Una espada hereditaria. ¿Tienes hijos? —preguntó Ganamede.
Era una pregunta lógica, pero pilló por sorpresa a Arilyn como un puñetazo en el estómago. Nunca había tenido en cuenta ese aspecto en particular de las exigencias de la hoja de luna, porque nunca había pensado en la posibilidad de tener hijos propios. Arilyn conocía demasiado bien la ambigüedad que definía la existencia de un semielfo, y no deseaba transmitir esa herencia a otra persona, aparte de que ninguno de sus hijos podría ser candidato a heredar la hoja de luna. Por lo que ella sabía, ella era la única propietaria de una hoja de luna en toda la historia de aquellas espadas antiguas que no era de raza elfa de la luna pura. Ni siquiera se tenía constancia de que otro miembro de pura raza de otras variedades de elfos, como los elfos dorados, o los verdes, o los del mar, hubiese blandido nunca una espada semejante y hubiese vivido para contarlo. ¿Qué posibilidades tenía una descendiente suya de pasar el tácito examen de la espada? Y sabiendo lo que sabía de la naturaleza de la sombra elfa, ¿cómo sería capaz de pasar una condena semejante a un descendiente suyo? Muerte instantánea o servidumbre eterna. No era un buen legado.
Incluso en el caso de que su heredera reclamara la espada y fracasase, la muerte no le proporcionaría la libertad. La hoja de luna que portaba pertenecía al clan de los Flor de Luna y la línea no iba a desaparecer con Arilyn. ¡Sólo los dioses sabían cuántos tíos, tías y primos reales desconocidos tenía ella en el lejano Siempre Unidos!
Lo cual le hacía pensar en otro aspecto inquietante: como no tenía hijos propios, tendría que nombrar a su heredero entre los familiares de su madre. Por primera vez, se le ocurrió que los lazos entre ella y la familia de su madre eran mucho más complejos que los lazos de sangre habituales.
—Lamruil —balbució, recordando el nombre de las historias que antaño le contara su madre—. Príncipe Lamruil de Siempre Unidos, hijo menor de Amlaruil y hermano de mi madre. Lo nombro a él heredero de la espada. Existen «pasos hacia la puerta» en Siempre Unidos. Si fracaso, asegúrate de llevarle la hoja de luna.
Ganamede alzó la mirada hacia ella y la contempló a través de sus rasgos lobunos con una absoluta adoración elfa.
—¿Corre por tus venas sangre de Amlaruil? ¿Por qué nunca me habías hablado de ello?
«Ni siquiera el lythari es inmune al poder de la reina», pensó Arilyn con amargura. ¿Qué tenía Amlaruil que inspirara en los demás semejante reverencia?
—Tal vez no me guste presumir —comentó, escueta—. Pero, vamos..., saben que estamos aquí y probablemente se estarán preguntando qué nos retrasa.
Caminaron juntos un centenar de pasos. Ganamede se detuvo de improviso y sin razón aparente para Arilyn.
—Mira arriba —le comentó.
Arilyn alzó la mirada y se encontró en mitad de lo que parecía ser un próspero asentamiento. La aldea elfa era una maravilla. Se habían construido pequeñas viviendas en lo alto de los árboles, conectadas entre ellas por puentes colgantes. El asentamiento se fundía de una forma tan insólita con el bosque que nadie era capaz de verlos a menos que se situara en mitad de él y alzara la vista hacia arriba, lo cual, si no se disponía de una escolta de lytharis, era algo tan inusitado que ocurriera en el curso natural de las cosas como que un troll comiese ensalada.
Así que aquello era Árboles Altos. Aun así, no había señales de habitantes.
—¿Dónde están? —preguntó en voz baja.
—En todas partes. Léeles la proclama de la reina —la instó.
Pero la semielfa sacudió la cabeza. Ése era el plan de Amlaruil, y según los cálculos de Arilyn, tenía pocas probabilidades de éxito. La oferta de la Retirada era un último recurso. Deseaba ganarse su libertad de forma justa, y pensaba hacer las cosas a su manera.
—Pueblo de Árboles Altos —proclamó en voz alta y resonante, utilizando el lenguaje Común elfo—. Acudo a vosotros en nombre de Amlaruil, dama de Siempre Unidos, Reina de la Isla Elfa. ¿Escucharéis a una embajadora de la reina?
No hubo ruido alguno que anunciara su llegada, pero de repente el bosque que la rodeaba se llenó de precavidos elfos de piel cobriza. Imposible saber dónde habían estado hasta aquel momento, y eso que ella se consideraba experta en avanzar con sigilo, pero aquella gente formaba parte del bosque y parecía fundirse en él.
Sus vestimentas eran sencillas y escasas, y estaban fabricadas casi sin excepción con productos procedentes del bosque: pieles teñidas, telas bastas de lino silvestre batido y cosido, adornos de plumas y cuentas, pero no había nada primitivo ni tosco en aquellos elfos verdes. Eran un pueblo centenario con costumbres centenarias. Observaban a Arilyn con curiosidad distante y discreta pero la mayoría contemplaba a Ganamede con un respeto que rayaba la idolatría. Era probable que muchos de ellos fuese la primera vez que ponían los ojos sobre una de las famosas y esquivas sombras de plata y sospechaba Arilyn que aquel encuentro sería sin duda una historia que pasaría de padres a hijos.
Un macho de considerable altura, cuyas facciones resultaron extrañamente familiares para Arilyn, dio un paso al frente con la dignidad de un ciervo. Como la mayoría de los elfos verdes, llevaba poca vestimenta, la piel rubicunda pintada con curvos dibujos en tonos verdes y marrones, y el cabello, largo y castaño oscuro, recogido por detrás en una trenza.
—Soy Rhothomir, Portavoz de la tribu de Árboles Altos. Por respeto al noble lythari que ha tenido a bien traeros aquí, escucharemos las palabras de Amlaruil de Siempre Unidos.
Escuchar. Por respeto al lythari.
No era con exactitud un recibimiento, pero en verdad Arilyn se sintió perversamente satisfecha en su interior por la insólita falta de entusiasmo que aquel macho mostraba por la reina elfa.
Ahora, no obstante, llegaba la parte complicada. El protocolo exigía que ella diese su nombre, su clan y sus credenciales, pero como se quedaba lamentablemente corta en las tres cosas, presentaría lo que tuviese, seguiría al jefe elfo y esperaría lo mejor.
Arilyn estiró su hoja de luna, la alzó para trazar en el aire un saludo elfo formal y puso una rodilla en tierra ante el Portavoz.
—Soy Arilyn Hojaluna, hija de Z'Beryl del clan Flor de Luna —se presentó, utilizando el nombre que había adoptado su madre en el exilio—. Como rapsoda de la espada, he abandonado los lazos del clan para adoptar el nombre de la espada antigua y mágica que llevo. Han llegado a Siempre Unidos informaciones sobre vuestros problemas y en nombre de la reina Amlaruil ofrezco mi espada y mi vida en defensa de vuestra tribu.
Con esas palabras, depositó la hoja de luna a los pies del elfo verde.
Durante largo rato, Rhothomir la contempló en silencio.
—¿La reina de Siempre Unidos nos envía una sola guerrera?
—¿Cuál habría sido vuestra respuesta si os hubiese enviado mil? —replicó Arilyn—. ¿Qué beneficio obtendríais con un ejército de tantos pies que os abriese un sendero lo suficientemente ancho en el bosque para que vuestros enemigos llegasen hasta la puerta misma de vuestro hogar? Con la ayuda de mi amigo, Ganamede, de la tribu Manto Gris, he dejado una huella que nadie puede seguir.
Se produjo otro instante de silencio.
—Camináis sigilosa, para ser una
n'telque'tethira
—admitió a regañadientes, utilizando la palabra elfa cuyo significado aproximado era «habitante de ciudad». Consideró el asunto durante un lapso bastante largo y luego se volvió.
—Coged vuestra espada y abandonad este lugar tan silenciosamente como habéis venido. No la necesitamos, ni tampoco a vos.
—No.
Un ahogado murmullo de asombro recorrió la asamblea de elfos. En apariencia, era un acontecimiento poco usual que alguien desafiara de forma tan notoria la autoridad del Portavoz.
Una hembra elfa se situó junto a Rhothomir, con los ojos negros fijos en Arilyn y el paciente lythari.
—No los hagas partir. Piensa, Hermano. Si las sombras de plata lucharan con nosotros, ¡con qué rapidez podríamos negociar con esos humanos que saquean nuestro bosque!
Arilyn abrió los ojos de par en par. Nunca había oído aquella voz y, sin embargo, la conocía. Pertenecía a una hembra asesina que hablaba siempre en susurros, una que utilizaba maquillaje para empañar el lustre de su piel y para transformar sus facciones elfas en las de una belleza humana de ojos almendrados y facciones orientales. El turbante de seda había ocultado hasta ahora unas orejas tan puntiagudas como las de un zorro, así como una reluciente cabellera castaña que ahora llevaba recogida en una única trenza. Si todavía le hubiesen quedado dudas a Arilyn sobre la identidad doble de aquella mujer elfa, se le hubiesen disipado de inmediato al ver el tatuaje de su hombro desnudo: la silueta estilizada y esbelta de un hurón en actitud de caza.
La Arpista también captó el significado asimismo dual de las palabras de la mujer elfa: gentes de sangre humana estaban saqueando el bosque elfo, pero ante la posibilidad de una alianza con los lytharis, Hurón estaba dispuesta a aceptar la presencia de Arilyn y su secreto. Porque si la elfa revelase la verdadera naturaleza de Arilyn, el príncipe Lamruil se convertiría de inmediato en heredero de la hoja de luna. El carácter sagrado de Árboles Altos, aunque se veía honrado por la presencia de un lythari, se vería totalmente profanado y puesto en peligro ante la llegada de una semielfa. Incluso podían llegar a atacar al propio lythari que la había traído, considerándolo un traidor a la raza elfa. Fuera cual fuese el resultado de este encuentro, Arilyn se prometió que pondría todo su empeño en conseguir que Ganamede escapara sano y salvo.
Como Arilyn estaba todavía apoyada sobre una rodilla, su mirada quedaba a la altura de los ojos del lobo, así que se volvió para clavar la vista en Ganamede.
—Portavoz Rhothomir, escuchad el consejo de vuestra hermana. He pedido al lythari de la tribu Manto Gris que acuda en vuestra ayuda —manifestó, suplicándole con los ojos a su amigo que le siguiera la corriente—. El noble Ganamede se marchará ahora para reunir el consejo de su tribu y decidir cuál es el mejor curso de acción.
El lythari le dirigió una mirada inquisitiva y ella respondió con una fugaz sonrisa y un gesto para darle la seguridad de que todo iría bien.
Al cabo de un momento, Ganamede inclinó la cabeza.
—Se lo preguntaré —musitó con suavidad, pero en sus ojos se reflejaba una total confusión. Dio media vuelta y se desvaneció en silencio en el bosque.
Arilyn exhaló un suspiro largo y silencioso de alivio. Odiaba defraudar a su amigo, pero por fortuna Ganamede parecía haber comprendido su causa. Se sentiría decepcionado porque parecía que ella no comprendía la naturaleza de la raza de lytharis, pero aun así estaba dispuesto a hacer lo que ella le pedía, aunque conocía de antemano la respuesta de su gente. Era mejor esto que dejar que él supiera cuán frágil era su propia posición.
En cuanto Ganamede estuvo fuera de su alcance, Arilyn alargó la mano para coger su espada y se levantó para fijar la mirada en los tranquilos ojos de Hurón. Si existía alguna esperanza para forjar una unión con los elfos verdes, en ella recaía.
—Puedo ofreceros más que una posible alianza con los lytharis. La mayoría de vosotros habéis luchado contra humanos. Yo también. Conozco su estilo, su mundo, sus tácticas.
—Hay algo de verdad en lo que decís —admitió Rhothomir mientras se volvía hacia su hermana—. Tú eres la guardiana de las tradiciones; tienes más conocimiento de los humanos que ninguno de nosotros, así como de los elfos que viven más allá de los límites del bosque. ¿Qué opinas?
—Deseo hablar con ella a solas —pidió Hurón—. Hay cosas que necesitamos saber de ella y de la espada que porta. Todos hemos oído historias de este tipo de espadas y es posible que esa hoja de luna haya sido forjada para semejante tarea.
—Existe un gran riesgo en el hecho de aceptar extranjeros —intervino el Portavoz.
—Y sopesaremos los riesgos así como los beneficios. Dejadme hablar con esta..., elfa de la luna, y dejadme juzgar si lo que ofrece vale la pena.
Tras deliberar un momento, Rhothomir accedió. Hurón se acercó a un roble robusto y agarró una de las enredaderas que rodeaban su tronco. Desenrolló una larga escala que conducía a una de las viviendas situadas sobre los árboles e indicó con un ademán impaciente y diestro a Arilyn para que ascendiera por ella.
Con Hurón pisándole los talones, la semielfa inició la ascensión hacia los árboles. La vivienda era pequeña y escasamente amueblada: una piel de oso hacía las veces de cama, los efectos personales se alineaban en una serie de tarros y unas pocas prendas de ropa colgaban de varios ganchos en la pared. La elfa hizo un ademán a Arilyn para que tomara asiento en la piel de oso y ella se sentó en el suelo, tan lejos de la semielfa como le permitía el espacio.
—¿Cómo conoces a un sombra de plata? —preguntó Hurón.
—Somos amigos de la infancia. Le salvé de caer en las fauces de una serpiente.
—¿En Tethir?
—No, en las colinas Manto Gris, un lugar situado a muchos días de viaje al norte de aquí. La tribu de Ganamede adoptó su nombre de esos montes... o tal vez al revés. Los lytharis son capaces de recorrer grandes distancias de un modo que parece mágico, incluso para un elfo —añadió Arilyn, anticipándose a la siguiente pregunta de la elfa.
Hurón desvió la vista hacia la espada que llevaba Arilyn colgada del cinto.
—¿Cómo puede ser que portes una espada de ésas? ¡Está viva..., la vi brillar por efecto de la magia cuando luchaste en la habitación del Arpista!
—Sí, aquello fue una escena de muerte de lo más convincente —convino Arilyn, irónica—. En cuanto a la espada, llegó a mí del mismo modo que llega a todo aquel candidato a blandirla. La heredé de mi madre, Z'beryl.
—Pero ¿cómo puede ser? ¡Las hojas de luna jamás actúan a favor del maligno!
—Ni ésta tampoco —repuso Arilyn—. No puede derramar sangre inocente. Si deseas que lo probemos en combate, será un placer mostrártelo.
El desafío se quedó flotando, pesado, en el silencio que siguió.
—¿Qué eres
tú
? —inquirió Hurón al final—. ¿Una asesina semielfa o una noble guerrera elfa?
—¿Y
tú
? —replicó Arilyn—. La última vez que te vi, erais tres contra uno y estabas a puntó de matar a un buen hombre para conseguir un puñado de monedas de oro.