Apagó el cigarrillo y puso el cenicero en el suelo. Gloria había terminado el suyo hacía rato y continuaba esperando una respuesta a su última pregunta, aparentemente retórica.
—Vamos a dormir. Mañana tienes que trabajar —dijo Monroy.
—¿No me vas a decir nada?
—¿Sabes quién era Wittgenstein?
—No lo sé. Un escritor, ¿no?
—Un filósofo. Escribió un libro muy importante en el que pretendía explicar de qué forma teníamos que hablar de la realidad si queríamos descubrir la verdad. Ese libro terminaba con la siguiente frase: «De lo que no se puede hablar, hay que callar» —contó Monroy justo un momento antes de apagar la lámpara de la mesilla de noche.
—Joder, ya salió la enciclopedia andante.
—Buenas noches.
* * *
A la mañana siguiente, cuando Gloria se marchó a la librería, buscó la tarjeta de Molina y marcó el teléfono de la oficina en Madrid de Gargajo y Puig.
—Gracián y Puig, buenos días —le respondió una voz femenina, seria, cordial.
—Buenos días. Con Carlos Molina, por favor.
Al otro lado de la línea se hizo un silencio tan grande que Monroy pensó que se había cortado la comunicación.
—¿Oiga? ¿Sigue usted ahí?
—Sí, señor. Disculpe. ¿Es usted familiar o amigo de Carlos? ¿O es un cliente nuestro?
—Casi no soy ninguna de esas cosas, señorita. Soy un conocido.
—Pero, ¿llama por un asunto profesional o personal?
Monroy dudó unos instantes.
—Más bien personal.
—¿Cuál es su nombre, señor?
—Monroy. Eladio Monroy. Pero, bueno, ¿está Molina o no está?
—No, señor Monroy. No está. Carlos Carlos murió el viernes pasado.
Una nube de silencio se impuso durante unos largos instantes.
—Vaya Lo siento No sabía nada Pero, ¿cómo fue? ¿Estaba enfermo?
—No, señor. Cayó desde un décimo piso.
—Un accidente.
—La policía y el juez determinaron que fue un suicidio.
—Pero usted no lo cree así.
—¿Por qué dice eso?
—Porque si así fuera no hubiera nombrado a la policía ni al juez Disculpe que me entrometa, pero es que.
—Está bien, señor Monroy Está bien Charly me habló de usted.
—¿Y usted es?
—Me llamo Isabel Oiga, ¿estará usted en este teléfono dentro de un cuarto de hora?
—Sí.
—Le llamo luego. Ahora no es buen momento.
—De acuerdo.
Monroy pasó aquel cuarto de hora fregando la loza de la noche anterior y haciendo cábalas sobre lo que había realmente en aquel asunto.
De nuevo la gente que había a su alrededor comenzaba a adquirir la mala costumbre de morirse. Y con sólo un par de días de diferencia. Molina el viernes. Fuentes el lunes. Ahora sí que no le cuadraba la culpabilidad de Nico. Como tampoco le cuadraba la explicación del suicidio para lo de Molina. A aquella chica, Isabel, tampoco debía de cuadrarle. Sobre eso, supuso, instintivamente, tres cosas: primera, los unía una relación algo más que profesional, segunda, en su entorno nadie compartía su opinión sobre la muerte del detective, tercera, tenía miedo.
Las tres suposiciones quedaron confirmadas cuando el teléfono volvió a sonar. La chica llamaba desde una cabina o un locutorio.
—Salí de la oficina para llamarle.
—Cuénteme.
—Charly y yo éramos pareja. Lo conocía bien, Eladio Él nunca hubiera hecho algo así. Esa noche habíamos quedado para salir. Yo me estaba preparando cuando me llamaron para decírmelo.
A la chica se le cortó la voz. Seguramente lloraba.
—Oiga, Isabel Me dijo antes que Carlos le había hablado de mí.
—Usted le caía bien, Eladio. Me dijo lo del encargo que le hizo Bueno, eso tenía que decírmelo por fuerza, porque soy yo la que lleva sus papeles Quiero decir, la que los llevaba Arreglé sus pagos, por ejemplo.
—¿Y había algo raro en este asunto, Isabel?
—¿En este asunto? ¿En lo de Fuentes? No, que yo sepa. Todo normal.
—Quizá no tanto. A Fuentes lo mataron ayer.
La chica se quedó callada.
—Se supone que se lo cargó su amante. Pero yo empiezo a no creérmelo.
—Demasiada casualidad —dijo ella.
—Eso me parece a mí. ¿Usted no ha hablado con la policía?
—Claro que sí. Pero no me hicieron caso. No soy tonta, Eladio. Lo único que ellos veían era a una mujer con un shock tremendo por perder a una persona cercana. La firma revisó todos sus expedientes recientes y no vieron ninguno que tuviera nada que pudiera llevar a alguien a ir contra Charly. Así que la explicación oficial es el suicidio. O, como mucho, el accidente. Pero no me imagino a Charly limpiando los ventanales a las nueve de la noche de un viernes, Eladio.
—Isabel, quizá debería volver a repasar el informe.
—Sí. Eso haré. Vuelva a llamarme mañana.
—¿Cómo puedo ponerme en contacto con usted?
—En Gracián y Puig siempre le contestaré yo. Haremos como hemos hecho ahora.
—De acuerdo. Si quiere ponerse en contacto conmigo.
—Yo tengo sus datos —le apostrofó la chica.
* * *
Hoy sería una de esas ocasiones en que Monroy rompería con su costumbre de comprar el periódico y leerlo en el Casablanca. Estaba demasiado tenso para concentrarse en la lectura de la prensa y, por otro lado, se le había puesto tamaña mala hostia que pensó que lo mejor era evitar salir a la calle y ver a nadie, al menos durante un rato.
Tocaba, más bien, pararse a pensar en todo aquello. Provisto de un cigarrillo y de un segundo café, se sentó en la encimera y empezó a ordenar la información de la cual disponía, que tampoco era demasiada.
Para empezar, ¿en qué podría haber estado metido Fuentes que justificase un asesinato? ¿Secretos comerciales? Nadie haría algo así para mantener en secreto una estrategia comercial o la fórmula de un nuevo producto. Sabía que las farmacéuticas tenían mala fama, pero eso era pasarse un poco.
Las posibilidades eran unas cuantas. Si a Molina lo habían suicidado, y si lo habían hecho los mismos que habían acabado con Héctor, podrían haberlo hecho por dos motivos: porque estuvieran buscando a Fuentes (en ese caso, no podían haber sido los de Feinberg and Feinberg) o para que no se supiese que los de la empresa lo habían contratado (en cuyo caso sí que habían sido ellos).
De cualquier forma, si Nico no había matado a Héctor, había dos probables motivos: que querían que Fuentes contase algo (y, como en el primer caso, no habían sido los Feinberg and Feinberg), o bien no querían que lo contase (y, sí había sido alguien relacionado con la farmacéutica).
Aunque bien podía ser que se estuviese dejando llevar por la paranoia y que todo fuese lo que parecía ser. En ese caso, Molina se había suicidado y a Fuentes lo había asesinado Nico para que no lo abandonase.
Demasiados condicionales. Saber, sólo sabía tres cosas: Molina estaba muerto, Héctor estaba muerto y él, que hasta hacía un par de semanas ni los conocía, estaba ahora mismo ahí, en su cocina, haciendo unas cábalas que a lo mejor eran una soberana pérdida de tiempo pero quizá le salvaran el pellejo. Y Monroy le tenía mucho cariño a su pellejo. Estaba algo gastado y comenzaba a arrugarse, pero tenía para él un valor, digamos, sentimental.
Si ambas muertes estaban realmente relacionadas en el segundo de los sentidos (es decir, que los criminales fueran los de Feinberg and Feinberg), entraba en lo posible que acabaran yendo también a por él, como habían ido a por Molina.
Le convenía adelantarse a la jugada y cubrirse las espaldas. Quizá, volvió a decirse, no hiciera falta, pero más vale un «por si acaso» que un «si lo llego a saber».
Acudir a la policía aún no era una opción. No tenía nada que ofrecer salvo sospechas. Y para poder contárselas a Déniz hubiera tenido que darle explicaciones hasta fin de año.
* * *
Lupescu esperaba a que Fárez acabara su faena bebiendo cervezas y jugando contra sí mismo al ajedrez en la terraza de su habitación del hotel. De vez en cuando, miraba al mar, triángulo azul que se extendía ante él. El día, gris y plomizo pero no más frío que algunos días de primavera en Madrid, caía con una luz opaca sobre las barcas en la arena y los pocos bañistas, seguramente gente del barrio, que se aventuraban a probar el agua. Alguna vieja, algún enfermo, paseaba por la orilla con los pantalones arrollados a la altura de las pantorrillas, refrescando juanetes y varices. Curioso que sólo a un par de kilómetros de toda aquella tranquilidad estuviera el apartamento donde habían hecho la parte más reciente del trabajo. De hecho, habían regresado dando un paseo y se habían sentado en las terrazas que había junto al hotel, a probar algo de la gastronomía local. Todo había ido con la mayor tranquilidad y, a juzgar por lo que decían los periódicos, las cosas habían salido tal y como Fárez había planeado. Aun así, Lupescu no dejaba de tener aquella sensación de que algo iba a torcerse, de que acabarían teniendo un mal encuentro antes de acabar del todo la faena. Fárez continuaba en su habitación, buceando en el ordenador portátil del cliente. Llevaba así desde la tarde anterior, después de subir a sus habitaciones tras el almuerzo.
Entretanto, Lupescu había salido para ver la ciudad. Había ido a ver la catedral, la plaza que había ante ella. Se había sentado en uno de los bancos, cerca de unos perros de bronce, y había observado las evoluciones de las palomas. Allí, sentado, pensó en Anatol. Supuso que se hubiera empeñado en subirse a lomos de uno de los perros. Que hubiera perseguido a las palomas, espantándolas sólo por el gusto de verlas volar en círculos para volver nuevamente al suelo en cuanto él se despistara. Si todo fuera bien, si el trabajo saliese como debía salir, si el tratamiento funcionase como debía funcionar, si Diego y sus jefes jugaban limpio con él y nada se torcía, volvería a aquella plaza con Anatol cuando estuviese recuperado. Se lo propuso allí mismo, en aquel momento. Si Anatol se recuperaba, lo traería a aquella ciudad y lo llevaría a aquella plaza de Santa Ana, a jugar con los perros de bronce y a molestar a las palomas.
Justo en ese momento, tocaron a la puerta de su habitación. El rumano fue a abrir y Fárez entró con el portátil metido en su funda y cara de malas pulgas. Se dirigió al mini bar, abrió una botella de cerveza y, salió a la terraza, adonde ya Lupescu había regresado. Permanecieron un buen rato en silencio, sentado cada uno en una de las sillas de plástico que había alrededor de la mesita redonda de fibra blanca: el rumano, pensando y moviendo piezas sobre el tablero; Fárez mirando hacia abajo, a la playa, al mar que había empezado, de pronto, a embravecerse.
—No hay nada —dijo Fárez, de pronto.
—¿Nada? ¿De qué no hay nada? —Preguntó Giorgi.
—Nada de lo que tendría que haber en el ordenador —hablaba sin mirar hacia él, con la vista clavada en el paisaje, dando, de cuando en cuando, un trago de cerveza.
—Cuando lo interrogamos no cantó —dijo Lupescu alzando las cejas, porque justo en ese momento se dio cuenta de que las blancas podían hacer una triple pinza a dama, rey y torre con el caballo.
—Quizá precipitamos las cosas. Quizá debimos hacerlo aguantar un poco más.
Lupescu se encogió de hombros. Al fin y al cabo, había sido Diego quien, de repente, había ido a la cocina y regresado con el cuchillo. Él había hecho su trabajo. Si el otro, que era quien mandaba, se había pasado de la raya, él no tenía la culpa.
—Esto se está retrasando mucho.
—Mi jefe quiere seguridad absoluta, Giorgi.
Por primera vez a lo largo de la conversación, ambos se miraron. Los ojos azules del rumano se clavaron en los de Fárez.
—Hablé con él hace un rato. Por cada día de más que estemos aquí, recibirás un dinero extra —sacó su teléfono móvil, lo activó y se lo pasó al Demonio—. Llama al chico, para ver cómo sigue y dile que tardarás un par de días más en ir.
Lupescu marcó el teléfono móvil de su madre.
—Y luego pásamelo, para darle un saludito —añadió Fárez, levantándose y apoyándose en la barandilla con ambas manos, enarbolando algo parecido a una sonrisa amable.
El Chapi, sentado en el asiento del copiloto, lo observaba en silencio con la expectación de un vendedor de alfombras del zoco frente a una turista belga. Monroy se subió al fin y ocupó el asiento del conductor. Puso las manos en el volante y olisqueó un poco. Quizá buscaba alguno de aquellos olores a nicotina o plástico gastado que despedía su viejo 124. Recordó, nunca sabría por qué, aquello de Miré los muros de la patria mía. No sabía si le gustaría, pero no le quedaba otro remedio por el momento. Necesitaba tener algún medio de transporte y, si las cosas pintaban mal, pedirle prestado el coche a Gloria no era una opción.
—No sé, Chapi.
—¿Qué no sabes? —Preguntó el Chapi, con cuarto y mitad de mosqueo—. Vamos a ver: no tiene ni treinta mil kilómetros y siempre ha dormido en garaje. Por lo visto el viejo sólo lo cogía los fines de semana para ir a Temisas. Parece que tenía una finquita allí, con olivos y esas cosas.
—¿Tenía?
—Sí. Se murió hace un par de meses. La viuda se quiere quitar el coche de encima lo antes posible. Pero está nuevito. Dudú le revisó el motor. Además, mira, tú lo coges un par de semanas. ¿Que al final te gusta? Hablamos con la vieja. ¿Que no te interesa? No pasa nada. Nadie tiene por qué enterarse de que te lo dejé.
Monroy volvió a salir y miró la carrocería. No presentaba abolladuras ni roces. Era una furgoneta Renault Express, el modelo básico, con, quizá, diez o doce años de servicio. Un poco de desgaste en el tapizado, unos rasguños en el tablero, señales en el suelo de la parte trasera. Tenía pinta de haber transportado muchas garrafas de aceitunas, además de ladrillos, sacos de cemento y a lo mejor hasta un tambor de mezcla. Pero Monroy no pensaba vivir allí. Así que, salvo el color, todo era aceptable.
—Bueno, eso de que no se enteren No creo que haya muchas Express pintadas de color naranja. ¿Por qué coño la pintó así?
El Chapi, que lo había seguido en su inspección, se encogió de hombros.
—¿Y a mí qué me cuentas, Eladio? Igual era daltónico.
Tras una pausa, que Monroy aprovechó para pellizcarse el mentón, el otro dio por finalizada la conversación. Lo demostró poniéndole en las manos las llaves.
—Mira, date una vueltita, a ver qué te parece. El depósito está a la mitad. Y el seguro está pagado hasta el mes que viene. Pero sácamelo de aquí que dentro de un ratito me entra un cuatro por cuatro y necesito el hueco.