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Authors: Alexis Ravelo

Tags: #Novela negra, policiaco

Sólo los muertos (15 page)

—Eladio Héctor me mandó un mensaje esta mañana.

—Lo sé. Diciéndote que no fueras a casa.

—Sí. No sé cómo lo sabes, pero da igual. La cosa es que él ya me había dicho que podría pasar algo así Habíamos acordado que si él me mandaba ese mensaje, yo tenía que salir corriendo, esconderme y esperar a que él me buscara.

—Pero, ¿por qué? ¿Por qué todo eso?

—A Héctor lo seguían.

—¿Quién?

—No lo sé. Discutíamos mucho sobre eso. Siempre se negó a decírmelo todo. Pero sé que sabía algo muy importante. Aunque nunca me dijo nada. Ni quién ni por qué. Me decía que era protegerme. Yo estaba muy preocupado, pero él se empeñaba en que no había nada que temer por el momento.

—¿Estaba metido en algún negocio sucio?

Nico lo miró con seriedad.

—Vamos a ver Tú conociste a Héctor. ¿Te parecía la típica persona que se mete en algo sucio?

Monroy se calló. Sabía que había meado fuera del tiesto.

—Yo sólo sé que Héctor me llamó hace un par de meses, muy inquieto, diciéndome que una compañera de trabajo había muerto. Una tal Esther, muy amiga suya. Una semana después, me avisó de que venía para Las Palmas. Yo llevaba ya un tiempo intentando que se viniera a vivir conmigo. Así que no le puse muchos peros.

—Entonces, ¿ustedes no tenían un conflicto? ¿Él no te iba a dejar?

—Pero, ¿qué dices?

—Vale, eso lo tenemos ahí. Ahora, dime: ¿cómo te enteraste de que había muerto?

—En un bar. A mediodía me metí en un bar y lo vi en las noticias. Aún no sabían mucho los de los informativos, pero ya estaba claro que había sido en mi casa. Imagínate el esfuerzo que tuve que hacer para no romperme de dolor allí mismo.

Fue justo en ese momento cuando Nico al fin se desmoronó. Se echó a llorar con un llanto incontenible. Echado hacia delante, con el rostro entre las manos. Monroy lo dejó desahogarse. Fue a la cocina y volvió con una botella de Glenfiddich y dos vasos. Sirvió tres dedos de whisky en cada uno de ellos y dio un sorbo al suyo.

—Tómate eso —ordenó, más que invitó, a Nico.

El otro miró a Monroy y al vaso como si fueran habitantes de un planeta lejano. Vació el contenido de un trago y tosió estruendosamente, mientras su anfitrión y agresor volvía a llenarlo.

—Y una vez sabido todo esto, ¿por qué no fuiste a la policía?

—No lo sé, Eladio. No lo sé Héctor me dijo que no me fiara absolutamente de nadie Que quizá ni la policía fuera de confianza en esto Yo Yo estoy acojonado, Eladio.

—No es para menos. No tienes ni idea de la que se te viene encima. Lo que no acabo de entender es lo que pinto yo en este asunto, por qué coño has tenido que venir a mi casa. ¿Te das cuenta de que ahora mismo estoy cometiendo un delito sólo por tenerte aquí?

—Lo siento. Ya lo sé. Enseguida me voy. La cosa es que tú eres la única persona de Las Palmas con quien Héctor tenía relación y a la que no se lo había presentado yo. Esto es: eres la única persona que se me ocurría que pudiera saber algo que yo no supiera. Pero ya veo que me había equivocado.

—Pues no. No sé nada de nada. La verdad es que tampoco sé por qué ahora mismo no estoy llamando a comisaría. Ni siquiera sé por qué te estoy dejando hablar. Ni por qué he dejado que me mezclen en este puto rollo.

Nico lo miró ahora con gravedad. Desde el fondo de sus ojos, surgió una luz de lástima e ira entremezcladas que se derramó por toda la estancia hasta alcanzar a Monroy.

—Héctor te tenía mucho afecto —dijo en voz baja, con un tono muy serio y sosegado, como si hablara de algo que había ocurrido hacía veinte años—. ¿Lo sabías? Incluso alguna vez llegué a estar celoso de ti. No entiendo por qué te tenía ese cariño. Tampoco se me ocurre en este instante por qué demonios te tenía tanta ley. No te preocupes, me voy ahora mismo.

—¿Adónde?

—¿Y a ti qué te importa?

Entró de repente en una nueva crisis de llanto. Monroy aprovechó el lloriqueo para intentar pensar un poco en todo aquello.

Volvió a la cocina y se sentó sobre el poyo. Solía hacerlo cuando quería reflexionar. En primer lugar, podía ser que Nico estuviera mintiendo, que Déniz, por una vez, estuviera en lo cierto y el asunto no fuera más que un asunto pasional. Con lo cual, él no pintaba nada. En este sentido, recordó lo que Héctor le había contado sobre el carácter posesivo del pequeñajo.

Pero también podía ser que aquel cuarto de kilo tuviera razón. Que Héctor hubiese venido a Las Palmas huyendo de algo. Algo peligroso, probablemente relacionado con su empresa. Y, en ese caso, él habría participado activamente en labrarle la desgracia. Podía llamar a Molina e intentar averiguar algo de eso. O intentar enterarse de lo que había pasado con aquella compañera de trabajo, aquella tal Esther cuya muerte había provocado la huida de Héctor. Pero, la verdad, no sabía si quería saber más sobre el tema.

Joder, Eladio, hay que ver el arte que te das para meterte en follones, gilipollas, se dijo a sí mismo. Casi llegó a pronunciar la frase en voz alta. Por ahora, lo que tenía que hacer era ver qué hacía con aquel panorama que tenía en el salón. La mera presencia del tipo mocoso y golpeado en su sofá lo convertía en encubridor. Su primer impulso fue telefonear a Déniz y retener a Nico allí hasta que llegasen los de la brigada. Pero ya le hacía sentir lo suficientemente traidor la posibilidad de que no fuese Nico quien hubiera matado a Fuentes. Pensó que una forma de salir del lío era convencerlo de que se entregase. Así quedaría bien ante la policía, ante Nico y ante sí mismo. Si Nico no era el asesino de Héctor, la policía acabaría averiguándolo. Lo que no constituía una opción era seguir escondiéndolo.

Regresó al salón. Nico se había servido él mismo un tercer vaso. Parecía más tranquilo, con esa tranquilidad de velatorio de familiar muerto tras larga y oprobiosa enfermedad. En su mirada comenzaba a crear nubes el alcohol.

—Con lo grande que es la ciudad y tenías que venir precisamente aquí —le reprochó—. A ver qué coño hacemos ahora.

Nico se encogió de hombros, como si no fuera con él y se metió el whisky entre pecho y espalda.

—Por lo pronto, hay algo que debes saber: te van a coger. Esto es una isla y tu nombre está ya en todos los puertos y los aeropuertos. Tampoco puedes utilizar la tarjeta de crédito. Ni el teléfono móvil. Los informativos de la noche van a dar tu nombre y a decir que la policía te busca. Y si mañana no estás en comisaría, a mediodía pondrán tu foto. También en los periódicos. La foto la habrán cogido ya de tu casa. Una foto en la que se te verá sonriendo como un gilipollas, en un parque acuático o en una boda. Una foto que, cuando te la sacaron, no se te ocurrió en ningún instante que sería la que te buscara la ruina.

Nico le escuchaba en silencio, reclinado hacia atrás en el sofá, mirando a la parte inferior de una de las patas de la mesa de centro.

—También tienes que saber —prosiguió Monroy, perfectamente consciente del efecto de sus palabras—, que cuanto más tarden en trincarte, peor te lo van a hacer pasar. Y peor lo vas a tener en el juicio, porque nadie huye si es inocente. Si las cosas son como tú las cuentas, no tienen contra ti más que pruebas circunstanciales. Quiero decir, que será difícil demostrar que fuiste tú quien lo apuñaló si realmente no lo hiciste.

Nico pareció despertar de pronto de su letargo. Dio un respingo y lo miró.

—¿Lo apuñalaron?

—Sí. Lo apuñalaron. Tres veces. Dos en el pecho. Una en la yugular.

—Joder —dijo el otro, horrorizado—. Era un hombre bueno, Eladio. No se merecía.

—Déjate ahora de sensiblerías y escúchame —lo apostrofó Monroy—. Porque Héctor está muerto y eso no va a haber quién lo cambie. Pero tú estás vivo, amiguete. Y te estás buscando la ruina tú solo. Vale que te han metido en un lío (te repito: si es verdad lo que cuentas) pero estás metiendo la pata cada vez más. Así que escucha: el comisario de policía es un conocido mío. Y no es mal tipo. Para ser policía, claro está. Bueno, la cosa es que si le doy un telefonazo y le digo que te quieres entregar, el trato será bastante mejor que si te trincan por ahí. Después de todo, no han pasado ni ocho horas. Has tenido un shock y blablablá y ahora reaccionaste. Y, vuelvo a decirte, si lo que cuentas es verdad, será más probable que ellos averigüen lo que pasó realmente y quién lo hizo.

—¿Sigues sin creerme?

—¿Me creerías tú a mí? —Monroy dijo esto mientras cogía el teléfono móvil y buscando en la memoria el número de Déniz—. Este es el número de mi colega en comisaría. Sólo tengo que darle al botón de llamada y lo tendrás al otro lado. Puedes hablar tú mismo. También puedes salir por patas de aquí sobre la marcha. No te voy a intentar retener. Pero según salgas por esa puerta, lo voy a llamar y a contárselo todo.

—¿Por qué?

—Primero, porque va a ser mejor para ti. Pero, sobre todo, porque yo no me busco la ruina por nadie. Y menos por ti, que, al fin y al cabo, no eres más que el querido de un colega.

Una especie de iluminación cruzó el semblante de Nico. Acababa de darse cuenta de algo que no había sospechado hasta ese momento.

—Tú no eres del ambiente —dijo.

—¿Qué quieres decir?

—Que no eres gay. No eres homosexual, ¿verdad?

—Pues no. No lo soy. ¿Por qué? ¿Ahora es obligatorio?

—Héctor pensaba que entendías. De hecho, pensó que te habías acercado a él porque le gustabas.

—¿Y eso qué tiene que ver con todo esto?

—Que si no te acercaste a él por eso, ¿por qué lo hiciste?

El miedo se apoderó de Lara, que se levantó de pronto y fue acercándose a la puerta, siempre sin soltar el vaso. Monroy no se inmutó. Permaneció mirándolo, con el móvil en la mano, viendo cómo caminaba hacia atrás y asía el pomo.

—Tú Tú eres —dijo Nico justo antes de arrojarle el vaso y salir corriendo, dando un portazo.

Monroy esperó hasta ver qué dirección tomaba el improvisado proyectil y lo esquivó sin dificultad, sin tan siquiera soltar el teléfono. Lo escuchó hacerse pedazos contra el suelo y se volvió, un segundo antes de oír la carrera de Nico escaleras abajo. El líquido que quedaba en él había salpicado los libros de las estanterías más cercanas al suelo. La casualidad quiso que fuesen algunos compactos Anagrama de Kerouac, Bukowski y Burroughs. Paradojas de la vida. Así que Nico pensaba que él era uno de los que iban buscando a Héctor para matarlo. Al fin y al cabo, se dijo, quizá tenga razón.

Cuando fue a buscar la escoba y el recogedor, hizo dos cálculos rápidos: que Nico debía de estar ya llegando a la esquina y que reponer el vaso le costaría un euro.

En cuanto a la llamada a Déniz, decidió no hacerla. Ya había tenido suficiente comisaría por el día de hoy. Sí que telefoneó al móvil de Molina. Pero Dany De Vitto seguía sin contestar. En Madrid ya eran las diez. Decidió esperar al día siguiente y llamar directamente a la oficina de Gargajo y Pus.

23

Esa noche Gloria se quedó a dormir con él, después de consolarlo con una botella de vino y de hacerle el amor hasta medianoche.

Antes de dormir, fumando un cigarrillo, desnudos y olorosos a sudor y sexo, volvieron a hablar del suceso. Monroy, sabiendo que se arriesgaba a llevarse una bronca (bastante justificada) por dejarse meter en camisa de once varas, se había limitado a darle la versión oficial (es decir, la de la tele, la de Déniz), según la cual Nico había sufrido un arrebato. Pero ella tampoco se tragaba, al parecer, esa explicación.

—¿Y no será que le intentaron robar?

—Por lo visto no faltaba nada —dijo Monroy, pasándole el brazo por detrás de la nuca.

Gloria se acomodó un poco más y depositó un beso descuidado en el hombro de Monroy. Después habló mirando más allá de él, pensativa, con aires de inteligencia.

—Pues, mi amor, yo los vi juntos dos veces y parecían muy enamorados.

—Ése es precisamente el asunto. Cuanto más enamorado está uno, más capaz es de hacer una cosa así.

—¿Ah, sí?

—Pues claro.

Lo miró con ternura y coquetería.

—¿Tú serías capaz de matarme si yo fuera a dejarte?

—Bueno, para que pudieras dejarme tendríamos que estar juntos.

—¿Y no lo estamos?

—No sé si lo estamos del todo.

—Pero qué asilvestrado eres, cabrón Mira, te voy a decir una cosa: si estuviéramos más juntos, ahora mismo mis tetas saldrían por tu espalda.

Se rieron con la ocurrencia. Tras un silencio, Gloria volvió a tomar la palabra.

—Yo no sería capaz de matarte si tú te fueras con otra.

—Bueno es saberlo.

—Sólo te cortaría los huevos —dijo, aferrando de pronto la parte mencionada.

Volvieron a reírse, ahora con más relajo.

—Estás como una baifa, Gloria. Lo tendré en cuenta la próxima vez que me eche una querida.

—Ahora en serio, Eladio: yo no me creo que lo haya hecho ese muchacho. Fíjate: es un enclenque.

—La verdad es que es un medio whisky. Pero con un buen dolor de cuernos, hasta un medio whisky es peligroso.

—No, Eladio. Acuérdate de lo que te voy a decir: aquí hay algo más. ¿O no te parece raro que a ese hombre lo estuvieran buscando desde antes? Te lo digo precisamente a ti, que fuiste quien lo encontró.

—Bueno, pero no creo que lo buscaran para eso, Gloria.

—No digo que lo buscaran para matarlo. Pero si la empresa lo buscaba, es porque podía andar metido en algo raro.

—Mira, Gloria, ni lo sé ni me importa. Se murió y punto. Y me jode, porque le había cogido aprecio. Pero no hay nada que hacer.

—Yo no digo que hagas nada. Pero sí te digo que tengas en cuenta esa posibilidad.

—¿Para qué?

—Para que tengas cuidado, porque con tu habilidad para meterte en líos.

Ahí estaba. Había tardado, pero había llegado a donde Monroy temía que llegara. Y lo peor no era que tuviera razón, sino que él no podía dársela si quería evitar que se preocupara.

—Tú ves muchas películas, Gloria.

A Gloria sólo le faltó poner las manos en jarras al decir:

—Lo que sea, pero tú ten cuidadito, por si acaso. Cuando lo del chulo aquél ya me tuviste bastante acojonada. Nunca me contaste lo que pasó en realidad, ni quiero que me lo cuentes nunca. Pero eso no quiere decir que yo sea boba y no me dé cuenta de que te metiste en un lío de mil pares. ¿Estamos?

A Monroy le hubiera gustado ser sincero. Contarle no sólo sus sospechas sobre lo de Héctor sino también, y sobre todo, lo que había ocurrido aquella vez; todo lo relacionado con aquel asunto tan feo; la infamia y la traición invadiendo su mundo; él mismo, cometiendo actos repugnantes. Tantas cosas para olvidar y tantas cosas para callar. Tantas que continuaría callando, por mucho que le pudriera por dentro el hecho de albergarlas en la memoria.

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