—De acuerdo, Déniz. Gracias.
—Gracias, no —cortó el comisario—. Me debes un favor. Y uno grande. Así que ya puedes ir buscando la forma de devolvérmelo.
—Está bien. Ya veré cómo.
—Bueno, puedes empezar por no meterte en líos durante un tiempo —dijo Déniz aplastando la colilla contra el cenicero, antes de añadir—. Oye, una cosa que me tiene intrigado.
—Tú dirás.
—¿Cómo te lo hiciste para joderle el coche?
—Ah, eso Azúcar en el depósito.
—Joder, como en las películas.
No comprobaron el aceite ni el depósito. El empleado de la casa de alquiler les había garantizado que el coche estaba en perfectas condiciones. Además, habían salido de Madrid a las siete de la mañana, así que lo único que les interesaba en ese momento era llegar al hotel y dormir una siesta antes de ponerse a trabajar.
—Conduce tú —dijo Fárez tirándole las llaves tras cerrar el maletero.
Giorgi las cogió al vuelo y abrió la puerta del conductor. No debía haberle contado a Fárez que ya conocía la isla. Había venido hacía años, para acompañar al gordo, que tenía un par de negocios en la zona sur. Fárez, en cambio, sólo había estado en Tenerife. Pasando lo que él llamaba «unas vacaciones».
Eso se lo habían contado en el avión. También se habían contado un par de cosas más. Naderías. Anécdotas que habían acaecido a cada uno en este tiempo que llevaban sin verse. Cuando se les acabó la charla, Giorgi sacó del bolsillo de su cazadora un pequeño tablero de ajedrez magnético. Sin decir palabra, lo montó en la bandeja, previamente desplegada, abrió con cuatro peón rey y dijo:
—Te toca.
Habían jugado prácticamente todo el camino. Tres partidas tensas y largas que el rumano ganó sin excepción. Fárez recibía la derrota con serenidad, con frecuentes sonrisas, estrechándole la mano a cada mate.
Ahora, cuando ya dejaban atrás el término municipal de Telde y la Laja les mostraba el mar fustigando los callaos, Fárez se percató del mutismo en que Lupescu se había sumido desde que arrancaron.
—¿Te preocupa algo, Giorgi? —le preguntó después de abrir la ventanilla para fumar.
Lupescu abrió la boca varias veces, como un pez recién sacado del agua.
—Me preocupan un par de cosas.
—¿Como cuáles?
—Como que todo esto es muy indiscreto. Un coche alquilado a tu nombre; un hotel de cuatro estrellas No sé. Demasiadas pistas, ¿no?
Fárez pensó en lo que Lupescu quería decir.
—Tranquilo. Piensa en esto: nadie va a atar cabos porque no va a haber cabos que atar. Está todo pensado.
—Vale, lo habrás pensado. Pero si queremos sacarle información antes, no va a haber forma de hacer que parezca un accidente. Así que la policía buscará rastros. Y tú estás en nómina de la misma empresa para la que él trabajaba.
—Eso será si no tienen sospechoso.
—No te entiendo.
—Que no sólo vamos a hacer el trabajo. También tenemos alguien a quien colgarle el muerto.
Lupescu asintió, algo más tranquilo. De todos modos, sabía por experiencia que si algo podía ir mal, con toda seguridad iría mal y decidió que a partir de ese momento procuraría convertirse en una sombra. Las habitaciones del hotel ya estaban a nombre de Fárez. El auto también. Él sería el tipo grande que lo acompañaba. Sólo eso. Procuraría no hablar con camareros, recepcionistas, señoras de la limpieza. Sería una sombra. Un fantasma. Alguien de quien no se consigue recordar el rostro. Cuya voz nunca se ha oído.
La ciudad los recibió con un atasco. Mientras esperaban a que el tráfico volviera a fluir, Lupescu miró a su izquierda y vio un barrio de pequeñas casas edificadas junto al mar. Viviendas sencillas, de estilo marinero, cuyas azoteas quedaban casi a la altura de la carretera, con el anuncio de restaurantes costeros especializados en pescado fresco. A su derecha, un instituto y un hospital, feos edificios construidos en gris y marrón, como queriendo contradecir el colorido del otro lado de la vía.
El coche que había delante de ellos se puso de nuevo en marcha justo cuando Lupescu deseó no estar allí.
Monroy se había tomado ya, contra su costumbre, su octava cerveza. Como no solía desayunar, comenzaba a sentir la lengua algo gorda, pero pidió la novena. El ojo único de Casimiro lo miró con una mezcla de lástima y severidad.
—¿Qué? ¿Qué pasa? —le espetó Monroy—. ¿Me lo pones tú o me lo tengo que poner yo?
Resignado, Casimiro puso ante él un nuevo botellín y lo destapó.
—Me cago en la puta —dijo Monroy, mordiendo cada sílaba.
—Monroy —le dijo Ramón el feo, poniéndole, desde atrás, una mano en el hombro—, la vida es así. Te tienes que resignar. Nada es eterno, querido.
Monroy decidió que no sumaría a su pena y su cabreo la visión de la cara de Ramón, con sus ojos de pipa y sus dientes desordenados. Sin volverse, le dijo, para quitárselo de encima:
—Ramón, no me toques los huevos. Tú, a lo tuyo.
—Vale, hombre, no te pongas así —contestó el otro apartándose prudentemente hacia una de las mesas, donde se puso a leer las esquelas del periódico.
El Chapi entró en el Casablanca, dio los buenos días ignorando minuciosamente a Casimiro y se acercó a Monroy. Mecánico se quedó en la puerta, esperando, como si el animal supiera que en ese momento los ánimos ya estaban lo suficientemente cargados y convenía no echar más leña al fuego.
—Ya está, Eladio. Llamé a Feluco y le conté la cosa. Me dijo que él se encargaba. Vienen a las tres.
Monroy levantó la mirada, ya turbia. Chapi percibió perfectamente la pena provocada por el hecho de que aquellas palabras constataran que ya era seguro el fin. Por eso añadió:
—Si antes quieres ir y quedarte con algún recuerdo Incluso, si quieres ir con ellos.
—No, Chapi, prefiero recordarlo tal y como era.
Casimiro aprovechó el silencio subsiguiente para preguntarle al Chapi si le apetecía tomar algo. Los ojos del chapista se cruzaron con el del camarero obviando diferencias. El primero pidió un botellín. Tras ponérselo, el segundo cogió un cenicero, sirvió en él una cucharada de las carajacas que se aburrían en el expositor, fue hasta la entrada y las puso en el suelo ante Mecánico, que las olisqueó un momento antes de devorarlas con placer baboso y meneo de rabo.
Monroy no se percató de nada de esto. La culpa le atormentaba. Podía haber hecho algo. Si hubiera tenido más cuidado. Si lo hubiera vigilado.
—Ya está bien, Eladio —dijo el Chapi—. Si no daba para más, no daba para más. Al fin y al cabo, no era más que un coche.
—Ya, coño. Pero era el mío. Llevaba más de veinticinco años conmigo.
—Pues bastante servicio te ha hecho ya. Los coches de hoy en día no duran tanto. Confórmate, tío. Ahora hay que buscarte algo para que puedas moverte. ¿Cómo estás de perras?
—Así así —dijo Monroy.
—En fin, ya te buscaré algo.
—Yo quiero el mío. O uno como el mío —protestó Monroy, con una rabia de niño pequeño que provocó la sonrisa de Ramón el feo.
—¿Un Fiat 124? ¿Quién coño va a conseguir un 124? La última vez que se fabricó uno a Casimiro todavía se le empinaba —dijo el Chapi.
—Claro, porque me la chupaba tu mujer —protestó el tuerto.
—Oye, camarerucho, lo que tengas que decir, me lo dices a mí. Pero, a mi mujer, no la metas en esto.
—Ya. Bastante tiene la pobre con aguantarte.
Así empezó una nueva discusión, en medio de la cual Monroy comprobó que ya se había emborrachado lo suficiente, que ya había hecho suficiente el tonto y que no tenía dinero suficiente para pagar la cerveza. Haciendo un gesto de «apúntamelo» a Casimiro, salió del bar y los dejó discutiendo sobre la incierta paternidad de Bonifacio.
Al pasar junto a Mecánico, el animal lo miró con sus ojos de vidrio, relamiéndose, preguntándose si el calvo aquel también traía comida.
Cuando salió del edificio azul cobalto a dar su paseo diario, Héctor llevaba en la mano su ejemplar de
Crimen
con el sello de la librería Ei2. Había decidido caminar por la Avenida de Las Canteras hasta La Puntilla y, desde allí, tomar la calle Luján Pérez y La Naval.
Había recorrido unos cien metros cuando se dio cuenta de la presencia del hombre.
Les había dado esquinazo en Barajas y había pasado ya el tiempo suficiente para que se hubiesen olvidado de él. Por lo demás, no había realizado ningún movimiento sospechoso. Ni siquiera por teléfono. Ni siquiera en Internet. Y, en todo caso, nunca hubiesen podido localizarlo. Debía comprobar si estaba en lo cierto o volvía a padecer aquella especie de manía persecutoria.
Sin embargo, ahí estaba el tipo. Enorme, vestido con pantalones sueltos y chaqueta de chándal, caminando en el mismo sentido que él a unos metros de distancia. Parándose a contemplar la playa o a encender un cigarrillo, haciendo un hueco con la mano para proteger la llama, cuando él cedía el paso a alguna anciana o ralentizaba la marcha para ojear un escaparate.
Tenía que comprobarlo. Tomó la calle Sagasta, frecuentada a esa hora por repartidores y extranjeras celulíticas que acudían a tomar el baño de la mañana. El pelirrojo se desvió también. Así que, casi con seguridad, lo habían localizado y lo seguían. Ahora todo era cuestión de tiempo. Por lo tanto, utilizó el menos posible en trazar un plan. Primero, giró en dirección hacia el parque de Santa Catalina donde, según recordaba, había una oficina de correos. Y, mientras lo hacía, sin dejar de caminar, sacó su teléfono móvil y marcó el teléfono de Nico. Le saltó el buzón de voz (imaginó el móvil en el interior de la taquilla mientras Nico cocinaba) y, sin dejar de andar, le escribió un mensaje: NO VENGAS A CASA.NO ME BUSKES.
Tras cortar se preguntó qué más podía hacer. A quién más conocía. A qué otra persona de la ciudad podría acudir. Volvió a coger el teléfono y, siempre sin parar de caminar, buscó en la agenda el número del móvil de Monroy.
El gigante acortaba la distancia y Monroy no cogía la llamada. Ni siquiera saltaba su buzón de voz. Héctor colgó y aceleró el paso.
La oficina de correos estaba prácticamente vacía. Ante la ventanilla, sólo había un argentino gordo quejándose a la empleada por el sistema de tarifación. Al parecer, iba a enviar a Resistencia un paquete que le costaría un dineral. La empleada, una funcionaria miope y cincuentona, de pelo teñido de color paja y dientes desordenados que la hacían cecear, lo escuchaba mirándole de hito en hito con cara de póquer, insertando algún De acueddo, zeñod, pedo ezo no ez coza mía, cuando el otro se paraba a tomar aire. Héctor se percató de que el individuo se apostaba frente a la puerta y hacía una llamada con el teléfono móvil sin quitarle ojo a través de la cristalera.
Cuando el argentino se fue, indignado, Héctor pidió a la funcionaria un sobre de tamaño normal.
—Quiero hacer un envío por correo certificado —aclaró.
—Entoncez, tiene que dellenadme ezte impdezo —dijo la otra, poniendo ante él el documento y un bolígrafo. Evidentemente, intentaba recuperar su amabilidad profesional tras el mal rato que el anterior usuario le había hecho pasar.
Ante el impreso, con el bolígrafo en la mano, Héctor se paró a pensar a quién dirigiría el envío. Enviárselo a sí mismo era una posibilidad. Aunque nadie le aseguraba que mañana estuviera en este mundo para recogerlo. Por un momento, volvió a pensar en Esther, en lo que le había ocurrido, en cómo, tras su muerte, alguien había entrado en su casa, ahora abandonada, supuestamente a robar. Así que hubiera sido inútil. Por lo demás, al reenviarlo a casa, hubiera puesto a Nico en peligro. Eso si no lo estaba ya.
Miró el libro, en cuya página de cortesía había una pegatina con los datos de la librería Ei2. Volvió a mirar hacia la puerta y comprobó que el gorila continuaba allí. Ya no se lo quitaría de encima. Más tarde pensaría en lo que podía hacer, pero era más bien poco. Justo enfrente había un puesto de la policía municipal. Podía cruzar y situarse allí. Pero, ¿y después?
Se imaginó teniendo que explicar la situación a unos policías locales que lo mirarían con incredulidad y se harían gestos cómplices en los cuales estaría implícita una burla.
Recordó a Esther. Su última llamada de teléfono, la voz de una mujer con la voz atenazada por el miedo, aterrada.
—No sabes de lo que son capaces —había dicho Esther, temblando—. Sal corriendo, Héctor. También irán a por ti.
—Pero, ¿y por qué no los denunciamos?
—¿Y quién nos va a creer, Héctor?
Esther cortó tras decir que pensaba seguir conduciendo hasta Francia. Que en una hora estaría en Irún y, después, ya vería. Nunca volvió a oír su voz.
Al día siguiente, al enterarse de lo que había pasado, decidió que a él no le ocurriría igual y reunió toda la información que pudo recopilar, antes de preparar la huida. Ahora sólo necesitaba tomar ventaja y, si el gorila no se había dado cuenta aún de la maniobra, lograría tomarla.
Abrió el libro por la página de cortesía y, de forma automática, comenzó a copiar la dirección.
Podrían ser cosas suyas. No era la primera vez que le parecía sospechoso un tipo que luego resultaba ser un cliente normal y corriente. Pero no acababa de tenerlas todas consigo. El individuo llevaba ya un buen rato al fondo del local, mirando libros infantiles, ocultándose, a veces a su mirada y reapareciendo de pronto para echar un vistazo a la puerta. Gloria sabía cuándo alguien no está leyendo la portada del libro que tiene en las manos. Por lo demás, el tipo era alto y flaco, y tenía un rostro duro y pálido, de facciones angulosas y marcadas, como si fuese el de la muerte. Si le hubieran pedido el adjetivo exacto, ella hubiera dicho que era un rostro cruel. En las dos ocasiones en que sus miradas se habían cruzado, había notado cómo se le erizaba el vello.
Manolo no levantaba la nariz del ordenador desde hacía un par de horas y, de todos modos, conociéndolo, en caso de que el tipo fuera un ladrón o algo parecido, Gloria no confiaba demasiado ni en sus adiposos atributos físicos ni en su menos que presunto aplomo. Miró el reloj y comprobó que eran las once y media. Eladio estaría ya llegando a casa. Desde allí a la librería, se podría poner en diez minutos. Optó por enviarle un mensaje al teléfono móvil. Monroy contestó casi enseguida. Mientras esperaba a que llegase Gloria se propuso no quitarle ojo al elemento, que ahora buceaba entre los libros de cocina mirando con más frecuencia en dirección a la puerta. Supuso que el tipo calculaba distancias, tiempos de huida. O, más bien, se aseguraba de que no entrara ningún nuevo cliente. Los dos o tres que ya había se hallaban repartidos por el local. Eran dos estudiantes gorditos con camisetas de grupos de rock que examinaban libros sobre juegos de rol y una treintañera que hubiera resultado muy atractiva con un cambio de ropa y de peinado. Ahora se dirigía ya a la caja con dos libros de colecciones de bolsillo: la
Antología del cuento triste
y
Gaspar Ruiz
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