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Authors: Alexis Ravelo

Tags: #Novela negra, policiaco

Sólo los muertos (9 page)

—Claro, hombre, por eso no hay problema. Pero, ¿ya te arregló los papeles el cabrón de tu jefe? Y, por cierto, ¿dónde está?

—Aquí estoy, delegado sindical de los cojones —dijo el Chapi acercándose desde la cámara de pintura, cuya puerta acababa de abrirse.

En esas ocasiones en que Monroy le veía salir de la cámara después de pintar a pistola, quitándose la mascarilla, sudoroso y disneico, el Chapi le recordaba a un superviviente de las trincheras en la Gran Guerra o a uno de esos corredores de fondo que llegan a meta porque Dios es grande y la fatalidad poca.

—¿Qué vienes? ¿De inspección? —prosiguió el Chapi, mosqueado—. Que pareces Cristina Almeida mezclada con gran danés, coño.

—Pues hoy, precisamente, no. Venía a pedirte un favor. Uno pequeño.

Chapi hizo un aspaviento de sorpresa.

—Joder. ¿Y cuándo me vengas a pedir un favor grande cómo piensas empezar? ¿Follándote a mi madre?

Dudú se rió a mandíbula batiente. Lo primero que había aprendido en español habían sido las expresiones «por favor», «gracias» y las palabrotas y no podía evitar cagarse de risa cada vez que escuchaba una.

—Follándose a la madre —repitió entre carcajadas mientras volvía a ponerse la careta y regresaba a su labor—. Follándose a la madre, dice, el cabrón.

Chapi y Monroy se dirigieron a los biombos de poliespán y cristal donde un archivador, un escritorio y un viejo 486 constituían lo que el primero denominaba «mi despacho».

Una vez en el cubículo, el Chapi tomó asiento tras el escritorio, sacó un porro del cajón y lo encendió. Le encantaba que fuese Monroy quien le pidiese un favor a él y se propuso saborear el momento con extras incluidos.

—Tú no sabes lo que me gusta fumarme un yurto a esta hora —dijo salivando el índice y mojando con él el recorrido de la brasa para evitar que se consumiera demasiado rápidamente—. ¿Quieres?

—No, me baja la tensión —respondió Monroy apoyándose, más que sentándose, en una esquina de la mesa.

—Para ti haces. Bueno, ¿qué se le ofrece, cristiano?

Monroy señaló con el pulgar hacia la zona de trabajo.

—¿A ti no te dejaron aquí una moto muerta de risa?

—¿La del tío ése que no da señales de vida?

—Sí, ésa. Era una Derby, ¿no?

Chapi asintió.

—Una Derby del año del cólera. Se la arreglé y le di una pintada. Hasta le decoré el casco, al muy cabrón.

Se hizo una pausa. Monroy no preguntó nada más, porque sabía que Chapi desembucharía todo como ya había hecho en más de una ocasión. Ya que le iba a echar una mano, no quería privarlo de ese placer.

—Lo estuve llamando una vez y otra y otra. Y, nada. Me apagaba el móvil, Eladio. ¿Tú te puedes creer esto? Machango de los cojones Ahí la tengo, en el pañol. Pero no te la puedo vender, Eladio. No tengo los papeles.

—Ni yo te la quiero comprar —se limitó a responder Monroy.

—¿Entonces?

—Me hace falta un par de horas. Y con la matrícula cambiada.

—O sea, que es para hacer una maldad.

—Depende de cómo se mire.

Los ojos de Chapi se perdieron en las volutas de humo fragante a cannabis.

—A ver, Eladio Me vas a tener que explicar un poco más, pero no lo suficiente para que yo me pueda meter en un problema. ¿Me entiendes?

Monroy le entendió perfectamente. Diez minutos más tarde, salía del cubículo dejando a Chapi inmerso en una partida de buscaminas en el 486 y llevando la promesa de tener la moto con placas de otra en dos días. Al acercarse a él, vio que lo que Dudú había estado soldando era un tubo de escape que ahora estaba montando en un motor, presumiblemente perteneciente al quad.

Cuando se percató de la presencia de Monroy, levantó la cabeza unos segundos, le mostró una sonrisa de cordialidad y continuó en su trabajo.

—Oye, Dudú, necesito consultarte una cosa.

—A ve, di, hermano —contestó el senegalés sin dejar de intentar enroscar una tuerca que se resistía a ajustar.

—Vamos a ver: si yo le quisiera hacer una faena a un tipo, joderle el coche Pero que lo pillara a mitad de camino Por ejemplo, si quisiera que se le parara a los cinco minutos de haber arrancado y que, además, no se diera cuenta a la primera de que le han hecho una putada, ¿qué tendría que hacer?

Dudú continuó en lo suyo unos minutos, como si no hubiera oído nada o le diera igual. No obstante, debía de estar barajando la mejor opción porque, de pronto, soltó la tuerca y la pieza, se enfrentó a Monroy e, imitando a una travestida Celia Cruz tercermundista, dijo:

—Aaaaasuca.

En contra de su costumbre, Monroy mostró su sorpresa.

—Sí, hombre, asuca. Tú le mete asuca, de ésa, normá, en el depósito. Si tú le echa un buen puñado, cuando asuca llega a carburadó, entonce: ¡Pam! —Dudú acompañó la onomatopeya con una fuerte palmada que rebotó en las paredes del taller y luego remató—: Lo manda a la mierda, el carburadó.

—Y, ¿qué cantidad habría que echarle para joderlo en unos cinco minutos?

Ahí Dudú se encogió de hombros, alzó las cejas, mostró las sucias y blancas palmas de sus manos de dedos enormes, todo al unísono y sin dejar de sonreír, antes de decir:

—Eso no sé, Monroy. A ojo. Tú lo mira. Depende coche, velocidad, cantidá de gasolina. Echa kilo, ma o meno.

Monroy, que aún no acababa de creérselo del todo, reflexionó en voz alta.

—Azúcar en el depósito. La de maldades que se aprenden allí en Senegal, ¿no?

Dudú meneó la cabeza, burlón.

—No. Senegal, no. Eso lo vi yo en película americana. Luego se lo hise una ve a tío que hizo putada a Dudú. Pero lo vi en película americana. Senegá buena gente.

Y, dicho esto, inauguró una de sus célebres carcajadas, que a Monroy se le contagió enseguida.

12

Arana tamborileó varias veces con los dedos sobre la carpeta con logotipo de Gracián y Puig que acababa de cerrar. Sus uñas hicieron un ruido desagradable al rozar el material plástico de las tapas que a Bolaño, sentado frente a él al otro lado del escritorio, le produjo algo de dentera. El viejo apoyó el brazo izquierdo sobre el borde del escritorio, quedando así inclinado hacia delante, con una mano en el tapete y la otra en la carpeta y, como si hubiese adivinado la repulsión que sentía el abogado por aquel sonido, lo miró fijamente mientras repetía el tamborileo unas cuantas veces más.

El silencio había durado ya al menos un minuto y la pausa se hacía interminable para Bolaño y Fárez que, sentados uno junto al otro, esperaban una decisión de Arana. Finalmente, Bolaño no pudo aguantar por más tiempo la mirada del viejo y dejó volar la suya por el despacho luminoso y amplio, por la pared pintada de azul pálido que había tras el viejo, donde un Tapies de dos por dos intentaba introducir algo de buen gusto en aquella estancia aséptica e impersonal, por el rincón donde un ficus medraba gracias a los cuidados de alguna de las señoras de la limpieza y, por último, por los grandes ventanales a su derecha, desde donde se veían las cúpulas de las Torres Kio, enfrentándose como dos chulos de barrio que al final nunca llegan a propinarse el presumible cabezazo.

Fárez, por su parte, aunque expectante, se mostraba sereno. Sabía que en este asunto Arana se fiaba más de su opinión que de la de Bolaño, y pensaba aprovechar la oportunidad para darle una lección al picapleitos.

No llevaba puesta su habitual cazadora, que descansaba sobre el sofá existente a su izquierda. Por eso, en el momento en que ambos se sentaron, el abogado no pudo evitar reparar en el bulto en su cadera. Normalmente, aceptaba la presencia del arma, seguramente un pequeño revólver, con naturalidad, sin darle importancia, diciéndose a sí mismo que era lógico que el coordinador de seguridad de una empresa tan importante fuera armado. Pero en esta ocasión, tratándose de lo que se trataba, no podía pensar en aquel artefacto como en una simple herramienta. Imposible.

Los instantes se eternizaban y Bolaño decidió insistir en los argumentos que había expuesto hacía unos minutos.

—Ya lo ven: al fin y al cabo, no es más que una tierna historia de amor —dijo con ironía, iniciando, incluso, un amago de sonrisa, con la que intentaba sacar partido de la célebre homofobia del viejo—. No hay nada que temer.

—Eso lo decidiré yo, amigo Bolaño. Para algo soy el que se juega los cuartos.

—Y algo más —agregó Fárez un segundo antes de percatarse, por el fogonazo en la mirada de Arana, de que se había pasado de listo.

—Ese algo más nos lo jugamos todos.

Bolaño pensó que era buen momento para meter baza.

—Puede que una solución demasiado drástica aumente el riesgo, en lugar de disminuirlo.

Arana y Fárez fueron todo uno en su reacción de mirarlo boquiabiertos y con el ceño fruncido. Ambos quedaron pendientes de la explicación del abogado.

—Quiero decir: ¿qué ocurriría si algo saliera mal en su intervención? Entiéndame bien, Fárez: sé que es usted un hombre muy eficiente. Pero, a veces, cuando las cosas vienen mal dadas O, en fin, imagine que alguien relaciona la desaparición de Fuentes con la empresa. Eso no haría más que aumentar el riesgo. Ya sé que sabe demasiado. Pero, pensemos un poco en una cuestión: ¿Tiene algún motivo para utilizar lo que sabe?

Hizo una pausa para reforzar su argumentación. Los otros siguieron prestándole, por primera vez, la atención que necesitaba.

—Yo propondría ser más prudentes. Podríamos dejar correr un poco la cosa. Hasta ahora, además de marcharse a Canarias, no ha hecho nada sospechoso. Como medida de precaución, podríamos, quizá, retrasar la operación.

—Ni se le ocurra —interrumpió Arana, pensando en voz alta—. La operación es intocable. Es mucho dinero, muchos contactos, muchos recursos que a lo mejor luego no podríamos volver a mover —reflexionó unos segundos, antes de añadir—. Pero sí es cierto que está manso como un corderito. Y también que es mejor no mancharse las manos.

—Yo no estoy de acuerdo —protestó Fárez.

—Fárez, déjeme acabar. Es una cuestión de economía de medios. Pero, en todo caso, resulta bastante raro que se haya ido precisamente a Canarias y, precisamente, a Las Palmas.

—El novio ya vivía allí —apostilló Bolaño.

—Ajá —asintió Arana. Finalmente, soltó un suspiro de resignación antes de continuar hablando—. Vamos a hacer una cosa. Vamos a vigilar a esa mariquita discretamente. Y si hace algo que ponga en peligro la operación.

El silencio subsiguiente fue bastante clarificador. No obstante, Arana se empeñó en completar la frase.

—En ese caso, usted adoptará las medidas oportunas, amigo Fárez. ¿De acuerdo? —añadió mirando alternativamente a Fárez y a Bolaño, quienes asintieron. Ninguno de ellos parecía muy contento con la decisión, pero ambos la acatarían, como acataban todas las órdenes del viejo.

—Y ahora, amigo Bolaño, déjeme a solas con Fárez, por favor. Tenemos que tratar un par de asuntillos más.

—Muy bien —dijo el abogado.

No era la primera vez que Arana pedía intimidad para tratar con el uno o con el otro y a Bolaño no le resultó incómodo, pero había algo de frialdad en su mirada al despedirse de ellos y cuando recibió con un apretón de manos el melifluo agradecimiento del viejo por sus gestiones.

Cuando el abogado salió, Arana, que lo acompañó hasta la puerta, cerró con pestillo y volvió a su sitio.

—Bueno, ya estamos solos, Fárez. Vamos a hablar.

—Usted dirá.

—Es posible hacerlo con discreción, supongo.

—¿Hacer qué?

—Pues, ¿qué va a ser? Lo que habíamos dicho que íbamos a hacer. No pensará que voy a hacerle caso al cagueta este, ¿no?

A veces el viejo lo sorprendía realmente. Fárez no pudo reprimir una carcajada. Pero Arana no la compartió. Se le quedó mirando con seriedad, esperando a que volviera a su tranquilidad anterior.

—Vale, entonces, ¿puede hacerse discretamente? ¿Cómo lo de Esther?

—Siempre hay maneras. Cuanto más discreto, más difícil. Y más caro, por supuesto. Pero en el otro caso tuve suerte. Ya se había puesto en la carretera. Incluso se echó unos tragos por el camino. Sólo hubo que seguirla y esperar la oportunidad. Esa potra no la voy a tener dos veces. Además, esta vez.

—Esta vez hay una suma muy importante en juego. Y, sobre todo, la continuidad del negocio. Además del desastre que podría suponer en todos los sentidos. Así que podemos gastar lo que haga falta.

—Bueno, hay que atar un cabillo suelto aquí en Madrid.

—¿Se refiere a? —Dijo Arana, bajando la vista hasta la superficie del escritorio, donde aún tenía ante sí la carpeta.

—Exactamente.

—Delicado. Si puede hacerlo con cuidado, no me parece mal.

Fárez asintió dando por cerrado ese apartado. Después hizo una pausa de unos segundos antes de atacar el siguiente punto:

—Para ir a Canarias, necesitaré ayuda.

—¿Piensa en alguien de su equipo?

—No —dijo Fárez tras sopesar la idea unos momentos—. Mejor no. Mejor alguien de fuera. Y creo que sé quién puede ser el tipo y cómo podemos atraerlo.

—Con dinero, supongo.

—También. Pero, sobre todo, con la colaboración de la empresa. Ya le diré algo más cuando me entere de los detalles.

Fárez asintió en señal de comprensión. Arana se levantó y fue hasta el ventanal. Observó Madrid. Ese Madrid que había cambiado tanto en tan pocos años. Y que cambiaría más en unos meses. Cada día era una ciudad nueva. Y, sin embargo, siempre la misma. Como pasaba con el país. Como pasaba con el mundo. Miró el reloj. La una. En alguna parte de esa ciudad, su chófer estaba llevando a su mujer al colegio para recoger a sus nietos. Y su hija acababa de salir de su sesión de rayos Uva o estaba ya en Preciados rumbo FNAC o El Corte Inglés. Y, en un piso de la zona de Dos de Mayo, Yocelyn, su joven amante, estaría preparando el almuerzo y a punto de llamarle para preguntarle si pensaba comer en su casa o con ella. Le diría aquello de Papito, a ver si vienes a verme, que me tienes tan solita. Y él, seguramente, no podría resistirse e iría a comer con ella y después le haría el amor antes de volver al trabajo y sospecharía en su piel los besos de otro hombre, más pobre, pero más joven y fuerte. E intentaría olvidarlo porque él creía en aquello de vive y deja vivir y si Yocelyn le daba lo que él quería, aquello por lo que él pagaba, para qué iba a pedirle más. A los sesenta no puede andarse uno con exigencias de esa especie.

La operación tenía que salir redonda. Ninguno de sus socios, ni los de Bombay ni los de Dakar, debía sospechar jamás que el futuro de aquélla (y de las posteriores) había sido puesto en peligro por dos empleados de la firma. Aunque perdiese un poco de dinero, a la larga resultaría rentable.

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