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Authors: Alexis Ravelo

Tags: #Novela negra, policiaco

Sólo los muertos (18 page)

—Ya me tienes donde me querías, jodida.

Volvió a la cocina y miró el sobre. Era el típico sobre que venden en la misma oficina de correos. «Anacleto Morones». Broma literaria. Palpó la superficie del papel y comprobó que el bulto no era aire sino algo duro y cilíndrico, como un mechero bic. Ya sabía lo que era y sabía quién lo había enviado. Aquella referencia a Rulfo sólo se le podría haber ocurrido a una persona. A un hombre que sabe que le siguen. Un hombre que sospecha que va a morir. Rasgó el sobre y sacó el dedo de cerámica, pintado de marrón oscuro. Aquel colgante que Fuentes llevaba siempre pendiendo del cuello. También había un papel. Uno de esos impresos de la oficina de correos. No estaba cumplimentado pero en el reverso había una nota que decía:

Si me ocurre algo, mueve este dedo. Confío en ti, amigo.

Héctor.

Fuentes debía de haberse percatado en plena calle de que iban a por él y, apresuradamente, había entrado en la oficina de correos y hecho el envío.

¿Qué podía significar aquello? Lo lógico era que si quería dejarle un objeto personal a alguien, fuera a Nico, o, como mucho, a su ex mujer. Pero no a él, a quien conocía desde hacía unas semanas. Él, que, al fin y al cabo, era el secreto e ignorante judas que le había traído la muerte y la desgracia.

«Mueve este dedo». Recordó la conversación que habían tenido la semana pasada, aquella noche en que los tres habían paseado por Triana pasada la medianoche: «Para que todo estalle, basta sólo con mover un dedo».

Examinó el colgante. Era lo que otras veces había visto: un dedo meñique, reproducido fielmente en tamaño natural, ligeramente flexionado, con las arrugas de las falanges, la uña y hasta las huellas digitales perfectamente dibujadas. Y pintado de un color café con leche. El dedo de un negro, supuestamente.

Sí, pero, qué coño significaba aquello de que moviera aquel dedo. Tenía que haber algo más. De pronto, una idea le cruzó la mente como un relámpago. Empezó a manipularlo. Buscó algún botón, algún tipo de resorte o mecanismo disimulado a lo largo de su superficie, o en la zona de la base, de donde una pequeña argolla servía para pasar el cordón que lo convertía en un colgante. Intentó estirarlo, tomándolo por la base y por la punta, pero nada se movió. Finalmente, tomó la punta y la giró. Entonces, todo quedó explicado: la primera y la segunda falange se separaron y, tras unas vueltas más de rosca, Monroy descubrió que el interior era de plástico y que la punta del dedo escondía, había escondido siempre, el conector de un dispositivo de almacenamiento de memoria USB.

* * *

No había resultado difícil entrar en el edificio. Tampoco acceder al apartamento con el menor ruido posible. Lo que estaba resultando complicado era buscar un trozo de papel a oscuras, con la sola ayuda de las dos linternas.

—¿Y si encendemos alguna lámpara? —Preguntó Lupescu, rebuscando en el equipaje.

—Yo no me arriesgaría, Giorgi. No conviene que nadie vea luz —dijo Fárez sin dejar de leer uno por uno los papeles que había en el cajón de la cómoda.

Regresaron al salón, con las paredes y los muebles salpicados de sangre reseca. No se dieron cuenta de que pisaban le enorme mancha que había en el centro, pero tampoco les hubiera importado.

—Vamos a ver —dijo Fárez situándose en la puerta de calle—. Soy una marica asustada y noto que un hombretón me está siguiendo. ¿Qué hago?

—Pasas el pestillo y dejas las llaves en la mesita de la entrada.

—De acuerdo —contestó el otro imitando los gestos—. ¿Y luego, adónde voy? ¿A la habitación?

—¿Estás asustado?

—Cagado de miedo.

—Vas al baño a mear.

Fárez apuñaló el aire con el dedo índice varias veces.

—Exacto.

Se dirigió al cuarto de baño. Lupescu le siguió hasta allá.

—Ahora estoy meando, pero pensando. ¿Qué hago?

—Tienes que prepararte la escapada.

—Sí. Pero he hecho un envío. El hombretón que me seguía puede presentarse aquí de un momento a otro. Así que tengo que deshacerme del resguardo.

Con resignación, Lupescu dijo:

—Así que te lo sacas del bolsillo, lo rompes, lo tiras al water y tiras de la cadena.

—Joder Es verdad.

Se pararon a pensar un momento. De pronto, Fárez levantó el rostro, iluminado por una idea.

—O a lo mejor soy gilipollas.

Se volvió y abrió la papelera. Tras unos momentos buscando, se volvió a incorporar desenrollando una bola de papel, blanco y amarillo. Con dificultad, leyó lo que había escrito en él.

—Te vas a llevar una alegría.

—¿Por?

—Porque vamos a matar dos pájaros de un tiro. Mañana a estas horas estamos en Madrid.

Tercera parte
La caja de pandora
26

Había un olor extraño. No desagradable, pero sí raro. Una mezcla a desinfectante de pino, humedad y menta. A bajo volumen, se oía a Alfredo Krauss cantando el
Nessum Dorma
de
Turandot
. La música se derramaba por el saloncito, cubriendo las paredes llenas de carteles de ópera enmarcados, las fotos en blanco y negro de una mujer extrañamente parecida a Evita Perón, la mesita de mármol y madera donde se enfriaban ya las tazas vacías del café, el sofá donde Monroy y Pepita estaban sentados.

Monroy había venido a las diez de la mañana, para que el médico le descifrara aquellas hojas que había impreso, el folio con gráficos, siglas y abreviaturas que constituían para él un galimatías. Antes, había pasado por Ei2, para descargar en el ordenador de Manolo el contenido del
pen drive
. Se había quedado hasta medianoche explorándolo. Para empezar, Monroy había encontrado, entre otras cosas, un archivo de hoja de cálculo en el que se detallaban fechas y cifras que correspondían a algo que se llamaba AQUERONTE, ya que esta palabra encabezaba la página. También un escaneo de un recorte de periódico de enero, en el que había una columna reseñando un accidente automovilístico con una víctima mortal, una mujer que circulaba sola (velocidad excesiva, signos de embriaguez). Monroy supuso instantáneamente que se trataba de Esther, la amiga de Héctor. Un archivo en pdf que contenía la ficha técnica de una vacuna, llamada al parecer Meningocox AC, fabricada por unos laboratorios de Bombay. Varios albaranes de venta: unos de octubre de 2007, cruzados entre esos mismos laboratorios y Feinberg and Feinberg; otros, con fechas de diciembre, entre Feinberg and Feinberg y una empresa llamada PAHIL. Luego un documento en francés, que era precisamente lo que había motivado la consulta a Manolo, porque Monroy no sabía francés y él sí.

Pepita, con pantuflas de felpa, envuelto en un batín color burdeos, llevaba ya un buen rato leyendo y volviendo a leer los cuatro folios que Monroy le había traído. Había anotado algunas cifras en un bloc y realizado en él algunos rápidos cálculos.

Monroy, que entendía cada vez menos (sobre todo desde que el médico, autoritario, le había pedido que se callara mientras él leía, porque ya estaba mayor para hacer tantas cosas a la vez a esa hora de la mañana), se había entretenido dando vueltas por la estancia, mirando los carteles y las fotos. Supuso que se trataba de la madre del médico, en sus años mozos. En un rincón, había, enmarcado, un programa de mano de una representación de
Werther
, dedicado a don José, con cariño. Monroy tardó un poco en reconocer la firma de Alfredo Krauss. Se volvió desde aquel mismo rincón a mirar a Pepita y lo vio, en medio de aquel salón, tan cuidado, tan sombrío y extrañamente confortable, entre aquellas fotos y aquellos carteles. Mirando esa escena, identificó de pronto aquel olor: era olor a vejez. A vejez y a soledad.

Pepita alzó la mirada hacia él tras quitarse las gafas y dejar los folios sobre la mesita.

—Está bien. Esto es el análisis de una vacuna combinada contra la meningitis meningocócica de los tipos A y C.

Monroy sonrió.

—Eso es chino cantonés y yo sólo domino el chino mandarín.

Pepita se rió.

—Vale, para que lo entiendas: hay varios tipos de meningitis. Uno es la meningitis meningocócica, que está producida por el meningococo, llamado
Neisseria meningitidis
, que también puede ser de varios tipos. Esta vacuna está hecha de una preparación de polisacáridos de esa bacteria.

—¿Qué bacteria?

—El meningococo —refunfuñó el médico, arrastrando las últimas sílabas—.
Neisseria meningitidis
Una enfermedad terrible. Se propaga con mucha facilidad, sobre todo la del tipo A, y causa muchas muertes al año en la población infantil. Más que nada en países poco desarrollados. Casi todos los veranos hay brotes en África.

Monroy señaló a los papeles.

—Y eso es el análisis de una vacuna.

—Sí. Esto ahora lo hacen muy sencillamente: ponen una muestra en el ordenador y, en un pispás, sale todo esto.

—Ajá. ¿Y hay algo fuera de lo normal en el análisis?

—Nada —dijo Pepita agitando la mano ante sí, antes de cambiar de tono y añadir repentinamente—. Nada, aparte de que está demasiado oxigenada.

—¿Y eso qué quiere decir?

—Es defectuosa. Algo debió de fallar en el proceso de elaboración. Y eso afecta a la caducidad. Para decírtelo a lo bestia, que es como tú entiendes las cosas: cogió aire. Normalmente esas vacunas tienen una fecha de caducidad a tres años vista. Pero ésta en dos meses se te estropea. Y, si se te estropea, es puro veneno.

—Lo que quiere decir.

—Lo que quiere decir que es una bomba de relojería, mi niño. Si le inyectas eso a alguien, te dura, como mucho, 72 horas, más o menos.

Monroy se sentó junto a él y se pellizcó el mentón.

—Y, si por ejemplo, una empresa farmacéutica fabricara esto y se diera cuenta después.

—Lo tendrían que tirar todo a la basura. Normalmente estas vacunas van casi todas para África y, entre distribución y requisitos burocráticos Vamos, que cuando llegaran a los dispensarios, ya serían puro veneno.

Pepita debió de ver el horror reflejado en el rostro de Monroy.

—Y ahora, cuéntame a qué viene todo esto, Eladio.

—No puedo, don José. Aún no lo sé exactamente, pero, de todos modos no puedo contárselo. Más que nada, por su bien.

—O sea, que ya estás metido en otro follón.

Monroy se encogió de hombros. Tomó los folios, los dobló en cuatro y, levantándose, se los metió en el bolsillo trasero de los vaqueros.

—Bueno, don José, muchísimas gracias —dijo, tendiéndole la mano.

—No hay de qué, querido —contestó el otro aprovechando la mano de Monroy para levantarse—. Te acompaño a la puerta.

Al enfilar el pasillo, Monroy se volvió un momento.

—Qué bueno, el
Nessum dorma
. ¿Lo oye mucho?

Pepita se ajustó bien el batín y le sonrió con amabilidad agradecida, como si al elogiar aquella interpretación lo elogiara a él mismo. Luego contestó:

—Cada día.

* * *

Manolo se rascó la barba levantando la mirada desde la pantalla del ordenador a la cara de Monroy, que esperaba sentado junto a él. Llevaban ya un buen rato al escritorio de Manolo en la librería, examinando el material que Monroy había descubierto la noche anterior dentro del
pen drive
. Él ya se había pasado hasta medianoche explorando el fichero matriz, que Héctor había llamado cajadepandora. Ningún nombre le hubiera ido mejor, tal y como venían media mañana comprobando.

Sea como fuere, lo que había de extraño tenía que estar relacionado con la Meningocox AC, porque ese nombre se repetía varias veces también en el documento en francés.

—La cosa es que ese documento es una circular interna de la farmacéutica ésa. Es una orden de destruir diez mil unidades de la vacuna de marras, porque, al parecer, es defectuosa. ¿Estamos?

—Sí.

—Y tiene fecha del 15 de noviembre del año pasado. ¿Estamos también?

—También estamos.

—Vale. Ahora, suma las cantidades de productos que se venden en estos albaranes. ¿Cuántas unidades te da?

Monroy leyó el documento que había abierto Manolo y asintió.

—Me he estado informando toda la mañana. Esto es un asunto feo, pero feo de verdad. Hay que hacer algo con estos cabrones.

—Bueno, Manolo, no te me pongas en plan activista. Ya han quitado de en medio a tres personas, por lo menos.

Manolo empalideció de repente.

—¿Qué me estás contando?

—Y a una de ellas, por saber mucho menos de lo que tú sabes. Así que, hazme el favor, olvídate de esto. Al menos por ahora.

Manolo señaló al mostrador con la cabeza.

—¿Y Gloria sabe eso?

—Mejor que no se entere de nada tampoco. ¿Me hiciste el cedé que te pedí?

—Sí —el librero sacó un disco compacto de un cajón y se lo entregó.

Monroy cogió un sobre con el membrete de la librería y metió el disco. Después anotó en el exterior: A. A. Comisario Déniz. Cogió también el dedo de cerámica y se lo guardó en el bolsillo. Bajó aún más la voz para decir lo siguiente.

—Me voy a borrar del mapa unos cuantos días. No sé si me siguen. Pero tú ten cuidado. Y cuida de Gloria, también.

—De acuerdo.

—Si me ocurre algo.

Manolo, con algo parecido a una ternura de viejo camarada, le tomó una mano y se la apretó.

—No te va a pasar nada. Pero si te pasa algo, he guardado una copia de todo y tengo las direcciones de correo electrónico de todos los periódicos del país.

—Al final te voy a deber una, rojo de mierda.

—Pues claro que me la debes.

Monroy se dirigió al mostrador. En ese momento, sólo había una clienta, rebuscando entre los libros de autoayuda. Gloria leía un catálogo de novedades.

—¿Qué? ¿Ya terminaron con los jueguitos?

—Sí.

—¿Y?

—Y nada. No tiene ni pies ni cabeza. Él no entiende nada ni yo tampoco, así que a tomar por culo.

Gloria lo miró sabiendo que le mentía. Él supo que lo sabía. Pero ninguno de los dos lo reconoció. Monroy emitió una especie de suspiro y miró hacia la calle un momento.

—Tengo que irme un par de días.

—¿Adónde?

—A Lanzarote. Tengo un trabajito allí.

—¿Quieres que le eche un vistazo a la casa?

—No hace falta que vayas.

—¿Cuándo te vas?

—Esta tarde.

—Muy bien. ¿Me llamas cuando llegues?

—Claro.

Gloria salió de detrás del mostrador y lo besó larga y lentamente. Luego le tomó el rostro entre las manos y se alejó unos centímetros, para observarlo bien, como si quisiera retener esa imagen eternamente.

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