—No, señor. Éste es un tipo serio. Le hacen creer que Fuentes se ha llevado secretos de la empresa a la competencia, o algo así. El caso es que lo localiza, hace un informe para los clientes y cierra el caso. Eso fue el miércoles pasado.
—Ajá. ¿Y?
—Y más casualidades de la vida: ¿quién se tira el viernes desde un décimo piso?
—Coño. Ya van dos.
—Tres. Porque, a estas alturas, no seguirás pensando que quien se cargó a Fuentes fue el pobre Colacho, ¿no?
—Vale, Eladio. Te confieso que me empiezas a convencer. Pero esto no son más que conjeturas, hombre. ¿Contra quién tengo que ir? ¿A quién tengo que investigar?
Monroy dio un bufido. Le exasperaba el despiste del comisario.
—Bueno, para eso tienes que fijarte en los albaranes de venta. Están cruzados entre Feinberg y Feinberg y PAHIL, que es una empresa que surgió de la nada justo en los días en que tocaba destruir la vacuna de marras. Échale un vistazo al correo que te envié hace un rato. En el consejo de accionistas figura un señor que se llama Guillermo Arana, que no es otro que el jefazo de Feinberg y Feinberg en España.
—Y, según tú, ¿ése es el hombre?
—Supongo que él, directamente, no. Pero investiga su entorno. Seguro que te aparece algún tipo que se dedica a lavarle la ropa sucia. Y ése no sabrá decir dónde estaba cuando Esther tuvo el accidente, cuando Molina se tiró por la ventana o cuando alguien apuñalaba a Fuentes.
El comisario guardó silencio. Monroy decidió darle unos momentos para pensar, atar cabos, prever posibles actuaciones. Casi un minuto después, Déniz volvió a hablar.
—Va a ser muy complicado investigar todo eso, Eladio. Necesito algo más. Algo que relacione directamente a ese tipo con toda esa mierda. Una chispa que lo haga saltar y convenza a un juez para que abra un sumario.
—También tengo tu chispa. La verdad es que hay que dártelo todo masticado.
—Eladio, si te piensas dedicar a joderme, primero dame un besito, por lo menos.
—Mira el archivo que tiene una hoja de cálculo.
—Ya lo vi. Eso de Aqueronte.
—Vale. Aqueronte es un barco.
—¿Qué?
—Un jodido barco carguero que salió ayer de Cádiz y mañana por la noche llega a Dakar. ¿Y dónde está hoy haciendo escala para avituallamiento?
—No me jodas.
—Sí. Vuelve a salir a medianoche. Y lleva 2500 unidades de la vacuna genérica, que me apuesto la pinga a que es defectuosa. ¿Te parece bastante como para que un juez te firme una orden de entrada y registro?
Déniz se regocijó.
—Yo diría que sí. De hecho, conozco a uno que acaba de coger la magistratura y al que se le va a poner durísima con este asunto.
—Pues ya se la estás meneando, porque éstos zarpan esta noche.
—En cuanto cuelgue, lo llamo. Y, ahora, dime, ¿por qué no me contaste todo esto cuando estuviste aquí?
—Porque no lo sabía. El
pen drive
me llegó ayer por correo. Fuentes debió de enviármelo al darse cuenta de que lo seguían.
—¿Tú crees que había venido a Las Palmas por lo del barco?
—No. Yo creo que venía simplemente a alejarse de toda esa mierda. Pero seguro que los de la farmacéutica no opinan como yo.
—Si hubiera confiado en la policía, mejor le hubiera ido.
—Sí. Seguro Si te lo he tenido que explicar todo seis veces, coño.
—A tocahuevos no hay quien te gane, cojones. Pero tan tonto no soy. Por ejemplo, te enteraste de todo por el
pen drive
. De todo, menos de una cosa.
—¿De qué?
—De lo del detective. ¿Cómo se llamaba?
—Molina.
—Tú estás más metido en esto de lo que me cuentas, Eladio.
Monroy soltó un bufido.
—Podría ser. Pero te conformarás con que te diga que no he hecho nada ilegal. ¿De acuerdo?
—Por ahora sí. Procuraré dejarte al margen de todo.
—Se agradece.
—¿Dónde estás?
—Para ti, estoy en Katmandú hasta que todo esto se solucione.
—No me jodas, Eladio. ¿Crees que van a por ti?
—No lo sé. Pero por si las moscas, no voy a asomar el hocico en un par de días. Cuando todo estalle, tendrán cosas más importantes que hacer y pasarán de mí como de comer mierda.
—¿Y si dan contigo antes? —Preguntó, preocupado, el policía—. Vente para comisaría. O, mejor, dime dónde estás y mando un coche patrulla a buscarte.
—Sí. Y al FBI. Déjate de boberías. Si todavía no han dado conmigo, ya no me van a encontrar.
—Eladio, no seas morrudo, no me obligues a triangularte la llamada.
Monroy se rió estruendosamente.
—Joder, Déniz Qué modernos estamos ¿Te aumentaron el presupuesto? —Y añadió en tono sosegado—. Tranquilo. Yo sé cuidarme solito.
Déniz, con cierta resignación, chasqueó nuevamente la lengua.
—Está bien, cabezón. Si encontramos algo en el barco, te aviso.
Monroy hizo una pausa. Después añadió:
—Pero, hazme un favor: que investiguen lo de Molina.
—Primero lo primero.
—Sí. Pero que lo otro no se quede así.
—¿Lo conocías?
—Sí. Pero no es por eso.
—¿Entonces?
—Se lo debo a una amiga.
—Está bien. Oye, y si cambias de idea.
—Serás el primero en enterarse.
Eladio Monroy dio cuenta del segundo plato de pescado encebollado en la barra del bar Nuevo. Había almorzado apoyado en la barra, entre parroquianos que iban a tomar el café o la cerveza y se saludaban e intercambiaban bromas. Le gustaba Teror en los días de diario. No tanto en las épocas de las fiestas del Pino, cuando se llenaba de adolescentes borrachos y viejas agobiadas. Las fiestas populares, en general, solían estresarlo. Pero El Pino, la fiesta mayor, lo ponía de los nervios, al menos en el día principal, cuando toda la isla iba a dar allí en la romería y poner el pueblo patas arriba. Tras tomar un café y pagar la cuenta, salió a la calle y, en pocos pasos, se encontró en la plaza de la iglesia. Había aparcado el Express en la cuesta del cementerio. Pero de pronto decidió que aún le cabía un dulce de los de Benítez y se encaminó, fumando un cigarrillo y con paso tranquilo, hacia allá. Sentía una tremenda paz y algo parecido a la alegría.
Hacía unos años habría podido hacer algo semejante a lo que había hecho hoy y no lo hizo. Y eso le había pesado durante todo aquel tiempo, agriándole aún más su proverbial mal carácter, volviéndole, incluso, más viejo y huraño de lo habitual. Ahora, sin embargo, experimentaba una sensación que era algo así como la satisfacción del deber cumplido: todo estaba en orden; todo estaba bien. Podía tomarse unas vacaciones de su conciencia. Casi hasta de sí mismo. Y disfrutar un poco. Siguiendo un impulso repentino, sacó el móvil y llamó a Gloria.
—¿Cómo estás? —Saludó ella, amable, pero seria.
—Muy bien.
—¿Y el trabajo?
—No había ningún trabajo, Gloria.
—Ya lo sé.
—Tampoco estoy en Lanzarote.
—También me lo suponía. ¿Dónde estás?
—Estoy en Teror. Paco Nieves me prestó una casa que tiene en El Álamo. ¿Conoces esa zona?
—Mi abuela era de Basayeta. Conozco perfectamente todo el pueblo.
Monroy se sorprendió. Había tantas cosas que no sabía sobre Gloria. Le debía tantas horas, tantos días y semanas de atención, de una atención que se merecía y que nunca le había prestado.
—El asunto de Fuentes estaba calentito y tuve que mandarme a mudar. Pero creo que ya está todo solucionado.
—¿De verdad?
—Yo creo que sí. Ya que estoy aquí, voy a quedarme hasta el domingo. La casa está muy bien. Muy tranquila. ¿Te apetecería subir? Puedo comprar un par de botellitas de vino.
Monroy casi pudo ver cómo el rostro de Gloria se iluminaba al oír eso.
—Suena bien. Déjame que hable con Manolo. Si puedo, subo mañana al mediodía. ¿Te parece?
—Perfecto. Y, Gloria.
En ese instante, Monroy se quedó en suspenso. Sintió cómo se le aceleraba el pulso y una sensación de agradable vacío se le alojaba justo en la boca del estómago. Y podía imaginar que algo así le ocurría a Gloria. Escuchó su respiración y su suspiro expectante. Ya había llegado hasta allí. Debía acabar la frase.
—Cuando volvamos a Las Palmas.
—¿Sí?
—Bueno, cuando volvamos a Las Palmas, deberíamos hablar de qué vamos a hacer con esto.
—¿Con qué?
—Con lo nuestro.
—Ah, entonces hay un «lo nuestro» —dijo Gloria, con ironía.
—No me lo pongas más difícil. No seas rebenque.
—No te lo pongo difícil, pero explícate.
Monroy emitió un gruñido.
—No empieces a liarla.
—No la lío. La lías tú.
—Lo que te quiero decir es.
—¿Qué me quieres decir?
Monroy se dio cuenta de que ella sabía perfectamente lo que estaba intentando decirle y de que lo único que quería era hacerlo rabiar. Así que, decididamente, rabió y le gritó en un tono autoritario que hizo que un policía municipal se volviera a mirarlo:
—Cuando volvamos a Las Palmas, dejas un cepillo de dientes en mi casa. ¿Estamos?
—De acuerdo —repuso ella inmediatamente.
—Pues eso —agregó él, más tranquilo.
—Pues vale.
—Pues de acuerdo. Adiós —dijo Monroy dispuesto a cortar la comunicación.
—Eladio —le llamó Gloria antes de que colgara.
—¿Qué? —Refunfuñó él.
—Que yo también te quiero.
Cuando estaba a punto de entrar en la dulcería, recibió un mensaje. Era de Déniz. Decía: YA TENGO LA ORDEN.RGISTRO BARCO EN MDIA HORA.T LLAMO STA NOCHE.
Con asombro, se dijo que parecía que por una vez, todo iba a salir bien.
Monroy llegó a la casa y entró por la puerta de atrás, la de la cocina. Dejó allí la bolsa del supermercado con las cosas que había comprado: leche, huevos, un par de latas de atún. Cosas que había echado en falta. También un par de botellas de vino y seis latas de cerveza. Ya lo ordenaría todo más tarde. Ahora le apetecía poner música y leer un rato. Subió por la escalera de caracol, se dirigió al mueble donde estaba el aparato de música y rebuscó entre los discos. Se dio cuenta de que los gustos de Blas no coincidían con los suyos, pero, cuando ya iba a darse por vencido y sintonizar alguna emisora de radio, dio con un ejemplar de
Songs From The Last Century
. Lo reprodujo a partir del segundo corte, una irreconocible versión de Roxanne. El bajo dio paso a una
big band
que atacó el tema con cadencia de balada, llenando la casa con una atmósfera elegantemente melancólica.
En ese momento se dio cuenta. Ni siquiera hubiese tenido que volverse. Sabía que estaba allí sin tener necesidad de verlo. Aún así, tras moderar un poco el volumen de la música, se volvió hacia el sofá. Allí estaba: el individuo alto y flaco, con la cazadora de cuero negro, el mismo que había estado en la librería de Gloria y que debía de haber estado siguiéndole los pasos, con la bolsa de viaje abierta a su lado, la mitad de su contenido esparcido junto a él y el libro de Murakami entre las manos. Ya sabía él que no todo podía salir bien.
Los ojos del desconocido siguieron la mirada de Monroy hasta la puerta que daba a la escalera exterior. El sofá estaba situado justo a medio camino entre el lugar donde estaba Eladio y la puerta, así que al otro le hubiera dado tiempo de ponerse en pie e interceptarlo. En cuanto a la escalera de caracol, por ella apareció ahora un tipo descomunal, con el cabello corto y profundos y fríos ojos azules. El hombre tenía una apariencia feroz, embutido en unos pantalones de faena negros y un polo azul celeste que dejaba ver la poderosa musculatura de los brazos. Monroy tenía puesta una camiseta, así que ni siquiera tenía en el bolsillo el bolígrafo que siempre llevaba por si acaso. En cuanto al martillo, dudó mucho que pudiera alcanzarlo sin que el del sillón se le echara encima. Se sintió indefenso. Apagó la música y sonrió, desarmado. Lo único que podía hacer era hablar. Hablar y esperar que bajaran la guardia.
—¿Está cómodo? —Preguntó.
—Más o menos —dijo el flaco con serenidad—. ¿Le gusta este libro?
—Quédeselo si quiere. A mí no me interesa.
—¿Por qué? ¿No le gusta?
—Al autor se le nota que no está muerto.
El otro sonrió, divertido. Miró un momento a su compañero que se había quedado allí, a su izquierda, junto a la escalera.
—No entiendo —se extrañó.
—Normalmente, sólo leo libros de escritores que ya están muertos. El tiempo es una especie de De prueba de calidad.
—Una teoría curiosa.
—Aunque no deja de ser una teoría.
—Claro.
Charlaban con amabilidad, con voces muy suaves, casi con cortesía. Entre la intervención de uno y la del otro, mediaban largas pausas, como si temiesen pisarse la palabra.
—Espero que no le importe que haya utilizado su ordenador —dijo Fárez mostrándole el dedo de cerámica, que Monroy se había dejado puesto en el puerto del portátil al salir.
—Está en su casa —respondió—. Un reportaje completo, ¿verdad?
—Si uno es capaz de interpretarlo, sí. Le confieso que yo no soy más que un mandado y me pierdo un poco con todas esas cosas de los jefes. Pero, espere. No nos hemos presentado. Mi compañero es Giorgi. Giorgi, este señor es Eladio Monroy.
Monroy le hizo un gesto con la cabeza al hombretón.
—Tanto gusto.
—El gusto es mío —repuso el otro, llevándose una mano al bolsillo del pantalón y dejándola allí. Monroy supo instintivamente (el rumano no pretendía otra cosa) que aquella mano aferraba un arma. Seguramente una porra extensible o, más posiblemente, una navaja.
—A mí puede llamarme Fárez.
—¿Gallego?
—Sólo mi padre.
—Navegué con muchos gallegos.
—Ya lo supongo. La mar siempre les tiró mucho.
—Gente trabajadora.
—Es verdad.
Se hizo un denso silencio. Los temas insustanciales se habían agotado.
—Se han dejado ver la cara y hasta se han presentado, así que supongo que no tengo ninguna oportunidad.
—Ninguna. Y de veras que lo siento, porque se ve que es usted un hombre que se viste por los pies. Un caballero. Así que procuraremos que todo sea lo menos desagradable posible.
Monroy calibró la situación. Si había alguna posibilidad, pasaba por dejar fuera de combate a uno de los dos. Eso, de por sí, ya era casi imposible. Pero, además, su experiencia en reyertas le había enseñado una cosa: cuando uno se bate con más de un individuo, hay que ir siempre primero a por el más fuerte. Si se logra causarle daño, el otro titubea antes de hacer frente. Giorgi estaba demasiado lejos y, además, iba armado.