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Authors: Alexis Ravelo

Tags: #Novela negra, policiaco

Sólo los muertos (19 page)

—Ten mucho cuidado.

—Tranquila. Dentro de unos cuantos días estaré otra vez dando la vara.

—Más te vale.

Monroy salió de la librería y Gloria se quedó allí, junto al mostrador, mirando a la puerta como si él no se hubiera ido.

* * *

Después de dejar el sobre con el cedé al policía que hacía guardia en la puerta de comisaría, Monroy volvió al Express. Quedaban algunos cabos sueltos. Para atar uno de ellos, nada más volver a casa, se puso en contacto con Isabel.

—Le dije que no sabía si quería saber más —le escupió ella cuando le devolvió la llamada.

—Usted, no. Pero yo sí. Y usted me va a echar una mano porque, si todo sale bien, le vamos a devolver la pelota a esos hijos de puta.

Se hizo un denso silencio que duró unos segundos. Isabel lo rompió tras dar un suspiro de resignación.

—¿Y qué tendría que hacer yo?

—Localizarme una información. ¿Tiene algo donde anotar?

—Sí, espere Ya.

—Anote: Portugal, Asturias, Holanda, Italia, Luxemburgo.

—PAHIL —lo pronunció en inglés, aspirando la hache.

—Eso es. Debe de ser una empresa o, en todo caso, una organización. Tengo que saber a qué se dedica y, si puede ser, de quién es, dónde está Todo eso.

—Está bien. Procuraré enterarme. ¿Algo más?

—Sí. Una última cosa. ¿Le suena de algo el nombre de Aqueronte?

—¿Aqueronte?

—Sí. Asturias, Quijote, Úbeda.

—No hace falta que lo deletree, Monroy —le interrumpió ella—. Sé perfectamente cómo se deletrea El Aqueronte es un río griego. En la tradición clásica, era el río que debían cruzar las almas de los muertos para llegar al Hades, si tenían la moneda para pagar el viaje. ¿Le suena de algo la barca de Caronte?

—Vaya Nunca jugaré con usted al Trivial.

—Trabajo como secretaria, Eladio, pero soy licenciada en Filología —le espetó ella, con cierto orgullo.

Monroy soltó una risita amable.

—La verdad es que debe de ser una joyita, Isabel. Inteligente, de voz dulce, culta Sólo faltaría que fuera usted guapa.

—Dicen que no estoy mal. En otras circunstancias le hubiera mandado una foto.

—Seguro que soy demasiado mayor para usted.

—Me gustan los hombres maduros. Eso no hubiera sido problema En fin, Eladio Le averiguaré eso.

—No voy a estar en casa.

—¿Se va de viaje?

—Podríamos llamarlo así.

—Le llamaré al móvil.

Y colgó. Monroy notó cómo le afloraba una sonrisa. Siempre le resultaba agradable un pequeño flirteo.

Se sentó al ordenador, que había encendido mientras hablaba con la chica. Hizo una búsqueda de «Aqueronte» en la red y, efectivamente, comprobó lo que ya Isabel le había dicho y poco más. Volvió a tomar la página impresa del archivo de hoja de cálculo. Miró las cifras de la columna de la derecha. La primera era 080307. La segunda, 300407.

—Hijos de puta —no pudo reprimirse de decir en voz alta—. Son fechas.

Y, de pronto, tuvo una inspiración. Abrió la página de información de Puertos de Las Palmas. Fue a la sección de tráfico de buques y, allí estaba lo que no había logrado entender. Miró el calendario y comprobó la fecha del día: 9 de marzo. Ya no necesitaba saber más.

Apagó el ordenador. Enfundó el ordenador portátil y, tras comprobar luces y grifos, cerró con dos vueltas de llave y fue a por el coche. Haría una parada para poner gasoil y luego ya no pararía hasta llegar a Teror, donde esperaría hasta que pasara todo aquel maldito temporal.

Cuando salió a la circunvalación, comenzó a mirar por el retrovisor, temiendo que lo estuvieran siguiendo. No sabía que ya habían comenzado a hacerlo.

27

Eladio Monroy entró en la casa de Paco Nieves en El Álamo el día 9 de marzo de 2007 a la una y media del mediodía. Le había costado dar con ella, pero, al fin, la había encontrado. Era una construcción de dos plantas (comedor, cocina, servicio y cuarto de ocio abajo, dormitorios, baños y otro salón arriba), que se comunicaban por medio de una escalera exterior y por una escalera de caracol (demasiado moderna para corresponder a la construcción original) situada entre el comedor y el salón central de la planta alta. En ese salón sería donde se instalara. Allí estaba la televisión, el aparato de música y un enorme sofá.
Last but not least
, la línea del teléfono y del ADSL llegaban hasta allí. También, situada junto a la ventana, había una mesa de libro, con una de sus hojas abierta, y una silla plegable de acero inoxidable y asiento de madera de pino. Se sentó en ella y miró por la ventana. Desde donde estaba ahora, podía ver la puerta de la tapia que daba al patio delantero de la casa, surcada de olmos y laureles de indias, y las fachadas laterales de las casas vecinas. Frente a la casa, al otro lado de la carretera de un solo sentido, no había más que monte: una ladera al final de la cual se veía el pueblo. En el improbable caso de que dieran con el sitio y vinieran a buscarle, los vería llegar.

Para empezar, instaló el portátil en aquella misma mesa y comprobó que la conexión a Internet funcionaba correctamente.

Abrió la ventana para airear la estancia. Una brisa de eucaliptos y poleo entró empujando el olor a cerrazón y humedad. Hacía un día luminoso y fresco, de ésos que parecen hechos por encargo, y algo en Monroy activó el resorte del optimismo. Vas a salir de ésta, viejo cabrón, se dijo mientras buscaba en el contenido del
pen drive
un archivo que correspondía al enlace con una web. Al abrirlo comprobó que era una sección de la página de Feinberg and Feinberg, en la que se mostraba a sus directivos, seguramente hacía unos meses. Guillermo Arana Foix, Presidente del Consejo de Administración, aparecía en una foto hecha ante una biblioteca. Con traje y corbata, el cabello blanco peinado con raya a un lado, los ojos pequeños y gélidos, la dentadura, seguramente postiza, insinuada en la mueca forzada de alguien que no sabe sonreír con franqueza. Había varias fotos y biografías más de los cargos de la firma (incluida la de Héctor Fuentes Hurtado), pero a Monroy le llamó la atención la foto de una mujer de cabello castaño y ojos marrones y almendrados. Delgada, con facciones angulosas, metida en un traje de ejecutiva de color marengo, sonreía apoyada en un escritorio de corte funcional que debía de ser el suyo. Esther Vázquez Suñer. Directora de Relaciones Comerciales. Esther. La amiga de Héctor. La que había levantado la liebre. La que había intentado huir. La mujer muerta.

Cogió el teléfono de la casa y marcó el número de talleres Betancor. Sobre el sonido de un compresor en funcionamiento, se escuchó la voz de Dudú.

—Tallere Betancó, dígame.

—Hola, Dudú.

—Hey, Eladio, amigo. ¿Qué pasa?

—Ya ves, por aquí me ando. ¿Está el cabrón de tu jefe?

Monroy escuchó cómo Dudú se moría de risa antes de llamar al Chapi. También ralentizarse hasta la parada el sonido del compresor y la voz del Chapi acercándose, mientras se preguntaba qué coño le pasaba ahora al jodido calvo de los huevos.

—¿Qué fue? —Dijo, al ponerse al aparato.

—Chapi, ponte serio. Estoy metido en una movida chunga.

—Joder, vaya novedad.

—No. Esta vez la cosa está jodida. Me estoy escondiendo de una gente hasta que se solucione un lío.

—Coño, ¿es un marrón de los gordos?

—De los gordos.

—¿Y dónde estás?

—No te lo voy a decir. No se lo dije ni a Gloria. Es mejor así. Pero, escúchame, si no te he llamado otra vez mañana por la mañana, o si pasa algo importante, llama a Paco Nieves. Él sabe dónde estoy.

—¿Cómo que si no me has llamado mañana por la mañana? ¿Tan jodida está la cosa?

—En principio no. No te preocupes. Pero más vale prevenir. ¿Estamos?

—Vale. Ten cuidadito, querido.

—A tus órdenes, Bonifacio.

—Pero mira que eres cabrón. Oye, no me cuelgues.

—¿Qué?

—¿Cómo te va con la Express? ¿Te gusta?

—Me voy acostumbrando. Si me la pintas de gris, a lo mejor hasta se la compro a la vieja. Nos vemos.

Justo cuando acababa de colgar, sonó su móvil. Monroy fue hasta el sofá, donde lo había dejado al llegar, junto con el bolso de viaje. Era un número de Madrid.

—¿Isabel?

—Prometeo African Health Institute Limited —pronunció ella en perfecto inglés—. Eso es lo que quiere decir PAHIL. Es una empresa de distribución farmacéutica. Le he mandado a su correo electrónico toda la información que he reunido. La sede central está en Dakar, aunque opera en la mitad de los países del África subsahariana: Guinea, Mali, Nigeria, Burkina Faso Pero, es curioso, porque todo esto parece haber surgido de la nada.

—¿Qué quiere decir?

—Fue fundada en diciembre del año pasado.

—Coño, qué casualidad —Monroy dio un respingo mientras decía esto.

—¿Qué quiere decir?

—Nada. Coincide con una sospecha que tenía. Bueno, por lo que me cuenta, parece que empezó ya pisando fuerte.

—Eso es. Tiene toda la pinta de que alguien haya metido una inyección de capital social a lo bestia.

—Como si fuera una filial.

—Sí. Pero no aparece relación alguna con otra empresa matriz.

—Y no hay cabeza visible, supongo.

—Hay un español en el consejo de accionistas. Un tal Guillermo Arana.

—Guillermo Arana Foix.

—¿Lo conoce?

—No, pero sospecho que no voy a tardar en conocerlo. Es el mandamás de Feinberg y Feinberg.

Isabel guardó silencio. Evidentemente, estaba atando cabos.

—Ahora sí que quiero saber más, Eladio.

—Lo sabrá. Se lo prometo. Lea los periódicos mañana. Ahora mismo no puedo seguir hablando.

—Cuídese, Eladio.

Monroy consultó el archivo adjunto que Isabel le había mandado y lo reenvió al correo personal del comisario Déniz.

El móvil no tardó ni diez minutos en sonar nuevamente.

—¿Qué coño es todo esto, Eladio? —Le espetó el comisario a modo de saludo.

—El favor que te debía. Ya ves, no has tenido ni que reclamármelo.

—Lo que tú digas. Pero no entiendo una mierda. Me dejas un disco con un montón de cosas raras y ahora me mandas este lío de no sé qué empresa del culo del mundo.

A Monroy siempre le había encantado desorientar a Déniz. Así que le produjo verdadero placer físico saber que estaba tan desconcertado. Y decidió dilatar la explicación un poco más y hacerlo calentar. Como siempre, más que nada, por joder.

—Bueno, podrías empezar mandando esto a tu gente.

—¿A qué gente? —Refunfuñó el comisario.

—No sé: a la científica, a la brigada de salud pública A cualquiera que sea un poco más listo que tú.

—Mira, Eladio Yo me cago en tu puta madre de entrada.

—Tú no tienes mierda como para eso.

Aquella respuesta logró sacar a Déniz de sus casillas.

—¿Me vas a aclarar esto de una puta vez?

Monroy pensó que ya era suficiente.

—Vale. Voy a empezar por el principio.

—Sí, hazme el favor.

—Héctor Fuentes era Director del Departamento de Control de Calidad de Feinberg and Feinberg en Madrid. ¿De acuerdo?

—Sí.

—O sea, que, en la práctica, supervisaba todos los productos que la marca fabricaba en España. Y los que importaba para su distribución. Hasta ahí me sigues, ¿no?

—Que sí, coño —se impacientó Déniz.

—Vale. Pues sigo. A finales del año pasado, Fuentes descubre un fallo en una vacuna contra la meningitis que la marca, al parecer, ha importado de la India.

—Eso del Meningocox AC —por cómo lo pronunció, Monroy adivinó que Déniz lo había leído en la pantalla de su ordenador o en sus notas.

—Exacto. Parece ser que algo se ha torcido en la elaboración y la cosa esa caduca antes de tiempo. Y eso la convierte en veneno puro. Pero, claro, cuando Fuentes se da cuenta ya han comprado unas diez mil unidades. En todo caso, Fuentes cumple con su obligación, informa a los de arriba y viene una circular de la sede central en Bélgica ordenando la destrucción de toda la partida. Hasta ahí, todo normal.

—¿Pero?

—Pero Fuentes tiene una amiga, una tal Esther, que dirige el departamento de relaciones comerciales. Y supongo que se dieron cuenta de una cosa. No sé si charlando o cómo, pero entre los dos se fijan en que por arte de magia ha entrado en stock una partida de diez mil dosis de un genérico de la vacuna contra la meningitis meningocócica, que aparece como fabricada en España y que ha sido vendida a una empresa africana de distribución farmacéutica, que se llama PAHIL y tiene sede en Dakar. A Fuentes no le consta que los laboratorios de Madrid hayan fabricado ese genérico.

—¿Conclusión?

—Conclusión: alguien ha cambiado las etiquetas, y el Meningocox AC, que es una mierda pinchada en un palo y supuestamente había sido destruido, se ha convertido en un genérico estupendo e inmaculado como el baño de una marquesa, y con una caducidad de tres años en una etiqueta que es más falsa que un billete del monopoli.

—O sea, que alguien de dentro juega sucio.

—Y no sabes cómo. No sé cómo habrán ido las cosas en ese momento. Igual se quejaron al jefe. En todo caso, Esther decide salir por patas. Pero, mira tú por dónde, tiene un accidente de coche y se mata. El recorte está en uno de los archivos.

—Lo vi.

—Por ahora todo puede parecer una casualidad para todo el mundo. Menos para Fuentes, que sale corriendo para Las Palmas, donde resulta que tiene a su novio. Pero Héctor no era bobo. Primero reunió toda esa información y la metió en un
pen drive
. Era una especie de seguro de vida. Y a lo mejor tomó alguna otra precaución. Eso ya no lo sé.

—Pero, ¿cómo llegó todo esto a tus manos?

—Espera a que te cuente otra cosita. Eso, la escapada de Fuentes, es en enero. Entonces, los de la farmacéutica, que al parecer saben que Fuentes está en Las Palmas, contratan a Tachán tachán —canturreó Monroy—. ¡Gargajo y Pus!

—¿Quién cojones son esos?

—Gracián y Puig Investigaciones, una agencia de detectives.

—¿Y tú cómo lo sabes?

—¿A ti qué te interesa? ¿Saber lo que sé, o saber cómo me he enterado?

Déniz se resignó con un chasquido de lengua que preludiaba una rabieta.

—Está bien. Sigue.

—Al lío. Gracián y Puig mandan para acá a Molina. Carlos Molina, un detective privado.

—Que también está en el ajo, entonces.

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