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Authors: Ibéyise Pacheco

Tags: #Ensayo, Intriga

Sangre en el diván (22 page)

BOOK: Sangre en el diván
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El segundo abogado del equipo era Jorge Paredes Hanny. De rostro aparentemente bonachón y de hablar poco, parecía haber sido designado por su prudencia, por su paciencia —con Chirinos hay que tener mucha— y por su experiencia penal.

El trío lo completó un rostro muy conocido para el Gobierno: Gilberto Landaeta, quien había sido fiscal del Ministerio Público en un momento en que un grupo de funcionarios de ese despacho adquirió gran protagonismo. El grupo, protegido por el Fiscal General de la República de ese entonces, Isaías Rodríguez, lucía intocable. Hasta que uno de ellos fue asesinado: el fiscal Danilo Anderson. Entonces a Landaeta y otros colegas les encargaron la tarea de resolver el crimen y encontrar culpables. El escándalo llegó a su climax con decisiones de tinte político que llevaron a prisión a unos y al exilio a otros. Destacaron las acusaciones de autoría intelectual contra el banquero y empresario de medios Nelson Mezerhane y contra la periodista Patricia Poleo. El primero, en medio de una audiencia a la que se presentó voluntariamente, fue enviado a la cárcel, y Poleo logró salir del país. El tiempo demostró que hubo violaciones del proceso y manipulación de testigos y pruebas. Mezerhane tuvo que ser liberado. Sin embargo, la fórmula de casos archivados o procedimientos abiertos por ausencia de imputados, mantuvieron la espada de Damocles sobre quienes habían sido involucrados injustamente, con la intención de persecución y amedrentamiento.

Gilberto Landaeta vivió ese rato de gloria, pero después un oscuro incidente en el que se vio involucrado en el estado Vargas, costa cercana a Caracas, lo obligó a salir del Ministerio Público. Se dedicó entonces a ser defensor penal de conocidos del oficialismo. Y mal no le había ido. Muchos entendieron la estrategia de Chirinos al designarlo defensor. Landaeta se desenvuelve con naturalidad en pasillos de tribunales, aunque a algún personal administrativo no le simpatiza. Alto, moreno, calvo y cuarentón, carga su voz con desfachatez. De no muy buenos modales, gusta de interrumpir o dar la espalda a quien rinde un testimonio que le molesta. También se lo llegó a hacer a la autoridad, es decir, a la juez.

Landaeta es quien, bajo los hechos, dirige la defensa de Edmundo Chirinos. En esta primera audiencia reiteró su argumento, en el que consideró las pruebas como no concluientes, y por supuesto, reiteró la inocencia del imputado. Luego, formalizó una petición a todas luces arriesgada: el acusado quería iniciar la ronda de testimonios. Todos —hasta la defensa— sabían que Chirinos podía caer en contradicciones, e incluso, perder el control. Pero el psiquiatra había insistido en que su narración abriera el juicio.

El comisario Orlando Arias había seguido la investigación del homicidio como un sabueso. Además de lograr acceder a información privilegiada del expediente, gracias a un amigo profesor, se había colado en el entorno de Chirinos, hasta el punto de llegar a conversar con él, en privado, en la tranquilidad de su apartamento. El psiquiatra, a pesar de ser desconfiado, subestimó la experiencia del policía, acostumbrado a efectuar con éxito los más difíciles interrogatorios, fueran culpables o inocentes. Para Chirinos, se trataba de inofensivas charlas, centradas en su fama, sus conocimientos y su encanto.

Para el comisario, esas reuniones tenían otro sentido. En su mente policial, tenía armado el expediente, la correlación de los hechos, los personajes principales y secundarios, los vacíos, las evidencias, y al acusado.

Conversó con Chirinos, pero en realidad, con sutileza, lo interrogó; lo hizo tan bien, que el sospechoso no lo notó. Frente a él, Orlando Arias se mostró con sapiencia, pero prudente. El psiquiatra, de manera desordenada, hizo énfasis en lo absurdo que frente al mundo resultaba la idea de que él hubiese podido establecer una relación sentimental y sexual con Roxana. Como es su costumbre, refirió sus éxitos con las mujeres y su placer en la buena vida. Insistió en su inocencia.

El policía lo dejaba hablar. Sonreía con honestidad ante divertidas anécdotas y gustaba de preguntarle sobre hechos que alimentaban su ego. Así transcurrieron tres horas de un primer encuentro, que cerró en plática de amigos y que estuvo acompañado de whisky y música grata.

Algo más de una semana después, Orlando Arias volvió al
penthouse
de Sebucán. Esta vez, lo abordó con el caso. Aquello fue un mar de contradicciones. El comisario no le preguntó por Roxana Vargas, sino por las actividades que Chirinos cumplió el 12 de julio de 2008, día del crimen.

El psiquiatra contó, sin dudar, detalles sobre el evento social al que asistió en el Country Club, junto a compañeros de su promoción. Hasta ese aspecto, estuvo bien. Luego, al referirse a las llamadas realizadas y las recibidas, a su actividad en el consultorio, la hora en que entró y salió de él, el lugar adonde se dirigió, la ruta que cumplió para ir, el nombre de la urbanización en la que se detuvo en una estación de servicio, por qué lo hizo, si colocó gasolina o no, el encuentro fortuito que lo desviaría de su cita inicial, el regreso a su casa, la llamada telefónica con la madre de la víctima y las posteriores de sus amigos, se enredó. Saltaron sus mentiras.

Orlando Arias sabía que la defensa hacía grandes esfuerzos porque Chirinos lograra con coherencia y naturalidad contar sin titubeos los hechos del 12 de julio. Un guión que tenía hechos inobjetablemente ciertos y otros falsos que procuraban minimizar las evidencias.

Pero Chirinos es difícil de orientar para esos fines. Gusta de sazonar su historia a su placer. Con otro problema: ahora su memoria presenta serias lagunas.

Orlando Arias se despidió con la certeza de que Chirinos disfrutaba sus encuentros.

Por alguna razón desconocida, el comisario llegó tenso al
penthouse
de Sebucán. El policía trataba de determinar varios hechos: por qué el psiquiatra había citado a Roxana, un sábado en su consultorio, luego de verificar que estuviese completamente solo, sin siquiera el conserje; y por qué había sangre de Roxana allí; cómo había salido Roxana, en qué medio de transporte, cuando en otras ocasiones incluso él mismo la había llevado o le había facilitado un taxi. Sin darle chance a pensar, preguntó: «¿A qué hora saliste, Edmundo? ¿Hacia dónde ibas? ¿Qué ruta seguiste? ¿En qué estación de servicio te detienes? ¿Por qué? ¿Colocaste gasolina? ¿Qué hora era? ¿A qué lugar fuiste después? ¿Cuánto tiempo estuviste allí?»

Las respuestas fueron un verdadero desastre. Chirinos se refería igual a las ocho de la noche que las diez como su hora de salida del consultorio, tiempo fundamental para reconstruir el homicidio, y por ende, elaborar su coartada. Confundía la calle Los Manolos con la estación Santa Fe. Repetía que se había perdido, pero no sabía indicar el lugar de su destino inicial.

El comisario se marchó cansado.

Orlando Arias necesitaba escudriñar sobre el testimonio de Chirinos respecto a lo sucedido en su clínica, esa noche. Tenía que ser cuidadoso y no estaba seguro de plantear el tema ese día. Pero el psiquiatra se lo facilitó. A rajatabla, le consultó su opinión respecto a si se vería mal que ordenara cambiar las alfombras de su consultorio (como en efecto, lo hizo semanas después). Luego le preguntó por cuánto tiempo los rastros de sangre pueden ser detectados sobre diferentes objetos. También comentó sobre el descubrimiento de que algunas frutas, como el mango y la lechosa, pueden confundir el trabajo del luminol.

Al policía le pareció el momento oportuno para hablar de la víctima. Después, en privado, tuvo que confesar que lo pasmó la frialdad del psiquiatra. Chirinos manifestó su desprecio por Roxana. Hablaba despectivamente sobre su físico. Fue implacable sobre su diagnóstico: tenía problemas mentales. Y explicó que él quería supervisar el último tratamiento que le había realizado la semana anterior, en el cual le practicó una terapia electro convulsiva. Según él, la encontró muy bien, tanto, que logró insuflarle entusiasmo para que acudiera a consulta con una amiga nutricionista, para que la ayudara a bajar de peso. «Se despidió muy contenta, como a las nueve de la noche».

«Edmundo —insistió el policía—, eso significa que estuviste hora y media con la víctima». «No, fue poco rato, ella se fue como a las ocho».

El comisario Orlando Arias llegó a su casa y con la rutina de la soledad prendió automáticamente el televisor; llamó a Amalia Pagliaro, su amiga patólogo, con quien había compartido tantos detalles del caso. Le dijo, como único comentario: «Ese hombre no resiste ni el más simple interrogatorio».

El Palacio de Justicia queda en pleno centro de Caracas. Casi al lado de la sede del Poder Electoral y a una cuadra del Parlamento. Rodeado del caos citadino, su paisaje es de escombros. Las ruinas de una construcción que algún día fue un proyecto y que ha ido quedando sobre el escritorio del funcionario de turno iba a ser sede de los tribunales civiles sucumben ante basura y mendicidad. Donde iban a coexistir fuentes y espacios verdes, hay charcos malolientes y animales raquíticos. La caparazón de cemento es techo para desamparados y estacionamiento improvisado para vehículos.

El edificio de los penales, amplio y en su momento ambicioso, tiene seis pisos, en los que funcionan tribunales de diferentes instancias, que culminan con los de juicio, adonde van a parar quienes ya están formalmente procesados. Sus pasillos suelen ser escenario de tensión, angustia, tristeza, incertidumbre y, ocasionalmente, de felicidad. En ellos, es fácil diferenciar los rostros de abogados, o del personal técnico y administrativo, y los de familiares de procesados. Los jueces, en general, se encuentran en sus despachos, camino a los baños, o en ruta hacia las salas de audiencia, distribuidas en los tres pisos superiores, a los extremos del edificio. En las puntas también están los ascensores.

Durante los últimos años, las medidas de seguridad para ingresar al Palacio de Justicia se han ido extremando. Dos sensores de metales y el chequeo de bolsos y maletines hacen antesala a la identificación necesaria, en teoría, de todo aquel que ingresa. La revisión varía según el funcionario de turno, y en ocasiones puede ser bastante incómoda. Por ejemplo, un día en que es trasladado algún personaje polémico, acceder puede ser muy difícil.

Los procesados son ingresados por el sótano del edificio, área bajo custodia de la fuerza militar. Allí, en los calabozos, seguramente vivirán una incómoda espera, mientras el tribunal emite la orden de subirlos al alguacilazgo, un salón con sillas —algunas rotas, pegadas a una larga pared— en la que comparten, por el rato que la suerte diga, vigilantes y detenidos. Los procesados han de aguardar el momento en que la autoridad permita su traslado a la sala de audiencias. En ocasiones, la espera puede ser muy larga, y en otras tantas, inútil. Es posible que alguna de las partes falle y no asista; que un procedimiento estratégico se suspenda; que las pruebas o testigos previstos para ese día se caigan; e incluso, que no aparezca la llave de una de las salas, donde se tenía previsto realizar la audiencia ese día.

Durante buena parte del juicio de Chirinos la situación se complicó, porque una emergencia eléctrica en Venezuela, decretada por el Poder Ejecutivo, obligó a la reducción de la jornada de justicia, desde las ocho de la mañana hasta la una de la tarde. Los ascensores fueron apagados y las escaleras que comunican un piso con otro disminuyeron su tiempo de funcionamiento, por lo que era frecuente ver los rostros sudorosos de abogados que llegaban agotados, después de la trayectoria de cinco pisos. En el quinto nivel está el despacho de la juez Fabiola Gerdel, hacia el ala oeste.

En el Palacio de Justicia también están los periodistas que cubren la fuente de tribunales. El Gobierno les ha puesto difícil hacer su trabajo: prohibió el acceso de las cámaras de televisión y de fotografía. A los reporteros sólo se les permite acceder hasta la mezzanina, y no siempre. El día que Edmundo Chirinos fue sentenciado, se estableció un riguroso control que llevó a los profesionales de la comunicación a sufrir la larga espera para cubrir la información en la puerta del edificio, salpicados por una fortísima lluvia.

Cuando se inició el juicio del psiquiatra, en marzo de 2010, la noticia había decaído, bajo el tiempo implacable. Alguna que otra noticia eventual registraba las postergaciones del inicio del proceso. La curiosidad y el interés habían mermado, y la gran denunciante, Ana Teresa Quintero ele Vargas, madre de Roxana, se había refugiado en su pueblo, Valle de la Pascua, plena de fe, entregada más que nunca a rezarle a Dios para que hiciera justicia. Trasladarse a Caracas le representaba el sacrificio de dejar de vender tortas y tizana, de lo cual vivía. Pero más importante: le dolía mucho revivir el crimen de su hija. Así que de alguna manera Ana Teresa había desaparecido, cuestión que celebraba la defensa, que tenía como parte de su estrategia mantener el caso en el más bajo perfil posible. Para eso, habían comprometído al psiquiatra en que no diera más nunca una declaración a la prensa.

Los abogados de Chirinos conocían de su cliente, el placer que le daba hablar, en especial si era frente a cámaras de televisión. Les preocupaba que el juicio de la comunidad contra el psiquiatra era muy severo. Para la mayoría en el país, Chirinos no sólo había asesinado a Roxana; también había abusado sexualmente de centenares de pacientes.

La intervención de Chirinos, en la primera audiencia, fue infeliz. Calmado, se regodeó en expresarse, despectivamente, de Roxana. Para el acusado, la víctima estaba descalificada de la normalidad. Destacó la insistencia de ella en querer verlo, asunto que el seguimiento de llamadas telefónicas revirtió, porque era él quien la llamaba a ella. Chirinos hizo esfuerzos por hacer creer que la relación con Roxana siempre fue de psiquiatra-paciente. En audiencias posteriores, varios testimonios, hasta de colegas, lo desmintieron: la víctima no se trataba más con él; había acudido a otros profesionales. Probar que Roxana seguía siendo paciente de Chirinos hasta el momento de ser asesinada era clave para la defensa. Tenía una razón jurídica: trataba de evadir que sobre Chirinos cayera el agravante de la Ley del Derecho de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia, que le incrementaría la pena más allá de la establecida para el homicidio intencional. Es decir, evitaban que se probara el vínculo afectivo entre el acusado y la víctima.

Por esa razón, Chirinos aseguró que él había realizado a la víctima una terapia electro convulsiva una semana antes de su muerte; y dijo que después, el día sábado, la había citado porque ella le había planteado una emergencia como paciente. Al referirse a la TEC, la defensa también trataba de justificar el hallazgo de sangre de Roxana en el consultorio.

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