Si es verdad que Chirinos sufrió de las limitaciones físicas descritas, se recuperó drásticamente. Él mismo se encarga de sentenciar que en esta ocasión ha burlado la muerte. Además, su orgullo le impide admitir cualquier limitación. Sólo una secuela le quedó, pero tan importante como para que haya sido una tragedia para él: le afeitaron la cabeza. Por razones de asepsia, salieron para siempre sus injertos tan preciados de pelo, poseídos durante casi 40 años desde una ocasión en que se los había procurado en Francia. La calvicie, siempre un complejo para él, la ocultó un tiempo bajo una boina, de esas de universitarios. Luego, cuando el pelo que le queda creció, volvió a mostrarlo, deshilachado, pero armado con esmero y voluntad, y de un gris oscurecido.
Chirinos casi se ofende cuando se le pregunta si ha consultado con un psiquiatra, porque considera no sólo que está bien de la cabeza, si no que él vino a este mundo, inspirado, para curar a los esquizofrénicos y consolar a los familiares de los locos sin remedio.
Su discurso, así como su casa, son un homenaje a la nostalgia. Añora las mieles del poder que disfrutó. El reconocimiento de la intelectualidad, de la farándula, de la academia, de la política.
Chirinos es elocuente. Por ratos puede ser luminoso. Conversa de cualquier tema y puede intuir cuál es el del gusto de su interlocutor, en especial si es femenino. Sin dudas, es un hombre culto.
Tiene muchas, muchas fotos de mujeres. Manipula una cámara portátil para dejar constancia gráfica de quien lo va a visitar. Observar las fotos después, en su soledad, debe darle un gran placer. Pero la mayoría de las imágenes que muestra en papel, en sepia, o desgastadas por el manoseo, huelen a vejez.
Cuenta un policía haberse conmovido cuando tropezó con un álbum que tenía fotos de señoras tímidamente semidesnudas, con ropa interior bombacha como la de antes, sonriendo con candidez frente a la cámara fotográfica que manipulaba Chirinos. Algunas, quizás, ya han muerto. Desde entonces, el psiquiatra gustaba de dejar plasmadas imágenes de sus pacientes y amigas. Centenares de esas gráficas, al igual que las de Roxana, fueron decomisadas en los allanamientos efectuados por el CICPC.
Chirinos no transmite ninguna razón de compasión. Puede ser divertido, pero apabulla hasta el hartazgo su empeño en desplegar su capacidad de seducción. Aún ágil en sus movimientos, demuestra fuerza al apretar brazos y cerrar puertas con un impulso que resulta en trancazo. Indiferente ante la mención de viejos amigos, obliga a considerar que es un hombre sin sentimientos. Su ego también satura. Por momentos, provoca gritarle que existe un mundo más allá de su frente, que hay hombres y mujeres, cada uno con su particularidad, que puede ser maravilloso. Y que la imperfección es rica, y que equivocarse puede ser útil. Pero qué va. Chirinos, ante cualquier opinión parecida, realiza un diagnóstico. «Tú como que tienes cierto tipo de neurosis». Y de inmediato, hace la invitación. «¿Quieres tratártela conmigo?».
N
ací en Churuguara, estado Falcón (occidente de Venezuela). Un pueblo como el oeste americano en el que tú no podías embarazar una chica, ni tener relación con una mujer, si no estabas casado con ella. A Churuguara llega un personaje de la Valencia de España. Cosa rara entonces, un tipo cultísimo que se llama Edmundo, de ahí viene mi nombre, Edmundo García, que era un adicto a
El Conde de Montecristo.
Mis padres tenían una familia numerosa, once hermanos tenía mi madre, era la mayor, y mi padre también. Él era agricultor, poseía varias fincas. Cuando yo tenía dos o tres años, nos fuimos a Barquisimeto y mi madre súper católica, me inscribió en el colegio La Salle. Luego, como mi madre era asmática, en esa época había la creencia de que el mar favorecía a los asmáticos, cuando yo tenía siete u ocho años, nos mudamos a Maiquetía.
Cuando vivíamos en Barquisimeto una vez me dio un dolor abdominal. Nunca lo olvidaré porque era una apendicitis, y como mi madre era tan católica me puso encima de la cama un Corazón de Jesús. Cuando fue el médico nuevamente y se me había quitado todo, para mamá había sido un milagro, ¡ja!, como si a través de unos rayos láser me hubiera curado. Yo he sido ateo toda mi vida. Hice la primera comunión por complacer a mamá, me acuerdo que le pregunté al sacerdote, ¿cómo es eso, que Dios existe? El padre me dijo, «eso no se pregunta, eso se siente». Entonces no siento nada padre, lo lamento mucho, sólo voy a complacer a mamá. Es la única vez que he tenido un acto religioso y al salir le dije a mi mamá: mira, primera y última vez que vengo a una iglesia. Y así fue, y ella me lo respetó.
Fuimos cinco, la hermana mayor murió que era la más cercana a mí. Era bióloga, profesora en el liceo Andrés Bello, y en el liceo Fermín Toro, casada con un tipo brillante que aún vive, Humberto Romero. Ella se llamaba Esmirna, como la ciudad. Fue incluso reina del Pedagógico. Recuerdo que con la cultura de la época, a mí me obligaba mamá a acompañarla hasta el liceo Aplicación, para que no se metieran con ella, donde yo estudié hasta quinto año. Yo quería ser médico, porque desde niño he tenido dos obsesiones: la locura y la muerte. Comprender la muerte y comprender la locura. Y tanto, que desde niño, al frente de donde yo vivía en Maiquetía estaba la plaza del Tamarindo, yo jugaba metras con los locos callejeros para conocerlos. Y de la muerte, apenas empecé a estudiar Medicina, cuando llegué a tercer año de Medicina en el Vargas, le pedí a Blas Bruni Celli ser su asistente, solamente por la muerte. Yo me hacía amigo de los enfermos terminales, los que estaban agonizando, los que sabía que iban a morir, por cáncer o lo que sea, entonces conocía a su familia, a los pacientes y cuando morían, yo les hacía la autopsia, para entender el paso de la vida a la muerte. Mi hermana murió en mis brazos, tenía un defecto congénito del corazón. Yo la llevé a Boston, y el médico le dijo que si cumplía reposo absoluto podía prolongar la vida; que podía morir si seguía llevando el estilo de vida que tenía, trabajar, escribir un libro. Cuando salimos, recuerdo que me hizo jurarle que yo nunca le diría a nadie lo que el médico dijo porque ella pensaba seguir en el ritmo que vivía. En efecto, ella murió joven. Estábamos en Morrocoy, un cuñado tenía una
motorhome,
paseamos en lancha, y al regreso ella se desplomó con el esposo al lado, con mis otras hermanas viendo, y el único que sabía que se había muerto era yo. La escena es imborrable porque yo tiré los vasos, me la llevé al
motorhome,
y todos creyendo que era un desmayo. Murió pasándola bien. Es la única vez que entré a una funeraria en traje de baño. El hijo mayor de Esmirna, Humberto, mi sobrino favorito, había arreglado las cosas en la funeraria La Equitativa de El Rosal. Cuando llegué había un gentío, y yo entré en traje de baño con el cadáver de ella. Una experiencia inolvidable.
Son tres hermanos: Elí, que cuando cerraron la universidad cuando Pérez Jiménez tuvo que irse a Costa Rica a graduarse de ingeniero, vive en Barquisimeto. Y dos hermanas, una bioanalista, Iraida, y la otra no quiso estudiar. Ellas viven en Caracas, están muy demenciadas. El primero de mayo, la bioanalista, que trabaja en el Vargas, cumplió 80 años, ella está mejor. Eglée está insoportable, muy deteriorada. Yo soy el menor.
Yo siempre fui el jefe de la casa. La casa nuestra que está aquí en Campo Claro la compró papá, él hacía lo que yo le dijera. Nos vinimos de Maiquetía a Caracas porque cuando llegué a sexto grado, una cosa curiosa, en esa época no se permitía que alguien con menos de once años se graduara de primaria, entonces me trajeron para Caracas, casa de mi abuela, la mamá de mamá. Ella era insoportable. La abuela mala, tanto que finalmente la metí en un geriátrico. Yo viví con ella un año y estudiaba en un liceo que estaba cerca de esa plaza donde está Radio Caracas, de Barcenas a Río. Y saqué el puntaje más alto. Yo siempre destaqué, era estudioso. Cuando tenía catorce años ya me había leído
El lobo estepario,
de Hermán Hesse. Y lo sabía de memoria. El subtítulo era
Sólo para locos.
Me identificaba con el personaje principal. Cuando yo tenía veinte años, ya estábamos conspirando contra Pérez Jiménez, luego cuando cae, fui a China con la delegación de estudiantes que asistió a la primera Federación Internacional patrocinada por ese país. Mao Tse Tung me regaló esa estatua que ves ahí, cuando era el personaje más importante de China y uno de los del mundo. China estaba en pleno proceso de desarrollo comunista, pasamos tres meses. Allí viví mi primer enamoramiento, con la mala suerte de que cuando nos veníamos, nos separamos de aviones, a ella la ubicaron con otros estudiantes, y el avión de ella había explotado. No creo en el destino, creo en el azar. Ella también era
hessiana,
bella, 20 años. Yo viajé de Praga, a Suiza, para conocer a Hesse.
Papá básicamente fue un comerciante. En Churuguara había sido un agricultor, después fue un comerciante. Mi madre era típica ama de casa, de las mujeres de entonces. Me llevaba bien con los dos, aun cuando mejor con mamá. Papá me tenía un gran respeto, se entiende, porque él no era un hombre culto y yo tenía una excelente formación. Mi hogar fue extraordinariamente bueno. Nunca los vi peleando, discutiendo, honestísimos. Cómo será que cuando cae Pérez Jiménez, que nombran a Larrazábal, yo tuve muchísimo que ver con todo eso. Yo participé en ese golpe que tumba a Pérez Jiménez. Incluso quien trae a Fidel Castro por primera vez a Venezuela fui yo, ya él era una figura en La Habana. El primer acto lo hicimos en El Silencio.
Por supuesto que Fidel es muy superior a Chávez desde el punto de vista de cultura, es universitario, graduado en Derecho, brillante, de otra clase social, consistente. Yo lo quise mucho. En ese época ¡yo participé tanto en eso! Él era contraalmirante (Larrazábal), en ese tiempo los militares respetaban la jerarquía, entonces como Larrazábal pasa a ser Presidente y no tenía idea de quién es quién, el que elige el gobierno de Larrazábal soy yo. Él me decía, «mira, ¿a quién nombro acá?, yo no conozco a fulano». Me acuerdo que nombré a Julio De Armas como Ministro de Educación. Larrazábal dependía mucho de mí. He tenido dos momentos en mi vida así, en los que he elegido gobiernos. Uno fue ese año 5960. La campaña nuestra había sido en los cines de El Silencio para convocar el 23 de Enero. Como dirigente estudiantil hago contacto con Larrazábal, y el rector lo elegí yo. El ministro que ya yo había nombrado, me dijo —yo estudiaba sexto año de Medicina—, «bachiller, usted tiene ahora que nombrarme un rector». Me fui a entrevistar a los candidatos, Bianco uno de ellos, y a los que yo creí que tenían nivel. El único que me dijo que no, fue De Venanzi, con esta frase: «Yo no puedo ser rector de una universidad, donde el estudiante escoge al rector». Cuando salí, le dije a la gente de la época, mira, ya tenemos rector. Me presenté donde Julio De Armas y le dije, «éste es el hombre, tiene que convencerlo». Lo llamó y aceptó. De Venanzi me designó delegado estudiantil ante el Consejo Universitario.
Entonces Larrazábal me pide crear la PTJ. ¿A quién fue que yo propuse como Ministro del Interior? También nombré al Ministro de Justicia, y me piden crear una policía técnica. ¿Sabes lo que tenía qué hacer? Todas las cosas que se robaba la gente, me las tenía que llevar a mi casa. Billetes, joyas, y mi padre no permitía que nadie tomara un céntimo de allí. Yo tenía 20 años y vivía con mi papá.
El otro Presidente con el que fui decisivo en la designación de su gabinete fue Chávez, pero eso te lo comento después.
La gran sorpresa en mi casa fue cuando yo participé a mi familia: me voy a Guayaquil. Conseguí cupo en una universidad. Era cuando Pérez Jiménez. Estuve menos de un año, algunos meses. Tenía l7 años. Estábamos desayunando, y yo salía a las dos de la tarde para Ecuador, y digo: «Yo quiero participarles que después del mediodía me voy de Venezuela». «¿Qué? ¿Cómo es eso?» «Yo quiero estudiar, la universidad está cerrada y me quiero ir». «¿Quién te va a pagar eso?». Yo le había dicho a mi tío, y él me había garantizado la mensualidad, pasaje comprado, todo listo. Y así me fui de mi casa. A los pocos meses, cerca de donde vivía, estaba un colegio, equivalente del San José de Tarbes, el colegio más elitesco de Guayaquil, y las niñitas de l7, l8, l9, eran bellísimas, a una en especial la nombraron reina de carnaval. Estábamos en una mesa tomando whisky, imagínate, todos con dinero, y se acercan dos damas de honor y me dicen: «el bachiller Chirinos, ¿quién es?». Soy yo. «Es que la reina quiere estar con usted». Era Flor de María. En Guayaquil, como no quería pedir dinero a mis padres para el ticket de regreso porque habían abierto la Universidad de los Andes, y la verdad tampoco tenía interés en Guayaquil excepto por esta chica, consideré que había una flota hermosa que se llamaba Gran Colombia, que era Venezuela, Colombia y Ecuador. Eran barcos que hacían entrenamiento. De Panamá iban a Nueva York y de Nueva York venían a Maracaibo. La ruta era La Guaira, canal de Panamá, Nueva York, Guayaquil, Nueva York. Por supuesto que cuando llegaba el barco, todos los venezolanos íbamos a leer los periódicos. La vuelta completa duraba tres semanas.
Esta experiencia me pareció bien importante. En Guayaquil yo me la pasaba con los exiliados de AD, los comunistas. Hablábamos de política. El capitán del barco me dice que me va a traer de vuelta a Venezuela. Yo no tenía visa, en esa época los cónsules debían otorgar visas para entrar al país, eran policías de Pérez Jiménez. Igual me venía. La gran fiesta de despedida, y me monto, y me meto en mi camarote con mi calavera, y mi lobo estepario, y de repente entraron todos los oficiales: «No podemos llevarlo, el cónsul impide su salida». Los chismes que mandaba el cónsul a Venezuela era que yo estaba de activista político. La verdad es que eso no era tan así. Yo digo que es la primera vez que me tocó golpear a alguien porque cuando yo me acerco al consulado, empujé la puerta y lo agarré para agredirlo. Yo no era agresivo. Le decía, pero bueno, usted en lugar de facilitar el regreso de los adolescentes a Venezuela, yo tenía l7, ¡usted lo impide!
El barco se fue y yo me quedé en Guayaquil. Ahora sí que estaba exiliado. Me hice célebre en Nueva York, como el jovencito que bajaron del barco, y nunca dejaré de agradecerle al capitán de otro barco, Lugo, que me fue a buscar a la pensión y me dijo, «yo lo voy a llevar a Venezuela, pero con la condición de que usted se las arregle. Yo lo dejo en Maracaibo». Fue una experiencia inolvidable. Llegamos a Buenaventura, que es un puerto colombiano en el Pacífico, un pueblo de dos o tres calles de sólo prostíbulos, y al final estaba una iglesia, todos los oficiales tenían sus amantes. Cuando yo llegué les dijeron a las mujeres, «ese muchacho es virgen». Fue la primera vez que yo amanecí con una prostituta, no sé qué pasó, porque ellos me dieron el famoso trago de los colombianos que se llama Cristal, un aguardiente. Nunca supe qué sucedió. De ahí seguimos al Canal de Panamá y luego a Nueva York. Allí me dice el capitán Lugo, «ésta sí es una ciudad, no quiero que salga hasta que yo se la muestre. Quédese en el barco que después lo saco a pasear, que vamos a estar aquí l5 días». Lo que él no sabía es que yo me conocía Nueva York de leer, aparte de que yo era amante del jazz. Por cierto, me obligó a botar todos mis huesos, un cadáver que yo me había robado de un cementerio que quedaba en La Pastora. Yo cargaba mi caja de huesos, aquí conservo la calavera desde entonces. Me robé el cadáver del cementerio Los Hijos de Dios. La calavera la escondí, y no me arrepiento porque uno tiene que saber de ciertas cosas. Cuando llego a Nueva York, por un lado salió el capitán y por el otro yo. Me pagaron 60 dólares por los trabajos que había hecho en el barco. ¡He pasado los l5 días en Broadway! Duke Ellington, Sarah Vaughan, Louis Armstrong, a ellos yo les pagaba los tragos para que me tocaran las canciones que yo quería.