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Authors: David Trueba

Tags: #Drama

Saber perder (16 page)

BOOK: Saber perder
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Esa verja kilómetro tras kilómetro transmite algo desmoralizante, como si el planeta estuviera condenado a estar cercado en cada centímetro.

Tu padre está muy delgado, ¿ya come?, le pregunta Aurora.

Y tanto, no veas qué tripa ha echado. Sylvia se preocupa por los dolores de la abuela, por si se aburre la jornada entera en la cama. Tengo visitas a todas horas, hago más vida social que cuando estaba sana, tu abuelo se desespera, ya sabes que no le gusta la gente. Eso le recuerda algo. Le pide a Sylvia que le saque unas entradas para el Auditorio. ¿Tú sabes hacerlo por teléfono? Pues claro. Yo es que me pierdo con esas cosas y tu abuelo no lo hará, que lo conozco.

La abuela Aurora le pregunta qué tal se arregla con la escayola. Bien, lo peor es ducharme. Le cuenta cómo se sienta en la bañera, moja una esponja y se recorre el cuerpo con ella para no mojar la escayola. No le cuenta que la otra mañana le excitó hacerlo, hasta un punto en el que se avergonzó. Sentía que la esponja era una mano ajena y áspera que erizaba su piel con un placer desasosegante. Lo que puso más nerviosa a Sylvia fue identificar esa mano como la de Ariel. Hija mía, yo me he lavado así durante años. En un barreño. Y tu abuelo se iba a la casa de baños que había en Bravo Murillo. Hasta que hicimos el baño en casa. ¿Te leo el periódico?, pregunta Sylvia. No, no, ya me lo lee tu abuelo por las mañanas. Sé que le fastidia leer en voz alta, pero me gusta ver la cara que pone con los sucesos. ¿Tú has visto las cosas que pasan? No hay más que maridos matando a sus mujeres. Y hoy fíjate qué desgracia, se han matado en accidente de autobús unos peregrinos que volvían del santuario de Fátima.

Sylvia se ofrece a leerle un libro. Lo he empezado en el tren. Esa mañana, antes de salir hacia la estación, Santiago se lo ha regalado. Ahora tendrás mucho tiempo para leer. A ver si te gusta, le ha dicho él. ¿Cómo se titula?, pregunta la abuela. Sylvia le muestra la portada del libro que acaba de sacar de la mochila. No está nuevo. Alguien lo ha leído antes. A Sylvia le gustan los libros usados. Los libros nuevos tienen un olor agradable, pero dan miedo. Es como avanzar por una carretera por la que nadie ha pasado nunca.

Sylvia le cuenta a la abuela lo que sabe de la trama hasta el momento. Cinco hermanas en edad de casarse. Un rico heredero que llega al pueblo donde viven. Su madre deseando ofrecerlas en matrimonio. Hay una, la más inteligente, que se siente despreciada por el mejor amigo del noble rico, le oye un comentario despectivo sobre ella. Y sabes que se van a enamorar, precisamente esos dos. O sea que te está gustando, dice la abuela. Por ahora sí. Sylvia no reconoce que varias veces en el tren ha vuelto sobre las páginas leídas para empezar de nuevo. Le Cuando la abuela se queda dormida, Sylvia permanece un rato tumbada junto a ella, relajada al compás de su respiración. Luego se levanta y sale del cuarto. La casa era una nevera. La habitación de la abuela al menos estaba templada por un pequeño radiador de resistencias. La puerta del cuarto del abuelo estaba entreabierta. Se acerca al piano de pared. Toca alguna tecla sin sentarse. Recuerda las clases que le daba el abuelo, siempre tan rigurosas. Era muy estricto con la postura de las manos, de la espalda, de la cabeza. Una vez le tapó los ojos para que tocara sin mirar las teclas. Es un piano, no una máquina de escribir, le decía. No es mecanografía al dictado, es escuchar la imaginación de otro. Pero ni el abuelo tenía paciencia ni puede que ella talento. Un día le pidió a su madre por favor, mamá, no quiero dar más clases con el abuelo. A, ver si nos ponemos al día con las lecciones, proponía el abuelo algún domingo después de comer, pero ambos sabían que hacía tiempo que las clases habían quedado interrumpidas para siempre.

El abuelo llega sobre las ocho de la tarde. Viene impoluto como de costumbre, el gesto serio, malhumorado. ¿Han llamado los de la calefacción? No ha llamado nadie, le dice Sylvia. Lorenzo avisa desde el portero automático, estoy aparcado en la acera, le pide a Sylvia que baje. Entra a despedir a su abuela, está despierta. Te ha sonado un pitido en la mochila. Sylvia revisa el interior. Ah, era un mensaje, pero aunque su pulso se agita, no dice nada. Me voy ya. El abuelo la ayuda del brazo a bajar los dos pisos de escaleras. Esto de no tener ascensor, no sé qué vamos a hacer.

«¿Cómo va esa pierna?» El mensaje no es muy expresivo, pero es algo.

Y viene de Ariel. Han pasado muchos días. Estaba segura de que tras su visita al hospital ya la habría borrado de mi vida. ¿Y qué más podía esperar? Tiene el móvil en el regazo, su padre conduce a su lado, pero no sabe qué contestar. ¿Me he enamorado de él?, piensa. ¿Puedo ser tan idiota? No le ha contado a nadie la visita, su encuentro con él. No ha podido hablar en voz alta de lo que siente, de lo que piensa, quitarle valor. Como todo lo no expresado, crece, crece como una infección sin tratar. Es guapo, con cara de niño, parece una buena persona. Tengo dieciséis años. Él es famoso, es una estrella del fútbol. No le pregunté. A lo mejor está casado y tiene tres hijos. Los futbolistas son así. A los treinta años parecen viejos. Tendrá que preguntarle a su padre.

Podría hablar con Mai, a ella se le ocurriría algo ingenioso. Pero está obsesionada con Mateo y sería incapaz de ponerse en su lugar. Tendría que explicarle tantas cosas. El último fin de semana, además, su viaje a León ha ido regular. Salimos con sus amigos y no me hace ni caso, es como si le molestara mi presencia, se quejaba Mai a Sylvia. No pienso volver, que venga él a Madrid si quiere verme.

Por fin escribe el mensaje: «Lo más pesado es cargar con ella todo el día.» Lo envía, se muerde un labio. Se arrepiente. Debería haber escrito algo más brillante. Más atrevido. Algo que le fuerce a responder, a comprometerse, algo que fabrique una cadena de mensajes que al final los reúna. Cuando suena el pitido del móvil que anuncia el mensaje recibido, Lorenzo vuelve la cabeza. Os pasáis el día con eso, qué coñazo, se os va a olvidar hablar. Es más barato, le explica Sylvia. Un instante después la decepción al leer la respuesta de Ariel. «Ánimo.» Sylvia tiene ganas de reír. De reírse de ella misma. Se mira en el retrovisor exterior buscando el fondo de sus ojos. Está roto, quebrado. El espejo. Está roto, dice a su padre. Sí, ya lo sé hace días, algún hijoputa.

La respuesta de Ariel ha devuelto a Sylvia de un bofetón a la! realidad. Le recuerda quién es él, quién es ella. Los pies en el suelo. Tendrá que evitar que Ariel se cuele por todas la rendijas de su fantasía, de su imaginación. Tendrá que vigilar que no asalte; sus sueños, los ratos en que su pensamiento se evade. Que no se introduzca en sus lecturas, en la música que escucha. Que no alimente los ratos muertos con el anhelo de una llamada de él, de. un contacto que no llega. Sabe que el único placer del que puede disfrutar es el que provoca esa punzada de dolor, esa especie de desolado conformismo. Está triste, pero al menos la tristeza es, suya, la ha fabricado ella con sus expectativas, no se la ha provocado nadie, no es víctima de nadie. Se siente bien en ese sufrir, no le molesta. Se tumba. A esperar. No sabe qué.

18

Leandro se ha sentado en la cocina. Asiste a la labor del técnico de la caldera. No tiene ganas de hablar. Está enfadado. El hombre ignora su malestar y habla incansable. Ha quitado la tapa metálica al calentador y ha dejado a la vista el enclenque vientre desnutrido que es el motor, al aire los quemadores que se resisten a prender la llama. Leandro admira sus manos duras, húmedas, llenas de grasa, que se mueven con habilidad entre las roscas. Él no ha sabido nunca servirse de sus manos para otra cosa que no fuera extraer música de los pianos, corregir un gesto a sus alumnos, a veces marcar con el lápiz una partitura. ¡

Se ha trasladado a dormir a su cuarto. Ha limpiado el cobertor de fundas de vinilos, de papeles, partituras y algún libro.

Ha empujado bajo la cama los periódicos atrasados donde dejó algo por leer. Prefiere que Aurora duerma sola. Teme voltearse en la noche y golpearla. Quiere que ella esté cómoda. También le avergüenza, eso no lo dice, rozar su cuerpo limpio cuando llega de pasar una hora o dos horas en contacto con el sudor y el olor acre de la piel de Osembe. El cuerpo de Aurora siempre le ha provocado respeto. Lo ha visto envejecer, perder solidez, vitalidad, pero nunca ha dejado de poseer el misterio casi sagrado del cuerpo amado. Por eso ahora, cuando lo roza, se siente sucio, malvado.

Estos días atrás el mal humor se ha adueñado de él. El viernes por la noche la casa estaba fría y quiso encender el calentador. le fue imposible. Llamó al servicio técnico. Hasta el lunes no trabajaban. Eso significaba pasar el fin de semana sin agua caliente ni calefacción. Le recomendaron que llamara a un técnico de urgencia. Así lo hizo. Vino un tipo fornido, con una cazadora de cuero negra. Eran casi las once de la noche. Sacó de su maletín un destornillador de estrella y repasó con golpecitos las distintas tuberías. Es algo de recambios, lo mejor es que llame a la casa. Leandro le explicó que eso es lo que había hecho, pero que no atendían hasta el lunes. El hombre se encogió de hombros y le extendió una factura, mientras consultaba su reloj. Llevaba el teléfono móvil sujeto al cinturón como un pistolero. Cuando Leandro vio que le pedía ciento sesenta euros se escandalizó. El tipo le desglosó las cantidades. Desplazamiento, urgencia, servicio nocturno y festivo, además de la media hora mínima de mano de obra. Leandro fue presa de la indignación. Le dio el dinero, pero mientras le conducía hacia la puerta murmuraba prefiero que me atraquen, sabe, prefiero que me pongan una navaja en el cuello, al menos esa gente lo necesita. Ustedes son peores. Hombre, no diga eso, quiso defenderse el técnico, pero Leandro se negó a escucharle, le despidió con un portazo. La voz de Aurora le llamaba, tuvo que explicarle. Vamos, no te enfades, hay un radiador en el altillo, a ver si lo alcanzas, le dijo ella.

A la mañana siguiente trató de ducharse con agua fría. Aguardó un rato, dentro de la bañera, la mano en el chorro gélido, esperando a que su cuerpo se adaptara a la temperatura. Después cedió. Se sentó con cierta desolación en el borde de la bañera y estudió su cuerpo desnudo. La vejez era una derrota difícil de tolerar. Un asco. La piel blanquecina trémula de frío. Los pechos fláccidos, perdido el vello. Las manchas en la piel, las manos artríticas. Las piernas huesudas como de enfermo, las pantorrillas, los antebrazos destensados, como si se hubieran soltado los cables que sostienen la piel tirante. Se acordó de esos cuadros que ha despreciado toda la vida, donde Dalí pinta el paso del tiempo como una viscosa materia que se derrite. Así; también veía su piel escurrirse hasta el suelo como ropa vieja y dejar a la vista el esqueleto de un cadáver. Pensó en la carne tierna, exuberante y joven de Osembe, en la repugnancia que ella sentiría al lamer su blanquecina decadencia.

Sostuvo un instante sus testículos, su pene rosado, caído, como el inservible pellejo lánguido y gallináceo que era. No alcanzaba a explicarse el poder de mando que aún ejercía. La esclava y eterna sumisión a sus caprichos. ¿Quién dijo que aquello era el grifo del alma? No era la erección, ahora intermitente, inesperada, azarosa, la que le arrastraba tras Osembe todas aquellas tardes; era otra cosa. El contraste de los cuerpos, quizá la fuga por contacto, la sensación de abandonar el propio cuerpo para poseer el cuerpo que se toca, que se acaricia.

Del arrepentimiento desolado con que abandonaba el chalet, presa de la culpa, al recordatorio placentero que le invadía algo después; luego la ansiedad que volvía a vencerlo, por mayor que fuera su resistencia. Leandro encajaba como una derrota el momento en que apoyaba el dedo en el timbre del número cuarenta. Pero era un gesto tan corto, tan rápido, que no daba tiempo a pensar, a huir. Se sentía empujado, él, un hombre entrenado en la soledad, acostumbrado al hastío. Era capaz de vencer la urgencia un día, dos, de decirse no, un no rotundo, de poner la cabeza en otra cosa. Pero acababa siempre rendido a la negra desnudez de Osembe, al reflejo de sus dientes blancos, a su mirada ausente que ahora, al estudiar su propio Cuerpo, entendía como una barrera de supervivencia ante el asco.

Al salir del chalet se despreciaba. Consideraba vulgar el cuerpo femenino, pensaba en Osembe y se decía es sólo un mamífero con pechos, musculado y joven, una masa de carne que lio debería producirme atracción. Le negaba cualquier misterio, cualquier secreto. Los pliegues le resultaban sucios, los orificios deleznables, las formas carentes de sugerencia, los fluidos desagradables, visualizaba el deseo como un carnicero la pieza que desuella o un médico el tejido por donde traza la incisión. Pero ese mecanismo de rechazo se venía abajo ante otra orden superior. Y así volvió el sábado, el domingo y el lunes a visitar el chalet.

La contemplación de su propio cuerpo abocó a Leandro a una mañana triste. Se volcó de inmediato en complacer a Aurora, en atenderla. Le leyó el suplemento del domingo con sus absurdos saltos de la penosa supervivencia en Gaza a un reportaje sobre las bondades de la chocolaterapia ilustrado con fotos de modelos untadas por todo su cuerpo. Le preparó un té, se sentó con ella a escuchar la Radio Clásica. Eludía las noticias para que no dejaran a su paso la huella violenta y siniestra. Como le decía su amigo Almendros, que se dejaba caer muchos ratos con su mujer por la casa, los viejos tendemos a ver el mundo precipitarse hacia el abismo, sin darnos cuenta de que somos nosotros los que nos vamos al abismo, el mundo sigue, mal, pero sigue. Tantas veces Leandro se alegra de saber que morirá antes de ver desencadenarse el odio absoluto, la violencia engullidora. Todos los síntomas apuntan a una destrucción implacable, pero cuando expresa su pesimismo en voz alta su amigo se sonríe, somos nosotros, nosotros los que nos vamos, no el mundo, Leandro, no seas como esos viejos que estúpidamente se consuelan al creer que con ellos, de la mano, desaparecerá todo lo demás.

Almendros siempre recordaba esa viñeta cómica que les hacía reír. Dos hombres primitivos vestidos con pieles junto a: su cueva, y uno le dice al otro: aquí estamos sin contaminación, sin estrés, sin atascos ni ruidos y mira, nuestra esperanza de vida no pasa de los treinta años. Almendros soltaba su risotada a espasmos. ¿No era Maurice Chevalier el que decía eso de que la vejez es horrible, pero la única alternativa conocida es peor?

La última tarde con Osembe, mientras peleaba por sostener la erección, Leandro le habló de las noticias del encierro de doscientas mujeres en Nigeria que protestaban contra la Chevron Texaco. Osembe no parecía impresionada. ¿Dónde lees eso? En el periódico, respondía él. De mi país sólo hablan cosas malas en el periódico. Y parecía enfadada, como si nadie creyera en la belleza de su tierra. Mi país muy rico, insistía. Pero también le contó que había perdido a un hermano por una explosión cuando robaba gasolina de una refinería con otros muchachos. Del vientre de aquel país se extraía medio millón de barriles de petróleo al día. Los políticos lo roban todo, decía ella.

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