Las cosas habían sido así desde el inicio. Charlie contribuía a la locura, pero también a la diversión. En su primer viaje se hospedaron en habitaciones contiguas de un hotel de lujo cerca del estadio. Por esos días el club andaba revuelto, acababan de anular el fichaje de un delantero centro brasileño porque en su sangre había rastros de tetrahidrogestrinona, un anabolizante prohibido. A la prensa se filtró que el tipo tenía una rodilla en mal estado, pero como Solórzano había gestionado el fichaje de ambos, se tensaron las cuerdas negociadoras en el último momento. Alguien se atrevió a sugerir que se fichaba a los dos o a ninguno. Charlie se puso serio. Mí hermano está limpio, el que tomó ’I'HG fue el otro. Pero durante dos días la firma estuvo paralizada. Para acabar, el brasileño fue ingresado en un centro de diálisis, limpiada su sangre y fichado por un equipo francés. Ariel pudo posar en la firma del contrato, cumplió con el examen médico y aguardaron unos días para buscar casa en la ciudad.
El club y Charlie se encargaron de encontrarla. Tenés que vivir como un rico, le advirtió su hermano. Al tercer día en el hotel le pasaron la llamada de una periodista. Charlie se negaba a conceder entrevistas exclusivas, por más que le insistían. Ariel le oía discutir con autoridad. De pronto Charlie se echó a reír a carcajadas y le tendió el teléfono a Ariel. Escucha esto. ¿Hola?, dijo Ariel. Y una voz femenina, nerviosa pero alegre, le habló. ¿Eres Ariel?, bueno, en realidad no soy periodista, estoy aquí en la recepción, y, bueno, es que yo a lo que vengo es a echarte un polvo de bienvenida. Ariel no tuvo tiempo de sorprenderse, su hermano le arrebató el auricular e invitó a la chica para que subiera.
Dos minutos después entró una treintañera, con pechos enormes, pelo rubio teñido con rizos trabajosos. Risueña, divertida, desinhibida.
Tomaron tres cervezas y Charlie fue el primero en abrazarla. Se desnudaron y se enredaron sobre la cama. Ante la pasividad de Ariel, ella insistió, oye, que yo al que quería tirarme era a tu hermano. Ariel, entre divertido y asombrado, se desnudó. La chica, mientras era penetrada por Charlie a cuatro patas sobre la cama, se introdujo el sexo de Ariel en la boca. La chica tenía un piercing rojo brillante en la punta de la lengua. Era de Alcázar de San Juan aunque residía en Madrid, bueno, en Alcorcón, y antes de irse les contó que de Primera División se había follado a siete jugadores. Me falta uno del Betis que es monísimo, pero todos dicen que es gay.
Un recibimiento así no dejaba de sorprender a Charlie y Ariel, por más que estuvieran habituados a las botineras argentinas, las chicas que rondaban a los futbolistas, como las groupies a los rockeros. A Ariel le costó aguantar la carcajada cuando a la mañana siguiente un periodista de la televisión pública le preguntó si se sentía bien recibido por los españoles. Bueno, me siento querido, sólo espero darles placer, en el campo, respondió Ariel. Al fondo de la sala de prensa, en la puerta de acceso, Charlie reía sin medida, atrayendo la mirada de los periodistas, que para entonces ya eran conscientes de que Ariel viajaba acompañado de su hermano mayor.
La situación actual no era tan distendida. El equipo no funcionaba.
Estaban sextos en la clasificación cuando sólo valía ganar. El torneo europeo acababa de empezar con un mal resultado. Ariel volvía de entrenar una mañana y en la radio del coche escuchó a dos comentaristas hablar sobre él: no es un crack, eso está claro, es un jugador del montón, de esos que en Argentina das una patada y te salen dieciséis. Por más que uno se acostumbrara al tono rotundo de la prensa deportiva siempre dolían las criticas. Al día siguiente de su partido de presentación una firma prestigiosa de un diario futbolístico escribió: «Ariel Burano ha declarado que no se siente un nuevo Maradona. Bueno, esto no hacía falta que lo declarara él, es obvio. Basta con haberle visto Jugar. Regatea hasta el banderín de córner, pero ¿gustarán sus florituras a la exigentísima afición madrileña?»
Charlie le quitaba importancia a esos comentarios, es un huevón, pregunté en el club y parece que es un sapo que llevaba meses intentando que se trajeran al mexicano Cáceres para tu puesto, su cuñado es representante de jugadores. ¿Qué culpa tenes vos? Al Dragón muchas veces le oyó decir a la prensa hay que tomarla con distancia, pero lo mejor de todo es no tomarla.
En la crónica de su primer partido oficial, un tipo que escribía bien bonito sólo le dedicaba un adjetivo: autista. «Ariel Burano estuvo autista.
Jugaron tres equipos. El local, el visitante y él. Veremos si se trata sólo de un problema de adaptación o es síntoma de una enfermedad incurable.» Paciencia, pedía Charlie. Y si te parás a leer lo que escriben cada día no te queda tiempo ni para mear.
Ariel contaba con lograr convencer poco a poco a la gente de su categoría de futbolista, pero no contaba con la apresurada salida de su hermano. Charlie era su punto de referencia, su primer escudo frente a la realidad. Tan lejos de casa, cualquier rincón compartido con él olía a hogar. El problema de Charlie sucedió en el segundo partido de liga, en Santiago de Compostela. El equipo jugó tarde en la noche del sábado, televisado para todo el país. Se quedaron a pasar la noche en la ciudad. Ariel y Charlie salieron a cenar con dos jugadores argentinos del equipo rival. Repartidos por equipos de la Primera División española jugaban treinta y dos argentinos. A Sartor y Bassi no los conocía. Los conoció esa noche en el campo. En especial al Dogo Sartor, al que llamaban así porque se asemejaba a uno de esos dogos argentinos que cuando muerden no hay manera de que suelten la presa. Marcaba a Ariel en cada saque de esquina y le acercaba su rostro de nariz chata bajo el cráneo rasurado a un palmo de su cara. Le gritaba sudaca de mierda, maricón, puto, hacé las valijas y tomátelas a tu país de mierda, boludazo; Le decía que se iba a follar a su madre, que su hermana era lesbiana, que a su novia en Buenos Aires se la estaba cogiendo el centroforward de River, todo tipo de provocaciones. En una jugada en que Ariel se tiró al suelo para fingir que lo habían derribado, le agarró del brazo para levantarlo del césped y le gritó levantá, sorete, todo el mundo sabe que jugás porque se la chupas al entrenador. Ariel se echó a reír. El tipo era tan excesivo que hubiera provocado risa de no ser por su gesto criminal y la amenaza de sus tacos de aluminio.
Al acabar el partido, fueron a darse la mano. Sartor era de Córdoba y le saludó con un abrazo caluroso. Como un dogo amansado. Quedaron en verse después de las duchas para cenar juntos en un asador argentino propiedad de un amigo. Bassi estaba de mal humor porque no había jugado más que los últimos cinco minutos, me saca para perder tiempo. Sartor llevaba cinco años en España. Bassi había jugado en Italia tres años antes de llegar. Aquí es más tranquilo. En algún partido hasta te diviertes. Sartor tenía cara de asesino de película de serie B. A Bassi, melena rizada, un cuerpo enorme, lo llamaban Rengo porque se desplazaba con una evidente cojera.
Bebieron bastante, hablaron con pasión del fútbol argentino, Sartor era de los Leprosos, fue su primer equipo, Bassi de Independiente. Los acompañaron de vuelta al hotel. Unos aficionados borrachos, que se habían parado a mear en los soportales detrás de la catedral, reconocieron a Ariel. Llevaban bufandas de su equipo. En la distancia uno vomitaba bilis sobre sus zapatos. Otro de los jóvenes, con el pelo desordenado y los ojos velados, se detuvo frente a Ariel, este tío es un figura. Eres el mejor, el mejor. Oé, oé, y comenzó a cantar a gritos y a llamar a los demás. Ariel y sus compañeros aceleraron el paso camino del hotel.
Lo peor vino después. Ariel se despertó sobresaltado al oír gritos en el pasillo. Era la voz de Charlie. Se vistió apresurado ton un chándal y salió de su habitación. De alguna puerta cercana también asomaban cabezas de curiosos. Lo que vio fue a Charlie, de pie, desnudo a excepción del slip negro, golpeando con puntapiés y puñetazos a una mujer que se arrastraba por el suelo, a medio vestir. Ariel corrió hacia allá y trató de sujetar a su hermano, que estaba borracho y fuera de sí. Era evidente que se le había ido la mano con la cocaína. Durante la cena fue hasta tres veces al baño, pese a que nadie comentó nada. Dos compañeros de Ariel le ayudaron a sujetarlo. La mujer, pelirroja, sangraba por la nariz y gritaba con indignación. Te voy denunciar, llamen a la policía. Ariel sujetaba a su hermano como si fuera un caballo salvaje. Se creen que soy maricón, hijos de puta, repetía Charlie.
Ariel tardó en entender. Bassi y Sartor le habían gastado una broma a Charlie. Le habían enviado a aquella prostituta a su habitación de hotel, como un regalo. El drama vino cuando Charlie descubrió que era un travestí y, en lugar de dejarla ir, se lo tomó como algo personal y comenzó a golpearla. Ariel encerró a su hermano en el cuarto y ayudó a la mujer medio desnuda a recomponerse. Alguien le prestó una toalla húmeda, ella se secó la nariz y se limpió la cara. Ariel se excusó, estaba borracho, lo mejor es que te vayas. Ella se tranquilizó, agradeció los cuidados de Ariel y no le aceptó el dinero que le ofrecía, no, no, si el hijoputa ese ya me ha pagado.
Todo habría quedado en el olvido de no ser porque la agredida se presentó horas después ante el gerente del hotel y amenazaba con denunciar a la empresa si no le daban el nombre del inquilino de la habitación. Temeroso de que se tratara de un jugador, el delegado del equipo fue despertado y bajó a hacerse cargo del asunto. No fue fácil. Ella quería llamar a la prensa, a la policía. Allí de madrugada, sobre el mostrador de recepción, pactaron una cantidad de dinero a cambio de olvidar el incidente.
En el avión de regreso a Madrid, Pujalte intercambió unas palabras con Charlie, al fondo del aparato. Lejos de todos. Ariel les vio, pero no fue invitado a unirse a la conversación. Un rato después Charlie se derrumbó. La chica había presentado una denuncia contra el club. Ignoraba el nombre del jugador, pero la policía había extendido un parte de lesiones.
El hotel admitía que esa habitación estaba pagada por el equipo, pero aseguraba desconocer qué jugador en concreto la ocupaba. Pujalte le concedió una semana a Charlie para dejar el país. Podemos entretener la madeja unos días, pero luego habrá que dar un nombre, hay que proteger al club. No querrás que nos pase como al equipo inglés en Málaga. Por esos días, cuatro jugadores de un equipo británico hospedados en un hotel habían sido detenidos por violación, el asunto fue un escándalo nacional hasta que a los pocos días se cerró un deshonroso pacto con las mujeres a cambio de dinero. Estas gilipolleces en manos de los periodistas son como bolas de nieve que acaban por engullirnos a todos, explicó Pujalte.
Ariel supo de inmediato que aquello significaba separarse de Charlie. Su gesto grave, su silencio irritado, el enfado por el estúpido comportamiento de su hermano se fue transformando en pánico, en sobrevenida soledad. Luego el atropello y de nuevo la mano protectora del equipo, su dependencia de Pujalte. Ahora el mal juego.
Desde los asientos delanteros, Ariel ve caminar a Pujalte. Viene en su dirección, aunque se detiene para saludar a directivos y jugadores.
Cuando llega a su altura se acuclilla en el pasillo, aguarda a que Ariel se desprenda de los auriculares. Me dijeron que fuiste a la clínica a ver a la chica del atropello. Eso fue una estupidez por tu parte. Si lo que quieres es meterte en más líos sigue así, haciendo las cosas a tu antojo.
No sé, por las dudas, me pareció lo justo, interesarme por ella, replica Ariel. Un escalofrío le recorre la espalda. ¿Lo justo? Es mejor que te dediques a jugar y lo demás nos lo dejes a nosotros. No sé cómo funcionan las cosas en tu país, pero aquí es diferente. Esto no es una república bananera, aquí hay jueces.
Y con un cambio de tono en su voz se pone de pie y bromea divertido con Osorio, en el campo no juegas nada, pero a la maquinita esa bien que le pegas. Luego regresa a su asiento en la parte delantera.
Ariel se ve como un niño otra vez cazado en falta. Le repugna la autoridad de Pujalte pero sobre todo le ofende su propia.sumisión. Con rabia contenida, vuelve a colocarse los auriculares. El Dragón repetía a menudo un proverbio chino: «Cuando las cosas te van mal tu bastón se convertirá en serpiente y te pirará.» Ariel confiaba en que no fuera así. Que al menos su balón siguiera siendo bastón. De regreso de una derrota, a solas con su música, tenía miedo de vivir una lenta pero ininterrumpida caída en desgracia.
Las dos inválidas, dice Sylvia, y llega a saltitos hasta la cama de su abuela Aurora. Se abrazan, Sylvia se agacha pese a las dificultades para hacerlo con la escayola en la pierna. La abuela se emociona. ¿Qué pasó, niña? Ya ves, abuela, que atropellé a un coche. Lorenzo ha ido a buscarla a la estación, pero no le han dejado entrar en el andén para ayudarla. Las azafatas lo harán. Después de los atentados de marzo las medidas de seguridad han aumentado. La estación de Atocha sigue reservando un rincón para mensajes emotivos, velas encendidas y fotos de alguno de los muertos en los andenes. Sylvia apareció caminando por el andén apoyada en las muletas y con una azafata que la ayudaba con el bolso de viaje. ¿Vamos a ver a la abuela? Ya está en casa,. ¿Verdad?, preguntó. Lorenzo asintió, dame un beso, ¿no? ¿Pilar Ha estado muy pesada?
Estás perdiendo muchas clases, dice la abuela Aurora. Sylvia explica que no hay exámenes hasta diciembre. Hace frío. La abuela extiende una manta por encima de la cama. Te recojo en un rato, ¿vale?, dice Lorenzo, y luego pregunta a la abuela ¿y papá? Salió a dar un paseo. Oyen los pasos de Lorenzo al irse. Tu abuelo tiene un enfado... Resulta que se ha estropeado la caldera y no viene nadie a repararla. Estamos sin calefacción, sin agua caliente. La abuela levanta la manta. Métete aquí a mi lado. Con cuidado Sylvia se tumba y muy juntas se tapan con la manta. ¡
Hablan de Pilar. ¿Está contenta? ¿Le va bien? Sylvia ha pensado en ella gran parte del viaje de vuelta. Su madre está bien. Su madre está feliz. Santiago llegó de París y le trajo un chal finísimo de cachemir. Luego cenaron los tres juntos. A la; mañana siguiente, Pilar llevó a su hija a la estación de Delicias. No bajes hasta el último minuto. En los andenes hay una corriente horrible. El final de octubre era más destemplado y frío j de lo habitual. Tiene prisa el invierno, oyó Sylvia decir a un hombre mayor que se subía al tren cargado de bolsas de verdura. La gente mayor habla a menudo del tiempo, a ella no ha conseguido interesarle jamás la temperatura que hará al día siguiente. Por la ventanilla del tren Sylvia observó la valla continua, metálica, que protegía el acceso a todo lo largo del recorrido de las vías. Era como si le hubieran puesto límites al campo.