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Authors: David Trueba

Tags: #Drama

Saber perder (14 page)

BOOK: Saber perder
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Lorenzo llega al portal de su casa y llama al ascensor, hasta que repara en el cartelito adherido que anuncia otra avería. Suspira con disgusto. Ocurre a menudo. Es lento, pequeño y su motor se agota cada dos o tres semanas. Cuando Lorenzo comienza a subir las escaleras escucha abrirse el portal. Entra la chica ecuatoriana que trabaja para la joven pareja del quinto. Empuja el carrito del niño y de las asas lleva colgada dos repletas bolsas de compra con el emblema del supermercado. La ve detenerse ante el ascensor y luego enfilar hacia la escalera. Está a punto de ignorarla, pero lo piensa mejor. Deja que te ayude. Ella le da las gracias sin saber si tenderle las bolsas o el cochecito.

Lorenzo posa su bolsita blanca en el regazo del niño dormido y agarra el cochecito por las ruedas delanteras. Lo levanta en vilo. Ella hace lo mismo desde el otro extremo y suben. El esfuerzo tiene algo de repetición, una hora antes subía a su madre de modo parecido. El niño duerme, ignora el traqueteo. ¿Pensabas subir sola los cinco pisos?, le pregunta Lorenzo.

Ella se encoge de hombros. Nunca han intercambiado más allá de un hola, a veces Lorenzo saca la lengua al niño o le guiña un ojo, pero con ella no más de una sonrisa y un saludo silencioso. Ahora la observa. No es muy alta, tiene el pelo castaño, liso, cae peinado sobre sus hombros.

Su cuerpo parece ensanchar a medida que desciende, pero el rostro es de rasgos indios hermosos. La mirada afilada, rasgada, la boca fina pero bonita, la nariz con personalidad, rotunda pero agradable. ¿De dónde eres? Ecuador, dice ella. ¿Y su hija?, Lorenzo no acaba de entender la pregunta. ¿Qué tal la pierna? Ah, bien, bien. Se ha ido a pasar estos días con su madre. El cansancio comienza a hacer mella, aunque él prefiere no detenerse si ella no lo hace. ¿Está separado? Sí, pero mi hija vive conmigo. Lorenzo no puede evitar una ráfaga de orgullo. Ahora soy el padre y la madre. Su hija es bien chévere, muy simpática, dice ella. ¿Sylvia? Sí..., y Lorenzo siente que quizá ésa sea una forma de afearle que él no es de natural amable. ¿Cómo te llamas? Daniela, ¿y usted? Lorenzo, pero, por favor, tutéame.

Un mechón liso del pelo se ha cruzado sobre su cara y Lorenzo tiene ganas de apartárselo, ella sopla para recolocarlo. En Loja teníamos un sacerdote español que se llamaba Lorenzo. Nos explicaba el martirio de San Lorenzo, nos daba mucho miedo. Lorenzo levanta las cejas. Sí, bueno, claro. En la parrilla y todo eso. Atraviesan el rellano del tercero. Yo me llamo Lorenzo por San Lorenzo de El Escorial. Parece ser que mis padres me engendraron allí, durante un trabajo de mi padre y no sé, les debió gustar el nombre, porque en mi familia no hay otros Lorenzos. Siempre me han contado eso. Daniela sonríe con timidez. ¿Es bonito El Escorial? No lo conozco. Lorenzo piensa un instante. ¿Bonito? Bueno, es... interesante. Si quieres te llevo un día, yo hace siglos que no voy. No, no se preocupe, se excusa Daniela, como si temiera un malentendido. Lorenzo se incomoda. Ella posa el carrito en el suelo. Han llegado al cuarto. Es tu piso, ¿no? Lorenzo se opone. No, no, te acompaño al tuyo, por favor. Daniela se resiste, pero suben el último piso a buen ritmo, casi sin hablar. La respiración de ambos suena más agitada. Se despiden después de que Daniela abra la puerta. Queda dicho, el día que quieras te acompaño a El Escorial. Me hace ilusión, de verdad. Daniela ríe y le da las gracias dos veces más.

Lorenzo tira la cazadora sobre el sofá. Ha roto a sudar tras el esfuerzo. Entra en la cocina y bebe directamente del grifo. A Pilar no le gustaba que lo hiciera. Ahora ya no importa. Tampoco le gustaba que se afeitara en la cocina, como hacía a veces. Hay mejor luz. Y se reía cuando le oía orinar y tirar de la cadena antes de haber acabado. ¿Tanta prisa tienes? Ya nadie corregirá sus pequeños vicios.

Suena el timbre de la puerta. Lorenzo se da la vuelta. Deja que suene otra vez. Cuando abre se sorprende al ver a Daniela en el umbral. Ella levanta la bolsita de Lorenzo con la compra del mercado, sonríe. Es tuyo, ¿no? Lorenzo atrapa la bolsita. Gracias, es mi comida de hoy. ¿Sólo comes eso? Lorenzo se encoge de hombros. Hoy estoy solo. De pronto entiende que Daniela sienta piedad, casi pena, ante un hombre de más de cuarenta años que vuelve solo a casa con un ridículo paquete de comida. No se dicen nada, pero Daniela señala el piso de arriba y le recuerda que ha dejado al niño solo. Lorenzo la ve subir por las escaleras. Lleva un pantalón ajustadísimo, vaquero negro. Piensa en Pilar, jamás se habría atrevido a llevar ropa tan ceñida, por más delgada que estuviera. Estas chicas en cambio tienen ese atrevimiento. Marcan los pechos, el culo, los muslos, las formas, utilizan colores extremos, a veces se escotan, enseñan el vientre por la calle, se exhiben sin complejos pese a la talla. Sylvia ha heredado ese pudor al propio cuerpo. Viste de negro, ropa amplia, estira las mangas de los jerseys hasta deformarlos para cubrirse las manos, si va a salir con los amigos se anuda la chaqueta a la cintura para esconder el culo.

Lorenzo ha dejado las noticias puestas en la tele del salón mientras fríe la pechuga en la sartén. Llegará a tiempo para sentarse a ver los quince minutos dedicados al fútbol. En el frutero sólo queda una pera golpeada, que enseña un lado morado, blando.

15

Ariel viaja de noche, fatigado, en el chárter que trae al equipo y la prensa de regreso desde Oslo. Esa tarde han jugado contra un equipo robusto y bronco, en un campo helado, bajo una manta de frío. Han perdido dos a cero y él ha jugado uno de los peores partidos de su carrera profesional. Podría alegar que el balón no ha circulado nunca, que los jugadores de enlace de su equipo se han limitado durante el partido a devolver los balonazos noruegos y que en cada choque y rechace se imponía la envergadura de los contrarios. Podría alegar que las bandas parecía que estuvieran dos grados por debajo del resto del campo, que se equivocó al elegir las botas multitacos o que el lateral que le ha correspondido como defensor era un rubio rapidísimo que usaba los brazos como aspa de molino. También podría esgrimir las catorce faltas que ha sufrido, pero sabe muy bien que cuando se pierde sobran excusas.

Los compañeros dormitan en el avión. El entrenador revisa las notas de su cuaderno. Matuoko ronca con la boca abierta. Jorge Blai pega mocos, confiado en que nadie le ve, bajo la bandeja reposaplatos. En posiciones imposibles en sus asientos, cuatro o cinco jugadores juegan a la pocha sin los gritos de otras veces. Se ha perdido y es obligado guardar las formas.

Osorio, sentado al lado de Ariel, juega con la consola. Ariel se ha colocado los auriculares y escucha música argentina. Le resulta algo absurdo entender, de vuelta de Noruega, los versos de una vieja canción de Marcelo Polti: «hace calor, tanto calor que tus piernas esconden el centro de la tierra». Conoció dos altos atrás a Marcelo, fanático seguidor de San Lorenzo. Músico respetado que el día que fue nombrado socio honorífico del club se arrodilló en el círculo central de la cancha y se comió un puñado de césped bajo el aplauso eufórico de la grada. Luego invitó al equipo al completo a uno de sus conciertos en el Obrero. Creo que tengo todos tus discos, le dijo Ariel cuando se saludaron en el camerino.

Mañana podrás decir eso, le susurró el tipo, y a la mañana siguiente le llegaron dos cedés con ochenta canciones inéditas, jamás grabadas. Se hicieron buenos amigos, él venía al Nuevo Gasómetro cada partido y en dos ocasiones Ariel había estado en casa de Marcelo en Colegiales, con el sótano transformado en estudio de grabación, del que sólo salgo para robar un instante y meterlo en otra canción, como un vampiro. Pedante, excesivo, genialoide, caótico, empedernido fumador y bebedor de mate, alérgico a las drogas después de probarlas todas, Ariel se enamoró por primera vez con una canción suya, de una chica que sólo existió en una letra del 95, llamada Milena. «Milena, estos besos al aire, mis abrazos a nada, te están reservados, nena...» Cada semana recibe de él un prolijo correo electrónico donde le anima si lo encuentra bajo de moral, recuerda que yo comí del pasto que vos pisás. Le cuenta novedades y le felicita por estar lejos, un océano por medio me parece la distancia ideal para convivir con este país. Ahora le tomó manía al señor Blumberg, casi un líder nacional, cuyo hijo adolescente Axel fue asesinado por sus secuestradores de un tiro en la sien en un basural de La Reja. Ariel estuvo en la masiva marcha del primero de abril frente al Congreso. Allí el padre del muchacho encabezó la rebelión ciudadana contra la inseguridad y la violencia. Marcelo ironizaba con el peso político que empezaba a ostentar, este país es de locos, le dieron la vuelta a lo que toda la vida ha significado ser una víctima, ahora se usa el dolor para golpear a los marginados, sirve de coartada para castigar al pobre, y así le escribía durante párrafos y párrafos de desahogo sobre cualquier asunto de la actualidad argentina, el único país del mundo donde pasan dos cosas y sus contrarias cada cuarto de hora, según lo definía Marcelo.

De los asientos traseros llegan las risotadas de la prensa. El vodka comprado en las tiendas del aeropuerto les ayuda a combatir la fatiga.

Se escucha a Velasco, un locutor radiofónico de f voz inconfundible, contar chistes subidos de tono e imitar voces de famosos a los que Ariel no conoce. De ese sector llega Ronco y se inclina sobre su asiento.

Al ver a Osorio enfrascado: en sus juegos le dice, con una sonrisa, cuídate la neurona, tú. Ariel se quita los auriculares. Mañana te van a brear. Jugué mal, responde Ariel. ¿Mal? Jugasteis como el culo. ¿Estáis seguros de que los noruegos no sacaron un balón cuadrado? Ariel sonríe. Ronco sigue. Te invito a cenar mañana. Me han encargado hacerte una entrevista. Así sales un poco, ¿no? Ariel concede, Ronco vuelve hacia su asiento después de decir me largo de aquí, esto parece un velatorio. Estrecha la mano del delegado del equipo, un hombre que lleva toda la vida con su gabardina y su orden antiguo manejando los asuntos menores del equipo.

A Ronco lo conoció en pretemporada. Era un periodista que llamaba la atención en la sala de prensa por su pelo rojo como el de un irlandés y su voz de guitarra tocada a martillazos. El club recluyó al equipo en un hotel de Santander durante el mes de agosto. Entrenamiento físico, ponerse a la altura de las estadísticas del entrenador. Las primeras charlas tácticas.; Ariel compartía cuarto con Osorio, un joven de su edad, criado en la cantera, que no tenía muchas opciones de ser titular durante la temporada. Se pasaba las horas libres jugando a la play-station en el televisor. Ariel a veces se unía después de cenar a una partida de billar con alguno de los veteranos: Amílcar o el portero suplente Poggio, que padecía insomnio. Al tercer día la monotonía era insufrible: la convivencia colegial, el estricto horario, la fatiga de las comidas repetitivas, pasta y pollo o pollo y pasta. A las doce tocaba retirarse a las habitaciones, allí a veces se reunían a charlar o mirar la tele y escuchar los vaya tía, ¿tú has visto qué tetas?, con que eran celebradas las presencias femeninas en la programación. Charlie se vino a Santander con el coche. Esta noche te saco de marcha. Charlie hablaba así desde los primeros días, con palabras escuchadas a los españoles. Ariel bajó a escondidas para encontrarse con él en el aparcamiento. Se tumbó en la parte de atrás del Porsche, se cubrió ion dos toallas para salir del recinto sin ser visto. Osorio lo despidió cuando se fue del cuarto, echa un polvo por mí.

La zona de bares estaba abarrotada de gente, veraneantes en su mayoría. Entraron en un local de música atronadora y buscaron un rincón. Al fondo de la barra, Ariel reconoció a Ronco. la hemos cagado, un periodista, le dijo a Charlie. Los periodistas siempre acaban utilizando cualquier indiscreción sobre algún jugador, a veces ni tan siquiera para hacer daño, sólo para presumir de bien informados. Pero Ronco se acercó a saludarlos. Yo no he visto nada. ¿Queréis que le pida al dueño que nos pasen a un privado? Mejor que no os vea mucha gente. Le dejaron hacer.

Los instalaron en una sala donde la música llegaba atenuada. Pese a ser privada rebosaba de gente, pero el dueño les preparó una mesa apartada. Ronco, acompañado por un fotógrafo que ejercía de mudo consumidor de whiskies con coca-cola, les contó historias del entrenador, del equipo, de algún jugador. Sudaba, se quitaba las gafas para secarse el rostro con servilletas de papel que luego lanzaba hechas bolas. Le preguntó a Ariel con quién compartía habitación. ¿Osorio? Su última neurona se suicidó de aburrimiento. Hablaron de Solórzano y Ronco les dijo que en el club lo llamaban Papá Comisión. Si le das los buenos días, se te queda con el buenos. Ronco bebía cervezas a ritmo febril, era espigado como un jugador de baloncesto. A Solórzano lo protegen algunos directivos, pensad que esto es una caja de grillos, trepas, empresarios con ganas de figurar, de hacerse famosos, y el palco es su trampolín para ganarse la recalificación ilegal, la mordida con los concejales de urbanismo, el prestigio social, cierta notoriedad y en el mejor de los casos ligarse a alguna miss que les coma la polla a cambio de un rato de lujos. Puede que Argentina sea un país corrupto de cojones, pero aquí han conseguido que cierta corrupción, la más fotogénica, sea legal, y punto.

De Requero, el entrenador, explicó que le llamaban «manos limpias», nunca se equivoca. Si se gana es gracias a su pizarra, si se pierde algún otro se equivocó. Ronco inspiraba confianza, fumaba tabaco negro y sostenía el cigarrillo dentro de la palma, protegido. Habló de algunos jugadores, de Dani Vilar, que había sido el más crítico con el fichaje de Ariel, es buena gente, pero perdió la punta física que se necesita en tu posición, da cierta pena ver arrastrarse a un tipo que es millonario por los campos de juego. Pero, claro, retirarse es un trauma y más si tienes cinco hijos y una mujer como la suya, que dicen que es legionaria de Cristo. De la escapada nocturna aseguró que no diría una palabra, anoche Matuoko se subió tres putas a la habitación.

En el tercer local que visitaron Charlie y Ariel se encontraron con dos argentinas apuntadas a un curso de verano sobre «emotividad» en el Palacio de la Magdalena. Dentro del coche, aparcados cerca del hotel de concentración, pudieron poner en práctica alguno de los conocimientos adquiridos. Una de ellas era habladora hasta el disparate, pero a Charlie eso le parecía una virtud, como si llevara incorporado el hilo musical. Haciendo patria, hermano, haciendo patria, gritaba mientras follaban los cuatro, incómodos en el coche. En ese tiempo nada parecía que pudiera salir mal. Al día siguiente su escapada no tuvo ninguna repercusión, ayudó a que pasara desapercibida el hecho de que esa misma madrugada el polaco Wlasavsky hubiera destrozado su coche al chocar contra un vallado, según su versión para evitar a una vaca que se le cruzó en una carretera cercana a Torrelavega, y según los demás cuando volvía de un bar de putas llamado Borgia IV. Dos días más tarde seis componentes del equipo, incluido el entrenador de porteros, sufrieron una gastroenteritis, al parecer causada por algún marisco en mal estado. Ariel se libró, nunca soportó el marisco.

BOOK: Saber perder
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