Deja de sentirte culpable. ¿Quién te dice que no me tiré al coche porque quería suicidarme? Ariel sonrió. ¿Por qué iba a querer suicidarse una chica como vos?
¿Te hago una lista?
Cuando se despidieron, Ariel dijo fue un placer conocerte. Bueno, la próxima vez que quieras conocer a una chica no hace falta que la atropelles.
Ariel no ha encontrado la manera de encender la calefacción. Se ha puesto una sudadera. Cena las sobras del mediodía. Llama a Charlie. No le cuenta nada del accidente. Jugué del pedo. No digas eso, le corrige su hermano, tendrías que ver a los viejos, han engordado, se creen los papas de Maradona. Ariel le cuenta que en los periódicos aparecen los primeros comentarios críticos. A ver si se creen que vas a ser el primer argentino malo que fichan en su vida, ni en eso sos original, le provoca Charlie.
¿Por qué no invitás a alguien una semanita allá contigo? Ariel piensa en la propuesta de su hermano. No es mala idea. Quizá él piensa en Agustina. Se despiden y Ariel no tarda en caer dormido. Descansa por primera vez en días. Le ayuda la mirada limpia de Sylvia desde su cama de hospital. Esa contagiosa paz con la que sonríen sus ojos.
La habitación está rodeada de repisas de madera de pino que se han inclinado por el peso de los libros. Hay libros de lomo, de canto, tumbados sobre otros libros, libros en segunda y tercera fila, libros en el suelo, bajo el último estante. Algunos tienen papeles mordidos entre las páginas que sobresalen arrugados, parecen notas, fotocopias. Sylvia los mira como si formaran un todo, casi una escultura. Aparte de la lámpara, su cama y una mesita redonda y pequeña, la habitación no contiene nada más. Se ha venido a la nueva casa de su madre a los pocos días de salir del hospital. Debería decir la casa de Santiago. Por la persiana se filtra la luz. No tiene sueño.
Al principio el trabajo de su madre era una incómoda esclavitud. ¿Qué necesidad tienes de estar sufriendo?, solía decir Lorenzo. Se dedicaba a la gestión de actos culturales, pero a ella le correspondían las labores más burocráticas, menos creativas: permisos, organización de viajes, estancias de hotel, archivo de facturas. Ahora resulta que has descubierto que ser secretaria era el sueño de tu vida, le oyó Sylvia decir a su padre un día. A Lorenzo le disgustaba el empleo de su mujer, que a veces extendía los horarios, se deslizaba como lava por los fines de semana, por sus horas en casa. Pilar estuvo a punto de dejarlo. Fue entonces cuando Santiago llegó para hacerse cargo de la oficina en Madrid.
Sylvia asistió al cambio. De pronto el trabajo de su madre era lo interesante, lo que les mantenía, era una actividad que daba para hablar en las cenas en casa. Ella parecía feliz, ocupada, en la mano siempre una agenda rebosante de anotaciones. En ese mismo tiempo el trabajo de su padre comenzó a ser la fuente de problemas, de tiranteces, de incertidumbre, de malos momentos. Paco, el socio de papá, el tipo divertido que siempre le traía regalos, dejó de aparecer, se convirtió en alguien a quien no se podía nombrar, que ya no llamaba. Un fantasma. ¿Te has liado con tu jefe?, pensó Sylvia cuando su madre le dijo quién era su nueva pareja. Santiago planeaba volver a Zaragoza, la ciudad donde había nacido. ¿Tú qué vas a hacer allí?, le preguntó Sylvia a su madre cuando le explicó que ella se instalaría allí con él. Lo mismo que ahora, el trabajo es igual.
Su madre le hablaba a menudo de la nueva ciudad. Es más pequeña, más asequible, más amable que Madrid. No pierdes la vida en atascos o desplazándote de una punta a la otra. Alejarme de Madrid me hace bien. Para mí esa ciudad está unida para siempre a Lorenzo.
La casa de Santiago en Zaragoza es grande. Está repleta de papeles, de libros. Hay dos cuadros abstractos, uno en el salón y otro en su estudio. También un póster de una exposición de Picasso en 1948 y en la cocina un dibujo enorme de una mesa llena de frutas, vasos, flores. Por las ventanas del salón se ve el puente de hierro pintado de verde sobre el río. Es una vista hermosa, relajante, que Sylvia ha mirado durante las horas que se quedaba sola en casa. El agua tiene color de barro, baja con fuerza.
Su padre la llevó de la clínica a casa. La dejó en el portal mientras buscaba dónde aparcar. Entre los dedos Sylvia sujetaba el sobre beige con las radiografías. Aún no dominaba las muletas. Esperó. A esa hora encontrar un hueco donde dejar el coche podía llevarle un rato. Su padre se quejaba desde que salieron del hospital. Y ahora aparcar, verás..., decía. La ecuatoriana que cuida del niño del quinto entró desde la calle. El pequeño se había dormido en el cochecito con las piernas colgando como una marioneta en reposo. La chica tenía una cara hermosa, era gruesa y al volverse mostró unos muslos rotundos. Se saludaron con un gesto. Llamó al ascensor y reparó en la pierna escayolada de Sylvia.
¿Qué te pasó? Me pilló un coche, le dijo Sylvia. Malditos coches. Sylvia asintió y la miró encajar con habilidad el cochecito dentro del ascensor.
Las piernecitas del niño se balanceaban con las maniobras.
Lorenzo volvió al rato. Es acojonante. Se supone que nos tenemos que comer el coche. A Sylvia le divertía la permanente protesta de su padre. Esa noche se sentaron juntos en el salón a ver el partido de fútbol. Jugaba Ariel y Sylvia le seguía con la mirada, mientras su padre le criticaba con aspereza. Ese chico no sirve, no tiene sangre en las venas. ¿Por qué le llaman Pluma? ¿Es gay?, preguntó Sylvia. El padre la miró con insolencia. No hay futbolistas gays, ¿estás loca? Le llaman así porque es diminuto. Pues tampoco es tan pequeño.
La severidad con que Lorenzo criticaba a Ariel llegó a irritar a Sylvia. A mí me parece que no juega tan mal. Los otros tampoco hacen mucho que se diga. ¿Tú qué sabrás de fútbol? Las cámaras mostraron el gesto de fastidio de Ariel cuando fue sustituido. Su equipo ganaba por uno a cero a un equipo polaco del que los locutores afirmaban que carecía de pedigrí competitivo. Sylvia vio cómo el pelo de Ariel se le pegaba a la cara con el sudor, la televisión oscurecía su rostro y le hacía parecer más fornido. Cuando lo sustituyeron fue a sentarse en el banquillo y se soltó los cordones de las botas, se bajó las medias y tiró al suelo las tobilleras azules. Se puso la chaqueta del chándal y apoyó los pies en alto para recoger las rodillas contra su cuerpo. Los últimos quince minutos Sylvia no siguió el partido con interés. Su padre le había colocado un cojín bajo la escayola para que la apoyara sobre la mesa, le ofrecía de beber y cocinó huevos fritos con patatas para cenar.
Mamá dice que me vaya con ella hasta el lunes, le dijo Sylvia. Lorenzo se encogió de hombros. Como tú veas.
Pilar entra en el dormitorio de Sylvia después de llamar con delicadeza a la puerta. La ayuda a incorporarse. ¿Quieres ducharte? Después, dice Sylvia. Tiene el pelo enredado y los ojos hinchados tras dormir casi doce horas. A Pilar le parece que está preciosa y se lo dice. Santiago se fue a París y no volverá hasta la noche. Sylvia se coloca un jersey sobre la camiseta y su madre le pone un calcetín de invierno en el pie sin escayola. Van hasta la cocina, Sylvia a pequeños saltitos. Pilar le prepara el desayuno. Tómate el zumo lo primero, que si no pierde las vitaminas. ¿Tienes frío? ¿Quieres que te traiga el pantalón?
Su madre solía vestir con descuido en casa. A veces compartía un raído albornoz con Lorenzo. Por eso a Sylvia le sorprendían la falda y los zapatos. Eran nuevos. Le sentaban bien. El tejido grueso del jersey disimulaba su extremada delgadez. El pelo estaba más cuidado, recortado con gusto y tintado de un caoba que resaltaba sus ojos.
La noche anterior Sylvia llamó a Mai. También este fin de semana se ha ido a León. Mateo me está tratando fatal, ya te contaré, le dijo su amiga.
Es que estoy superpesada. Es difícil hablar con Mai de otra cosa que no sea su estrenada vida en pareja. También habló con Alba y Nadia. No hay novedades en clase. Ha perdido una semana, pero, según ellas, nada que no te imagines. Con Dani no ha vuelto a hablar desde el frío intercambio de mensajes. Consulta su móvil de tanto en tanto, lo lleva en la mano cuando se desplaza con las muletas. Es extraño, pero a menudo piensa que Ariel va a llamarla y cuando suena o entra un mensaje se sorprende agitada al imaginar que pueda ser él.
Pero nunca es él.
Pilar se sienta frente a ella y le aparta un mechón de pelo de la cara. ¿Quieres que te lo recoja? Sylvia niega con la cabeza y los rizos se agitan. ¿Cómo ves a Lorenzo?, le pregunta Pilar. Toda la vida ha sido papá y ahora escuchar a su madre llamarle Lorenzo le sorprende, le resulta extraño, como si hablara de otra persona. Tal vez es así. ¿Ve mucho a sus amigos? Sylvia se encoge de hombros. No sé, lo normal, van al fútbol. Hablan de la abuela Aurora, de la mala racha de hospitales. Pilar se pone seria. Te voy a dar dinero, no quiero que esta temporada le tengas que pedir a papá. Sylvia sonríe y sujeta el vaso de leche caliente con las dos manos. Te advierto que me lo voy a gastar en drogas y hombres. No lo dudo, le responde Pilar. Mejor en hombres y por lo menos que sean de calidad. Sylvia levanta los ojos. Mi problema no es de calidad, sino de cantidad. Pilar recoge los vasos y los lleva hasta la pila. ¿Tienes novio ahora? Sylvia se sorprende. ¿Ahora? Como si hubiera tenido novio antes. Sylvia niega con la cabeza, da un mordisco a la tostada. No hay prisa, dice su madre. Bueno, espero que no me pille hecha una anciana. Pilar se da la vuelta, divertida, noto cierto tono de desesperación. ¿Cierto tono? Estoy totalmente desesperada.
Un instante después Sylvia quiere saber. Mamá, ¿tú a qué edad te acostaste por primera vez? ¿Con un hombre? No, con tu osito de peluche, responde Sylvia. Pilar hace una pausa, veinte años. Sylvia suelta un silbido, espero que no sea hereditario. Luego hace un cálculo mental mientras observa la sonrisa tímida de su madre. Pero, entonces, fue con papá, ¿no? Pilar asiente. ¿Papá fue el primero? La mirada de Sylvia vaga hasta posarse sobre la mesa. Con la punta del dedo hace bailar el plato sobre el tablero. No mira a su madre cuando pregunta ¿y Santiago el segundo? Pilar asiente con un sonido gutural.
Durante un instante sólo se oye el ruido de un autobús al abrir las puertas en la parada de la calle. Sylvia piensa en su madre, repasa en una síntesis acelerada su vida. Sin saber muy bien por qué, dice vaya vida, ¿no? Un poco... Pilar se vuelve para hablarle, al hacerlo se le humedecen los ojos. Yo con tu padre he sido muy feliz. Puede que no vuelva a ser tan feliz con nadie. No he echado de menos..., pero se detiene, no termina la frase. Sylvia juguetea con un mechón de su pelo y se lo lleva a la boca. Pilar se sienta frente a ella y se lo retira con la mano. No se dicen nada. Sylvia alcanza la radio, posada en la esquina de la mesa. Busca una emisora de música que no sea demasiado hortera. Suenan unas guitarras potentes. ¿De verdad te gusta este ruido?, pregunta Pilar. Ya ves.
El jueves repite.
Leandro está dentro del jacuzzi. Tiene apoyada la espalda sobre el pecho de Osembe y las manos posadas en sus muslos. Ella le acaricia con una esponja y por un momento cree que va a dormirse acogido en los brazos de ella. El cuarto de baño no es muy amplio y tiene una ducha cercana con la mampara turbia salpicada de gotas. El jacuzzi es azul, ovalado. De tanto en tanto se disparan los chorros de agua y Osembe ríe con los masajes sumergidos. Se ha formado una leve capa de espuma. El pelo gris de Leandro está húmedo y lacio. He leído cosas de tu país, dice Leandro. Es muy grande. Tiene más de ciento cincuenta millones de habitantes y dicen que pronto será el tercer país más poblado del planeta. Soy del Delta, dice ella. Isekiri. Y pronuncia la palabra con otro tono bien distinto del que utiliza en castellano, menos tentativo. Hoy estás alegre. Más contenta, le dice Leandro. Osembe le aprieta contra sí. Tú vienes, yo contenta. Leandro se había sentado entre los estudiantes en las mesas corridas de la biblioteca pública de Cuatro Caminos, con la enciclopedia abierta para saber algo más del país de Osembe, como si se preparara él también para un examen cercano. Leyó sobre su historia, la fundación mítica, las divisiones religiosas, la pobreza, la independencia, la corrupción. Sabes más que yo, le dice ahora Osembe cuando le oye hablar. Mi país es muy rico, la gente muy pobre. Alguien ha llamado con los nudillos a la puerta. Es Pina, una chica italiana con el pelo teñido de rubio, muy corto. Viene envuelta en una toalla, como si acabara de terminar un servicio. Qué bien vivís, dice con acento alegre. Leandro la recuerda del desfile del primer día. ¿Puedo? Leandro se siente observado por las dos, que aguardan una respuesta. Bueno, dice.
Pina se quita la toalla verde. Su cuerpo es delgado sin apenas senos, con las costillas marcadas. Entra en la bañera y se sienta frente a ellos. Estira los brazos a lo largo del óvalo. Se acerca y se tocan los tres cuerpos. El abuelo muy afortunado, dos chicas para él, dice, y Leandro, aunque sonríe, se arrepiente de haberla dejado entrar. Parece demasiado alegre, quizá drogada. Besa en la boca a Leandro, pero un instante después acaricia los pechos de Osembe y le besa los hombros. ¿Te gusta mirarnos? Pina acaricia a Osembe y se burlan de él con un juego lésbico muy evidente, tosco.
Ese mediodía Leandro leía el periódico junto a la cama de Aurora. Ella parecía envidiar la concentración de él. Léeme las noticias. Leandro levantó la mirada. En ese mismo instante estaba sumergido en las páginas de internacional. En Nigeria, la tierra de Osembe, de ahí su atención al relato, había huelga de trabajadores de las plantas petrolíferas. Más de cincuenta muertos durante las protestas. Era un territorio arrasado, contaminado, donde las grandes petroleras controlaban los recursos. Sin embargo, la violencia se había desencadenado por enfrentamientos religiosos entre musulmanes y cristianos. ¿Qué quieres que te lea?, quiso saber Leandro. Lo que sea. Obvió las páginas de internacional. De política nacional mejor no leer nada. Campaña electoral perpetua. Le leyó los sucesos. Un hombre había asesinado a su pareja lanzándola por el balcón de casa, la joven estaba embarazada de cuatro meses. Dos hombres se habían acuchillado por una discusión futbolística. Al parecer eran hermanos y habían visto el partido juntos. Cómo está el mundo, Dios mío, dijo Aurora, y Leandro entendió que debía saltarse esa sección.
Le leyó la entrevista con un escritor británico que había novelado la vida de Isabel la Católica. A día de hoy, opinaba, habría sido encerrada en un psiquiátrico considerada una paranoide irrecuperable con delirios histéricos. Leandro levantó los ojos. Aurora parecía interesada. Siguió. La decisión de expulsar a los judíos fue tomada por sus mediocres asesores por miedo al poderío económico y social del que empezaban a disfrutar.