Y Lalo y Oscar ríen. Pero será chulo, ¿por qué no corre? Que vamos perdiendo. A Lorenzo le relaja la protesta, le reconcilia consigo mismo. Participar de la indignación general es una forma de evasión. Y esos cinco minutos en que el estadio empuja al equipo local para lograr el empate que no llega son los únicos cinco minutos que disfruta en los últimos días.
Nunca dos borracheras son iguales. La última, antes de dejar Buenos Aires, no tuvo nada que ver con esta de ahora. No fue solitaria. Acaba de salir del Asador Tomás, donde ha cenado con dos compañeros del equipo. Son jóvenes como él, pero parecen menos afectados por la derrota. Ya ganaremos otro día, le dijo Osorio. Pero Ariel no torcía el gesto por la derrota, o no sólo por eso. Ha sentido la pitada, la sustitución, aunque sea la tercera vez consecutiva que lo cambia el entrenador antes del final. Durante el partido no ha dejado de repetirse lo tengo, no es tan difícil, hay que jugar a un toque. Cuando recibía de espaldas no encontraba a un compañero para combinar el balón. Un delantero tiene que inventar el espacio y luego correr a ocuparlo, le decía el Dragón. Durante todo el partido Ariel no se pudo sacudir el aliento del defensa en la nuca mientras le golpeaba la rabadilla con rodillazos. De tanto en tanto Ariel le clavaba los tacos y se cagaba en su madre. La pelota le llegaba imprecisa, ardía en los pies. Otra vez los silbidos, volver a inventar una jugada que nunca termina bien.
Cansado de esperar un balón, Ariel se dejó caer hacia el centro del campo y el atasco fue de hora punta. Si nadie está donde tiene que estar, decía el Dragón, entonces no hay fútbol. Piernas, cuerpos pegados unos a otros y el balón maltratado. Lo que no sé,es cómo el balón no os puso una denuncia, gritaba irritado el Dragón cuando jugaban así. Ariel escuchaba a la grada, sentía la presión como si fuera una presencia física. Pedía la pelota aunque no sabía lo que hacer con ella cuando llegaba. No eran pases, eran compañeros que se la quitaban de encima. Que la pierda otro. Y la perdía Ariel.
En el restaurante no les cobran, la pared está llena de retratos de clientes famosos, la mayoría futbolistas, algunos políticos y el Rey con un grupo de cazadores. También el dueño del local de rodillas ante el Papa en una audiencia vaticana. De una mesa cercana llegan señales persistentes de dos chicas vestidas con jerseys ceñidos y pechos altos. Son putas, ha dicho Poggio. Estás loco, tío, le responde Osorio. Le piden al dueño que se las presente. Conversan animadas con ellos. ¿Llamamos a una amiga?, pregunta una al ver el gesto serio de Ariel, que no hace otra cosa que beber vino. Ariel niega con la cabeza. Se ha levantado. Me voy para casa.
Le deja una propina generosa al jefe de sala, a quien envía por la llave de su coche. ¿Te gustó el orujo?, le pregunta, y le tiende una botella de cristal grueso con tapón de corcho. Lo hace el dueño. Es seco. No deja secuelas. Ariel toma la botella y recupera su coche a la puerta del local. Tiene ganas de conducir. Pone música y se fuga hacia cualquier autopista. La última curda, definitivamente, no tuvo nada que ver con ésta. Fue en Buenos Aires. En el restaurante de la hermana de Walter, un compañero de equipo al que dejó alquilado su pisito de Belgrano. La noche antes de su partida. Se juntaron a cenar algunos amigos del barrio, jugadores de su equipo, el preparador físico, profesor Matías Manna, que afirmaba las grandes cantantes de ópera se toman un gin tonic siempre antes de salir a escena, y así justificar el cuarto que se bebía él esa noche. También Macero, que es aún un íntimo, aunque ahora juega en Newell’s y tiene el récord de tarjetas rojas del campeonato. No vino Charlie, salí vos con tu gente, es tu noche, pero sí Agustina, su novia hasta unos meses atrás. Bromearon con él, le dijeron que cuando fuera millonario se acordara de ellos. Varios le traían un regalo, que Ariel hubo de desenvolver. Una bandera argentina, para que la pongas en el vestuario. Alberto Alegre, un nieto de aragoneses exiliados tras la guerra española que estudió con él los últimos años de instituto, se levantó para cantarle el chotis «Madrid» y los demás coreaban los acordes de trombón. Para entonces ya estaban borrachos la mayoría y unos proponían salir de copas al Open Bay y otros ir a bailar al Ink. Agustina se retiró de los primeros, aprovechó la confusión a las puertas del restaurante. Supongo que tu viaje me ayudará a olvidarme de vos, le dijo, y luego le besó en los labios. La ruptura había sucedido sin demasiadas explicaciones. No supe hacerlo, se recriminaba Ariel. Ella seguía enamorada y él en cambio no sentía nada más que un cariño difuso, agarrado a lo mucho que la había deseado un día, a su relación serena, bonita, pero nunca plena. De los demás se despidió con más ruido, pero con ella corría un telón al amor, extraño, cruel. Con todos el adiós era amargo, como si se cerrara un capí-lulo. Pero ayudaba el alcohol. No soltó el discurso que le pedían a gritos, que hable, que hable, y fue el amanecer el que los mandó definitivamente a la cama.
Ahora en el coche, kilómetros adelante, por la carretera casi vacía, Ariel recordaba que meses antes jugaba en el Cenicero, con un tercio de la capacidad de este madrileño estadio panzón que crecía a lo alto, lujoso con palcos acristalados para invitados selectos. Sin embargo, en la cancha el espacio parecía invertirse. Allá se divertía jugando, no sentía la responsabilidad y le era fácil encontrar huecos. La brusquedad de los defensas se eludía. Cuando jugaba en casa el aguante cantaba su nombre o coreaba al equipo como una música de fondo familiar, ponga huevos, ponga huevos, huevos sin cesar. Aquella hinchada los insultaba cuando bajaban la guardia o no rendían como se exigía, era el precio de un amor apasionado, a veces brutal, pero nunca frío y expectante como el del graderío madrileño. Las piernas allí no pesaban como ahora.
Entonces todavía era sólo el pibe al que una mañana, al terminar el entrenamiento, alguien del club le dijo allá hay un gallego que quiere hablarte.
El representante se llamaba Solórzano y pretendía la exclusiva para negociar en su nombre. No perdamos la cabeza, le dijo Charlie, pero él era quien más estaba deseando perder la cabeza. Los españoles venían cargados de dinero, el fútbol allá puede pagar lo que sea, lo que sea, repetía Charlie. Esa misma noche los llevó a cenar pasta al Piégari. Si la próxima temporada no la juegas en un equipo español, me corto la coleta, les dijo Solórzano, y Charlie rió a carcajadas, el tipo está calvo, no tenemos nada que perder. Yo no trabajo solo, les explicó Solórzano. El equipo de Ariel prefería dinero rápido y quería vender los derechos del jugador a una empresa de dos intermediarios bien conocidos que movían capital iraní y había comprado un club en Brasil y estaba en tratos con otro en Londres. Había que actuar rápido. Al parecer Boca ofrecía millón y medio de dólares por el cincuenta por ciento de la propiedad del jugador. Yo no quiero acabar donde ellos digan, quiero elegir equipo, le insistía Ariel a Charlie.
Después de firmarle la exclusiva a Solórzano comprendieron lo que quería decir con aquello de que no trabajaba solo. En la prensa de fútbol española salió un artículo sobre él. «Todos quieren contratar al jugador de moda, al extremo de San Lorenzo, Ariel Burano Costa.» En el siguiente partido contra Rosario Central marcó el segundo gol y la mujer del Puma Sosa, el interior uruguayo, le dijo que había aparecido en las noticias del canal español internacional. Solórzano llamó desde Madrid, estás colocado en la dirección del viento, la semana que viene te paso ofertas. Días después le arregló la entrevista telefónica con un locutor de la radio española que le preguntó en directo cosas como ¿es verdad eso que dicen de que eres capaz de hacer tantos regates en un trozo de césped que los defensas se paran a mirarte y te aplauden? Ariel comenzó a entender el dominó de Solórzano. Cómo disponía las piezas para que todas hicieran el trabajo en la misma dirección: Madrid.
Por fax les envió otro recorte de un periódico español, el Clarín de allá. Trazaban un perfil de Ariel como otro jugador surgido de la marginación, un competidor nato, rápido, intuitivo, artista. «En las calles de un arrabal de Buenos Aires, el Pluma Ariel Burano aprendió a llevar pegado el balón al pie izquierdo. Le llaman Pluma porque se mueve con una ligereza de bailarín.» Ariel sonrió ante la imagen tópica. No debía de vender tanto decir que era hijo de una familia de clase media en Floresta y que había aprendido a dominar el balón durante las interminables clases en el colegio Lincoln, donde zarandeaba la pelota de izquierda a derecha, bajo el pupitre, para evadirse de las tediosas explicaciones. En realidad le llamaban Pluma porque decían que se iba al suelo con un soplido. En estadios rivales, cada vez que caía al césped, le cantaban: cae, cae.
Ariel luego sabría que un ojeador había escrito al club español recomendando su fichaje: «en dos años jugará para Boca o River y costará el doble». A Solórzano alguien de la directiva le filtraba el nombre de los jugadores que se iba a intentar fichar y entonces él se metía por medio. Solórzano elevaba el precio, no temas, cuanto más caro es un jugador más interesa, porque hay mucha gente que vive del dinero que se queda por el camino. Compartía comisión con la garganta profunda dentro de la directiva y luego agitaba un ventilador mediático bien engrasado con información privilegiada y algún billete; se trataba de multiplicar el precio, interesar a otros compradores y forzar la firma con ilusión fabricada en los medios. Si el público aprieta pones al presidente contra las cuerdas y paga lo que sea, siempre que le dejes ganar un poquito, desviar un pellizco de dinero a su cuenta en las Caimán y todos felices. Lo importante es que todos sean felices, ¿no? ¿Acaso el fútbol no tiene como única misión hacer feliz a la gente?, le? aleccionaba Solórzano.
Para Ariel el fútbol español era algo familiar. Conocía a jugadores que habían marchado allá y en el satélite emitían partidos en directo los domingos. Por más que muchos regresaran del extranjero sin gloria, ese año el mismo Martín Palermo o el Burrito Ortega o a su propio equipo Loeschbor y Matías Urbano, marchar allá era todo un sueño. Pero en el siguiente viaje de Solórzano las cosas parecían estar más lejos. Se ha complicado el asunto, pero vamos a ver de arreglarlo. El club había cubierto todas sus plazas de extranjeros no europeos. Nos dejan con el culo al aire. No quieren traerse un argentino y eso que la cosa estaba cerrada y la prensa ya ha dicho de ti que eres el nuevo Maradona. Le mostró la portada de un diario deportivo con su foto y un titular enorme: «Traigan a este chico».
Burano es apellido italiano, ¿verdad?, les preguntó un día Solórzano. Charlie asintió sin convicción, el abuelo de mi padre dicen que venía de allá. Dos semanas después Solórzano les enseñó la partida de nacimiento de un bisabuelo Burano expedida por una parroquia italiana. Por un módico precio, te hago un árbol genealógico en el que tu madre es la Gioconda. Cario Burano se llamaba el abuelo, ese abuelo inventado. Con su origen italiano, Ariel ocuparía plaza de comunitario, no tendría que pelear el puesto con brasileños, con africanos, con mexicanos. Con esa cara de chulo y esa melena de macarra sólo puedes ser italiano, le dijo Solórzano a Ariel. No estamos haciendo nada malo, sólo encontrando los papeles perdidos de tu familia. Esto es una maquinaria que no se puede parar.
Solórzano no les inspiraba confianza. Ni a Ariel ni a Charlie. Bebía vino tinto y fumaba puros baratos. Tenía la dentadura como un suelo sin fregar que terminaba en dos muelas de oro. Aunque aseguraba que la única bandera ante la que se inclinaba era un billete ondeante, varias veces, alentado por el alcohol, les confesaba que España lo que necesitaba era otro Franco y Argentina otro Perón. Era un nostálgico sarcástico, con cátedra canalla. Viajó con un abogado joven, representante del club, para cerrar los contratos y se reunieron todos en los despachos de la asesoría de Ariel. Charlie ejercía de vigilante, pero entre risas de cuervo Solórzano relajaba el ambiente con su inagotable anecdotario. Contó de dónde nacía la afición al fútbol del presidente del equipo, «la mamá de Psicosis». Compró un equipo en el norte, que compartía la propiedad del estadio con el ayuntamiento de la ciudad; logró bajarlo a Segunda y más abajo de Segunda, y luego llevarlo a la ruina. Era absurdo, en lugar de intentar que el equipo ganara, hacía todo lo posible para que perdiera. Parecía el mundo al revés. Pero el negocio completo llegó con la demolición del estadio, que estaba cerquita de la playa, y en el solar se construyeron mil cuatrocientos apartamentos de lujo, a medias con la autoridad, eso sí, para que no quedara duda legal. Los socios lo querían matar y, en un gesto que presentó cargado de dignidad, vendió el equipo. para entonces el patrimonio del club era el nombre y el escudo, iodo lo más. Pasados unos años, era un hombre tan solvente que casi le fueron a buscar para que presidiera el equipo madrileño. Ahora le da prestigio social, un palco en Madrid es como antes la corte de los reyes. Con ese tipo de gente se puede hacer negocios, concluyó Solórzano, porque son como yo: sólo respetan una cosa más que el dinero..., el mucho dinero. Aquel tipo desagradable y hablador, con aliento cargado, el pelo color de herrumbre, pasador de corbata dorado y zapatos de rejilla, le llevó a España y a juzgar por lo turbio de su encanto debía haber sospechado que nada sería tan fácil.
A comienzos del mes de julio, Ariel fue a visitar al Dragón. Seguía desde la banda el entrenamiento de los chavales con sus ojos tristes de hombre con gafas y su viejo silbato de garbanzo. Me marcho a España, le dijo Ariel. Eso he oído. Las gafas del Dragón se habían quedado antiguas veinte años atrás. Venía a despedirme. El entrenador asintió con la cabeza sin dejar de mirar a los chavales. Ariel se mantuvo largo rato a su lado, esperando que le dijera algo. Una vez, después de mirar un partido de los Mundiales de Corea en la casa, mientras su mujer se reía de él porque cada cinco minutos se levantaba para orinar, el Dragón le había dicho el fútbol es para humildes, porque es el único oficio en el que puedes hacerlo todo mal en un partido y ganarlo y puedes hacerlo todo bien y perderlo. Ariel no había olvidado esa frase y temía que su viejo entrenador pensara ahora que con su fichaje millonario y su marcha a España hubiera perdido la humildad de la que hablaba. Quería decirle soy el mismo chaval que usted recogía por las tardes para llevar a entrenar, con Macero y Alameda. Permanecieron en silencio un rato más, hasta que el Dragón le señaló a un muchacho que jugaba, ése se llama como vos. Mandale una remera dedicada, lo va a matar. Claro, dijo Ariel. Es raro que salgan buenos jugadores de acá, los únicos chavales que prometen vienen del interior. El Dragón se volvió hacia él y le agarró por el hombro con fuerza. Soltó un rezongo. En esto lo peor que te puede pasar es creerte un poco mejor de lo que en verdad sos. Fue su forma de despedirse, cruzó el campo para corregir algún movimiento. Ariel lo miró de lejos y se fue.