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Authors: David Trueba

Tags: #Drama

Saber perder (6 page)

Sin embargo notó cómo Aurora se animaba con las visitas. Recobró algo del color del rostro y aunque no participó de las conversaciones miraba a su alrededor con gesto agradecido. Leandro pasó por casa a cambiarse de ropa y avisar a Luis, su alumno de piano de los sábados por la mañana. Tendrían que posponer la clase. Mi mujer ha sufrido un percance. El paseo por la planta del hospital, los retazos de conversación de otros familiares y pacientes, la curiosidad ante el dolor ajeno, el trajinar de los sanitarios, en esas cosas entretuvo la jornada.

El domingo comió con su hijo Lorenzo y su nieta Sylvia. Leandro envidió la caricia de las manos de la chica al posarse sobre el rostro de Aurora y recorrerle la frente y las mejillas. Esas manos sin marcas, sin erosiones aún, con todo por sucederles. Era el cumpleaños de Sylvia y en la comida ella brindó con su lata de coca-cola. Leandro recordó su nacimiento, la alegría por la llegada de un bebé, la disposición de Aurora para cuidar muchos días a la niña. El vértigo con el que había pasado el tiempo, dieciséis años ya. Las infructuosas lecciones de piano que en una época le dio y que se suspendieron con un acuerdo silencioso. Había heredado el oído terco de su padre, poco dotado para la música, se decía Leandro. En cambio mostraba la sensibilidad de su madre para lo demás. En todos esos años habían visto marchitarse la pareja de Lorenzo con Pilar, tan llena de vida y complicidad en otro tiempo. Leandro había presenciado cómo su hijo perdía el lugar, el pelo, el trabajo, la mujer y hasta la hija como se pierde siempre a los hijos en la adolescencia. También como padre había sentido esa distancia insalvable, el disgusto de verlo abandonar los estudios, entregarse a un trabajo que durante mucho tiempo le dio una estabilidad ahora perdida. Lo había visto hacerse adulto, marido, padre, construirse una vida normal. No podía negar que esa normalidad estaba algunos escalones por debajo de la expectativa de Aurora y Leandro. Pero todos los padres esperan demasiado de sus hijos. Con el tiempo llegaron a confiar en que esa normalidad acaso fuera la receta para la felicidad. Pero no fue así. O lo fue durante un tiempo, hasta que todo empezó a quebrarse. A su hijo no le gusta hablar de sus problemas, así que mantienen una relación distendida, sin buscarse las faltas. Comían los domingos y en la mesa se hablaba de todo lo que no doliera.

Esther, la hermana de Aurora, se presentó con un bolsito de ropa a las siete de la tarde dispuesta a pasar la noche en el hospital. Vete a casa ya, no esperes a última hora, le dijo Aurora a Leandro. Se sentía incómoda por tenerle ocupado, alejado de casa, distraído por las visitas, sabía de la alergia de su marido a lo imprevisto, a lo no organizado, su adoración por las rutinas. El marido de Esther se ofreció a llevarlo en su Mercedes. No había complicidad entre ellos. Su cuñado trabajaba de conseguidor en instancias oficiales y ganaba un dineral por agilizar licencias, acelerar o vencer la burocracia a base de influencias y mordidas. Estaba entrenado en el arte de la falsa cordialidad. Prefiero caminar, se excusó Leandro.

Algo sucedido a primera hora de la mañana había despertado en él un instinto apagado.

Le había desvelado la agitación del pasillo, los carros con chirridos metálicos, alguna voz, pero seguía tumbado en la cama cuando la enfermera del turno de mañana entró como un vendaval. Tenía treinta años largos, el pelo castaño recogido en una coleta. Su cara era alegre, bien distribuida, hidratada y amable. Se colocó entre la cama de Aurora y la de Leandro y se inclinó para cambiar la sonda de Aurora y revisarle los vendajes. Al inclinarse hacia adelante, los ojos de Leandro treparon por las piernas desnudas bajo la bata y alcanzaron a ver los muslos que se rozaban en el movimiento. Tostados durante las recientes vacaciones, nacían poderosos desde el pliegue trasero de las rodillas. Bajo la bata se marcaba una de esas braguitas mínimas que a Leandro le recordaban a las antiguas chicas de la revista y que las muchachas de ahora enseñaban por encima de la cintura de los pantalones. En ese instante furtivo Leandro sintió la excitación que le proporcionaba la carne cercana, deseable y espiada desde una posición privilegiada.

Esa mañana, cuando Aurora se quejó de un débil dolor en el costado, Leandro se precipitó para avisar a la enfermera por el simple placer de volver a verla. El inesperado despertar erótico había guiado a Leandro por la atiborrada sección dedicada al comercio sexual del periódico.

Había encontrado una serie de anuncios recuadrados, algunos acompañados por el dibujo de mujeres de senos desnudos, en posturas sugerentes. De ellos le había llamado la atención uno: «Chalet de alto standing en zona norte con selección de señoritas jóvenes y elegantes. 24 horas incluso domingo. Absoluta discreción.» Leandro memorizó el número de teléfono. Le resultaba fácil hacerlo, era una especie de gimnasia mental que practicaba desde joven. Incluso Aurora bromeaba y le llamaba mi agenda viviente antes de pedirle el número de algún conocido.

Llamó desde el pasillo.

Estamos a cualquier hora, le dijo una voz de mujer, ¿por qué no viene a vernos? Lo haré, lo haré, se despidió Leandro tras memorizar la dirección exacta. La misma donde ahora se abría para él la puerta blanca maciza con molduras.

La mujer que le recibe tiene el pelo teñido de rubio y para encontrarle los rasgos habría que apartarle el maquillaje a paletadas. Le lleva a un saloncito con sofá dispuesto ante una mesa baja. Leandro acepta beber una cerveza que le trae en lata junto a un vaso bajo y un plato de almendras. Odia los pedazos de almendra que se alojan entre sus dientes y sonríe al verse allí sentado como en cualquier visita amable de domingo a un familiar.

La mujer le explica las condiciones de uso del lugar. La bebida es cortesía de la casa y en un instante pasarán las muchachas una a una para que elija a cualquiera de ellas. El pago es por adelantado, en metálico o con tarjeta, y la tarifa es idéntica para todas: doscientos cincuenta euros por una hora completa. Si necesita factura, se le extiende a nombre de una sociedad que, por supuesto, no especifica la actividad, le termina de informar.

Cuando se queda a solas Leandro recuerda la última vez que pagó a cambio de sexo. Fue en una barra sucia y sórdida de provincias, acompañado de un amigo durante el viaje para unos conciertos escolares. Sucedió casi veinte años atrás y la mujer con la que se encamó después de algunas copas no consiguió excitarlo. Era una joven gallega que fatigada le dijo yo más no puedo hacer, que me van a dar agujetas de tanto bombear, así que tú verás, mejor paramos porque como dicen en mi tierra: a vaca sin leche no se la ordeña. Ese día confirmó que en las prostitutas no encontraba satisfacción. Manolo Almendros, su amigo, solía decirle señalándole la sección dedicada a ese comercio en los periódicos, fíjate cómo crece el mercado sexual, es una potencia increíble, el negocio funciona. Lo recordaba un día, con esa costumbre suya de subirse el pantalón hasta casi la altura de la corbata, asegurando, con datos fiables, que en España había más de cuatrocientas mil putas en activo. Un uno por ciento de la población. Oferta y demanda. En eso se gasta la gente el dinero. Pero no Leandro, que abandonó aquella barra con olor a zotal de las afueras de Pamplona para jurarse no volver nunca a un local así.

No sabía muy bien qué le había traído de nuevo, ahora, a este lugar tan cuidado y convencional como la casa de un pariente. Con Aurora aún encontraba satisfacción oportuna cuando la precisaba. Las chicas comienzan a aparecer, afables y cercanas, se detienen un segundo frente a él, luego le dan dos besos en las mejillas y se retiran dejando la puerta entreabierta para que entre la siguiente. Hasta una docena de chicas limpias, poco vestidas, que más parecen universitarias en su día festivo en la residencia femenina que empleadas de un burdel. Le preguntan su nombre o si es la primera vez que visita el chalet. Pasan una francesa, dos rusas, tres hispanoamericanas y dos españolas con grandes pechos postizos y una mayor autoridad quizá por jugar en casa. Pasa una ucraniana alta y entonces entra una joven negra con una disposición ósea espectacular. ¿Qué edad tienes? Veintidós años. Es de Nigeria. ¿Cómo te llamas? Valentina. La chica lleva un escote marcado y un pantaloncito elástico bien corto y toca la mano de Leandro con dedos húmedos. El se siente como el personaje de una ficción que no tiene otra posibilidad que avanzar hacia el capítulo siguiente. ¿Subimos juntos?, pregunta Leandro. Espera un poquitito aquí, dice ella.

Sale y la encargada regresa al instante. Creo que lo tiene claro, ¿no? Leandro se levanta y saca de su cartera los billetes. No es fácil encontrar una africana en estos sitios, pero tranquilo que si está aquí es porque está limpia de todo, mientras habla entorna la puerta. Leandro se queda a solas, nervioso come otra almendra, luego otra. Valentina reaparece para guiar a Leandro escaleras arriba. Ella le precede, asida al pasamanos trenzado. Leandro comienza a toser. Un trocito de almendra le incomoda al respirar.

¿Constipado?, pregunta ella. Habla con acento, sin dominar del todo el idioma.

Leandro tose sin remedio, incapaz de contestar. Ella le lleva hasta una habitación al final del pasillo. Un dormitorio que parece de adolescente, con una cama y una repisa empotrada, un televisor y una colcha parda. La persiana bajada y una cortina Verde claro corrida. Leandro tose otra vez y no consigue expulsar el trozo de almendra. Se ve ridículo cuando la chica le da dos palmaditas en la espalda para ayudarle. Se sienta en la cama y se golpea el pecho.

Lo siento, dice, pero no puede parar de toser. La chica le trae de la habitación contigua un vaso con agua. Se lo tiende con una sonrisa. Los bordes están manchados de pintalabios. Leandro bebe pero no logra aliviarse.

No te mueras, eh, dice ella. Leandro, con un hilo de voz, pregunta si hay un baño. La chica le señala la puerta. Leandro, sin tiempo a fijarse en el lugar, bebe del grifo, trata de hacer gárgaras y por fin consigue superar el mal rato. Qué absurdo. Qué gran estupidez, estar aquí tosiendo, atragantado por una almendra. Quiere marcharse. Se asoma al cuarto y encuentra a la chica sentada en la cama, mientras se mira un pie que ha levantado en el aire. ¿Ya? Sí, perdón, me atraganté, serán los nervios, no estoy acostumbrado. Leandro se detiene, de pronto le resulta ridículo fingirse a su edad inexperto en algo.

La muchacha le tiende una toalla grande y gastada y le indica que tiene que ducharse. Él se desviste deprisa mientras deja su ropa sobre la silla y ella coloca un cobertor en el colchón. Le guía al baño contiguo y le ayuda a entrar en la bañera rosada. Controla la temperatura del agua como si fuera una madre que duchara a su hijo y moja a Leandro de cintura para abajo. Se pone un poco de gel en la palma y le enjabona la entrepierna.

¿Tú no te duchas?, pregunta él. ¿Si quieres? Leandro asiente y ella le entrega el grifo de la ducha. Tiene el pelo recogido en finas trenzas laboriosas y al moverse se agitan como cortinas de canutillo. Cuando Leandro levanta la ducha, ella dice no, mojar pelo, no.

Ella se lava sin lavarse, más en exhibición que otra cosa. Jabóname tú.

Es ahora Leandro quien aprieta el dosificador del gel y le repasa el cuerpo. A sus pies se acumula la espuma blanca. Dura un rato la acción. Luego ella cierra el grifo y sale a secarse. Leandro alcanza su toalla.

En la habitación lo tumba en la cama. Se ha vuelto a poner el sujetador. Abre con los dedos, pese a las largas uñas postizas, el envoltorio de un condón. Trata de excitarlo antes de colocárselo. Leandro observa que lo hace con la profesionalidad de una cajera de supermercado al envolver el género en una bolsita de la compra.

La rotunda juventud de Valentina cae sobre la anciana piel de Leandro. Ella coloca los senos, la boca, la abertura de sus piernas y las manos sobre distintas partes del cuerpo de él. Leandro prosigue en una exploración de la irrealidad mientras se deja excitar. Es extraño el contacto. Las pieles tan distintas se rozan y se hacen más evidentes las diferentes texturas. Leandro, con pudor de esclavista, se siente un misionero en pecado. El mundo ha dado muchas vueltas mientras él leía el periódico en casa o daba clases de piano, mientras terminaba de hacerse un huevo pasado por agua para cenar o escuchaba las noticias en la radio. Aprecia el cuerpo joven y extranjero que finge gemidos de placer junto a su oído para satisfacerle. Si se olvida de sí mismo y la situación, es capaz de colaborar con la chica en el andamiaje de su erección.

Hablan luego, tumbados. El le pregunta su nombre real. Ella tarda en decírselo. Me llamo Osembe, pero Valentina más bonito en español. Me gusta más Osembe, dice Leandro. ¿Qué significa? Nada, en yoruba nada. Mi madre decía que en el dialecto de sus padres era Algo Encontrado. ¿Y Leandro? ¿Significa? Leandro sonríe un momento. No, me lo pusieron por el día que nací. El santoral. Osembe le pregunta su edad y Leandro responde setenta y tres. No pareces tan viejo, dice ella. ¿Qué me echabas, sólo setenta?, pero ella no capta la ironía y no ríe. Leandro toca con la yema de sus dedos el pezón oculto bajo el sujetador de Osembe que es como un garbanzo oscuro.

Eres muy bonita.

Pechos no bonitos. Y ella se los aprieta sobre el sujetador y los recoloca más altos. Operar y poner aquí.

¿Es bonito Nigeria? Osembe se encoge de hombros. Se oye una voz en el pasillo. Voz que Osembe parece obedecer. Se levanta sobre la cama y empieza a vestirse. Es hora, dúchate, y recoge con la punta de los dedos el preservativo y las toallitas húmedas que tira a una papelera forrada con una bolsa de plástico.

Se besan en las mejillas a la puerta de la habitación. Ella sonríe mostrando la dentadura. Leandro baja las escaleras. La encargada le lleva hasta la puerta de salida. La noche es desapacible, un poco cruel. Leandro toma un taxi. Entra en casa y evita el salón. Se refugia en su estudio. Se sienta en la butaca desde la que suele escuchar a su alumno tocar en el piano de pared, un viejo Pleyel con cuerpo de madera algo agrietada. Respira pesadamente y tiene frío. Toma un vinilo de su repisa y lo coloca en el plato giradiscos. Bach me vendrá bien. Tras la fritura del inicio suena la música y Leandro sube el volumen. Se siente un poco más viejo y un poco más solo. Suena el preludio coral en Fa menor. Es esa firmeza la que aprecia Leandro, esa robusta armonía con la que se construye una arquitectura emocional que produce un escalofrío de sensaciones.

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