Read Saber perder Online

Authors: David Trueba

Tags: #Drama

Saber perder (11 page)

Tenía adoración por esa palabra. Pregunta le debía de sonar demasiado amenazadora.' Cosas del oficio. Le tendió una cuartilla a Lorenzo para que anotara sus teléfonos. El último es el de casa de mis padres, por si acaso. Y luego pensó si no era mostrarse demasiado solícito. Salió del despacho y agradeció que uno de los policías subiera en ese momento las escaleras dando voces porque un detenido le había vomitado en los zapatos. Me cago en Dios, es que noto los calcetines empapados, joder. Entre el jolgorio de los presentes, Lorenzo buscó la puerta.

Dejó atrás la comisaría más calmado. Mentir le había producido la misma liberación que decir la verdad. Una confesión falsa también es una confesión. Hablar del asunto, situarse en un lugar que no le correspondía le ayudaba a distanciarse. La mentira a veces tiene la talla exacta para vestir una verdad. Cuando dijo aquello de que Paco era alguien a quien no podías odiar, lo dijo porque era cierto. Pensó que su error nacía de ahí, de haber transgredido ese límite. Llegar a odiarlo. Paco era el culpable de su situación laboral, de la incapacidad de darle a Pilar lo que necesitaba, de la mirada conmiserativa de sus padres cuando le prestan dinero, de su caída en desgracia. Paco era el culpable de que su hija ya no se quedara dormida en el sofá del salón y él pudiera cargar con ella hasta su cama; culpable de que en alguna entrevista de trabajo se quedara mudo, plantado delante de algún joven ejecutivo engominado que le acababa de preguntar ¿por qué cree que un profesional como usted no ha logrado la estabilidad laboral en todos estos años?; culpable de que a media mañana compartiera la calle con las amas de casa y los viejos; culpable de sacarlo de un empujón del camino, camino que ahora tiene que volver a encontrar sin la ayuda de nadie.

Lorenzo, en la cocina, marca ahora el teléfono de casa de Paco. Es el mismo número al que tantas veces llamó para escuchar la voz de su amigo, esa voz que le citaba en un restaurante o le despedía hasta el día siguiente en la oficina. Esa misma voz que un día le dijo Loren, me parece que lo hemos perdido todo, y mentía porque sólo uno de ellos lo había perdido todo. El timbre de la llamada suena una, dos, tres veces, hasta que responde el susurro de Teresa. Esa presencia apagada y silenciosa, esa mujer que compensaba con su reserva el carácter expansivo de su marido. La misma que había señalado a Lorenzo como sospechoso. La policía trabaja así a menudo, no tiene pistas, no tiene pruebas, no tiene indicios, pero presiona a un sospechoso, lo presiona hasta que se desmorona y entonces comienzan la investigación por el final, resuelven el delito de la mano del delincuente. Pero no iba a ser tan fácil vencerle a él.

Hola, Teresa, soy Lorenzo. Hola, la voz de ella suena lejana, como si surgiera de la profundidad. He sabido lo de Paco y he estado dudando si llamar, no sé, quería decirte que lo siento mucho, que si necesitas... Lorenzo se interrumpe. No quiere ser cruel consigo mismo, con el último gramo de sinceridad que se rebela en su interior. Gracias por llamar, dice ella. No, yo... Sé que no es fácil, pero quería... Está bien, gracias, corta ella. Un instante después cuelga el teléfono.

Lorenzo se levanta de la silla y bebe agua directamente del grifo de la pila, como los niños en las fuentes. A Pilar le molestaba que lo hiciera. ¿Por qué ensuciar un vaso?, decía él. Se apoya en la encimera y el mundo parece detenerse. Sospecha de mí, piensa Lorenzo. Está en su derecho. No va a ser fácil. No va a ser fácil.

12

Ariel entra en la casa por el garaje, con el coche. El salón está frío.

Cuando se va el sol, cambia el clima. Hay periódicos amontonados bajo la mesa, los cedés en el suelo en torres, la pantalla plana de televisión pegada a la pared. La mano de Emilia que todo lo ordena, que impone el aire impersonal que reina en la casa. Charlie ya no está con él y lo único que se escucha es el motor del frigorífico o el riego que salta en el jardín. Cuando atropelló a la chica y superó el bloqueo, fue capaz de salir del coche y recogerla del suelo. La ayudó a ponerse en pie, pero entonces ella se desplomó. La acomodó en el asiento trasero, era casi una niña, el pelo revuelto, rizado, le tapaba la cara. No decía nada, no se quejaba del dolor. Por el retrovisor Ariel vio el pantalón desgarrado de la muchacha, su pecho agitado por la respiración. No acertaba a orientarse, no conocía un hospital cercano, temía no haber actuado correctamente al levantarla, al moverla del sitio. Marcó en el teléfono móvil el número de Pujalte, pensó que era lo más sensato. Acabo de atropellar a una chica en la calle, le dijo, no sé qué hacer. Pujalte le tranquilizó, no le pidió más explicaciones. ¿Dónde estás? Ariel se refirió a los lugares que conocía. Estás muy cerca del estadio, ¿sabrías llegar? Claro, dijo él. Espérame en la puerta catorce.

No tardó demasiado en conducir hasta allí. Se detuvo frente a la puerta indicada después de rodear el edificio. Bajó del coche. Por la ventanilla vio a la chica tumbada. Respiraba, parecía tranquila, desvanecida. El rato se le hizo eterno. Los alrededores del estadio aún estaban bañados en la basura que genera un partido. Papeles, latas esparcidas por la acera. Por fin llegó un coche deprisa, ignoró el semáforo en rojo. Se detuvo junto a él. No lo conducía Pujalte, como esperaba, sino Ormazábal, el jefe de seguridad. ¿Te ha reconocido? ¿Has hablado con ella?, le preguntó. No, apenas, dijo Ariel, sólo le había susurrado tranquila, ya vamos al hospital. Del asiento del copiloto bajó un hombre de unos cuarenta años, el pelo negro corto. Le quitó las llaves de la mano a Ariel y se colocó al volante del Porsche. Él se ocupará. Venga, sube, te llevo a casa, tranquilo. Ariel vio cómo su coche se alejaba de allí conducido por el otro hombre. Tardó algo en subirse al coche de Ormazábal. Apenas hablaron. Parecía conocer sin necesidad de indicaciones el camino a la casa de Ariel. Le sonó el móvil. Ormazábal asintió, dos, tres veces. Ajá, dijo. Luego se volvió hacia Ariel. Todo bajo control, la chica está bien. Ariel no acertó a preguntarle nada. Algo después volvió a sonar el móvil. Ormazábal se lo pasó a Ariel. Era Pujalte. Bueno, está en la clínica, gente de confianza. El chico de Ormazábal se ha hecho cargo de todo, ha dicho que conducía él. No te preocupes por nada. ¿Es grave?, preguntó Ariel. Ha sido un accidente, nada especial, tiene una fractura, pero está en las mejores manos. Ariel guardó silencio. Habías bebido, parece. Un poco. Bueno, mañana te veo en el entrenamiento, ¿vale? Vete a casa y duerme tranquilo. Está todo bien. Muchas gracias, dijo Ariel. Es mi trabajo.

La respuesta de Pujalte se le clavó como un puñal. Fue la despedida. Después colgó. Ariel se había sentido el hombre más pequeño del mundo, paralizado allá junto al estadio. El lugar adonde se suponía que había llegado para triunfar, el altavoz para que su nombre fuera conocido en el mundo entero, ahora sólo era testigo de su cobardía. Hasta entonces su carrera era la de un jugador ejemplar, nada conflictivo, y en su nuevo destino todo eran problemas, imprevistos. Ormazábal le dejó junto a la valla de entrada a su casa. Estas cosas pasan, le dijo a modo de despedida. Era alguien siniestro y frío que se esmeraba, sin éxito, por mostrarse amable.

A Ariel le costó dormir. No llamó a la familia, aunque había prometido hacerlo después del partido. No quería dar malas noticias. Charlie le había dejado un mensaje. Ya estaba en Buenos Aires.

Por la mañana en el entrenamiento esperó la llegada de Pujalte al borde del campo. Se tumbó en el césped para los estiramientos iniciales y le agradó sentir la humedad, el olor de la hierba recién cortada. Eso era igual en todos los campos. Acariciar el verde, sentir los tacos hundirse como un mordisco cariñoso.

No había demasiada prensa, la habitual. Los cámaras llegarían a última hora de la mañana. El grupo de chavales que había eludido las clases para ir a cazar autógrafos y los jubilados de tertulia en mitad de las gradas. Pujalte apareció y se detuvo un rato a charlar con el preparador físico. Luego le dirigió un gesto para que se acercara. Ariel corrió hacia él. Eso era el poder. Eso y los zapatos de calle sobre el césped húmedo, algo que siempre perturba a los futbolistas.

Pujalte le pasó el brazo por los hombros y caminó con él por el lateral. Le explicó que el doctor Carretero se había hecho cargo de la chica, que la discreción era total. Han hablado con el padre, todo está arreglado.

Tienes el coche en el aparcamiento. A todos los efectos el que conducía era el otro, ¿de acuerdo? Ariel asintió. La chica tiene dieciséis años, se recuperará bien rápido.

Ariel se quedó callado. Tanto que el director deportivo le dio una cachetada para animarlo. Vamos, ahora de lo que te tienes que preocupar es del juego. Ariel agradeció con un gesto sus palabras. El año pasado se nos murió el vicepresidente en un hotel de Bilbao, follando con una azafata de congresos. Ahí sí que tuvimos que estar rápidos, joder. Lo de tu hermano igual, añadió, son cosas que pasan. Mejor que no pasen, eh, pero aquí estamos para despejar balones. A eso me he dedicado toda mi vida. Pujalte sonrió con sus dientes blanqueados. Yo nunca fui un jugador elegante, pero era efectivo.

Ariel regresó al entrenamiento. Se sumó al rondo donde los jugadores se pasaban la pelota a un toque. Cuando cayó en la posición del centro tardó en recuperar el balón. ¿Dieciséis años?, pensaba, pobre chica. ¿Le habría mentido Pujalte? ¿Estaría más grave de lo que le había reconocido? Trató de recordar el impacto, si ella se dolía de algo más que la pierna. Estuvo desvanecida un buen rato. El entrenador repartió los petos de dos colores para el partidillo final. Ariel no terminó de concentrarse, dejó pasar el rato.

En el aparcamiento buscó su coche. Tenía las llaves puestas. No había rastro de sangre ni de la chica ni de la botella. Alguien se había tomado la molestia de limpiar tras él. Una mano tocó con los nudillos en la ventanilla y Ariel se sobresaltó. Era una periodista, joven, con un flequillo rubio. Ariel bajó el cristal y ella le acercó una grabadora. Se presentó y le hizo algunas preguntas, la última: ¿cuándo crees que la gente en España podrá verte a pleno rendimiento? Ariel dudó. La chica se esforzaba por que todos sus gestos y la postura corporal fuera la de un hombre. La mirada directa.

Pronto, espero.

Cuando llegó a casa, Emilia terminaba de preparar un cocido. ¿Lo has comido alguna vez? Sí, bueno, parecido, es como el puchero, dijo Ariel mirando el revuelto algo caprichoso de garbanzos, verdura, carne, chorizo, tocino y morcilla. Te dejo un perol de sopa. Trató de dormir la siesta, pero acabó en el jardín golpeando el balón. A los trece años se pasó una tarde entera pateando la pelota sin que tocara el suelo. Logró llegar a los cinco mil toques. Era un ejercicio inútil, agotador, pero en aquel instante le ayudaba a vaciar la cabeza, a devolverle a la acogedora nada. De pronto, decidió dar por terminado el ejercicio. Pisó el balón con fuerza contra el césped.

Había tomado una decisión.

Ser conocido era la parte más absurda de su trabajo. Le agradaba que algún niño le pidiera un autógrafo, que lo miraran por la calle, que lo reconocieran en los restaurantes, pero era un incordio a la hora de llevar una vida normal. El atropello habría sido del todo distinto de no ser él una persona conocida. Iba bebido, conducía deprisa, era fácil que la prensa se cebara con él, que aquello lo metiera en problemas. Entendía la labor de ocultación del club, el favor que le hacían borrando su rastro. Pero él no era así. Llegó a la clínica ya de noche, prefería esa hora. A buen seguro las visitas habrían terminado.

Conocía el lugar. Allí pasó el reconocimiento médico el día después de aterrizar en Madrid. Y al salir posó para los reporteros. ¿Sabes cuánto nos pagan por fotografiarte aquí?, le susurró Pujalte, veinte mil euros. Era su forma de explicarle cómo funcionaba el negocio publicitario en torno al fútbol.

La recepcionista lo reconoció. Vengo a ver a una amiga, la atropelló un coche ayer, una chica jovencita. Trescientos doce, le dijo ella. Sylvia Roque. Luego le señaló el ascensor con una sonrisa enorme.

Ariel tardó en acercarse a la puerta. Llamó con cautela. Le sorprendió la manera como la chica le recibió. Tú eres el que me atropelló, ¿verdad? Tenía un pelo rizado negro hermoso que caía por la almohada. La colcha le tapaba por encima de los pechos. Sonreía con una pierna escayolada sujeta en el aire. ¿Y ese acento? ¿De dónde eres?

De Buenos Aires.

Buenos Aires, no lo conozco. ¿Es bonito? La chica parecía sentirse a gusto en la situación. Ariel había sospechado que todo sería más tenso.

Pero ella mostraba una sonrisa ladeada, dominante. Abrió los bombones. Ariel miró la habitación. ¿Quieres uno? Ariel negó con la mano. La vio comer un bombón. Tenía una boca bonita. La televisión escupía música en inglés.

En realidad venía a disculparme, por no traerte yo mismo al hospital, le dijo Ariel. Me hubiera metido en un lío y, bueno, me acompañaba un amigo. Otra vez comenzaba a mentir. Decidió frenar en seco. No hacerlo más.

Eres futbolista, ¿no? Ariel asintió con la cabeza. ¿Cómo te llamas? Ariel se aproximó al colchón, a la altura del comienzo de la escayola. Ariel. Ariel Burano. Ariel, es bonito. Aquí es nombre de detergente, dijo ella. Lo sé. Ariel alcanzó uno de los periódicos deportivos y le enseñó su foto en una página, sobre ella un titular: «Por el momento un desaparecido».

Como ves, estoy triunfando, añadió él.

Sylvia le miró a los ojos. ¿Y por qué has venido ahora? Me sentí obligado moralmente. No sé, me pareció pésimo no decir la verdad. Quería saber si estabas bien atendida, todo eso. Mi padre es de tu equipo, le encanta el fútbol, le dijo Sylvia. ¿A ti no?, le pregunta Ariel. Aquí la gente está gilipollas con el fútbol. En Argentina es igual, ¿no? Igual o peor.

Sylvia pensó un instante y volvió a sonreír. O sea que puedo irle a la prensa con la historia y sacar una pasta. Sí. Tranquilo, no lo voy a hacer. Tu amigo se portó muy bien. Eso dice mi padre. Trabaja en el club. ¿De chivo expiatorio? No conozco la ciudad, no sabía adonde llevarte ni cómo llegar a un hospital, se justificó Ariel.

Sylvia negó con la cabeza. Fue un accidente. Me alegro de que hayas venido y conocerte. ¿Me invitarás al fútbol cuando salga? Ariel apreció la oportunidad para mostrarse amable. Si querés. Sylvia no deshacía la sonrisa. El médico dice que estaré bien bastante rápido y que podría quitarte el puesto. No me extrañaría.

Ariel saca su teléfono móvil del bolsillo de la cazadora. ¿Tenés un móvil? Sylvia le da su número. Ariel le da el suyo y al intercambiar los números parece que entrelazan las manos sin tocarse. Llámame para cualquier cosa que necesites.

Other books

Evercrossed by Elizabeth Chandler
On Fire’s Wings by Christie Golden
The Case Has Altered by Martha Grimes
One Degree of Separation by Karin Kallmaker
Thorns by Kate Avery Ellison
Lonesome Road by Wentworth, Patricia
Danger Zone by Dee J. Adams
chronicles of eden - act I by gordon, alexander


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024