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Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö

Roseanna (13 page)

(Eriksson fijó una mirada vacía en Martin Beck y no contestó)

B: ¿Qué hizo cuando terminó de trabajar aquel día?

E: Nada.

B: Algo tuvo que hacer. ¿Qué?

(La misma mirada hacia el vacío.)

B: ¿Dónde se encontraba el barco cuando acabó su turno?

E: No sé. En el lago Roxen, creo.

B: ¿Qué hizo cuando se terminó su turno?

E: He dicho que nada.

B: Tuvo que haber hecho algo. ¿Vio a alguien?

(Eriksson parecía aburrido y se pasó la mano por el cuello grasiento.)

B: Haga memoria. ¿Qué hizo?

E: Qué pesado, joder. ¿Qué cree que se puede hacer en un maldito cascarón? ¿Jugar al fútbol? Ese condenado barco de mierda estaba en medio de la puta agua, joder. Pues no, tío, en aquella barcaza lo único que se podía hacer era zampar y sobar.

B: ¿Vio a alguien aquel día?

E: Sí, claro, estuve con Brigitte Bardot. ¿Cómo coño voy a saber si vi a alguien? De eso hace años, coño.

B: Vale, lo retomamos. El verano pasado, cuando trabajó en el crucero
Diana
, ¿conoció a algún pasajero?

E: No conocí a ningún pasajero. Dicho sea de paso, no está permitido. Y aunque lo hubiese estado, no tenía ganas. Un montón de turistas bordes. A mí qué me importaban.

B: ¿Cómo se llama su amigo, el que también trabajaba en el
Diana
?

E: ¿Por qué? ¿De qué va esto? No hemos hecho nada.

B: ¿Cómo se llama?

E: Roffe.

B: Nombre y apellido.

E: Roffe Sjöberg.

B: ¿Dónde está ahora?

E: Estará en algún barco alemán. Yo qué coño sé dónde está. Por mí como si está en Kuala Lumpur. Yo qué sé.

Martin Beck se rindió. Apagó el magnetófono y se levantó. Eriksson empezó a desplegar sus largos miembros con dificultad para poder levantarse de la silla.

—¡Quédese ahí sentado! —gritó Martin Beck—. Manténgase sentado hasta que yo le diga que puede incorporarse.

Llamó a Ahlberg, cinco segundos más tarde estaba en la puerta.

—Levántese —ordenó Martin Beck, y salió del cuarto.

Cuando Ahlberg volvió a su despacho, Martin Beck estaba sentado a la mesa.

Alzó la mirada y se encogió de hombros.

—Ahora vamos a comer —dijo—. Luego lo intentaré de nuevo.

Capítulo 15

A las ocho y media de la mañana siguiente, Martin Beck hizo llamar a Eriksson por tercera vez. El interrogatorio duró dos horas y el resultado fue tan decepcionante como los dos del día anterior.

Eriksson salió del cuarto con paso lento y despreocupado, y un joven agente lo arreó, entonces Martin Beck rebobinó la cinta del magnetófono y fue a buscar a Ahlberg. Escucharon en silencio, aunque de vez en cuando Martin Beck interrumpía con breves comentarios.

Unas horas más tarde, sentados de nuevo en el despacho de Ahlberg:

—Bueno, ¿qué piensas?

—No fue él —concluyó Martin Beck, casi seguro—. Primero, no es lo suficientemente listo para mantener la compostura. Simplemente no entiende de qué va el asunto, no finge.

—Quizá tengas razón —admitió Ahlberg.

—Segundo, hay una cosa que sólo puedo atribuir a lo que se suele llamar sentido común, pero aun así, estoy convencido. Conocemos un poco a Roseanna, ¿no?

Ahlberg asintió con la cabeza.

—Y me cuesta mucho imaginar que ella se liara por propia voluntad con Karl-Åke Eriksson.

—Tienes razón. Le gustaba, aunque no con cualquiera. Pero, ¿quién dice que lo hiciera voluntariamente?

—Yo. Debió de ocurrir así. Conoció a alguien con quien se quiso acostar, y cuando el tema llegó lo suficientemente lejos para darse cuenta de su error ya era demasiado tarde. Pero no fue Karl-Åke Eriksson.

—Pudo ocurrir de otra manera —dijo Ahlberg dudando.

—¿Cómo? ¿Allí, en ese pequeño camarote? ¿Alguien que fuerce la puerta y se tire sobre ella? Habría peleado y chillado, y la gente la habría oído.

—Quizá la amenazó. Con una navaja o con una pistola.

Martin Beck asintió pausadamente con la cabeza ante Ahlberg. Luego se levantó bruscamente y se acercó a la ventana. Ahlberg le seguía con los ojos.

—¿Qué hacemos con él? —preguntó Ahlberg—. No podemos retenerlo mucho más.

—Quiero hablar con él una vez más. De hecho, no creo que sepa por qué está aquí. Ahora se va a enterar.

Ahlberg se levantó y se puso la americana. Luego salió. Martin Beck se quedó un rato meditando, después llamó para que le trajeran a Eriksson, cogió su maletín y entró en el cuarto contiguo.

—¿Qué coño está pasando? —se quejó Eriksson—. No he hecho nada. No me pueden retener aquí si no he hecho nada. Joder...

—Cállese hasta que yo le diga cuándo puede hablar. Conteste sólo a mis preguntas —le advirtió Martin Beck.

Sacó la fotografía retocada de Roseanna McGraw y se la enseñó a Eriksson.

—¿Reconoce a esta mujer? —preguntó.

—No —respondió Eriksson—, ¿quién es esa tía?

—Mire bien y luego conteste. ¿Ha visto a la mujer de la fotografía?

—No.

—¿Está absolutamente seguro?

Eriksson apoyó el codo en el respaldo de la silla y se pasó el dedo índice por debajo de la nariz.

—Sí. Nunca he visto a esta tía.

—Roseanna McGraw, ¿el nombre le dice algo?

—Qué nombre más jodido, eh. ¿Es una actriz?

—¿Ha escuchado el nombre de Roseanna McGraw alguna vez?

—No.

—Entonces le contaré algo. La mujer de la fotografía es Roseanna McGraw. Era estadounidense y pasajera durante el primer viaje del
Diana
desde Estocolmo el tres de julio de este año. Durante aquella travesía el
Diana
se retrasó doce horas, primero debido a la niebla al sur de Oxelösund y luego por una avería de la caldera. Usted ya ha confirmado que trabajó a bordo en esa travesía. Cuando el barco atracó en Gotemburgo, Roseanna McGraw ya no estaba allí. Fue asesinada la noche del cuatro al cinco de julio y la encontraron muerta tres días más tarde en la dársena de la esclusa de Borenshult.

Eriksson se enderezó en la silla y puso la espalda recta como un palo. Se agarró a los reposabrazos y le tembló la comisura izquierda de los labios.

—¿Por eso...? Creen que yo...

Juntó las palmas de las manos y se las metió entre las piernas, presionándoselas con las rodillas, luego se inclinó hacia delante hasta dar casi con la barbilla en la mesa. Martin Beck notó cómo le palidecía la piel del tabique nasal.

—¡Yo no he matado a nadie! ¡No he visto a esa tía en mi vida! ¡Lo juro!

Martin Beck guardó silencio. Mantuvo la mirada clavada en el rostro de aquel hombre y vio crecer el terror en sus pesados ojos, abiertos como platos.

Al hablar, su voz sonaba seca y desprovista de entonación.

—¿Dónde se encontraba y qué hizo la tarde del cuatro de julio y la noche del cuatro al cinco de julio?

—En el camarote. ¡Lo juro! ¡Dormía en el camarote! ¡No he hecho nada! ¡Nunca he visto a esa tía! ¡Es la verdad!

Puso voz de falsete y se golpeó contra el respaldo de la silla. Se llevó bruscamente la mano derecha a la boca y empezó a morderse el nudillo del pulgar sin desviar la vista de la foto que tenía delante. De repente su mirada se estrechó y su voz se hizo tensa e histérica.

—Intentan engañarme. ¿Creen que no me doy cuenta, eh? Eso de la tía es sólo un invento. Han hablado con Roffe y el cabrón ha dicho que fui yo. Ha cantado el hijo de puta. Fue él. Yo no hice nada. Es la verdad. Yo no hice nada. Roffe le dijo que fui yo, ¿no? ¿Es eso lo que ha dicho?

Martin Beck no desvió la mirada de su cara.

—¡El muy hijo de puta! Fue él quien se encargó de la cerradura y se llevó el dinero.

Se inclinó hacia delante y su voz subió de tono. Las palabras le salían a chorros por la boca.

—Me obligó. Él había trabajado en ese dichoso sitio. Él lo montó todo. Yo no quería. Se lo dije. Lo rechacé. No quiero participar en ningún jodido robo, le comenté. Pero él me obligó, ese maldito cabrón de mierda. Cantó, el hijo de puta...

—Vale —dijo Martin Beck—. Roffe ha cantado. Ahora quiero oír de ti toda la historia.

Una hora más tarde reprodujo la cinta para Larsson y Ahlberg. Se trataba de un informe completo sobre un robo que Karl-Åke Eriksson y Rolf Sjöberg cometieron en un taller de Gotemburgo un mes antes.

Cuando Larsson salió para llamar a la policía de Gotemburgo, Ahlberg comentó:

—Por lo menos sabemos dónde estará por un tiempo.

Permaneció en silencio un rato tamborileando los dedos sobre la mesa.

—Por lo tanto, nos quedan unas cincuenta personas —se lamentó Ahlberg—. Si partimos de la teoría de que el asesino se encuentra entre los pasajeros.

—Podemos descartar ya a algunos. De eso se ocupan Kollberg y Melander. Disponen de un material ingente. Utilizan el método de eliminación, según Melander, al principio todos son sospechosos, incluyendo niños y viejas profesoras de manualidades.

Martin Beck se calló y miró a Ahlberg, sentado con la cabeza baja estudiándose las uñas de los pulgares. Parecía igual de abatido que Martin Beck cuando se dio cuenta de que el interrogatorio con Eriksson no daba resultado.

—¿Estás decepcionado? —preguntó.

—Sí, tengo que reconocer que sí. Por un momento creí que lo habíamos conseguido y ahora resulta que volvemos al principio.

—Bueno, hemos avanzado un poco. Gracias a Kafka.

Sonó el teléfono y Ahlberg se lanzó sobre él. Permaneció en silencio un buen rato con el auricular pegado al oído. De repente gritó:


Ja, ja, ich bin hier
. Ahlberg
bier
.

—Amsterdam —le dijo a Martin Beck, y éste abandonó discretamente el despacho.

Mientras se lavaba las manos, pensó «an, auf, hinter, in, neben, über, unter, vor, zwischen» y recordó el olor dulce de una habitación hace mucho tiempo, una mesa redonda con un mantel verde y una vieja profesora con una gramática alemana desgastada entre sus gruesas manos. Cuando volvió, Ahlberg acababa de colgar.

—Maldita lengua —dijo—. Sjöberg no estaba en el barco. Se enroló en Gotemburgo, pero nunca subió a bordo. De momento es problema de Gotemburgo.

Martin Beck se quedó dormido en el tren y se despertó cuando se detuvo en la estación central de Estocolmo, pero no se espabiló del todo hasta que se acostó en su propia cama de Bagarmossen.

Capítulo 16

A las cinco y diez Melander hizo un redoble de tambor en la puerta y esperó cinco segundos antes de asomar su alargado y sombrío rostro:

—Pensaba irme ya —dijo—. ¿Te parece bien?

No había ninguna razón formal para que lo hiciera, pero aun así este proceder se repetía cada día. En cambio, nunca anunciaba su llegada por la mañana.

—Claro —contestó Martin Beck—. Hasta luego.

Después de un rato añadió:

—Gracias por el día de hoy.

Martin Beck se quedó sentado en la silla escuchando cómo agonizaba otra jornada laboral. Primero dejaron de sonar los teléfonos, luego las máquinas de escribir, después las voces y, al final, el ruido de pasos en los pasillos.

A las cinco y media llamó a casa.

—¿Te esperamos para cenar?

—No, cenad vosotros.

—¿Vas a llegar tarde?

—No lo sé. Es posible.

—Hace años que no ves a los niños.

Por supuesto que los había visto y oído hacía menos de nueve horas, y eso lo sabía ella tan bien como él.

—Martin...

—¿Sí?

—Te noto raro. ¿Te pasa algo?

—No, nada. Hay mucho trabajo.

—¿Eso es todo?

—Sí, claro.

Ella volvió a su estado normal. El momento pasó. Algunas frases desgastadas y la conversación acabó. Todavía distraído, se quedó con el auricular del teléfono pegado al oído hasta que la escuchó colgar. Un clic y un silencio vacío. Era como si ella se encontrara a miles de kilómetros. Hacía años que no hablaban.

Frunció el ceño, suspiró y recorrió con la mirada los papeles de su mesa. Cada uno de ellos decía algo sobre Roseanna McGraw y sobre los últimos días de su vida. De eso no le cabía la menor duda. Aun así no revelaban nada.

Repasarlo todo una vez más parecía no tener sentido, pero probablemente lo haría de todas formas, aquí y ahora. Empezaría enseguida. Estiró la mano para coger un cigarrillo, pero la cajetilla estaba vacía.

La tiró a la papelera y buscó otra en la americana. Durante las últimas semanas había fumado el doble de lo habitual, y lo había notado tanto en la garganta como en la cartera. Al parecer, ya había consumido todas sus reservas, porque lo único que encontró en el bolsillo interior fue algo que no reconoció a la primera.

El extraño objeto era una postal, comprada en un estanco de Motala. Representaba una vista aérea de la sucesión de esclusas de Borenshult. Al fondo se veía el lago y el rompeolas, y en primer plano dos hombres que estaban a punto de abrir las compuertas de la esclusa para dejar pasar un barco de pasajeros que subía. Aparentemente se trataba de una fotografía antigua, porque ese barco ya no existía. Se llamaba
Astrea
y hacía ya mucho tiempo que había sucumbido a las sierras y los sopletes en algún desguace del astillero.

Pero en aquella ocasión, cuando el fotógrafo de postales de la empresa "Almquist y Cöster" llegó a Motala, era verano y de repente se acordó del fresco y ácido aroma a flores y húmedo verdor.

Martin Beck abrió un cajón y sacó la lupa. Tenía forma de cucharón y llevaba una pila en el mango. Al pulsar un botón, el objeto de estudio se iluminaba con una bombilla de 2,5 vatios. La foto era de buena calidad y se podía distinguir claramente al capitán en el ala de babor del puente de mando, y a algunos pasajeros apoyados en la barandilla de cubierta. La cubierta de proa estaba repleta de mercancías amontonadas, otra prueba más de que se trataba de una imagen poco reciente.

Acababa de desplazar el campo de visión unos centímetros a la derecha cuando Kollberg dio un puñetazo a la puerta y entró como el estampido de un trueno en Nochebuena.

—Hola, ¿te he asustado?

—Me has dado un susto de muerte —reconoció Martin Beck, sintiendo todavía cómo las bujías de su corazón no hacían contacto.

—¿No te habías ido?

—Sí, claro, ¿no me ves?, estoy en mi casa de Bagarmossen
cenando
pölsa.
4

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