Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö
Martin Beck se mecía en la silla giratoria, se llevó la mano izquierda a la boca y se mordisqueó la articulación del centro del dedo índice.
Luego cogió la última hoja de papel que quedaba de Lincoln y repasó por encima los comentarios de Kafka.
Roseanna Beatrice McGraw, nacida el 18 de mayo 1937 en Denver, Colorado. Su padre, pequeño agricultor. La granja situada a 30 kilómetros de Denver. Formación: College de Denver, después tres años en la Universidad de Colorado. Su padre y su madre murieron en el otoño de 1960. La herencia, aproximadamente 20.000 dólares, se pagó en julio de 1962. La señorita McGraw no ha dejado testamento y, por lo que sabemos, no tiene herederos.
En cuanto a la fiabilidad de los testigos: mi impresión es que Mary Jane Peterson, en algunos aspectos, distorsionó la realidad y calló algunos detalles, probablemente el tipo de cosas que podría dañar su reputación. He tenido oportunidad de cotejar el testimonio de Mulvaney en algunos puntos. El dato de que R McG sólo se vio con un hombre más entre 1962 y julio de 1963 parece ser correcto. Esto queda claro por una especie de diario que encontré en su apartamento. Fue el 22 de marzo y las iniciales del hombre son U. M. (¿Uli Mildenberger?). Siempre anotaba sus relaciones de la misma manera, con una especie de código basado en fechas e iniciales. No he podido encontrar falsedades o errores en la declaración de Mulvaney.
Acerca de los testigos: Mulvaney mide aproximadamente 1,85 metros, es bastante corpulento, ojos azules, pelo rubio. Parece sincero, quizás algo cándido. Mary Jane Peterson es una mujer «despampanante» (
quite a girl
), elegante, vestía con clase.Llamativamente esbelta y bien formada. Ninguna de las dos están en nuestros archivos, aparte de por aquella pelea ridicula en su piso en 1962.
(Firma)
Martin Beck se puso la americana y quitó el cerrojo de la puerta. Luego volvió a su sitio. Extendió todos los papeles y se quedó inmóvil con los codos sobre la mesa y la frente apoyada en las manos.
Martin Beck levantó la vista de las actas de declaración al entrar Melander a su despacho sin llamar. Ocurría muy pocas veces.
—Karl-Åke Eriksson-Stolt —dijo Melander—, ¿no te acuerdas de él?
Martin Beck se quedó un momento pensativo.
—El fogonero del
Diana
, quieres decir. ¿Se llamaba así?
—Ahora se llama Eriksson. Hace dos años y medio se llamaba Eriksson-Stolt. Entonces fue condenado a un año de cárcel por mantener relaciones sexuales con una menor de apenas trece años. ¿No te acuerdas? Un canalla prepotente y sinvergüenza de pelo largo.
—Sí, creo que me acuerdo. ¿Estás seguro de que se trata del mismo tipo?
—Lo he comprobado con la agencia de empleo de los marineros. Es el mismo hombre.
—No recuerdo muy bien qué ocurrió. ¿No vivía en Sundbyberg?
—En Hagalund. Con su madre. Ocurrió un día mientras la madre se encontraba fuera trabajando, él no hacía nada. Se llevó a la hija del portero a su casa. No había cumplido aún los trece años, luego resultó que era un poco retrasada. La engañó para que bebiera alcohol, aguardiente y zumo, creo recordar, y cuando estaba lo suficientemente bebida abusó de ella.
—Tengo entendido que fueron los padres de la niña los que le denunciaron.
—Sí, yo fui a buscarlo. Durante los interrogatorios intentó hacerse el duro y declaró que pensaba que la niña tenía la «edad de consentimiento» y había querido hacerlo. En realidad, su aspecto era el de una niña de once años a lo sumo, además parecía muy infantil para su edad. El médico que la examinó temió que le quedaran secuelas de por vida, pero no sé. De todas maneras, Eriksson fue condenado a un año de trabajos forzosos.
Martin Beck sintió un escalofrío en todo el cuerpo sólo de pensar que aquel hombre hubiera coincidido con Roseanna a bordo del
Diana
.
—¿Dónde está ahora? —preguntó.
—En un barco de carga finlandés. Creo que se llamaba
Kalajoki
. Voy a averiguar dónde se encuentra ella. ¿Te has dado cuenta de que he dicho «ella»?
Mientras Melander cerraba la puerta, Martin Beck cogió el teléfono y llamó a Motala.
—Hay que atraparlo —comentó Ahlberg—. Llámame en cuanto hayas hablado con la compañía naviera. Lo quiero aquí aunque tenga que ir yo mismo nadando a por él. El otro fogonero también se ha enrolado en un barco, pero pronto conseguiré localizarlo. Además, volveré a visitar al jefe de máquinas. Ha abandonado el mar, ahora trabaja en Electrolux.
Colgó. Martin Beck se quedó un rato parado, pensando qué hacer. De pronto se puso nervioso y subió a la planta de arriba.
Melander acababa de colgar el teléfono cuando Martin Beck entró. Kollberg no estaba.
—Aquel barco, el
Kalajoki
, ha zarpado de Holmsund. Pasará la noche en Söderhamn. La compañía confirma que se encuentra a bordo.
Martin Beck volvió a su despacho y llamó de nuevo a Motala.
—Me llevo a uno de mis hombres y subimos en coche a buscarlo —dijo Ahlberg—. Te llamaré cuando lo tengamos aquí.
Se hizo un largo silencio. Luego Ahlberg preguntó:
—¿Crees que es él?
—No lo sé. Puede ser una casualidad, claro. Sólo lo vi una vez hace más de dos años, poco antes de ser condenado. Un tipo bastante repugnante.
Martin Beck pasó el resto de la tarde en su despacho. Se sentía incapaz de trabajar, pero consiguió liquidar un par de asuntos rutinarios que llevaban tiempo sobre su mesa. Sólo pensaba en el barco finlandés que iba rumbo a Söderhamn. Y en Roseanna McGraw.
Una vez en casa, intentó trabajar en la maqueta del barco, pero después de un rato se quedó sentado con los codos apoyados en la mesa y las manos cruzadas. Seguramente no sabría nada de Ahlberg hasta la mañana siguiente, al final se fue a la cama. Durmió mal y a las cinco se despertó.
Cuando llegó el periódico matinal, ya estaba afeitado y vestido. Iba por la sección de deportes cuando llamó Ahlberg.
—Lo tenemos aquí. Se hace el duro. No dice nada. No me cae precisamente bien. Por cierto, he hablado con el fiscal provincial. Me dijo que si necesitábamos un interrogador experto, te pidiéramos a ti que vinieras. Y creo que resulta indispensable.
Martin Beck echó un vistazo a su reloj. Se sabía de memoria el horario de trenes.
—Vale, me da tiempo a coger el tren de las siete y media. Nos veremos. Hasta luego.
Pasó antes por Kristineberg con el taxi para recoger la carpeta con las actas de declaración y los expedientes personales. A las siete y veinticinco estaba en el tren.
Karl-Åke Eriksson-Stolt nació en la parroquia de Katarina hace veintidós años. Su padre murió cuando tenía seis años y al año siguiente, su madre y él se mudaron a Hagalund. Era hijo único. Su madre, de profesión costurera, lo cuidó hasta que terminó el colegio. El único profesor que se acordaba de él lo describió como un chico nada listo, revoltoso e insolente. Después del colegio, tuvo varios empleos, la mayoría como mensajero u obrero de la construcción. Al cumplir los dieciocho años, se enroló de marinero, su primer viaje como grumete, luego de fogonero. Los oficiales del barco no tenían nada especial que decir acerca de él. Un año más tarde volvió a casa de su madre, quien lo mantuvo hasta que unos meses después tuvo que hacerlo el Estado. En abril de 1963 salió de la cárcel de Långholmen.
Martin Beck había estudiado las actas de declaración el día anterior, pero las volvió a repasar con detenimiento una vez más. En la carpeta había también un informe de un psiquiatra forense. Redactado de forma bastante escueta, hablaba fundamentalmente de inestabilidad, letargo y frío emocional. Además, Karl-Åke Eriksson-Stolt tenía predisposición psicopática y un instinto sexual fuertemente desarrollado, combinación que podía generar comportamientos anormales.
Martin Beck fue andando desde la estación de tren directamente hasta la comisaría y a las once menos diez llamó a la puerta del despacho de Ahlberg. El comisario Larsson estaba con él. Se les notaba cansados y preocupados, y parecían aliviados de poder pasar la pelota a otra persona. Ninguno de los dos había conseguido sacarle nada a Eriksson, excepto alguna que otra palabrota.
Ahlberg echó una ojeada a los expedientes personales. Al cerrar la carpeta, Martin Beck preguntó:
—¿Conseguiste localizar al otro fogonero?
—Sí, en cierta manera sí. Trabaja en un barco alemán que está ahora en Hoek van Holland. Llamé a Amsterdam esta mañana y hablé con un comisario que sabía un poco de alemán. Tendrías que oír mi alemán. Si no he entendido mal, hay un chico que habla danés en La Haya que podría encargarse del interrogatorio. Si es que él me ha entendido bien a mí. En ese caso, mañana tendremos noticias.
Ahlberg pidió que les subieran café y después de tomar dos tazas Martin Beck dijo:
—Venga, empecemos. ¿Dónde vamos a estar?
—En el despacho de aquí al lado. Allí hay magnetófono y todo lo que puedas necesitar.
Eriksson conservaba más o menos el mismo aspecto que Martin Beck recordaba. Aproximadamente un metro ochenta de alto, delgado y larguirucho. Rostro oval y estrecho, ojos azules muy juntos, largas pestañas curvas, y cejas pobladas y rectas. Nariz larga y recta, boca pequeña, labios finos y barbilla metida. Pelo negro, largo por detrás y una gran onda que le caía sobre la frente. Patillas largas y un pequeño bigote negro que Martin Beck no recordaba de la última vez. Tenía una mala postura, los hombros encogidos y la espalda redondeada y encorvada. Vestía vaqueros desgastados, un jersey de lana azul marino, chaleco de cuero negro y zapatos negros con puntera fina y reforzada.
—Siéntese —dijo Martin Beck señalando con la cabeza la silla al otro lado de la mesa—. ¿Un cigarrillo?
Eriksson aceptó, le dio fuego y se sentó. Con el cigarrillo en la comisura de los labios, se acomodó en la silla deslizándose hacia abajo y colocó el pie derecho sobre su rodilla izquierda. Luego se metió los dedos pulgares por debajo del cinturón y, sin dejar de mover el pie, se quedó mirando la pared por encima de la cabeza de Martin Beck.
Martin Beck lo observó durante un rato, encendió el magnetófono, colocado sobre una mesa baja a su lado, y empezó a leer.
Eriksson, Karl-Åke, nacido el veintitrés del once de mil novecientos cuarenta y uno. Marinero, último enrolamiento en el barco de carga finlandés
Kalajoki
. Lugar de residencia Hagalund, Solna. ¿Es correcto?
Eriksson hizo un vago movimiento con la cabeza.
B: He preguntado si es correcto. ¿Son correctos estos datos? Conteste. Sí o no.
E: Sí, joder.
B: ¿Cuándo se enroló en el
Kalajoki
?E: Hace unas tres o cuatro semanas.
B: ¿Qué hizo anteriormente?
E: Nada.
B: ¿Dónde no hizo nada?
E: ¿Qué?
B: ¿Dónde vivía antes de enrolarse en el barco finlandés?
E: En casa de un colega en Gotemburgo.
B: ¿Cuánto tiempo estuvo viviendo en Gotemburgo?
E: Un par de días. Una semana tal vez.
B: ¿Y antes?
E: Con la vieja.
B: ¿Trabajaba entonces?
E: No, estaba de baja.
B: ¿Qué enfermedad sufría?
E: Estaba enfermo, simplemente. Hecho polvo, con fiebre y eso.
B: ¿Dónde trabajaba antes de caer enfermo?
E: En un barco.
B: ¿Cómo se llamaba el barco?
E:
Diana
.B: ¿Qué tipo de trabajo tenía en el
Diana
?E: Fogonero.
B: ¿Cuánto tiempo estuvo en el
Diana
?E: Todo el verano.
B: ¿Desde...?
E: Desde el uno de julio hasta mediados de septiembre. Luego lo dejan. O sea, guardan el barco. Sólo trabajan en verano. De un lado para otro con un montón de turistas horteras. Para aburrirse como una ostra. Pensé dejarlo enseguida, pero mi colega quería seguir y, en fin, necesitaba la pasta.
(Después de este descomunal esfuerzo de oratoria, Eriksson parecía totalmente exhausto y se hundió aún más en la silla.)
B: ¿Quién es su amigo? ¿En qué trabajaba en el
Diana
?E: Fogonero. Éramos tres en las calderas. Yo, mi colega y el jefe de máquinas.
B: ¿Conocía a alguien más de la tripulación?
Eriksson se inclinó hacia delante y apagó el cigarrillo en el cenicero.
—Pero ¿qué clase de interrogatorio es éste, joder, un tercer grado o qué? —se quejó apoyándose en el respaldo de la silla—. Yo no he hecho nada. Consigo un trabajo y todo, y luego unos malditos maderos te cogen y...
B: Debe contestar a mis preguntas. ¿Conocía a alguien más de la tripulación?
E: No cuando empecé. Entonces sólo conocía a mi compañero. Pero luego, claro, uno va conociendo a los demás. Había un chaval muy majo que trabajaba en cubierta.
B: ¿Conoció a alguna chica durante los viajes?
E: Sólo había una que no estaba mal del todo, pero se lió con el cocinero. El resto eran viejas brujas.
B: ¿Y entre los pasajeros?
E: A ésos no se les veía mucho. No conocí a ninguna mujer, punto.
B: ¿Los tres encargados de las máquinas trabajaban por turnos?
E: Sí.
B: ¿Recuerda si alguna vez ocurrió algo extraño a bordo durante el verano?
E: No, ¿cómo que extraño?
B: ¿Algún viaje no fue como los demás? ¿No se estropeó la máquina en alguna ocasión?
E: Ah sí, es verdad. Se rompió un tubo de vapor. Tuvimos que quedarnos en Söderköping y repararlo. Tardamos mucho tiempo. Pero no fue por mi culpa, eh.
B: ¿Se acuerda de cuándo ocurrió?
E: Un poco después de Stegeborg, creo.
B: Vale. ¿Pero qué día?
E: Y yo qué sé, joder. Eso me la trae floja. No fue culpa mía que se parara la condenada máquina. Por cierto, no era mi turno. Yo estaba sobando.
B: ¿Pero cuándo zarparon de Söderköping? ¿Estaba trabajando en ese momento?
E: Sí. Y antes también. Tuvimos que currar como locos los tres para volver a hacer arrancar el barco. Trabajamos toda la noche y luego yo seguí currando al día siguiente. El jefe de máquinas y yo.
B: ¿Cuándo terminó su turno aquel día?
E: ¿El día después de Söderköping? Bastante tarde, creo.
B: ¿Qué hacía mientras estaba libre?