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Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö

Roseanna (14 page)

—¿Sabes cómo llaman a ese chisme los chicos de la brigada antivicio? —le preguntó Kollberg señalando la lupa.

—No.

—El buscaescarabajos Marie-Louise.

—¿Ah sí?

—¿Y por qué no? Igual que la paleta de tarta Johanna, con esa manía que tienen ahora de poner nombre a todo... ¿Has oído lo último en ofertas?

—No.

—Comprando el contador de billetes Marcus, te regalan la barra de pan Ajax.

—Pues cómpralo, joder.

—¿Para que pueda contar mi billete de diez coronas? Por cierto, ¿cuándo nos pagan?

—Mañana, espero.

Kollberg se desplomó en el sillón de visitas.

—Y venga a darle a la lengua —dijo.

—Y sin llegar nunca a nada.

Permanecieron un rato en silencio. El intercambio de palabras había sido del todo automático y ninguno de los dos intentó siquiera fingir que les entretenía. Al final Kollberg dijo:

—O sea, que no conseguiste nada del macarra ese al que le apretaste las clavijas.

—No fue él.

—¿Estás completamente seguro?

—No.

—¿Te sientes seguro?

—Sí.

—Eso es suficiente para mí. Pensándolo bien, hay cierta diferencia entre abusar de una niña borracha de doce años y asesinar a mujeres adultas.

—Sí.

—Además, ella nunca se habría interesado por un tipejo así. Si he entendido bien a Kafka.

—No —dijo Martin Beck con convicción—, nunca lo habría hecho.

—¿Y qué le pareció al tío de Motala? ¿Se ha llevado una decepción?

—¿Ahlberg? Sí, un poco. Pero es cabezota. Por cierto, ¿qué ha dicho Melander?

—Nada. Conozco a ese cabrón desde antes de la guerra y lo único que le ha deprimido en su vida ha sido el racionamiento de tabaco.

Kollberg sacó un cuaderno con tapas negras y lo hojeó pensativo.

—Mientras tú estabas fuera repasé todo una vez más. Luego intenté hacer un resumen.

—¿Sí?

—Me pregunté, por ejemplo, lo que Hammar nos preguntará mañana: ¿Qué sabemos?

—¿Y qué te has contestado?

—Espera, mejor respóndeme tú. ¿Qué hemos averiguado de Roseanna McGraw?

—Bastante. Gracias a Kafka.

—Correcto. Incluso me atrevo a decir que conocemos todo lo esencial acerca de ella. Sigo: ¿qué sabemos del asesinato?

—Tenemos el lugar del crimen y también cómo y cuándo se cometió aproximadamente.

—¿Hemos descubierto realmente dónde ocurrió?

Martin Beck tamborileó los dedos en el borde de la mesa. Luego dijo:

—Sí. En el camarote A7 del
Diana
.

—Es cierto que el grupo sanguíneo parece coincidir, pero nunca será suficiente para dictar un auto de procesamiento.

—No, pero estamos seguros —insistió Martin Beck con firmeza.

—Vale. Fingimos que lo sabemos. ¿Cuándo?

—El cuatro de julio por la noche. Al caer la noche. Por lo menos después de la cena, que se terminó de servir a las ocho. Es probable que en algún momento entre las nueve y la medianoche.

—¿Cómo? Bueno, para eso disponemos del informe forense. Podemos suponer también que ella misma se desnudó. Voluntariamente. O bajo amenazas, pero no parece probable.

—No.

—Y lo primero y lo último: ¿qué tenemos sobre el autor del crimen?

El propio Kollberg contestó después de unos veinte segundos:

—Que el susodicho es un sádico y un pervertido sexual.

—Que es un hombre —añadió Martin Beck.

—Sí, con toda probabilidad. Y bastante fuerte. Roseanna McGraw no parecía tonta.

—Sabemos que se encontraba a bordo del
Diana
.

—Sí, partiendo de la base de que nuestras anteriores suposiciones son correctas.

—Que debe pertenecer a una de estas dos categorías: pasajeros o tripulación.

—¿Estamos realmente seguros de eso?

Se hizo un silencio en el despacho. Martin Beck se masajeó el nacimiento del pelo con las yemas de los dedos. Al final concluyó:

—Tiene que ser así.

—¿De verdad?

—Sí.

—Vale, de acuerdo. En cambio desconocemos su nacionalidad. No tenemos huellas dactilares ni pruebas que le puedan relacionar con el crimen. No sabemos si conocía previamente a Roseanna McGraw, de dónde vino, dónde fue o dónde se encuentra en estos momentos. —Kollberg se puso muy serio—. Sabemos muy poco, Martin. Ni siquiera si Roseanna McGraw bajó del barco sana y salva en Gotemburgo. ¿Se te ha pasado por la cabeza que, de hecho, podría haber sido así? Que alguien pudo matarla después. Alguien que sabía de dónde venía y luego trasladó su cuerpo de vuelta a Motala y lo arrojó al agua.

—Sí que lo he pensado. Pero es demasiado absurdo, las cosas no ocurren así.

—Mientras no averigüemos el menú que se sirvió aquellos días, sería posible, al menos en teoría. Aunque vaya en contra del sentido común. Incluso si consiguiéramos probar, probar realmente, que nunca llegó a Gotemburgo, hay otra posibilidad: que ella saltara a tierra en el paso por la esclusa en Borenshult y fuera víctima de algún loco que merodeaba por allí.

—En ese caso deberíamos haber encontrado algo.

—Sí, pero «deberíamos» es una palabra confusa. Hay detalles que me están volviendo loco. ¿Cómo diablos pudo desaparecer a mitad de camino sin que nadie se diese cuenta? ¿Ni siquiera la señora que limpiaba los camarotes o los que servían en el comedor?

—Quien la mató tuvo que quedarse a bordo. Arregló el camarote de manera que pareciera que había sido usado. Sólo se trató de una noche.

—¿Y dónde fueron a parar las sábanas? ¿Y las mantas? Todo debió de mancharse de sangre. No creo que se pusiera a lavar en medio de todo. Y si lo tiró al agua, ¿de dónde sacó nuevas sábanas y mantas?

—Probablemente no hubo mucha sangre, el forense así lo cree. Y si el asesino conocía el barco, pudo coger ropa de cama del almacén.

—¿Un pasajero puede moverse con tanta facilidad en el barco? ¿Y nadie se daría cuenta?

—No resulta tan difícil. ¿Has viajado en un barco de pasajeros por la noche?

—No.

—Todos duermen. Se queda vacío y en completo silencio. Los armarios y los almacenes suelen cerrarse sin llave. Mientras el barco atravesaba el lago Vättern, sólo había tres personas despiertas —que sepamos con certeza—. Los que estaban de imaginaria, dos en el puente de mando y uno en las máquinas.

—¿No debería haber notado alguien que ella no bajara en Gotemburgo?

—No hay ningún procedimiento especial a la llegada. El barco atraca en el puerto de Lilla Bommen, cada uno coge sus bártulos y se apresuran a atravesar la pasarela. En esta ocasión, la mayoría iba con prisa por el retraso. Además, aunque no es lo habitual, había anochecido cuando llegaron.

Martin Beck se calló y se quedó mirando fijamente a la pared durante un rato.

—Lo que me irrita es que los pasajeros del camarote contiguo no se dieran cuenta de nada —dijo.

—Te lo puedo explicar desde hace dos horas. En el camarote A3 se alojaba una pareja holandesa. Los dos tienen más de setenta años y están prácticamente sordos como tapias. —Kollberg pasó la página y se tiró del pelo—. Por lo tanto, nuestra teoría, por llamarlo de alguna manera, sobre cómo, dónde y cuándo se cometió el crimen se basa fundamentalmente en principios de probabilidad, suposiciones lógicas y en una especie de mezcla de diversas teorías psicológicas. Las pruebas concluyentes brillan por su ausencia. Pero nos aferramos a nuestra reconstrucción, ya que es lo único que tenemos. Entonces podríamos tratar la estadística de la misma manera, ¿no?

Martin Beck inclinó la silla hacia atrás y cruzó los brazos.

—A ver —dijo.

—Sabemos los nombres de las ochenta y seis personas que estuvieron a bordo. Sesenta y ocho pasajeros más dieciocho de la tripulación. A día de hoy, sólo hemos podido localizar o contactar de alguna manera con once, aunque incluso en lo referente a esos once, conocemos su nacionalidad, sexo y, a excepción de tres, edad. Ahora usemos el principio de exclusión. Primero eliminaremos a Roseanna McGraw. Quedan ochenta y cinco. Luego a todas las mujeres, ocho tripulantes y treinta y siete pasajeras. Quedan cuarenta. Entre ellos hay cuatro niños menores de diez años y siete ancianos de más de setenta. Quedan veintinueve. Seguimos con el capitán y el timonel: estuvieron de guardia entre las ocho y medianoche, y tienen coartada. Difícilmente les dio tiempo a asesinar a nadie. Con el personal de máquinas la cosa no está tan clara. Menos dos, la suma da veintisiete. Por lo tanto, disponemos de los nombres de veintisiete hombres de edades comprendidas entre los catorce y los sesenta y ocho años. Doce suecos, de los cuales siete son de la tripulación, cinco estadounidenses, tres alemanes, un danés, un sudafricano, un francés, un inglés, un escocés, un turco y un holandés. La dispersión geográfica es aterradora. De los estadounidenses, uno vive en Oregón y otro en Texas; el inglés es de Nassau, en las islas Bahamas; el sudafricano de Durban; y el turco de Ankara. Menudo viaje le toca al que les vaya a interrogar. Además, cuatro de estos veintisiete siguen sin ser localizados. Un danés y tres suecos. No hemos podido probar que ninguno de los pasajeros viajara anteriormente en estos barcos del canal, a pesar de la tortura a la que se ha sometido Melander, que ha repasado las listas de pasajeros de los últimos veinticinco años. Mi teoría es que no pudo hacerlo ninguno de los pasajeros. Sólo cuatro de ellos viajaban en camarotes individuales, los demás estuvieron más o menos vigilados por sus parejas, o con quien fuera que compartieran la cabina. Nadie poseía suficiente conocimiento acerca del barco, las rutinas de a bordo y los trayectos para poder llevar a cabo un asesinato. Quedan los ocho tripulantes, el segundo de a bordo, los dos fogoneros, un cocinero y tres hombres en cubierta. Al jefe de máquinas ya lo hemos descartado por su edad. Mi teoría es que tampoco pudo hacerlo ninguno de ellos. De alguna manera todos se observaban y las posibilidades de fraternizar con los pasajeros parecen limitadas. Según mi teoría, ninguno de ellos asesinó a Roseanna McGraw. Pero tiene que ser errónea. Mis teorías son siempre una mierda. El peligro de pensar.

Se hizo un silencio de medio minuto. Luego Kollberg prosiguió:

—Y aquel macarra de Eriksson... Joder, ha sido una suerte que por lo menos hayas conseguido arrestar a ese cabronazo. ¿Me oyes? ¿Has oído lo que te he dicho?

—Sí, claro —dijo Martin Beck ausente—. Claro que te escucho.

Era verdad. Estaba prestando atención, aunque durante los últimos diez minutos la voz de Kollberg le había parecido cada vez más lejana. Dos ideas muy dispares le habían cruzado la mente. Una de ellas, cierta asociación de ideas sobre algo que había oído decir a alguien, volvió a hundirse en el fango de sus pensamientos incompletos y olvidados enseguida. La otra, en cambio, era más concreta, un nuevo plan para abordar el problema y, por lo que él entendía, factible.

—Tuvo que haber conocido a alguien a bordo —se dijo a sí mismo.

—Si es que no fue un suicidio —replicó Kollberg con una cansada ironía.

—Alguien que no pensara matarla, por lo menos al principio, y que no tenía por qué mantenerse oculto...

—Claro, eso es lo que creemos, pero de qué nos sirve...

Martin Beck visualizó nítidamente una escena de su último día de julio en Motala. El feo
Juno
esquivaba la draga y se dirigía hacia la dársena del puerto.

Se enderezó, cogió la vieja postal y la miró fijamente.

—Lennart —dijo—. ¿Cuántas cámaras de fotos se dispararon durante aquellos días? Por lo menos veinticinco, más bien treinta, tal vez cuarenta. En cada esclusa algunas personas bajaron corriendo a tierra para fotografiar el barco y luego los unos a los otros. Hay fotos de aquel viaje pegadas en veinte o treinta álbumes de familia. Todo tipo de imágenes, las primeras del muelle de Riddarholmen de Estocolmo y las últimas del puerto de Lilla Bommen en Gotemburgo. Imagina que veinte personas exponen treinta fotogramas cada una durante tres días. Calculando por lo bajo, un rollo por persona. Y algunos utilizaron películas de 16 milímetros. Lennart, tiene que haber por lo menos seiscientas fotografías... entiendes... seiscientas. A lo mejor mil.

—Sí —respondió Kollberg lentamente—, entiendo lo que quieres decir.

4.
Plato típico del norte de Suecia. Hay muchas variantes pero la base es una mezcla de productos de casquería y restos de carne sobrante tras la matanza del cerdo, todo ello mezclado con granos de cebada.
(N. del T.)

Capítulo 17

—Claro, eso significa un trabajo enorme —reconoció Martin Beck.

—No será peor de lo que ya estamos haciendo.

—Tal vez sea una idea precipitada, quizá me equivoque.

Llevaban muchos años jugando al mismo juego. Martin Beck dudaba y necesitaba apoyo. Conocía de antemano la respuesta que le iba a dar y, además, que Kollberg sabía que él lo sabía. Aun así se mantuvieron fieles al ritual.

—Algún resultado obtendremos —insistió Kollberg.

Y al cabo de unos segundos añadió:

—Además, ya no partimos de cero. Hemos averiguado dónde se encuentran, con pocas excepciones, y hemos contactado con la mayoría.

A Kollberg se le daba bien parecer convincente. De hecho era una de sus especialidades.

Después de un rato, Martin Beck preguntó:

—¿Qué hora es?

—Las siete y diez.

—¿Hay alguien que viva cerca?

Kollberg estudió su cuaderno.

—Más cerca de lo que puedes imaginar —contestó—. Norr Mälarstrand. Un coronel jubilado y su parienta.

—¿Quién les visitó? ¿Tú?

—Melander. Me dijo que parecían buena gente.

—¿Nada más?

—No.

El asfalto estaba mojado, brillante y resbaladizo. Kollberg empezó a soltar tacos amargamente cuando su coche derrapó en la rotonda de la plaza de Lindhagen. Se retrasaron tres minutos.

Abrió la señora del coronel.

—Axel, son dos señores de la policía —gritó hacia dentro de la casa.

—Invítalos a pasar —rugió el coronel—. ¿O quieres que salga yo hasta la escalera?

Martin Beck se quitó el agua de lluvia del sombrero con unos golpes y entró. Kollberg se secó los pies con una energía conmovedora.

—Estamos de maniobras —bramó el militar—. Los señores deben disculparme por no levantarme.

En la mesita de al lado tenía una partida de dominó a medias, una copa de coñac y una botella de Rémy Martin. A dos metros de distancia, en el televisor —a un volumen más alto de lo imaginable— un episodio de un día en la vida de la familia Jetson, que ya en circunstancias normales resultaba ensordecedor.

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