Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö
Una nueva esclusa, otra vista de la cubierta de proa. Allí aparece de nuevo. El jersey negro es sin duda de cuello vuelto. Hay mucha gente a su lado. Vuelve la cara hacia la cámara, parece risueña. Corte abrupto. Estela. Una larga secuencia de la señorita Bellamy y los Anderson durante la cual, en una ocasión, se ve la figura borrosa del coronel marcial de Norr Mälarstrand pasar lentamente por delante de la cámara.
Martin Beck sudaba. La quedaban diez horas. ¿Había estado riéndose?
Un primer plano de la cubierta de proa, sólo tres o cuatro personas. El barco se encuentra en un lago. Puntos blancos. Fin del rollo.
El fiscal se movió.
—¿El lago Roxen?
—El Asplången —aclaró Ahlberg.
Puente levadizo. Edificios en las orillas. Gente en tierra saludando y mirando.
—El pueblo de Norsholm —dijo Ahlberg—. Son las tres y cuarto.
La cámara sigue enfocando a la orilla. Árboles, vacas, casas. Una niña de siete u ocho años caminando por el dique del canal. Vestido de verano azul, coletas y zuecos. Alguien le tira una moneda desde el barco. Ella la recoge y hace una tímida y disimulada reverencia. Más monedas, la chica las va recogiendo. Corre un trecho para alcanzar el barco. La mano de una mujer con una brillante moneda de medio dólar entre dos dedos nervudos y uñas de color carmesí. La cámara retrocede, la señorita Bellamy con gesto entusiasta arrojando la moneda. La niña del dique con la mano derecha llena de monedas y muy desconcertada, mirada azul de asombro. Martin Beck no lo vio. Oyó a Ahlberg inspirar profundamente y a Kollberg enderezarse en la silla.
Detrás de la mujer de Klamath Falls, Oregon, en pleno ejercicio de la caridad, Roseanna McGraw atraviesa la cubierta
shelter
de izquierda a derecha. No va sola. A su izquierda, muy arrimada a ella hay otra persona. Un hombre con una gorra de deporte. Le saca una cabeza y durante una décima de segundo se perfila sobre un fondo claro. Todo el mundo lo vio.
—Detén la película —ordenó el fiscal.
—No, no —dijo Ahlberg.
La cámara no enfocó más al barco. Una hermosa orilla reverdecida aparecía ante la cámara. Praderas, frondosa vegetación, juncos ondeando inclinados al paso del barco, hasta que el paisaje veraniego va desapareciendo detrás de columnas de puntos blancos.
Martin Beck se sacó un pañuelo del bolsillo del pecho, lo dobló y se secó la nuca.
La imagen que invadió la pantalla resultaba nueva y sorprendente. El canal por su parte inferior trazaba una larga y suave curva entre las riberas pobladas de árboles. A lo largo de la orilla izquierda, se abría un camino y más arriba, a la izquierda, unos caballos pastaban tras una cerca. Un grupo de personas se acerca por el camino. Ahlberg se anticipó al fiscal.
—Ahí se encuentran en el oeste del lago Roxen. El barco ha pasado ya las esclusas de Berg. Mientras tanto, el fotógrafo se ha adelantado hasta Ljungsbro. Ahí tenemos las últimas esclusas antes de la de Borensberg. Son aproximadamente las siete de la tarde.
La blanca proa con la bandera de Gotemburgo aparece al fondo, tras la curva.
Los que caminan por la senda se van acercando.
—Gracias a Dios —dijo Ahlberg.
Sólo Martin Beck sabía lo que quería decir. El hombre que llevaba la cámara podía haber decidido acompañar al guía, que aprovechaba la interrupción de la esclusa para mostrar el monasterio de Vreta.
Ahora se podía ver todo el barco virando lentamente en el canal, envuelto en una perezosa nube de humo blanco grisáceo que reflejaba la luz sesgada de la tarde.
Pero nadie en la sala de proyecciones se fijaba ya en el barco. El disperso grupo de pasajeros del camino se había acercado tanto que se podían distinguir ciertos detalles. Martin Beck identificó enseguida a Günes Fratt, el estudiante de medicina de veintidós años de Ankara. Iba a la cabeza, gesticulando con el que tenía más cerca.
Luego la vio a ella.
Tal vez quince metros más atrás del grupo principal, aparecieron dos figuras más. Una de ellas era Roseanna McGraw, todavía con pantalones de color claro y jersey oscuro. A su lado, dando pasos largos, caminaba el hombre de la gorra de deporte.
Seguían estando lejos.
«Ojalá haya suficiente película», pensaba Martin Beck.
Se iban acercando. El encuadre de la cámara seguía manteniéndose.
¿Podrían distinguir esas caras?
Se vio cómo aquel hombre alto la cogía del brazo para ayudarla a salvar un charco en medio del camino.
Centelleo. Fin. Se encienden las luces.
Tras quince segundos de silencio absoluto, el comisario Hammar se levantó de la silla y se dirigió al fiscal provincial, al fiscal de la ciudad de Motala y a Larsson.
—Hora de comer, señores. Invita el Estado.
Miró inexpresivamente a los demás y dijo:
—Me imagino que os quedaréis un ratito más. Stenström también les acompañó. En realidad, él estaba ocupado con otro caso.
Kollberg lanzó una mirada inquisitiva a Melander.
—No, nunca había visto a ese hombre.
Ahlberg ocultaba la cara con la mano derecha.
—Un pasajero de cubierta —dijo. Se dio la vuelta hacia Martin Beck.
—¿Te acuerdas del chico que nos enseñó el barco en Bohus? Aquella cortina que se podía correr por si algún pasajero de cubierta quería descansar en los sofás...
Martin Beck asintió.
—El ciclomotor no estaba desde el principio. La primera vez que lo vi fue en las esclusas después de Söderköping —explicó Melander.
Sacó su pipa y la toqueteó con el pulgar.
—El hombre de la gorra de deporte también aparecía allí —dijo—. Una vez, al fondo, en ángulo.
Al proyectar de nuevo la película, comprobaron que tenía razón.
Las primeras nieves del invierno habían empezado a caer. Grandes copos mojados chocaban contra las ventanas y se derretían enseguida dejando anchos rastros sobre los cristales. Los canalones susurraban y unas pesadas gotas de agua salpicaban al caer en el alféizar.
A pesar de que sólo eran las doce del mediodía, el despacho estaba ya tan oscuro que Martin Beck tuvo que encender la lámpara de mesa. Difundía una luz agradable sobre la carpeta abierta encima de la cubierta del escritorio. El resto de la habitación quedó en penumbras.
Martin Beck apagó su último Florida, levantó el cenicero y sopló para limpiar la ceniza de la mesa.
Tenía hambre y se arrepintió de no haber acompañado a Kollberg y a Melander a la cafetería.
Habían pasado diez días desde que vieron la película que envió Kafka y seguían esperando que ocurriera algo. Como todo lo demás en la investigación, esta nueva pista se había perdido en una selva de declaraciones y testimonios dudosos. Los interrogatorios habían sido llevados casi en su totalidad por Ahlberg y su gente, con habilidad y gran energía, pero sin demasiados resultados.
Lo más positivo que se podía concluir era que, de todo lo descubierto hasta ahora, no había nada que rebatir acerca de que un pasajero de cubierta subiera al barco en Mem, Söderköping o Norsholm y permaneciera en él hasta llegar a Gotemburgo. Tampoco había indicios que pudieran negar que aquel pasajero era de constitución normal, más alto que la media y con gorra, americana de tweed color gris, pantalones grises y zapatos marrones. Ni que poseyera un ciclomotor azul de la marca Monark.
El segundo de a bordo, cuyo testimonio fue el más fructífero, creyó haber vendido un billete a un hombre que recordaba al de la película. No sabía cuándo, ni siquiera con seguridad si fue precisamente el verano pasado. También pudo ocurrir alguna de las temporadas anteriores. Sin embargo, guardaba un vago recuerdo de que aquel hombre —si realmente era la misma persona— probablemente subió con una bicicleta o ciclomotor y, además, con unas cañas de pescar y otros utensilios, lo cual podía indicar que se trataba de un pescador aficionado.
Ahlberg le tomó declaración personalmente y llevó al testigo al límite. En la carpeta de Martin Beck había una copia de las actas.
AHLBERG: ¿Resulta habitual que haya pasajeros de cubierta en los cruceros?
TESTIGO: Era más frecuente antes, pero siempre hay algunos.
A: ¿Donde suelen subir a bordo?
T: Dónde atraque el barco o al pasar por una esclusa.
A: ¿Cuál es el trayecto más común de un pasajero de cubierta?
T: Ninguno especial. A menudo viajan con nosotros desde Motala o Vadstena, turistas que van en bicicleta o hacen excursiones a pie y tienen que cruzar el lago Vättern.
A: ¿Y si no?
T: Bueno, qué quiere que le diga. Antes solíamos aceptar excursionistas entre Estocolmo y Oxelösund, o entre Lidköping y Vänersborg. Pero eso se acabó.
A: ¿Por qué?
T: No había sitio. Los pasajeros que viajan en camarote pagan un precio considerable. No queremos quitarles el poco espacio del que disponen por un montón de marujas y críos corriendo de un lado a otro con sus termos y bolsas de merienda.
A: ¿Hay algo que impida que un pasajero de cubierta suba a bordo en Söderköping?
T: En absoluto. Puede subir en cualquier lugar. En alguna esclusa. Hay sesenta y cinco en el trayecto. Además, atracamos en varios sitios.
A: ¿Cuántos pasajeros de cubierta puede haber?
T: ¿A la vez? Actualmente no suelen ser más de diez. En general, sólo dos o tres. A veces, ninguno.
A: ¿Qué tipo de gente es? ¿Suelen ser suecos?
T: Qué va. A menudo son extranjeros, cualquier tipo de persona, en su mayoría supongo que se trata de gente a la que le gustan los barcos y se molestan en buscar el horario de salidas y llegadas.
A: ¿Y no se les incluye en la lista de pasajeros?
T: No.
A: ¿Pueden comer a bordo?
T: Sí, comer y cenar con los demás si quieren. En general, en otro turno extraordinario, después de los dos ordinarios. Hay precios fijos para esas comidas. "Å la carte", no sé si me entiende.
A: Ha dicho antes que no guarda ningún recuerdo de la mujer de las fotos, y ahora dice que cree recordar al hombre. Como no hay sobrecargo a bordo, supongo que usted se ocupa especialmente del cuidado de los pasajeros.
T: Compruebo su billete cuando llegan y les doy la bienvenida. Luego les dejo en paz. La idea de estos cruceros no es hacer de guía turístico dando voces. De eso ya tienen bastante de otros sitios.
A: ¿No resulta raro que usted no reconozca a estas personas? Pasó tres días con ellos.
T: Para mí todos los pasajeros son iguales. Además, veo dos mil cada verano. En diez años son veinte mil. Y mientras trabajo me encuentro en el puente de mando. Sólo somos dos los encargados de los turnos de guardia, doce horas al día.
A: Aun así, este viaje fue especial, con sucesos llamativos.
T: Me tocaba guardia doce horas al día de todas formas. Y, dicho sea de paso, había venido mi mujer.
A: Ella no aparece en la lista de pasajeros.
T: No, ¿por qué iba a estar? Los oficiales tenemos derecho a llevarnos a nuestros familiares en algunos viajes.
A: El dato según el cual había ochenta y seis personas a bordo en este trayecto es, por lo tanto, erróneo. Con los pasajeros de cubierta y familiares pudieron llegar a cien.
T: Sí, claro.
A: Bueno, el hombre del ciclomotor, el que aparece en estas fotos, ¿cuándo bajó?
T: Ni siquiera sé si lo vi, ¿cómo coño voy a saber cuándo dejó el barco? Los que llevaban prisa para coger trenes, aviones u otros barcos, desembarcaron a las tres de la madrugada, al llegar a Lilla Bommen, en Gotemburgo. Otros se quedaron durmiendo y abandonaron el barco en algún momento durante la mañana.
A: ¿Dónde subió su mujer?
T: En Motala. Vivimos aquí.
A: ¿En Motala? ¿En mitad de la noche?
T: No, de camino a Estocolmo cinco días antes. Luego desembarcó en el siguiente viaje de vuelta, el ocho de julio a las cuatro de la tarde. ¿Contento?
A: ¿Cuál fue su reacción al pensar en lo que ocurrió durante ese viaje?
T: No creo que haya pasado tal y como ustedes afirman.
A: ¿Por qué no?
T: Alguien se habría dado cuenta. Imagínese, cien personas en un pequeño barco de treinta metros de largo y cinco de ancho. Y cabinas del tamaño de una ratonera.
A: ¿Alguna vez ha tenido otro tipo de relación con los pasajeros que no fuera la estrictamente profesional?
T: Sí, con mi mujer.
Martin Beck sacó las tres fotografías del bolsillo interior. Dos de ellas copias de la película, la otra una ampliación de una fotografía en blanco y negro de un aficionado que le envió Kafka. Tenían dos cosas en común: representaban a un hombre alto con gorra y americana de tweed, y eran de muy mala calidad.
A estas alturas, centenares de agentes de Estocolmo, Gotemburgo, Söderköping y Lidköping contaban con copias de aquellas fotos. Además debían estar en todas las oficinas de los fiscales de los distritos rurales y en la mayoría de comisarías desde Karesuando, en el norte, hasta Smygehuk en el sur. También en numerosos lugares del extranjero.
No eran de muy buena calidad, como ha quedado dicho, pero alguien que realmente conociera al hombre debería ser capaz de reconocerlo.
Quizás. En la última reunión, Hammar comentó:
—A mí me recuerda a Melander.
Luego añadió:
—Esto no parece una investigación, sino un concurso de adivinanzas. ¿Hay algún indicio de que sea sueco?
—El ciclomotor.
—Que no sabemos si le pertenecía.
—Ya.
—¿Eso es todo?
—Sí.
Martin Beck volvió a guardarse las fotos en el bolsillo interior de la chaqueta.
Cogió las actas de Ahlberg y leyó de nuevo la declaración hasta que encontró la línea que buscaba:
T: Sí, comer y cenar con los demás si quieren. En general, en otro turno extraordinario, después de los dos ordinarios...
Hojeó los papeles y buscó la relación del personal de los barcos del canal durante los últimos cinco años. Repasó la lista, sacó el bolígrafo de su base e hizo una marca junto a uno de los nombres. Decía:
Göta Isaksson, camarera, Polhemsgatan 7, Estocolmo. Empleada del restaurante SHT desde 15/9/1964.
Diana
1959-1961,
Juno
1962,
Diana
1963,
Juno
1964.
No había ninguna nota que indicara que Melander o Kollberg la hubieran entrevistado.