Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö
Ni tomó café ni fumó después de la comida, sólo se limpió con esmero con la servilleta, se puso el sombrero y el abrigo, y se marchó. Kollberg le siguió hasta Hamngatan, donde cruzó la calle hasta los jardines de Kungsträdgården. Caminaba bastante rápido y Kollberg se mantenía una veintena de metros por detrás mientras atravesaban la alameda oriental del parque. Al lado de la fuente de Molin, giró a la derecha, pasó de largo la fuente, cuyo estanque estaba hasta la mitad de un aguanieve gris y sucio, y siguió subiendo por la alameda occidental. Kollberg le siguió pasando por el Restaurante Victoria y el Café Blanche, cruzó a los grandes almacenes NK, bajó por Hamngatan, cogió Norrlandsgatan, donde atravesó Smålandsgatan y desapareció por el portal.
«Bueno —pensó Kollberg—, vaya asco de aventura.»
Miró su reloj. La comida y el paseo habían durado exactamente tres cuartos de hora.
Durante la tarde no pasó nada especial. El camión volvió vacío, la gente iba y venía, salió otra furgoneta y volvió, luego dos camiones y cuando regresaba uno de ellos estuvo a punto de chocar con la furgoneta que salía.
A las cinco menos cinco vio abandonar la oficina a uno de los camioneros, acompañado de una mujer gruesa de pelo canoso. A las cinco al otro, el tercero aún no había vuelto con el camión. Otros tres hombres salieron del portal poco después y cruzaron la calle. Entraron en la cervecería y pidieron cerveza a voces, les sirvieron y se las bebieron en silencio.
A las cinco y cinco apareció el alto. Se detuvo delante de la puerta, sacó un llavero del bolsillo y cerró con llave. Luego se guardó de nuevo las llaves, se aseguró de que la puerta estuviera bien cerrada y se marchó.
Mientras Kollberg se ponía el abrigo, oyó comentar a uno de los bebedores de cerveza:
—Ahora se va Folke a casa.
Y otro se preguntó...
—¿Para qué? Si nadie le espera en casa. No sabe la suerte que tiene. Teníais que haber oído a mi parienta cuando llegué a casa anoche... Menuda bronca me echó sólo porque me tomé un par de cervezas después del curro. Joder, es que...
A Kollberg no le dio tiempo a escuchar más. El alto, quien con absoluta certeza se llamaba Folke Bengtsson, había desaparecido de su campo de visión. En Norrlandsgatan volvió a descubrirlo abriéndose paso entre una aglomeración de gente para dirigirse a Hamngatan, donde fue hasta la parada de autobús frente a NK.
Cuando Kollberg se puso en la cola, había cuatro personas entre él y Bengtsson. Confió en que el autobús no viniese tan lleno que no pudieran subir los dos. Bengtsson mantuvo en todo momento la mirada hacia delante, parecía observar la decoración navideña de los escaparates de NK. Al llegar el autobús, subió dando un saltito, Kollberg consiguió por poco apretujarse detrás de las puertas justo antes de que se cerraran.
El hombre bajó en Sankt Eriksplan. La circulación era densa y le llevó un rato salvar todos los semáforos hasta el otro lado de la plaza. En Rörstrandsgatan entró en un supermercado.
Siguió caminando por Rörstrandsgatan, pasó Birkagatan, cruzó la calle en diagonal y entró en un portal. Después de un rato, Kollberg se acercó a leer los letreros de los nombres. Había dos escaleras, una para el edificio del patio y otra para el de la calle. Kollberg se consideró afortunado al descubrir que la casa de Bengtsson daba a la calle, en la segunda planta.
Se colocó delante de un portal del otro lado de la calle y levantó la vista hasta la segunda planta. Detrás de cuatro de las ventanas colgaban unas cortinas blancas de tul con bordes plisados y un bosque de macetas. Gracias a los hombres de la cervecería sabía que Bengtsson era soltero y le pareció poco probable que aquellas ventanas pertenecieran a su piso.
Concentró su atención en las otras dos. Una estaba entreabierta y, mientras la observaba, se encendió la luz en la otra, supuso que sería la de la cocina. Pudo ver el techo y la parte superior de las paredes, de color blanco. En un par de ocasiones distinguió a alguien, pero no lo suficiente para determinar si se trataba de Bengtsson.
Al cabo de veinte minutos, se apagaron las luces de la cocina y se encendió una lámpara en la habitación contigua. Después de un rato, Bengtsson se acercó a la ventana. La abrió de par en par y se asomó. Luego la cerró, echó el pestillo y bajó el estor. Era amarillo y se transparentaba la luz, Kollberg vio cómo la silueta de Bengtsson desaparecía hacia el interior. La ventana seguramente no tenía cortinas, porque a ambos lados del estor salían anchos haces de luz.
Kollberg fue a telefonear a Stenström.
—Está en casa de momento. Si no te llamo antes de las nueve, vienes a relevarme, ¿vale?
A las nueve y ocho minutos se presentó Stenström. Lo único que había ocurrido era que la luz se había apagado a las ocho y desde entonces sólo salía un débil resplandor azulado por ambos lados del estor.
Stenström llevaba un periódico vespertino en el bolsillo y comprobaron que echaban una película americana en la tele.
—Es buena —dijo Kollberg—, la vi hace diez o quince años. El final es fantástico, todos mueren menos la tía. Me largo ya, a ver si llego a tiempo de verla. Si no me llamas antes de las seis, aquí estaré.
Era una mañana fría y estrellada cuando Stenström, nueve horas más tarde, caminaba deprisa hacia Sankt Eriksplan. Desde que la luz se apagó a las diez y media en el dormitorio de la segunda planta no había pasado nada.
—Ten cuidado de no congelarte —le aconsejó Stenström antes de marcharse, y cuando el portal se abrió y el hombre alto salió, Kollberg agradeció poder moverse por fin.
Bengtsson llevaba el mismo abrigo que el día anterior, pero se había cambiado el sombrero por una gorra gris de lana de Crimea. Caminaba apresuradamente y le salía vaho por la boca, como humo blanco. En Sankt Eriksplan cogió el autobús a Hamngatan y un par de minutos antes de las ocho, Kollberg le vio desaparecer por la puerta de la empresa de transportes.
Un par de horas más tarde salió de nuevo, dio los pocos pasos que separaban la pastelería del edificio de al lado, tomó café y dos panecillos. A las doce se fue al restaurante y después de comer dio una vuelta alrededor del edificio de Citypalatset y regresó a su oficina. A las cinco y pico, cerró la puerta con llave, cogió el autobús a Sankt Eriksplan, compró pan en una panadería y se fue para casa.
A las siete y veinte volvió a salir. En Sankt Eriksgatan giró a la derecha, pasó el puente y entró en Kungsholmsgatan, donde desapareció por una puerta. Kollberg se detuvo un momento delante de la palabra "bolera" iluminada con grandes letras rojas. Luego entró.
La bolera tenía siete pistas y detrás de un bordillo había un bar con pequeñas mesas redondas y sillas con asientos de hule. Las voces y las risas hacían eco en la sala y de vez en cuando se oía el sonido de bolas rodando y bolos cayendo.
Kollberg no vio a Bengtsson en ningún sitio, sin embargo enseguida reconoció a dos de los tres hombres de la cervecería del día anterior. Estaban sentados en una mesa del bar y Kollberg se retiró hacia la puerta para que no lo reconocieran. Después de un rato, el tercer hombre se acercó a la mesa acompañado por Bengtsson. Cuando empezaron a jugar, Kollberg abandonó el local.
Al cabo de un par de horas los cuatro jugadores salieron de la bolera. Se despidieron en la parada del tranvía de Sankt Eriksgatan y Bengtsson volvió solo por el mismo camino por donde había venido.
A las once se apagó la luz en el piso de Bengtsson, por entonces Kollberg ya descansaba en la cama, mientras su relevo, bien abrigado, caminaba de un lado a otro de Birkagatan. Stenström estaba resfriado.
El día siguiente, miércoles, transcurrió más o menos como el anterior. Stenström desafió al resfriado y pasó gran parte del día en la cervecería de Smålandsgatan.
Por la noche Bengtsson fue al cine. Cinco filas más atrás Kollberg sufría mientras un Señor América rubio y medio desnudo luchaba contra monstruos prehistóricos de Cinemascope.
Los dos días siguientes fueron idénticos. Stenström y Kollberg se turnaron para vigilar la existencia de un hombre desprovista de acontecimientos y estrictamente rutinaria. Kollberg volvió a visitar la bolera y se enteró de que Bengtsson era bueno y que desde hacía mucho tiempo jugaba allí todos los martes con sus tres compañeros de trabajo.
El séptimo día, un domingo, sucedió lo único interesante que había ocurrido en todo este tiempo, según Stenström: un partido de hockey sobre hielo entre las selecciones de Suecia y Checoslovaquia, que presenció junto con Bengtsson y unas diez mil personas más.
La noche del domingo al lunes, Kollberg encontró en Birkagatan un nuevo portal donde resguardarse.
Cuando por segundo sábado consecutivo vio salir a Bengtsson, cerrar con llave la puerta a las doce y dos minutos y empezar a caminar en dirección a Regeringsgatan pensó: «Ahora vamos a Löwenbröu a tomarnos una cerveza». Al abrir Bengtsson la puerta del Löwenbröu, Kollberg se situaba en la esquina de Drottninggatan alimentando su odio.
Por la noche, subió a su despacho de Kristineberg para ver las fotos de la película. Había perdido la cuenta de cuántas veces las había analizado.
Estudió cada foto detenidamente durante un buen rato y, por mucho que le costara creerlo, seguía viendo al hombre de cuya tranquila vida llevaba siendo testigo dos semanas.
—Está claro que no puede ser nuestro hombre —se lamentó Kollberg.
—¿Ya te has cansado?
—No me malinterpretes. No tengo nada en contra de dormir de pie en un portal de Birkagatan noche tras noche, pero...
—¿Pero qué?
—Durante diez días de catorce ha pasado lo siguiente: a las siete sube el estor. A las siete y un minuto abre la ventana. A las ocho menos veinticinco deja la ventana entreabierta. A las ocho menos veinte sale del portal, camina hasta Sankt Eriksplan y coge el autobús cincuenta y seis hasta el cruce de Regeringsgatan con Hamngatan, va andando hasta la empresa de transportes y a las ocho menos medio minuto abre la puerta. A las diez se dirige a la pastelería City, donde se toma dos tazas de café y un bocadillo de queso. A las doce y un minuto se marcha a uno de los dos restaurantes. Come...
—¿Qué come? —preguntó Martin Beck.
—Pescado o carne asada. Termina de comer a las doce y veinte, da un rápido paseo por los jardines de Kungstrådgården o una vuelta por la plaza Norrmalmstorg y regresa al trabajo. A las cinco y cinco cierra con llave y se va a casa. Si el tiempo está jodido coge el cincuenta y seis. Si no, recorre las calles Regeringsgatan, Kungsgatan, Drottninggatan, Barnhusgatan, Upplandsgatan, Observatoriegatan, pasa por el parque de Vasa, atraviesa en diagonal Sankt Eriksplan, atraviesa Birkaplan y llega a casa. De camino hace la compra en algún supermercado donde no haya demasiada gente. Compra leche y galletas todos los días, y pan, mantequilla, queso y mermelada regularmente. Se ha quedado en casa viendo la caja tonta ocho de las catorce noches. Dos miércoles consecutivos ha ido al cine, a la sesión de las siete en Lorry. Una mierda de películas las dos veces, me tocaron a mí. A la vuelta del cine se come un perrito caliente con mostaza y ketchup. Los domingos coge el metro hasta el Estadio de Hielo para ver un partido de hockey. Eso le tocó a Stenström, claro. Dos martes consecutivos ha ido a la bolera de Kungsholmsgatan y ha estado jugando durante dos horas con tres tíos de la empresa. Los sábados trabaja hasta las doce. Luego va al Löwenbräu y se toma una jarra de cerveza. Además, pide una ensaladilla de salchichas. Luego callejea tranquilamente hasta casa. Por la calle no mira a las tías, sólo a veces carteles de películas y escaparates, sobre todo de tiendas de deporte y ferreterías. No compra periódicos y no está suscrito a ninguno. En cambio, se suele llevar dos revistas,
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y una de pesca de esas anticuadas. La verdad es que se me ha olvidado cómo se llama. Un descuido. En el sótano de su edificio no hay ningún ciclomotor azul de la marca Monark, pero sí uno rojo Svalan. Es suyo. Pocas veces recibe correo. No se relaciona con los vecinos, pero los saluda en la escalera.
—¿Cómo es?
—¿Cómo coño voy a saber cómo es? Dice Stenström que es de un equipo de hockey sobre hielo, del Djurgården.
—Venga, en serio.
—Da la impresión de ser un hombre sano, tranquilo, fuerte y aburrido. Deja la ventana entreabierta todas las noches. Se mueve con comodidad, viste bien, no parece nervioso. Nunca tiene prisa pero tampoco pierde el tiempo. Debería fumar en pipa. No lo hace.
—¿Ha notado vuestra presencia?
—No creo. La mía, desde luego, no.
Permanecieron en silencio un rato observando la nieve, que caía en forma de grandes copos mojados.
—¿Sabes? —comentó Kollberg—, me da la sensación de que podríamos seguir así hasta que volviera a tener vacaciones. Es un espectáculo fascinante, pero ¿el estado puede permitirse el lujo de tener así a dos personas bastante competentes...?
Se paró en medio de la frase.
—Hablando de competencia, anoche había un borracho que me soltó un «uuuh» mientras estaba allí plantado medio dormido. Casi me da un infarto...
—¿Entonces se trata de nuestro hombre?
—Bueno, se parece bastante al de la película.
Martin Beck se mecía en la silla.
—Vale, vamos a buscarlo.
—¿Ahora?
—Sí.
—¿Quién?
—Tú. Después del trabajo. No queremos que desatienda sus obligaciones en la oficina. Llévale a tu despacho y le preguntas los datos personales. Cuando hayas acabado, me llamas.
—¿Línea suave?
—Por supuesto.
Dieron las nueve y media el catorce de diciembre. El nombre del día según el calendario era Sten y Martin Beck había soportado la celebración tardía de Santa Lucía organizada por la policía, un bollo de azafrán pastoso y dos copitas de un soso glögg sin apenas alcohol.
Llamó al fiscal provincial de Linköping y a Ahlberg de Motala y, con cierta sorpresa, les oyó decir a los dos: «Voy para allá».
Se presentaron sobre las tres. El fiscal había pasado por Motala a recoger a Ahlberg. Intercambió unas palabras con Martin Beck y se fue a ver a Hammar.
Ahlberg estuvo sentado en el sillón de visitas durante dos horas, pero no se comentó nada de interés. Ahlberg preguntó:
—¿Crees que es él?
—No lo sé.
—Tiene que serlo.
—Ya.
A las cinco menos cinco llamaron a la puerta. Eran el fiscal provincial y Hammar.