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Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö

Roseanna (24 page)

—¿Y entonces qué respondió?

—Que también se encontraba solo y la Navidad le aburría bastante, aunque la solía celebrar con su madre.

—Suena muy bien —reconoció Martin Beck—. ¿Hablasteis de algo más?

—No, creo que no.

Se quedó callada un rato. Luego agregó:

—Sí, le pedí que me apuntara la dirección y el teléfono de la empresa para que no tuviera que buscarlo en la guía telefónica. Me dio una tarjeta.

—¿Y luego te fuiste?

—Sí, no podía quedarme más tiempo allí tonteando de esa manera, pero tardé bastante en marcharme. Me había desabrochado el abrigo para que me viera con el jersey ajustadito. Por cierto, le dije que si no les daba tiempo a llevarme la cómoda hasta tarde que no importaba, porque yo apenas salía por las noches, que las pasaba esperando que alguien me llamara. Pero él me aseguraba que irían por la mañana.

—Muy bien. Oye, habíamos pensado ensayar esta noche. Estaremos en la comisaría del distrito de Klara, Stenström hará de Bengtsson y contactará contigo. Lo coges, luego me llamas y vamos a tu casa a esperar a Stenström. ¿Me sigues?

—Sí, te llamo en cuanto me telefonee Stenström. ¿Sobre qué hora más o menos?

—No te lo voy a decir. Tú no sabrás a qué hora te llamará Bengtsson.

—Vale. Oye, Martin.

—Sí.

—La verdad es que posee algún tipo de encanto. No da en absoluto la impresión de desagradable ni de loco. Pero, claro, Roseanna debió de creer lo mismo.

La sala de descanso de la comisaría del cuarto distrito en Regeringsgatan estaba limpia y recogida, pero ofrecía muy pocas posibilidades de entretenimiento.

A las ocho y pico Martin Beck había leído los periódicos de la tarde dos veces, prácticamente todo menos los deportes y los anuncios. Ahlberg y Kollberg llevaban dos horas enzarzados en una partida de ajedrez que, aparentemente, les había quitado las ganas de hablar, Stenström dormía con la boca abierta en una silla al lado de la puerta. Estaba disculpado, pues había trabajado en otro caso la noche anterior. Además, sólo iba a hacer de malo y no era preciso que vigilara.

De vez en cuando, entraban agentes uniformados que se habían librado del turno de guardia, y querían descansar un rato con las piernas en alto delante de la televisión. Algunos miraban fijamente y con curiosidad a los hombres de la policía criminal del estado.

A las ocho y diez, Martin Beck se acercó a Stenström y le tocó.

—Vamos.

Stenström se levantó, se dirigió al teléfono y marcó un número.

—Hola —dijo—. ¿Puedo subir? ¿Sí? Bien.

Luego volvió a su silla y le sobrevino el sopor.

Martin Beck miró el reloj. El teléfono sonó al cabo de cincuenta segundos.

Estaba conectado a una línea directa y reservada. Nadie más tenía permiso para usarla.

—Aquí Beck.

—Soy Sonja, hola. Acaba de llamar. Llega dentro de treinta minutos.

—Entendido.

Colgó.

—Manos a la obra, chicos.

—Ríndete —sugirió Ahlberg.

—Vale —aceptó Kollberg—. Uno-cero a tu favor.

Stenström abrió un ojo.

—¿Por dónde quieres que entre?

—Por dónde tú quieras.

Bajaron al aparcamiento, en el patio de la comisaría. Cogieron el coche privado de Kollberg, él conducía. Cuando enfiló Regenngsgatan dijo:

—Me pido el guardarropa.

—No, no, eso es trabajo de Ahlberg.

—¿Por qué?

—Es el único que puede acceder al edificio sin arriesgarse a que le reconozca.

Sonja Hansson vivía en Runebergsgatan, en la segunda planta de un inmueble que hacia esquina con la plaza Erikbergsplan.

Kollberg aparcó entre el Pequeño Teatro y Tegnérgatan. Se separaron. Martin Beck cruzó la calle, se metió en los arriates y se situó a la sombra cerca del busto de Karl Staaf. Desde ahí disponía de una buena vista de la casa y, además, controlaba la plaza y los tramos más importantes de las calles adyacentes. Vio pasear a Kollberg por la acera sur de Runebergsgatan con una despreocupación exquisita. Ahlberg se dirigió al portal con determinación, lo abrió y entró. Como un vecino que llega a casa. Cuarenta y cinco segundos después, Ahlberg estaría dentro del apartamento y Kollberg en su puesto, en la pasarela por debajo de Enksbergsgatan. Martin Beck paró el cronómetro y calculó el tiempo. Habían transcurrido cinco minutos y diez segundos desde que colgó tras la llamada de Sonja Hansson.

Estaba destemplado y el frío le calaba hasta los huesos, se subió el cuello del abrigo murmurando amenazas a un borracho que le pidió un pitillo.

Stenström hizo un trabajo excelente.

Por una parte, llegó doce minutos antes; por otra, desde una dirección totalmente inesperada. Se coló por la esquina de la escalera del parque de Eriksberg, llena de gente que iba al cine. Martin Beck no le vio hasta que entró a escondidas por el portal.

En apariencia, Kollberg también había funcionado satisfactoriamente, ya que él y Martin Beck coincidieron delante de la puerta.

Entraron juntos, abrieron con llave la puerta interior acristalada. Ninguno de los dos dijo nada.

Kollberg fue por la escalera. Tenía instrucciones de quedarse medio tramo por debajo del apartamento y de no avanzar hasta que le dieran la señal. Martin Beck intentó llamar al ascensor, pero no funcionaba. Subió corriendo y pasó de largo a un sorprendido Kollberg, ya en la primera planta. El ascensor se hallaba en la segunda, como cabía esperar, Stenström había dejado la verja interior abierta. Con esta maniobra consiguió arruinar la parte del plan que preveía que Martin Beck subiera hasta la planta superior y se aproximara a la puerta de la casa desde arriba.

El apartamento seguía en silencio, pero Stenström por lo visto apostó por la rapidez, ya que a los treinta segundos se oyó un grito apagado y un ruido. Martin Beck tenía la llave preparada y diez segundos más tarde se encontraba en el dormitorio de Sonja Hansson.

La chica estaba sentada sobre la cama y Stenström en mitad de la habitación bostezando, Ahlberg lo había inmovilizado doblándole el brazo derecho hacia la espalda.

Martin Beck silbó y Kollberg irrumpió en el apartamento como una locomotora exprés. Con las prisas tiró la mesa del recibidor. No había tenido que abrir ninguna puerta.

Martin Beck se frotó la nariz y miró a la chica.

—Bien —dijo.

Ella había optado por una actuación realista, como Martin Beck esperaba. Estaba descalza y con las piernas desnudas, y vestía una fina bata de algodón de manga corta que le llegaba por encima de las rodillas. Sin duda no llevaba nada debajo.

—Me pongo algo y os preparo café —propuso.

Entraron en la otra habitación. Se unió a ellos casi al momento, vestía sandalias, vaqueros y un jersey marrón. Diez minutos más tarde el café estaba servido.

—Mi llave no abre bien —advirtió Ahlberg—. Tuve que hacer unas maniobras del diablo.

—Tampoco importa —intervino Martin Beck—. Nunca tendrás tanta prisa como nosotros.

—Te he oído en la escalera —observó Stenström—. Justo cuando ella abría.

—Suelas de goma —sugirió Kollberg.

—Abre antes —replicó Martin Beck.

—La mirilla del guardarropa está bien —dijo Ahlberg—. Te he podido ver casi todo el tiempo.

—Saca la llave la próxima vez —aconsejó Stenström—. Si supieras la tentación que he tenido de encerrarte...

Sonó el teléfono. Todos se quedaron petrificados.

La chica lo cogió.

—Diga... hola... no, esta noche no... bueno, voy a estar ocupada un tiempo... ¿Qué si he conocido a un hombre...? Bueno, algo así.

Colgó desafiando sus miradas.

—No era nada —dijo.

Capítulo 28

Sonja Hansson estaba en el baño aclarando la ropa. Al cerrar el grifo y enderezarse, oyó sonar en el salón el timbre del teléfono. Entró corriendo y levantó el auricular aún con las manos mojadas.

Era Bengtsson.

—La cómoda está en camino —informó—. La furgoneta llegará dentro de un cuarto de hora.

—Gracias, ha sido muy amable en llamarme. Como le comenté, no suelo abrir y no pensaba que me la fueran a traer tan pronto. ¿Quiere que vaya a la oficina a pagar, o...?

—Puede pagárselo al conductor, no hay problema. Él lleva la factura.

—Gracias, así lo haré. Y gracias por su amabilidad, señor...

—Bengtsson. Espero, señorita Hansson, que quede complacida con nuestros servicios. Como le decía, dentro de un cuarto de ahora estarán allí. Gracias y adiós.

Cuando colgó, marcó el número a Martin Beck.

—La cómoda llega en quince minutos. Acaba de llamar. He estado a punto de no oírlo, aunque en cierta manera me ha venido bien, porque me he dado cuenta de que cuando abro el grifo de la bañera no oigo el teléfono.

—Pues tendrás que dejar de bañarte durante algún tiempo —dijo Martin Beck—. No, en serio, no te alejes del teléfono. Ni subas al desván ni bajes al cuarto de la lavandería ni nada por el estilo.

—Sí, ya lo sé. ¿Voy a verle a la oficina en cuanto llegue la cómoda?

—Me parece bien. Luego me llamas.

Martin Beck estaba en su despacho con Ahlberg, quien arqueó las cejas inquisitivamente en cuanto Beck colgó.

—Irá para allá dentro de una media hora más o menos —informó Martin Beck.

—Entonces sólo nos queda aguardar. Es una buena chica, me cae bien.

Al cabo de dos horas de espera, Ahlberg se inquietó:

—No le habrá pasado nada...

—Tranquilo —lo calmó Martin Beck—. Llamará.

Media hora después, telefoneó.

—¿Lleváis mucho tiempo esperando?

Martin Beck soltó un gruñido.

—¿Qué ha pasado? —preguntó aclarándose la garganta.

—Te lo contaré desde el principio. Dos tipos de la empresa se presentaron aquí con la cómoda veinte minutos después de nuestra conversación. Apenas la miré, sólo les indiqué donde quería colocarla. Al irse, descubrí, como acordamos, que se habían equivocado de cómoda y fui a la empresa para presentar una queja.

—Has tardado mucho.

—Sí, es que estaba atendiendo a un cliente cuando llegué. Aguardé al otro lado del cristal, me miró varias veces y la verdad es que me pareció que intentaba meter prisa al cliente. Pareció muy apenado, pero le dije que se trataba de un error del que la empresa no era culpable y casi discutimos buscando a quién echar la culpa. Luego salió para averiguar si alguien podía llevarme la cómoda esta misma noche. Pero no ha sido posible. De todas maneras me prometió que pasarían mañana por la mañana sin falta. Me aseguró que habría ido él mismo con la cómoda, yo le contesté que eso era mucho pedir, aunque habría sido agradable.

—Bien. ¿Y a continuación te fuiste?

—Pues no, me entretuve un poco más todavía.

—¿Era de difícil conversación?

—No especialmente. Parecía algo tímido.

—¿De qué habéis hablado?

—Sobre el intenso tráfico que hay en la ciudad y de que en Estocolmo se vivía mucho mejor antes. Yo le he dicho que no es una ciudad adecuada para el que vive solo, y él me ha dado la razón aunque, de hecho, estaba a gusto viviendo así.

—¿Te dio la impresión de que le gustaba hablar contigo?

—Creo que sí. Pero no me podía quedar todo el día. Me dijo que le gustaba ir al cine, pero que aparte de eso no solía salir mucho. Y ya no pasó mucho más, así que me marché. Me acompañó hasta la puerta y se mostró en todo momento muy educado. ¿Que hacemos ahora?

—Nada. Esperar.

Dos días más tarde, Sonja Hansson volvió a las oficinas de la empresa de transportes.

—Sólo quería agradecerle su ayuda y decirle que la cómoda llegó bien. Siento haberle causado tantas molestias.

—No ha sido ninguna molestia —insistió Folke Bengtsson—. Señorita Hansson, será bienvenida cuando quiera. Estaré siempre a su servicio.

Luego se presentó un hombre en el despacho, aparentemente el jefe, y les interrumpió.

Al abandonar el despacho, sintió que Bengtsson la seguía con la mirada y cuando ya había traspasado la puerta se dio la vuelta y buscó sus ojos a través del cristal.

Pasó arrastrándose pesadamente una semana gris y desapacible antes de que repitieran el simulacro. De nuevo el pretexto fue un porte. No hacía mucho que se había instalado en el piso de Runebergsgatan y continuaba trayéndose viejas herencias y otras cosas de distintos desvanes repartidos por la ciudad.

Transcurridos cinco días, volvió a presentarse en la oficina. Faltaban pocos minutos para las cinco, pasaba por allí por casualidad y se le ocurrió entrar a verle.

Sonja Hansson parecía desanimada por teléfono.

—¿Sigue sin reaccionar?

—Muy poco. No creo que sea él.

—¿Por qué no?

—Parece tímido, eso es todo. Y se muestra un poco indiferente. Estas últimas veces he ido a por todas, con proposiciones prácticamente abiertas. Siete hombres de diez se habrían quedado rondando delante de mi puerta y aullando como lobos desde hace ya una semana. Supongo que no tengo ni pizca de atractivo. ¿Qué hago?

—Insiste.

—Creo que deberíais buscar a otra.

—Tú sigue.

Seguir, pero ¿por cuánto tiempo? Cada día que pasaba, la mirada de Hammar se volvía más interrogante y la cara con la que se enfrentaba al espejo más pálida y ojerosa.

El tic-tac del reloj eléctrico de pared de la sala de la comisaría de Klara fue testigo de tres noches más sin incidentes. Habían transcurrido tres semanas desde el ensayo general. El plan se había perfeccionado, pero nada indicaba que fuera a ponerse en marcha alguna vez. No había ocurrido absolutamente nada. El hombre que se llamaba Folke Bengtsson llevaba una vida tranquila y ordenada, se tomaba su yogur, hacía su trabajo y dormía sus nueve horas diarias. En cambio, ellos mismos estuvieron a punto de perder el contacto, tanto con la vida normal como con el mundo exterior. Los perros se azuzaban unos a otros sin que la presa ni siquiera se diera cuenta. Un orden de las cosas un tanto peculiar, pensó Martin Beck.

Tenía la mirada clavada en el teléfono negro, que llevaba tres semanas sin emitir ni una sola señal. La mujer del piso de Runebergsgatan no lo usaría excepto en un caso concreto. Ellos le hacían dos llamadas de comprobación todas las tardes a las seis y por las noches a las doce. Aquellas llamadas eran lo único que pasaba.

En casa se respiraba un ambiente tenso. Su mujer no le dijo nada, pero el destello de duda de sus ojos era cada vez más patente cuando él la miraba. Hacía ya mucho tiempo que desconfiaba de esa extraña misión que nunca daba resultado, pero que mantenía alejado a su marido de casa noche tras noche. Él ni podía ni quería explicárselo.

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