Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö
—¿Nunca tiene relaciones con mujeres?
—Naturalmente no es que carezca de experiencia. Tengo casi cuarenta años.
Martin Beck le observaba.
—Cuando necesita compañía femenina, ¿suele recurrir a prostitutas?
—No, nunca.
—¿Puede darme el nombre de alguna mujer con la que haya estado durante cierto tiempo?
—Quizá podría, pero no quiero.
Martin Beck abrió el cajón del escritorio unos veinte centímetros, bajó la mirada hacia él y se pasó el dedo índice por el labio inferior pensativo.
—Estaría bien si pudiera mencionar algún nombre —dijo en un susurro.
—La última, la que más tiempo..., con la que he estado más comprometido, ella... Bueno, ahora está casada y ya no tenemos contacto. Resultaría muy incómodo para ella.
—Aun así, estaría bien —insistió Martin Beck sin levantar la mirada.
—No quiero causarle molestias.
—No va a sufrir ninguna molestia. ¿Cómo se llama?
—Si pueden garantizarme... Su nombre de casada es Siv Lindberg. Pero le ruego encarecidamente....
—¿Dónde vive?
—En Lidingö. Su marido es ingeniero. No sé su dirección, en algún lugar de Bodal, creo recordar.
Martin Beck echó una última mirada a la fotografía de la mujer de Växjö. Luego cerró el cajón y se disculpó:
—Gracias. Siento tener que hacerle preguntas de ese tipo. Pero, desgraciadamente, forma parte del procedimiento.
Melander entró y se sentó en su mesa.
—¿Le puedo pedir que espere un par de minutos? —preguntó Martin Beck.
En el despacho de abajo, la grabadora acababa de reproducir las últimas palabras.
Martin Beck estaba escuchando de pie apoyado en la pared.
«—¿Quiere beber algo?
—No, gracias. No tengo sed.»
El fiscal provincial fue el primero en romper el silencio.
—¿Bueno?
—Suéltalo.
El fiscal levantó la mirada al techo, Kollberg la bajó al suelo y Ahlberg miró a Martin Beck.
—No le has presionado demasiado —observó el fiscal—. Tampoco ha sido un interrogatorio muy largo.
—No.
—¿Y si lo detenemos? —propuso el fiscal.
—Tendrás que soltarlo a esta misma hora el jueves —contestó Hammar.
—Eso no lo sabemos.
—No —admitió Hammar.
—De acuerdo —concluyó el fiscal.
Martin Beck asintió con la cabeza. Salió del despacho, subió la escalera y volvió a sentir el mismo estremecimiento en la parte izquierda del pecho.
Melander y el hombre que se llamaba Folke Bengtsson no parecían haberse movido desde que los dejó y nada indicaba que hubieran hablado.
—Siento haberle molestado. ¿Le puedo ofrecer un coche para volver a casa?
—Cogeré el metro, gracias.
—Tal vez sea lo más rápido.
—Sí, seguramente.
Martin Beck lo acompañó a la planta baja, pura rutina.
—Bueno, adiós.
—Adiós.
Un apretón de manos rutinario.
Kollberg y Ahlberg seguían sentados con la mirada clavada en la grabadora.
—¿Mantenemos la vigilancia? —preguntó Kollberg.
—No.
—¿Crees que es él? —preguntó Ahlberg.
Martin Beck estaba en medio del despacho mirándose la mano derecha.
—Sí —sentenció—. Claro que es él.
El edificio de apartamentos, en lo fundamental, le recordaba al suyo en Bagarmossen. Una escalera sin decoración alguna, el nombre en placas estándar en las puertas y las trampillas entre plantas para tirar la basura. Se encontraba en Bodalsvägen, en la isla de Lidingö, había llegado en el tren de cercanías.
Eligió el momento con mucho cuidado. A la una y cuarto los funcionarios suecos están en la oficina y los niños pequeños duermen la siesta. Las amas de casa tienen la radio puesta y escuchan música mientras toman café con sacarina.
La mujer que le abrió era de baja estatura, rubia y con ojos azules. De unos treinta años y bastante guapa. Se agarró nerviosa a la manija de la puerta, como preparándose para cerrarla cuanto antes.
—¿La policía? ¿Ha ocurrido algo? Mi marido...
Tenía cara de asustada, de desconcierto; y muy bonita, pensó Martin Beck. Le enseñó la placa, lo cual pareció calmarla.
—No entiendo cómo le puedo servir de ayuda, pero entre, por favor...
El mobiliario resultaba impersonal, aburrido y pulcro, pero la vista del archipiélago era fantástica. Se veía la bahía de Lilla Värtan y dos barcos remolque que se disponían a tirar de un buque de carga hacia el muelle. Martin Beck hubiera dado lo que fuera por cambiar su casa por ésta.
—¿Tiene hijos? —preguntó para desviar la atención.
—Sí, una niña de diez meses. Acabo de acostarla.
Sacó las fotografías.
—¿Conoce a este hombre?
Se sonrojó enseguida y se quedó con la mirada perdida, asintió vacilante.
—Sí, lo conocí. Pero hace varios años. ¿Qué ha hecho?
Martin Beck no contestó al momento.
—Sabe, esto me resulta muy desagradable. Mi marido...
Le costaba encontrar las palabras adecuadas.
—¿Nos sentamos? —preguntó Martin Beck—. Perdone por proponérselo.
—Sí. Claro.
Ella se acomodó en el borde del sofá, tensa y rígida.
—No tema nada ni se preocupe. Sucede lo siguiente: este hombre nos interesa como testigo por ciertos motivos. En todo caso, no tiene que ver con usted. Pero es importante para nosotros conseguir alguna información acerca de su carácter por parte de alguien que, de una manera u otra, haya tratado con él.
Eso no pareció tranquilizarla mucho.
—Es muy desagradable —insistió—. Mi marido, sabe usted, llevamos casi dos años casados y él no sabe nada de... Folke, no le he contado nada acerca de ese hombre... aunque, claro, como usted entenderá, tiene que imaginarse que he estado con otros hombres antes...
Se sentía cada vez más confusa y azorada.
—Nunca hablamos de eso —precisó.
—Puede estar absolutamente tranquila. Sólo le pido que me conteste a algunas preguntas. Ni su marido ni nadie se van a enterar de lo que usted me cuente. Por lo menos nadie que usted conozca.
Asintió con la cabeza, pero seguía desviando la mirada.
—¿Por lo tanto conoce usted a Folke Bengtsson?
—Sí.
—¿Cuándo y dónde lo conoció?
—Yo... Nos conocimos hace más de cuatro años, en una empresa donde éramos compañeros de trabajo.
—¿Transportes Eriksson?
—Sí, yo trabajaba en la caja.
—¿Y mantenía una relación con él?
Asintió mirando para otro lado.
—¿Cuánto tiempo?
—Un año —musitó en un tono apenas audible.
—¿Fueron felices juntos?
Le echó una mirada rápida e insegura y abrió las manos en un gesto de desamparo.
Martin Beck dirigió sus ojos hacia la ventana, por encima de su hombro, al cielo invernal, sombrío y gris.
—¿Cómo empezó todo?
—Bueno, nos... veíamos todos los días, nos hacíamos compañía para tomar café por la mañana y luego para comer. Y... sí, me acompañaba a casa algunas veces.
—¿Dónde vivía?
—En el barrio de Vasastan, cerca de Upplandsgatan.
—¿Sola?
—Oh, no, seguía viviendo con mis padres por entonces.
—¿Subió con usted alguna vez?
Dijo que no con la cabeza enérgicamente, todavía sin mirarlo.
—¿Y luego qué pasó?
—Me invitó al cine un par de veces. Y entonces... bueno, me llevó a cenar.
—¿A su casa?
—No, al principio no.
—¿Cuándo?
—En octubre.
—¿Cuánto tiempo llevaban saliendo entonces?
—Varios meses.
—¿Así que iniciaron una verdadera relación?
Volvió a quedarse callada un buen rato. Al final dijo:
—¿Realmente tengo que contestar?
—Sí, es importante. Es mejor que conteste aquí y ahora. Se ahorrará muchas incomodidades.
—¿Qué quiere saber? ¿Qué quiere que le diga?
—Mantenían relaciones íntimas, ¿no?
Asintió.
—¿Cuándo empezaron? ¿La primera vez que estuvo allí?
—Ah no... tal vez después de cuatro o cinco veces. Cinco, creo.
—¿Y se repitió?
Ella le miró desamparada.
—¿Con qué frecuencia?
—No muy a menudo, creo.
—¿Pero cada vez que subía allí?
—Ah no, en absoluto.
—¿Qué solían hacer cuando estaban juntos?
—Bueno... de todo, comer, hablar, ver la tele y los peces.
—¿Los peces?
—Tenía una gran pecera.
Martin Beck inspiró profundamente.
—¿Le hizo feliz?
—Yo...
—Intente contestar.
—Usted... usted hace preguntas muy difíciles. Sí, creo que sí.
—¿Era cruel con usted?
—No entiendo.
—Quiero decir cuando estaban juntos. ¿Le pegó?
—Ah no.
—¿Le hizo daño de alguna otra manera?
—No.
—¿Nunca?
—No, nunca. ¿Por qué iba a hacerlo?
—¿Hablaron de casarse o de irse a vivir juntos?
—No.
—¿Por qué?
—Nunca jamás dijo nada parecido.
—¿No tenía miedo de quedarse embarazada?
—Sí. Pero siempre teníamos mucho cuidado.
Martin Beck se obligó a observarla. Seguía sentada totalmente recta en el borde del sofá, con las rodillas muy pegadas y los músculos de las piernas tensos. Estaba sonrojada, no sólo por el rostro sino también por el cuello y en lo poco que se podía ver de los hombros. En el nacimiento del pelo, se apreciaba una línea de pequeñas y finas gotas de sudor.
Volvió a tomar impulso.
—Intente describirlo como hombre. Sexualmente hablando...
La pregunta la desconcertó por completo. Movió las manos muy nerviosa. Al final murmuró:
—Amable.
—¿Qué quiere decir con amable?
—Él... quiero decir que creo que necesitaba mucha ternura. Y yo, yo soy, supongo que yo era igual.
Aunque sólo se encontraba a medio metro de ella, tenía que esforzarse para oírla.
—¿Usted le quería?
—Creo que sí.
—¿Él le satisfacía?
—No lo sé.
—¿Por qué terminó su relación?
—No lo sé. Simplemente acabó.
—Hay otra cosa más que debo pedirle que me conteste. Cuando mantenían relaciones íntimas, ¿siempre era él quien tomaba la iniciativa?
—Sí... Qué quiere que diga... Supongo que era así, pero así suele ser, ¿no? Además, yo siempre estaba de acuerdo.
—¿Cuántas veces ocurrió en total?
—Cinco —susurró.
Martin Beck se quedó quieto observándola. Iba a preguntarle: ¿era el primer hombre con el que estuvo? ¿Solía desnudarse? ¿Tenían la luz encendida? Alguna vez él...
—Adiós —dijo levantándose—. Perdone las molestias.
Cerró la puerta él mismo. Lo último que la oyó musitar fue:
—Discúlpeme, soy un poco tímida.
Martin Beck deambulaba sobre el aguanieve por el andén mientras esperaba el tren, llevaba las manos metidas en los bolsillos del abrigo y los hombros encogidos. Desafinaba al silbar, como ausente.
Por fin sabía qué hacer.
Hammar dibujaba figuras en un trozo de papel secante mientras escuchaba.
Esa costumbre se solía considerar como buena señal. Luego dijo:
—¿Y de dónde vas a sacar a una mujer?
—Tiene que haber alguna en el cuerpo.
—Mejor búscala antes.
Diez minutos más tarde, Kollberg preguntó:
—¿Y dónde piensas encontrar a una tía?
—¿Quién se ha pasado dieciocho años con el culo encima de las mesas de sus compañeros del cuerpo? ¿Tú o yo?
—No sirve cualquiera.
—Nadie conoce a la gente del cuerpo mejor que tú.
—Como decía, podría dar una vuelta, a ver...
—Eso es.
Melander no mostró ningún interés. Sin darse la vuelta, ni sacarse siquiera la pipa de la boca, precisó:
—Vibeka Amdal vive en Todbodgade, tiene cincuenta y nueve años, y es la viuda de un fabricante de cerveza. No recuerda haber visto a Roseanna McGraw más que en la foto que le hizo en Riddarholmen. Karin Larsson se escapó del barco en Rotterdam. Pero la policía sostiene que ya no está allí. Probablemente cogió otro barco con papeles falsos.
—Un barco extranjero, claro —añadió Kollberg—. Es lista. Nos puede llevar un año encontrarla. O cinco. Y al final no soltará prenda. ¿Ha contestado Kafka?
—Todavía no.
Martin Beck bajó la escalera y llamó a Motala.
—Sí —reconoció Ahlberg tranquilamente—. Probablemente sea ésa la única manera. Pero ¿dónde conseguirás a la chica?
—En el cuerpo. En tu comisaría, por ejemplo.
—No, ella no encaja.
Martin Beck colgó. Sonó el teléfono. Era alguien de la patrulla civil de Klara.
—Hemos hecho exactamente lo que nos dijiste.
—¿Y?
—El hombre parece seguro, pero créeme, está en alerta. Vigilante, se da la vuelta, se para a menudo. Será muy difícil seguirlo sin que se dé cuenta.
—¿Es posible que os haya reconocido a alguno?
—No, éramos tres y no le seguimos, nos quedamos parados y le dejamos pasar. Además nuestro trabajo es precisamente que no nos descubran. ¿Podemos hacer algo más por ti?
—De momento no.
La siguiente llamada procedía del distrito de Adolf Fredrik.
—Soy Hansson, del quinto. He estado vigilándolo en Bråvallagatan desde esta mañana, ya se ha ido para casa.
—¿Cómo se ha comportado?
—Tranquilo, pero me dio la impresión de que estaba ojo avizor.
—¿No se dio cuenta de nada?
—En absoluto. Esta mañana me quedé en el coche y la otra vez había mucha gente. La única ocasión que me he acercado a él ha sido ahora, delante del quiosco de prensa en Sankt Eriksplan. Me coloqué dos personas por detrás de él en la cola.
—¿Qué compró?
—Periódicos.
—¿Cuáles?
—Un montón. Los cuatro periódicos matutinos y dos vespertinos.
Melander llamó a la puerta y asomó la cabeza.
—Pensaba irme ya. ¿Hay algún problema? Tengo que comprar regalos de Navidad —se excusó.
Martin Beck asintió con la cabeza mientras colgaba el teléfono y pensó, Dios mío, los regalos, pero enseguida se borró de su mente esta idea.
Se marchó a casa tarde, pero aun así no pudo evitar el gentío. Las aglomeraciones navideñas estaban en pleno apogeo y las tiendas abrían hasta más tarde, por lo visto.